La isla del tesoro

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Из серии: Clásicos
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La marca negra

Hacia el mediodía me acerqué a la habitación del capitán, llevándole un refresco y medicinas. Se encontraba casi en el mismo estado en que lo habíamos dejado, aunque trató de incorporarse, pero su debilidad fue más grande que sus deseos.

—Jim —me dijo—, tú eres la única persona en quien puedo confiar aquí, y bien sabes que siempre me porté bien contigo. Ni un mes he dejado de darte tus cuatro peniques de plata. Ahora ya me ves, compañero, da pena verme, no tengo ánimos y estoy solo. Escucha, Jim, tráeme un cortadillo de ron… Vamos, camarada, ¿me lo traerás?

—El doctor… —intenté decirle.

Pero él rompió en juramentos y maldiciones contra el doctor con una voz que, aún apagada, no había perdido su vieja energía.

—Los médicos son todos unos farsantes —voceó—, y el suyo, ése, ¿qué sabe de hombres de mar? Con estos ojos he visto tierras que abrasaban como la brea hirviendo, a mis compañeros caer muertos como moscas con el vómito negro y he visto la tierra moverse como la mar sacudida por terremotos… ¿Qué sabe el médico? Y te digo una cosa: fue el ron el que me hizo vivir. Él ha sido mi comida y mi agua, somos como marido y mujer. Y si me lo quitas ahora, seré como un barco del que ya no queda más que un madero, que las olas entregan a la playa. Mi maldición caerá sobre ti, Jim, y sobre ese médico charlatán —y de nuevo prorrumpió en una sarta de juramentos—. Fíjate, Jim, en el temblor de mis dedos —continuó ya con un tono de súplica—. No se están quietos. No he bebido una gota en todo el santo día. Te digo que ese médico es un farsante. Si no echo un trago de ron, Jim, empezaré a tener visiones. Ya casi las tengo. Estoy viendo al viejo Flint allí en el rincón, detrás tuyo; y si empiezo a tener visiones, con la mala vida que he llevado, se me va a aparecer hasta Caín. El médico dijo que un vaso no me haría daño. Te daré una moneda de oro, si me traes un cortadillo, Jim.

Iba excitándose cada vez más y yo me alarmé a causa de mi padre, que había empeorado y necesitaba toda la quietud posible; además, las instrucciones del doctor habían sido terminantes, y también me sentía ofendido en cierta forma por el soborno que me proponía.

—No quiero su dinero —le dije—, sino el que le debe a mi padre. Le traeré un vaso, sólo uno.

Cuando se lo traje, lo cogió ávidamente y lo bebió de un trago.

—Ah —suspiró—. Ya me siento mejor, no cabe duda. Y ahora, muchacho, ¿cuánto tiempo dijo el doctor que debía estar en esta condenada litera?

—Una semana, por lo menos —le contesté.

—¡Truenos! —exclamó—. ¡Una semana! Eso no puede ser. Para entonces ya me habrían pillado y me marcarían con «La Negra». Ahora mismo deben andar ya por ahí esos canallas husmeando mis huellas, gentuza que no han sabido guardar lo suyo y quieren poner sus garras en lo que es de otro. ¿Tú crees que eso es de hombres de mar? Yo he sido un espíritu precavido, nunca gasté mis buenos dineros ni los he perdido por ahí. Pero voy a estar más avizor que un timonel en su guardia. No les tengo miedo. Largaré velas y volveré a escapar.

Conforme me hablaba, iba tratando de incorporarse en la cama, aunque con mucha dificultad; se aferró a mi hombro clavándome los dedos con tal fuerza, que casi me hizo gritar de dolor, e intentó mover sus piernas, pero eran como un peso muerto. El vigor de sus palabras contrastaba lastimosamente con la apagada voz que las pronunciaba. Logró sentarse en el borde de la cama.

—Ese médico me ha matado —murmuró—. Me zumban los oídos. Recuéstame.

Pero antes de que pudiera ayudarlo se desplomó sobre el lecho permaneciendo un rato en silencio.

—Jim —dijo al rato—, ¿te fijaste bien en ese marino?

—¿Perro negro? —pregunté.

—Ah… Perro negro —dijo él—. Es un tipo de cuidado, pero aun son peores los que lo enviaron. Escucha, si yo no puedo escapar, si ésos consiguen marcarme con «La Negra», acuérdate de que lo que andan buscando es mi viejo cofre. Coge un caballo. ¿Sabes montar, no? Bien, pues entonces, monta y corre… ¡sí, hazlo!, avisa a ese maldito médico tuyo y dile que junte a todos, que venga con un juez y con agentes… Dile que puede atraparlos a todos, aquí, a bordo del «Almirante Benbow»…, toda la tripulación del viejo Flint, todos… lo que queda de ella. Yo era el segundo de a bordo, el primero después de Flint, y soy el único que conoce dónde está lo que buscan. Me lo confió en Savannah, cuando se estaba muriendo, lo mismo que hago yo ahora contigo. Pero tú no abrirás el pico. Solamente si consiguen pescarme, si me marcan con «La Negra», o si vieras otra vez a Perro negro, o a un marino con una sola pierna, Jim… Ese sobre todo.

—Pero ¿qué es la Marca Negra, capitán? —pregunté.

—Es un aviso, compañero. Ya la verás, si me marcan. Pero ahora tú abre bien los ojos, Jim, y te juro por mi honor que iremos a partes iguales —Todavía siguió divagando durante un rato, su voz fue debilitándose, y, cuando le hice beber su medicina, que tomó como un niño, me dijo—: Si ha habido un marino con necesidad de estas drogas, ése soy yo… —y se durmió profundamente.

No sé qué hubiera hecho yo de resolverse bien todos los acontecimientos; quizá le habría contado al doctor aquella historia, porque sentía miedo de que, si el capitán se recobraba, pudiera olvidar su promesa y tratara de liberarse de mí. Mas sucedió que aquella misma noche mi padre murió repentinamente, lo que hizo que dejaran de tener importancia las demás preocupaciones. El dolor que nos embargaba, las visitas de nuestros vecinos, la preparación del funeral y atender al mismo tiempo a todos los quehaceres de la hostería me mantuvieron tan ocupado, que apenas tuve pensamientos para el capitán y aún menos para sus intrigas.

A la mañana siguiente lo vi bajar al comedor, y comió como de costumbre, aunque poco, pero me temo que sí bebió más ron del que solía, pues él mismo se encargó de servirse a su gusto y con tal aire amenazador y tales bufidos, que ninguno de los presentes osó recriminarlo. La noche antes del funeral estaba tan borracho como siempre y no respetó el duelo que nos acongojaba, sino que le escuchamos cantar su odiosa y vieja canción marinera. Aunque aún se le veía muy débil, todos lo temíamos, y tampoco estaba el doctor, quien después de la muerte de mi padre había tenido que acudir a un enfermo a muchas millas de distancia. Ya he dicho cuán débil parecía el capitán, y a lo largo de la noche incluso pareció ir apagándose lentamente aún más. Subía y bajaba las escaleras con mucha fatiga, iba de una habitación a la otra y de vez en cuando asomaba las narices a la puerta como para oler el mar, luego volvía apoyándose en los muros y respirando trabajosamente como el que sube por una montaña. No parecía reparar en mí y creo firmemente que se había olvidado por completo de sus confidencias. Su temperamento, veleidoso, más fuerte que su falta de vigor, le arrastraba a violentas actitudes, y no era más tranquilizadora su costumbre de desenvainar su largo cuchillo, cuando más ebrio estaba, y ponerlo delante de él sobre la mesa. Pero, a pesar de todo, no prestaba mucha atención a la gente y parecía sumido en sus meditaciones e incluso como perdido en ellas. De pronto, con gran asombro nuestro, empezó a cantar una canción que jamás le habíamos escuchado, una especie de canción de amor campesina, que debía recordarle su juventud antes de hacerse a la mar.

Así siguieron las cosas hasta un día después del funeral, cuando a eso de las tres de una tarde cerrada por la más helada niebla, al asomarse a la puerta, vi lejos en el camino a alguien que se acercaba despacio. Sin duda se trataba de un ciego, porque iba tanteando el suelo con un palo y llevaba un gran parche verde, que le tapaba los ojos y la nariz; caminaba encorvado como por la edad o el cansancio y se cubría con un enorme capote de marino, viejo y desastrado, con una capucha que le daba un aspecto deforme. En mi vida había visto yo una figura más siniestra. Cuando llegó ante la hostería, se detuvo y, alzando una voz que parecía salir de un muerto, habló como dirigiéndose a la niebla que lo envolvía:

—¿No habrá un alma piadosa que le diga a este pobre ciego que ha perdido la preciosa luz de sus ojos en defensa de Inglaterra, y ¡que Dios bendiga al rey George!, en qué lugar de su patria se encuentra?

—Está en la posada del «Almirante Benbow», junto a la bahía del Cerro Negro, buen hombre —le dije.

—Oigo una voz —dijo él—, la voz de un mozo. ¿Quieres darme tu mano, mi generoso amigo, y llevarme adentro?

Le tendí mi mano, y aquel ser horrible, blanco como la niebla y sin ojos, la asió de pronto, apretándome como una tenaza. Yo me asusté tanto, que intenté soltarme, pero el ciego, dando un tirón, me arrastró tras él.

—Ahora, muchacho —me dijo—, vas a llevarme a donde está el capitán.

—Señor —le supliqué—, no puedo.

—¿No? —dijo con sorna—. ¿De veras? ¡Llévame o te rompo el brazo! Y al decirlo, me retorció con tal violencia, que grité de dolor.

—Señor —le dije—, es por su bien. El capitán ya no es el que era. Tiene siempre su cuchillo delante. Otro caballero…

—¡No repliques! ¡Vamos! —dijo interrumpiéndome; y jamás he oído una voz tan cruel, fría y estremecedora como la de aquel ciego.

Esto me atemorizó aún más que el propio dolor, y no tuve más remedio que obedecerlo al instante. Lo conduje directamente hasta la puerta de la sala, donde nuestro viejo y enfermo bucanero estaba sentado adormecido por el ron. El ciego seguía pegado a mí, sujetándome con una mano de hierro y apoyando todo su peso sobre mis hombros.

—Llévame derecho a su lado y, cuando lleguemos, grita: «Aquí está su amigo, Bill». Si no obedeces… —y volvió a retorcerme el brazo con tal fuerza, que creí desmayarme.

 

Todo esto hizo que el miedo al ciego fuera mayor que el que sentía por el capitán, así que abrí la puerta de la sala, entré y dije con voz trémula lo que se me había ordenado.

El capitán levantó los ojos y una sola mirada bastó para disipar los efectos del ron y para que recobrase su lucidez. Se quedó atónito. La expresión de su cara no era tanto de terror como de un mortal abatimiento. Intentó levantarse, pero no creo que le quedaran suficientes fuerzas ya en su cuerpo.

—Quédate donde estás, Bill —dijo el mendigo—. No puedo ver, pero mi oído siente un solo dedo que se mueva. Vamos al negocio. Alarga la mano izquierda. Muchacho —me llamó—, sujétale la mano por la muñeca y acércamela, ponla en la mía.

Lo obedecí al pie de la letra, y vi que el ciego pasaba algo del hueco de la mano en que tenía el palo a la palma de la del capitán, que inmediatamente apretó aquello que le habían entregado.

—Y ahora ya está hecho —dijo el ciego. Y diciéndolo, me soltó de pronto y con una increíble seguridad y ligereza salió de la habitación y corrió a la carretera, donde, y antes siquiera de que yo pudiera reaccionar, ya escuché el toc toc toc de su báculo en la lejanía.

Pasó algún tiempo antes de que el capitán y yo volviésemos de nuestro estupor; entonces, y casi al mismo tiempo, solté yo su muñeca, que aún tenía sujeta, y él acercó la mano a sus ojos y contempló lo que en su palma aferraba.

—¡A las diez! —gritó—. ¡Faltan seis horas! ¡Aún podemos salvarnos! Y se levantó como un rayo.

Y en ese mismo instante, de golpe, vaciló, se llevó la mano a la garganta, permaneció unos segundos como un barco escorándose y después, con un extraño gemido, cayó al suelo cuan largo era.

Me precipité a socorrerlo, mientras llamaba a voces a mi madre. Pero todo fue inútil. El capitán había muerto atacado por una apoplejía fulminante. Y quizá sea difícil de entender, pero, aunque jamás me había gustado aquel hombre, a pesar de que al final hubiera comenzado a inspirarme lástima, verlo allí tendido, muerto, hizo que las lágrimas inundaran mis ojos. Era la segunda muerte que veía, y el dolor de la primera estaba aún fresco en mi corazón.

El cofre

No perdí ya entonces más tiempo en decirle a mi madre todo lo que sabía y que sin duda hubiera debido poner mucho antes en su conocimiento. Inmediatamente nos dimos cuenta de lo difícil y peligroso de nuestra situación. Parte del dinero que aquel hombre pudiera esconder —si es que algo guardaba— nos pertenecía con toda justicia, pero no era probable que los compañeros de nuestro capitán, sobre todo los dos ejemplares que yo había visto, Perro negro y el mendigo ciego, estuvieran dispuestos a perder una parte del botín para saldar las cuentas del difunto. Tampoco podía yo cumplir el encargo del capitán de cabalgar en busca del doctor Livesey, dejando a mi madre sola y sin protección. Ni siquiera nos parecía posible a ninguno de los dos seguir por más tiempo en la hostería. El chisporroteo de los leños en el fogón, el tic-tac del reloj, todo nos llenaba de espanto. Por todas partes nos parecía oír pasos sigilosos que se acercaban. El cuerpo muerto del capitán seguía tendido en el suelo de la habitación. Yo no paraba de pensar en el siniestro ciego, al que suponía rondando la casa y pronto a aparecer. El miedo me ponía la carne de gallina. Había que tomar una decisión inmediatamente y se me ocurrió como única salida que nos marcháramos de la hostería para buscar auxilio en el cercano caserío. Dicho y hecho. Tal como estábamos, sin siquiera cubrirnos, mi madre y yo echamos a correr en la oscuridad, cada vez más densa, de aquel helado atardecer.

El caserío sólo distaba unos cientos de yardas y teníamos la ventaja de que, en cuanto traspusiéramos la ensenada, ya no se nos vería. También me tranquilizaba que se hallara en dirección opuesta a aquella por donde había venido el ciego y por la que probablemente se había marchado. Recorrimos el camino en pocos minutos, contando que nos detuvimos alguna vez para escuchar. Pero no se oía ruido alguno desacostumbrado, sólo el suave batir de las olas en la playa y el graznar de los cuervos en el bosque.

Cuando llegamos al caserío, ya se encendían las primeras luces, y nunca olvidaré el alivio que sentí al ver aquellos resplandores amarillentos que se filtraban por puertas y ventanas. Pero ésa fue toda la ayuda que de allí recibimos, porque —aunque parezca mentira— nadie estaba dispuesto a regresar con nosotros a la «Almirante Benbow», y cuanto más dramatizábamos nuestras desventuras, menos inclinados parecían todos — hombres, mujeres o mozos— a abandonar el cobijo de sus hogares. El nombre del capitán Flint, aunque desconocido para mí, era bastante famoso para muchos de los vecinos, y en todos causaba el mayor espanto. Alguno de los labradores que habían estado arando las tierras de más allá de la hostería recordaba haber visto gente forastera en el camino, y, tomándolos por contrabandistas, habían huido de ellos. Uno, por lo menos, aseguraba haber visto un lugre fondeado en la que llamábamos la Cala de Kitt. Y tan sólo la idea de encontrarse con alguno de los compañeros del capitán ya bastaba para infundirles el más invencible de los temores. El resultado fue que, si bien varios vecinos se ofrecieron para ir a caballo hasta la casa del doctor Livesey, que por cierto estaba en la dirección contraria, ninguno estuvo dispuesto a ayudarnos para defender la «Almirante Benbow».

Dicen que la cobardía es contagiosa, pero la discusión, por el contrario, enardece. Y así, después que cada uno expresó sus opiniones, mi madre les lanzó una arenga declarando que no estaba dispuesta a perder un dinero que pertenecía a su hijo.

—Si ninguno de ustedes se atreve —les dijo—, Jim y yo sí nos atrevemos y no los necesitamos para encontrar el camino de vuelta. Les agradezco mucho a todos, manada de gallinas, su amparo. Nosotros abriremos ese cofre, aunque nos cueste la vida, y le agradecería a usted, señora Crossley, que me preste una bolsa para traernos el dinero que nos pertenece.

Yo, por supuesto, dije que iría con mi madre. Todos intentaron convencernos de nuestra temeridad, pero ni aún entonces hubo alguno que decidiera venir con nosotros. Lo único que hicieron fue darme una pistola cargada, por si nos atacaban, y prometernos tener caballos ensillados para el caso de que fuésemos perseguidos al regreso. También enviarían a un muchacho a casa del doctor Livesey para buscar el socorro de gente armada.

El corazón me latía en la boca, cuando salimos al frío de la noche y emprendimos nuestra peligrosa aventura. La luna llena empezaba a levantarse e iluminaba con su brillo rojizo los altos bordes de la niebla. Aligeramos el paso, pues muy pronto todo estaría bañado por una luz casi como el día y no podríamos ocultarnos a los ojos de cualquiera que estuviera vigilando. Nos deslizamos silenciosos y rápidamente a lo largo de los setos sin que escuchásemos ruido alguno que aumentara nuestros temores, hasta que con sumo júbilo cerramos tras de nosotros la puerta de la «Almirante Benbow».

Corrí inmediatamente el cerrojo, permanecimos unos instantes en la oscuridad, sin movernos, jadeantes, a solas en aquella casa con el cuerpo del capitán. En seguida mi madre se procuró una vela y cogidos de la mano entramos en la sala. El cuerpo yacía tal como lo habíamos dejado, tumbado de espaldas, con los ojos abiertos y un brazo estirado.

—Baja las persianas, Jim —susurró mi madre—, no sea que estén ahí fuera y nos vean. Tenemos que encontrar la llave de eso —dijo, cuando yo acabé de cerrar—, pero ¿quién se atreve a tocarlo? —y al decir esto no pudo reprimir un sollozo.

Me arrodillé junto al capitán. En el suelo, cerca de su mano, encontré un redondel de papel ennegrecido por una de sus caras. No dudé de que aquello era la Marca Negra, y cogiéndolo, pude leer en el dorso escrito con letra muy clara y limpia el siguiente aviso: «Tienes hasta las diez de esta noche».

—Tenía hasta las diez, madre —dije yo.

Y al tiempo de decir esto, nuestro viejo reloj empezó a sonar dando las horas. Las campanadas nos sobrecogieron de terror, pero al menos contándolas nos tranquilizamos, ya que no eran más que las seis.

—Vamos, Jim —dijo mi madre—. La llave.

Registré los bolsillos uno tras otro; sólo encontramos unas monedas, un dedal, un poco de hilo y unas agujas enormes, un trozo de tabaco mordido por una punta, su navaja de corva empuñadura, una brújula de bolsillo y yesca. Yo ya empezaba a desesperarme.

—Acaso la tenga colgada del cuello —sugirió mi madre.

Venciendo una gran repugnancia, desgarré su camisa y allí, colgada de su cuello, en un cordel embreado, que cortó con su propia navaja, estaba la llave. Este triunfo nos llenó de esperanza y subimos sin perder un segundo al cuarto donde tanto tiempo había él dormido y donde desde el día de su llegada permanecía su cofre. Era un cofre igual que tantos otros de los que suelen usar los navegantes, tenía la inicial B marcada en la tapa con un hierro al rojo vivo y las esquinas estaban aplastadas y maltrechas por el largo y tempestuoso servicio.

—Dame la llave —dijo mi madre.

Y aunque la cerradura se resistió, no tardó en abrirla, y levantamos la tapa.

Un fuerte olor a tabaco y a brea emanó de su interior; encima de todo vimos ropa nueva, cuidadosamente cepillada y doblada. Mi madre aventuró que no había sido estrenada. Debajo empezamos a descubrir los más heterogéneos objetos: un cuadrante, un vaso de estaño, varias libras de tabaco, una pareja de excelentes pistolas, un pedazo de un lingote de plata, un antiguo reloj español y otras baratijas, como un par de brújulas montadas en latón y cinco o seis conchas de caracoles de las Antillas. Muchas veces después he recordado esas conchas y he pensado en lo extraño de que las llevara con él a través de su errante, criminal y aventurera existencia.

Sólo aquel lingote de plata y algunas monedas tenían algún valor; pero ni uno ni las otras nos aprovechaban. Debajo de todo había un viejo capote marino descolorido ya por la sal y el aire de tantos océanos y puertos. Mi madre tiró de él, encolerizada, y entonces descubrimos lo que había en el fondo del cofre: un paquete envuelto en hule, que parecía contener papeles, y un saquito de lona que, al tocarlo, dejó oír un tintineo de oro.

—Voy a enseñarles a esos forajidos que yo soy una mujer honrada —dijo mi madre—. Tomaré lo que se me debe y ni una perra más. Sostén la bolsa de la señora Crossley —y empezó a contar las monedas hasta sumar la cantidad que el capitán nos había dejado a deber.

La tarea fue larga y dificultosa, porque había monedas de todos los países y tamaños: doblones y luises de oro y guineas y piezas de a ocho y qué se yo cuántas más, todas revueltas en aquella bolsa. Además, mi madre únicamente sabía ajustar cuentas con guineas, y precisamente éstas eran las más escasas.

Aún no habíamos llegado ni a la mitad de la cuenta, cuando de pronto, en el aire silencioso y helado, escuchamos algo que casi paralizó los latidos de mi corazón: el toc toc toc del palo del ciego sobre la carretera endurecida por el frío. Se acercaba lentamente. Permanecimos quietos, conteniendo la respiración. Después sonó un golpe fuerte en la puerta de la hostería y oímos levantarse la falleba y rechinar el cerrojo como si aquel miserable tratara de abrir; luego hubo un largo y terrible silencio. Después el toc toc toc se escuchó una vez más, y, con la mayor alegría por nuestra parte, cada vez más lejano, hasta que se perdió en la noche.

—Madre —le dije—, cojamos todo y vámonos.

Porque estaba seguro de que, al haber encontrado la puerta cerrada por dentro, el ciego entraría en sospechas y no tardaría en volver con toda la cuadrilla; aun así me alegré de haber echado el cerrojo, pues tal era el espanto que me producía aquel pavoroso ciego.

Pero mi madre, a pesar de sus temores, no quería apropiarse de un penique más de lo que se le debía, y se obstinaba también en no contentarse con menos. Me tranquilizó diciendo que aún faltaba mucho para las siete. No estaba dispuesta a irse sin haber saldado la cuenta. Y aún trataba yo de convencerla, cuando escuchamos de pronto un corto y apagado silbido en la lejanía, sobre la colina. Aquello fue más que suficiente para los dos.

—Me llevaré lo que he cogido —dijo, poniéndose en pie de un salto.

—Y yo tomaré esto para completar la cuenta —dije yo, echando mano al envoltorio de hule.

Un instante después bajábamos a tientas por la escalera, porque habíamos olvidado la vela junto al cofre vacío y, sin perder tiempo, abrimos la puerta y escapamos a todo correr. Unos minutos más tarde y hubiera sido fatal para nosotros, porque la niebla iba aclarando más que deprisa y la luna ya iluminaba las zonas más altas, sólo por la hondonada del barranco y en torno a nuestra puerta flotaban aún tenues velos que nos ocultaron en la huida. Pero antes de llegar a mitad de camino del caserío, casi al final de la cuesta, la niebla se levantaba dejando paso a la claridad de la luna, y forzosamente teníamos que pasar por allí. Además, escuchamos rumor de gente cada vez más cerca y vimos una luz que oscilaba entre la bruma y que indicaba que uno de nuestros perseguidores al menos traía una linterna de aceite.

 

—Hijo mío —dijo mi madre—, toma el dinero y escapa tú. Creo que voy a desmayarme.

Pensé que aquello era el fin de los dos. Maldije la cobardía de nuestros vecinos y culpé a mi pobre madre tanto por su honradez como por su codicia, por su pasada temeridad y ahora por su desfallecimiento. Casi habíamos llegado al puente pequeño, y había un terraplén que bien podía servirnos, por lo que la ayudé para llegar hasta él y ocultarnos, al dejarla apoyada en el talud y con un suspiro, se desplomó sobre mi hombro. No sé cómo tuve fuerzas para conseguirlo, me temo que usé cierta brusquedad, pero logré arrastrarla por la pendiente hasta casi ocultarla bajo el puente. No pude hacer más, porque el arco era tan bajo, que no me permitió más que reptar y, aunque mi madre quedaba casi a la vista de aquellos desalmados, allí permanecimos tan cerca de la hostería, que pudimos ver todo cuanto en ella ocurrió.

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