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La isla del tesoro

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– Madre, le dije yo, tómelo Vd. todo de una vez y vámonos. Parecíame que la puerta con el cerrojo echado debió de excitar las sospechas de aquel hombre y que probablemente nos echaría encima á todo su nido de gavilanes. Por lo demás, nadie que no se haya visto en presencia de aquel terrible ciego puede explicarse cuánto me felicité de haber tenido antes la ocurrencia instintiva de correr el cerrojo cuando entramos.

Empero mi madre, azorada como estaba, no quiso consentir en tomar ni un céntimo más de lo que se nos debía; pero también se obstinó en no contentarse con menos.

– Todavía no han dado las siete, dijo; falta mucho aún: yo sé lo que me corresponde y lo quiero á todo trance.

Todavía estaba discutiendo conmigo cuando un ligero silbido llegó hasta nosotros, lanzado, á buena distancia, sobre la loma. Aquello era bastante y más que bastante para nosotros dos.

– Me llevaré lo que he contado, dijo mi madre poniéndose violentamente en pie.

– Y yo tomo esto para redondear la cuenta, agregué apoderándome del lío de papeles, envueltos en tela impermeable.

Un instante después, ambos bajábamos á toda prisa la escalera, dejando la vela junto al baúl vacío, y no tardamos sino pocos segundos en abrir la puerta exterior y ponernos en plena retirada. Un minuto más de dilación y hubiera sido ya demasiado tarde. La niebla se estaba desbaratando rápidamente y ya la luna brillaba con toda su claridad en la parte elevada del terreno, á uno y otro lado nuestro, y apenas se quedaba ya un ténue velo á la orilla de la hondonada y á las puertas de la taberna para favorecer con su gasa, todavía no rota, los primeros pasos de nuestra fuga. Mucho antes de que hubiéramos podido llegar á la mitad del camino que lleva á la aldea, muy poco más allá del pie de la loma, debíamos penetrar forzosamente en el espacio claro y descubierto, alumbrado por la luna. Y aun esto no era todo: el rumor de pasos numerosos que se acercaban en tropel llegó hasta nuestros oídos, y al mirar en dirección de ellos, pudimos notar á causa de las oscilaciones de una lucecilla y de su rápida aproximación, que uno de los que se acercaban traía consigo una linterna.

– Hijo mío, díjome mi madre de repente, toma el dinero y escápate corriendo. Yo siento que voy á desmayarme.

Esto sí que era el fin de todo para nosotros, al menos así lo pensé yo. ¡Cuánto no execré en aquel momento, la cobardía de los vecinos; cuánto no desaprobé á mi pobre madre por su honradez y su avaricia, lo mismo que por su pasado atrevimiento y su extrema debilidad en aquella hora! Nos encontrábamos, por nuestra gran fortuna en aquel instante sobre el pequeño puente; yo la sostuve lo mejor que pude, vacilante como estaba, hasta la extremidad de la ribera, en donde exhaló un suspiro y se dejó caer sobre mi hombro. No podré decir ahora cómo encontré en mí fuerzas bastantes para hacer lo que hice en aquellas críticas circunstancias, y aun me temo que lo que ejecuté lo llevé á cabo con alguna brusquedad; el hecho es que me dí trazas para hacerla bajar conmigo el paredón de la hondanada y casi arrastréla de manera de colocarnos un tanto cuanto bajo el arco del mismo puente. Nada más pude hacer después de esto, porque el puentecillo era demasiado bajo para permitirnos otra cosa que el acurrucarme á mí debajo de él, dejando á mi madre casi enteramente afuera; pero quedando ambos á tan corta distancia de la posada que podíamos oir claramente lo que se hablara en ella.

CAPÍTULO V
DEL FIN QUE TUVO EL MENDIGO CIEGO

MI curiosidad, empero, pudo más que mis temores: comprendí que el permanecer allí donde estaba no me traía más utilidad que la de pasarme agazapado, Dios sabe cuanto tiempo, por lo cual trepé como pude, una vez más al paredón del barranco y ocultando mi cabeza entre un sotillo de retamas pude colocarme en posición de dominar desde allí toda la parte del camino que pasa frente á nuestra puerta. Apenas había logrado acomodarme cuando los enemigos comenzaron á llegar en número de siete ú ocho, á toda carrera, golpeando con sus pies el sendero descompasadamente y trayendo al frente de ellos al hombre de la linterna, á pocos pasos á vanguardia. Tres hombres corrían juntos, cogidos de las manos, y yo comprendí luego, aun á través de la niebla, que el que formaba el centro del trío, no era otro que mi formidable mendigo ciego. Un momento después su voz me probó que no me había equivocado.

– ¡Abajo la puerta! gritó.

– Bien, bien, señor! contestaron dos ó tres de los asaltantes los cuales se precipitaron en tropel sobre la puerta de la posada, seguidos por el hombre de la linterna; pero muy luego los ví detenerse y cambiar algunas palabras en voz baja, como sorprendidos de haber encontrado abierta la misma entrada que se proponían forzar. Pero su sorpresa fué muy pasajera: el ciego volvió á lanzar sus órdenes oyéndose su voz más fuerte y más levantada, como si se sintiera encendido por un grande anhelo y una violenta rabia al mismo tiempo.

– ¡Adentro, adentro, adentro! les gritaba, no sin proferir maldiciones y juramentos por lo que á él le parecía tardanza.

Cuatro ó cinco de ellos se apresuraron á obedecer, permaneciendo dos en el sendero, al lado de aquel mendigo formidable. Hubo otra pausa no muy larga y tras ella resonó una exclamación de sorpresa, seguida por una voz que clamó desde adentro:

– ¡Bill ha muerto!

Pero el ciego lanzóles un tremendo y nuevo juramento por su poca diligencia, añadiendo:

– Regístrelo alguno de Vds., tramposos, vagabundos, y ¡los demás arriba y á bajarse la maleta!

Hasta mi escondite llegaba el ruido de las pisadas de aquellos hombres en los peldaños de madera de nuestra escalera, por tanto, es seguro que la casa entera debía retemblar con ellas. En el momento se siguieron nuevas exclamaciones de sorpresa: la ventana del cuarto del Capitán fué abierta de par en par con un empujón violento acompañado de ruido de vidrios que se rompían. Un hombre apareció en ella, iluminado por la luz plena de la luna y se dirijió al mendigo ciego que se encontraba, como he dicho, en el camino y precisamente debajo de la ventana recién abierta.

– Pew, le gritó, nos han ganado por la mano. Alguien ha registrado ya la maleta, de arriba á abajo.

– ¿Está eso allí? preguntó.

– El dinero, sí, contestó el de arriba.

– ¡Carguen mil diablos contigo y el dinero! lo que yo pregunto es si está allí el manuscrito de Flint, ¡bergante!

– Por lo que hace á aquí, no hay nada replicó el otro.

– Bueno, bajen Vds., y vean si está sobre el cadáver de Bill.

En ese momento, otro de los de la partida, probablemente el que se había quedado en la sala registrando el cuerpo del Capitán, apareció en la puerta de la posada diciendo:

– Bill ha sido ya registrado antes: nada han dejado sobre él.

– Han sido las gentes de la posada, ha sido ese muchacho. De buena gana le hubiera sacado yo los ojos, rugió el ciego Pew. No ha mucho que estaban aquí todavía: tenían el cerrojo puesto cuando yo quise entrar. ¡Á registrar, muchachos, á registrar y á encontrarlos!

– Lo único que nos han dejado aquí es su vela, dijo el de la ventana.

– ¡Pues á la obra, á la obra! ¡á registrar y á dar con ellos! dijo de nuevo Pew, golpeando airadamente con su palo sobre el suelo.

Siguióse entonces una gran batahola, un vaivén indecible adentro de la casa; ruidos de pisadas toscas resonaban de un lado y otro; rumor de muebles arrojados al suelo; puertas abiertas á puntapiés, hasta que las rocas repitieron con sus ecos aquel ruido infernal. Vióse entonces á todos aquellos hombres salir al camino, uno tras de otro, declarando que nada les quedaba que registrar y que, de fijo, no estábamos ocultos dentro de la casa. En aquel instante el mismo silbido que tanto nos había alarmado á mi madre y á mí, cuando operábamos sobre el dinero del difunto Capitán, volvió á oirse clara y distintamente enmedio de la noche, pero en esta ocasión, dos veces repetido. Yo había creído que ese sonido era algo como la trompeta del ciego, ordenando con ella á su tripulación el lanzarse al abordaje, pero entonces comprendí que no era sino una señal soltada sigilosamente del lado de la loma en dirección de la aldea y, según el efecto que ella produjo en nuestros filibusteros, era un aviso preventivo de algún peligro cercano.

– Dirk ha silbado, dijo uno… y dos veces! ¡tenemos que ponernos en franquía!

– ¡Ponte en franquía al infierno, mandria! gritóle Pew. Dirk se ha manifestado desde un principio cobarde y tonto, y Vds., no deben hacerle caso. Esas gentes deben estar por aquí, muy cerca, tenemos la mano sobre ellas, con seguridad. Revolver todo, registrarlo todo… ¿á qué hemos venido, si nó, perros de Satanás? ¡Oh! ¡por vida del diablo!.. ¡si tuviera yo mis ojos…!

Estas exclamaciones parecieron producir algún efecto, pues dos de los de la banda comenzaron á registrar aquí y acullá, entre las duelas y trastos que había por allí afuera, pero con muy poca resolución, según me pareció y siempre teniendo un ojo listo para escapar al peligro que temían, mientras que los restantes estaban aún indecisos y vacilantes en el camino.

– ¡Ah, imbéciles! clamaba el ciego; tienen Vds. las manos puestas sobre millares de millares ¡y se están allí como idiotas, con los brazos cruzados! Todos Vds. pueden hacerse en un momento tan ricos como reyes con solo encontrar eso que muy bien saben que está por aquí, á su alcance, ¡y ninguno quiere hacer su obligación! ¡Mandrias! ¡mandrias! ninguno de Vds. se atrevió á presentarse á Bill, y tuve que resolverme á hacerlo yo… ¡un ciego! ¡Pues bien yo no quiero perder la suerte que me toca, por culpa de Vds.! ¡Qué! ¿voy á seguir siendo toda la vida un pordiosero que se arrastra, chicaneando y trampeando por un miserable vaso de rom, cuando debo y puedo rodar en coches magníficos? ¡Si esas gentes se volvieran ojo de hormiga, todavía deberían Vds. encontrarlas!

 

– Cierra tu escotilla, Pew, gruñó uno de ellos, ya hemos pescado los doblones.

– Es seguro que ellos habrán escondido bien el maldito lío, saltó otro. Pero no perdamos tiempo; toma tú los Jorges,3 Pew, y no estés allí chillando.

Chillando era la palabra verdadera, y al oirla la muy mal contenida cólera del ciego hizo explosión, excitada ya por las objeciones precedentes, de tal suerte y tan furiosamente, que su excitación se sobrepuso á todo; así fué que, empuñando su grueso bastón, arremetió con él á sus secuaces, golpeando con rabia á derecha é izquierda, á pesar de su ceguera, y dejándose oir sus tremendos golpes sobre más de alguno de los más próximos á él.

Estos, á su vez, respondieron vomitando las más horribles injurias y amenazas sobre el perverso ciego, y se lanzaron sobre él á pretender apoderarse del garrote, retorciéndoselo en su poderoso puño.

Esta riña fué para nosotros la salvación, pues todavía estaban empeñados en ella aquellos hombres, cuando un nuevo ruido se dejó oir hacia la cumbre de la loma, por el lado de la aldea, y era el galope tendido de varios caballos. Casi en el mismo instante un pistoletazo partió del lado del vallado, percibiéndose simultáneamente la luz y el trueno del disparo. Aquello era, evidentemente, la última señal de peligro, porque los filibusteros se pusieron en fuga, en el instante, en una precipitada carrera de “sálvese quien pueda.” Todos corrieron en dirección diferente: el uno rumbo al mar; otro hacia la caleta; otro oblícuamente por la loma y así de los demás, de tal manera que en menos tiempo del que lo cuento, no quedaban ya ni trazas de ellos, excepto el ciego Pew. En cuanto á éste, lo habían abandonado, no sabré decir si por el pánico que de ellos se apoderó, ó en venganza de sus injurias y garrotazos. El hecho es que él estaba allí, detrás de todos, tentaleando sobre el camino con su bastón, loca y desesperadamente, y llamando á gritos á sus camaradas fugitivos. Finalmente tomó la peor dirección para él, rumbo á la aldea, y pasó á muy pocos pasos de mi escondite clamando frenéticamente:

– Juanillo, Black Dog, Dirk, y otros nombres más… Vds. no dejarán aquí á su viejo Pew, compañeros… ¡no dejarán á su pobre Pew!

En aquel instante el ruido de los caballos llegó á la cumbre y cuatro ó cinco ginetes aparecieron sobre la loma, alumbrados claramente por la luna y se precipitaron á galope tendido hacia abajo, por el declive.

Entonces Pew comprendió su error; trató de volverse prorrumpiendo en una maldición y se dirijió hacia la zanja en la cual rodó. Pero en un segundo ya se había puesto en pie de nueva cuenta é intentó un nuevo escape; pero descarriado ya como estaba, no hizo más que ir á colocarse precisamente bajo el más próximo de los caballos que se acercaban. El ginete trató de salvarlo; pero fué en vano. El mendigo cayó, sin remedio, atropellado por el bruto que lo echó por tierra y estampó sobre él, despedazándolo, sus cuatro herrados y poderosos cascos. Pew dejó oir un solo grito horrible y angustioso que se perdió en el silencio trágico de la noche. Cayó sobre un costado, se volteó luego débilmente con el rostro á tierra y no volvió á moverse nunca.

Yo me enderecé entonces y saludé cortésmente á los ginetes que ya se disponían á retroceder, horrorizados por el accidente ocurrido. Pronto me dí cuenta de quienes eran ellos. Uno, que venía aún detrás de todos, era el muchacho que había ido de la aldea en busca del Doctor Livesey; los demás eran aduaneros ó guardas fiscales que aquél había encontrado en su camino y con los cuales se había entendido para regresar sin pérdida de tiempo. La noticia de aquella extraña barca de vela cuadrada surta en la Caleta del Gato, había llegado hasta el Inspector Dance que, á consecuencia de ella, había resuelto hacer una excursión aquella noche en dirección de nuestras playas, circunstancia, sin la cual, es seguro que mi madre y yo habríamos perdido la vida.

En cuanto á Pew, estaba muerto y muy bien muerto. Por lo que hace á mi madre, á quien condujimos á la aldea, algunas lociones de agua fría y algunas sales que le hicimos aspirar le volvieron por completo el conocimiento y aunque no quedó enteramente exhausta de ánimo por sus terrores, sinembargo aún continuaba deplorando el resto del dinero que no quiso tomar. En el interín, el Inspector apresuró su marcha, tanto cuanto pudo, en dirección de la Caleta del Gato; pero sus guardas tenían que desmontar y que ir marchando á tientas por las escabrosidades de la cañada, llevando del diestro á los caballos, algunas veces conteniéndolos y constantemente con el temor de una emboscada, por lo mismo no fué cosa de sorprenderse el que, cuando llegaron al lugar en que sabían que la barca estaba fondeada, ésta se hubiera hecho ya á la mar, si bien estaba aún á cortísima distancia de la playa. Todavía la voz del Inspector pudo llegar hasta los fugitivos, uno de los cuales le gritó que se quitase de la luz de la luna porque podría ir á saludarle un poco de plomo. No acababa de apagarse el eco de esta intimación cuando silbó una bala de mosquete casi rozando el brazo de Dance y acto continuo la embarcación dobló la punta de la caleta y desapareció. El Inspector se quedó allí, según su propia expresión “como pez fuera del agua” y todo lo más que pudo hacer fué enviar un hombre á Brístol para prevenir el arribo posible de la falúa aquella, lo cual era lo mismo que nada, en su opinión.

– Han salido salvos, añadió, y la cosa ha concluido allí. Solamente me alegro mucho de que hayamos trillado al paso á Maese Pew, que de no ser así ya hubiera recibido, á estas horas, noticias mías.

Volvíme entonces con él á la posada del “Almirante Benbow” y no podría nadie imaginarse qué cuadro de trastorno y destrozo encontré en nuestra casa. El reloj, con su gran caja de madera, había sido arrojado al suelo por aquellos bárbaros en su desesperada cacería emprendida para buscarnos á mi madre y á mí, y aun cuando es cierto que nada se habían llevado á excepción del talego de dinero del Capitán y algunas monedas de plata de nuestra gaveta, pude hacerme cargo, desde la primera ojeada que dí, de que estábamos arruinados. El Inspector Dance no podía hacer nada en aquel caos.

– Bueno, Jim, díjome; tú afirmas que ellos han cogido el dinero, ¿no es así? entonces ¿qué fortuna era la que buscaban aquí? ¿más dinero tal vez?

– No señor, no creo que fuese dinero, le contesté, lo cierto es que yo creo tener aquí, en la bolsa de pecho de mi jubón lo que ellos buscaban y quisiera, de buen grado, depositarlo desde luego en un lugar seguro.

– ¿Para ponerlo á salvo, muchacho? me parece muy bueno, dijo. Yo me lo llevaré si tú quieres.

– Yo pensaba, tal vez, que el Doctor Livesey… comencé yo.

– ¡Excelente! ¡magnífico! me interrumpió él en muy plausible tono; tu idea es immejorable; él es todo un caballero y todo un magistrado. Y ahora que pienso en ello, yo también debo ir allá y dar cuenta, ya sea á él, ya al Caballero Trelawney, de la muerte de ese Maese Pew, que ya no tiene remedio. Y no es que yo la deplore, nó; sino que las gentes poco benévolas podrían querer acriminar por ella á un oficial del fisco de Su Majestad, si acriminación cupiere en este caso. Ahora, pues, Hawkins, si tú quieres, puedo llevarte conmigo.

Le dí cordialmente las gracias por su ofrecimiento y nos fuimos á pie otra vez á la aldea en donde estaban los caballos. Mientras fuí á avisar á mi madre lo que iba yo á hacer ya las cabalgaduras estaban ensilladas.

– Dogger, dijo el Sr. Dance, tú llevas allí un buen caballo, ponte á este chiquillo en ancas.

No bien hube yo montado y asídome al cinturón de Dogger, el Inspector dió la señal de partida y toda la caravana se puso en movimiento saliendo al camino, á un trote bastante vivo, y cruzando el puente que nos sirvió de escondite, rumbo á la casa del Doctor Livesey.

CAPÍTULO VI
LOS PAPELES DEL CAPITÁN

CAMINAMOS bastante de prisa hasta que por fin nos detuvimos á la puerta del Doctor Livesey. La casa estaba enteramente oscura en el exterior.

El Inspector Dance me dijo que me apeara y llamase á la puerta y Dogger me dió uno de sus estribos para que bajara por él. La puerta se abrió casi inmediatemente y apareció la criada.

– ¿Está en casa el Doctor? le pregunté.

– Nó, me contestó, estuvo aquí en la tarde, pero volvió á salir rumbo á la Universidad en donde iba á comer y á pasar la velada con el Caballero Trelawney.

– Entonces, vamos allá, muchachos, dijo el Inspector.

Por esta vez, como la distancia que había que recorrer era muy corta, ya no volví á montar, sino que marché teniéndome á la correa del estribo de Dogger hasta el pabellón del conserje, y de allí arriba por la larga y desnuda avenida, alumbrada á aquella hora por el resplandor de la luna, y á cuyo término se veía, de uno y otro lado, en medio de viejos jardines, la blanca silueta del grupo de edificios que forman la Universidad. Aquí el Inspector Dance desmontó, y llevándome consigo, obtuvo el permiso de pasar al interior del establecimiento para un pequeño asunto.

El criado nos condujo á un pasillo esterado á cuyo extremo nos mostró la gran biblioteca, toda forrada de inmensos estantes, coronados de bustos de sabios de todas las edades. Allí encontramos al Caballero Trelawney y al Doctor Livesey, charlando animadamente, puro en mano, á los lados de un fuego alegre y brillante.

Hasta aquella noche no había yo tenido ocasión de ver de cerca al Caballero Trelawney. Era un hombre alto, de más de seis pies de estatura y de anchura proporcionada, con un rostro agreste, áspero y encarnado que sus largos viajes habían puesto así, como forrado por una máscara. Sus pupilas eran muy negras y se movían con gran vivacidad, lo cual le daba la apariencia de poseer un temperamento, no diré malo, pero sí violento y altivo.

– Pase Vd., Sr. Dance, dijo entonces, en un tono benévolo y amable.

– Buenas noches, Dance, dijo á su vez el Doctor con una inclinación de cabeza. Y buenas noches, tú también, amigo Jim, ¿qué buenos vientos traen á Vds. por acá?

El Inspector quedóse de pie, derecho y tieso como un veterano, y contó lo acaecido como un estudiante que recita su lección. Era de verse cómo aquellos dos caballeros se acercaban insensiblemente, y qué miradas se dirijían el uno al otro, embargándoles la sorpresa de tal modo que hasta se olvidaron por completo de fumar sus puros. Cuando se les refirió cómo mi madre había vuelto sola conmigo á la posada, el Doctor se dió una buena palmada en el muslo y el Caballero Trelawney exclamó:

– ¡Bravo, bravo! y en su entusiasmo arrojó su excelente puro á la chimenea. Mucho antes de que lo hiciera se había ya puesto de pie, y medía á pasos agitados la habitación, en tanto que el Doctor, como si esto le ayudara á oir mejor, se había arrancado la empolvada peluca y se nos exhibía allí, haciendo una figura extrañísima, con su propio pelo negro, cortado á peine, como se dice en términos de barbería.

Al fin el Inspector Dance concluyó su narración.

– Sr. Dance, dijo el Caballero, es Vd. un hombre de muy noble corazón. En cuanto al hecho de haber atropellado á aquel perverso lo considero, señor mío, como un acto meritorio, tal como el pisar sobre una alimaña venenosa. Y por lo que hace á este buen mozalbete Hawkins, él ha sido “triunfos” en este juego. Vamos, chicuelo, ¿quieres hacer el favor de tirar el cordón de esa campanilla? Es preciso que obsequiemos al Sr. Inspector con un buen vaso de cerveza.

– Por lo visto, Jim, ¿tú crées tener en tu poder lo que esos malvados buscaban? interrogó el Doctor.

– Aquí lo tiene Vd., dije alargándole el paquete envuelto en tela impermeable.

El Doctor lo tomó y le dió vueltas y más vueltas, como si sus dedos danzaran con la impaciencia nerviosa de abrir aquello; pero en vez de hacerlo así, depositó el paquete tranquilamente en su bolsillo.

– Caballero Trelawney, dijo, así que el Sr. Dance haya tomado su cerveza, tiene, por fuerza, que salir de nuevo al servicio de Su Magestad; pero en cuanto á Jim, me propongo hacerlo que se quede esta noche á dormir en mi casa, así es que con su permiso, propondría yo que le mandáramos dar una buena tajada de pastel frío para que cene.

– Como Vd. quiera, Livesey, dijo el Caballero, Hawkins se ha hecho acreedor á algo mucho mejor que un pastel frío.

 

Dicho esto, me trajeron y colocaron en una mesita lateral un grande y apetitoso pastel de pichón, con el cual me despaché concienzudamente y muy á mi sabor, porque la verdad es que tenía yo tanta hambre como un halcón. En el interín, el Sr. Dance recibía nuevos cumplidos, tomaba su cerveza y concluía, al fin, por despedirse.

– Y ahora Caballero, dijo el Doctor…

– Y ahora, Livesey, exclamó el Caballero en el mismo tono.

Cada cosa á su tiempo, como lo reza un adagio, dijo el Doctor riendo; ¿Vd. ha oído hablar de ese Flint, á lo que creo?

– ¡Oído hablar de él! exclamó el Caballero, oído hablar de él! Pues si ha sido el más sanguinario filibustero que jamás ha cruzado el océano. Barba-roja era un niño de pecho junto á él. Los españoles le tenían un miedo tan horrible que, debo decirlo con franqueza, me sentía yo orgulloso de que Flint fuese un inglés. Yo he visto, con mis propios ojos, las gavias de su navío, á la altura de la Trinidad, y el gallinazo hijo de borrachín con quien yo me había embarcado, hizo proa atrás, refugiándose á toda prisa en Puerto-España.

– Está bien, dijo el Doctor, también yo he oído hablar de él en Inglaterra; pero la cuestión es esta, ¿tenía dinero?

– ¡Dinero! exclamó el Caballero Trelawney, ¡ha oído Vd. cosa! ¿pues qué es lo que esos villanos buscaban sino dinero? ¿qué les importa á ellos nada que no sea dinero? ¿y por qué otra cosa arriesgarían sus viles pellejos que no fuese por dinero?

– Eso lo veremos pronto, replicó el Doctor; pero Vd. está tan extraordinariamente excitado y declamador que no acierto á sacar en limpio nada de lo que deseo. Lo que yo quiero saber es esto: suponiendo que tengo yo en mi bolsa, aquí, la llave para descubrir el punto en que Flint ha sepultado su tesoro, ¿el tal tesoro será algo que valga la pena?

– ¡Que valga la pena! ¡Por San Jorge! Valdrá nada menos que esto: si tenemos esa clave que Vd. sospecha, yo fletaré un buque en Brístol y llevaré conmigo á Vd. y á Hawkins, y crea que desenterraré el tal tesoro aunque deba buscar un año entero.

– Muy bien; ahora pues, si Jim consiente, abriremos este paquete, dijo el Doctor poniéndolo sobre la mesa.

El lío estaba cosido, así fué que el Doctor tuvo que sacar de su estuche unas tijeras y cortar las hebras que lo aseguraban. Dos cosas aparecieron: un cuaderno y un papel sellado.

– Primero examinaremos el cuaderno, sugirió el Doctor.

– Tanto el Caballero como yo estábamos ya observando por encima de su hombro cuando él lo abrió, pues por lo que hace á mí ya el mismo Doctor me había antes invitado á que me acercase sin ceremonias, dejando la mesa donde había cenado, para participar en el placer de la curiosa investigación. En la primera página no había más que algunos rasgos de manuscrito, como los que un hombre, con una pluma en la mano, puede hacer por vía de práctica ó de entretenimiento. Una de las frases escritas era la misma que el Capitán llevaba en los dibujos indelebles de su brazo “Caprichos de Billy Bones.” Luego se leía esto: “Maese W. Bones, piloto,” “No más rom,” y “Cerca de Punta de Palma lo hubo” y algunos otros motes y palabras sueltas, en su mayor parte ininteligibles. No pude prescindir de que se excitara mi curiosidad pensando quién sería el que lo hubo y qué fué lo que hubo. Lo mismo podía tratarse de una buena estocada en la espalda que de otra cosa cualquiera.

– No sacaremos de aquí gran cosa en limpio, dijo el Doctor volviendo la hoja.

Las diez ó doce páginas siguientes estaban llenas con una curiosa serie de entradas. En la extremidad de cada una de las líneas se veía una fecha, y en la otra una suma de dinero, como en los libros de cuentas comunes y corrientes; pero en vez de palabras explicativas, sólo se encontraba un número variable de cruces entre una y otra. En la fecha marcada 12 de Junio de 1745, por ejemplo, se veía claramente que la cantidad de setenta libras esterlinas se debía á alguno, y no se veían sino seis cruces para explicar la causa ú origen de la deuda. En algunos lugares, para mayor seguridad, se añadía el nombre de algún lugar como “Á la altura de Caracas,” ó bien una mera cita geográfica de latitud y longitud como, 53° 17´ 20” y 19° 2´ 40”.

Aquel memorándum duraba muy cerca del espacio de veinte años, aumentando, como era natural, el guarismo total, á proporción que el tiempo avanzaba, hasta que al último se veía un gran total sumado, después de cuatro ó cinco adiciones equívocas rectificadas, y por todo apéndice estas tres palabras “Hucha de Bones.”

– No le hallo á esto pies ni cabeza, dijo el Doctor.

– Pues la cosa es clara como la luz del medio día, exclamó el Caballero: este es el libro de cuentas del malvado sabueso. Esas cruces ocupan allí el lugar de los nombres de buques y aldeas que él echó á pique ó entró á saqueo. Las sumas no son más que la parte que en cada hazaña de esas tocó á nuestro escorpión, y en donde tenía algún error ya ve Vd. que cuidaba de añadir algo que aclarara como “Á la altura de Caracas” ya puede Vd. colegir por esta inscripción que algún desdichado buque fué tomado al abordaje á la altura de las costas mencionadas. ¡Dios haya recibido en su seno á las pobres almas que tripulaban esa barca, tiempo hace ya!

– Es verdad dijo el Doctor. Vea Vd. de lo que sirve ser uno viajero; es verdad. Y el monto aumenta á medida que él asciende en categoría.

Muy poco más había en el libro, excepto determinaciones geográficas de algunos lugares anotados en las hojas en blanco hacia el fin del cuaderno, y una tabla para la reducción de monedas francesas, inglesas y españolas á un valor común.

– ¡Hombre arreglado! exclamó el Doctor; no era á él á quien podían hacérsele trampas, de seguro.

– Ahora, prosiguió el Caballero, veamos esto otro.

El papel cuyo exámen seguía, estaba sellado en diversos puntos, habiéndose usado un dedal por vía de sello, tal vez el mismo que había yo encontrado en la bolsa del Capitán. El Doctor abrió los sellos con gran cuidado y apareció entonces el mapa de una isla, con su latitud, longitud, sondas, nombres de montañas, bahías, caletas, abras, y todos los pormenores necesarios para poder llevar un buque á anclar á salvo en sus costas. Parecía como de unas nueve millas de largo y cinco de ancho, teniendo la figura de una especie de dragón en pie, y presentaba dos magníficos fondeaderos, perfectamente cerrados y una eminencia en la parte central marcada con el nombre de “El Vigía.” Veíanse algunas adiciones hechas en fecha más reciente, pero lo que más saltaba á la vista eran tres cruces marcadas con tinta roja, dos en la parte norte de la isla y una al sudoeste, y además, escrito con la misma tinta encarnada en caracteres muy claros y elegantes, bien distintos de la tosca escritura del Capitán, estas tres significativas palabras “Aquí el tesoro.”

Por detrás, la misma mano había trazado estas explicaciones complementarias.

– “Un grande árbol, en la vertiente de ‘El Vigía,’ en dirección al N. – N.N.E.

Islote del Esqueleto E.S.E. cuarta al E.

Diez pies.

La gran barra de plata está en el hoyo del lado Norte; puede encontrársela siguiendo el declive del montecillo al Este, diez brazas al Sur del peñasco negro frente á él.

Las armas se encontrarán fácilmente en la loma de arena que está en la punta Norte del fondeadero septentrional, en dirección Este, cuarta al Norte. – J. F.

Esto era todo; pero conciso como era, y para mí incomprensible, llenó de júbilo al Caballero y al Doctor Livesey.

– Livesey, dijo el Sr. de Trelawney, va Vd. á abandonar en el acto su desdichada y penosa profesión. Mañana salgo para Brístol. En tres semanas… ¡nó! en dos semanas… en diez días, le aseguro á Vd. que tendremos el mejor buque, si señor, y la más escojida tripulación que puede suministrar la Inglaterra. Hawkins vendrá con nosotros como paje de á bordo. ¡Vamos! yo sé que tú harás un famoso paje de á bordo, chico… Vd., Livesey, será el médico del buque; yo me gradúo Almirante desde luego. Nos llevaremos á Redruce, Joyce y Hunter. Tendremos vientos favorables, viaje rápido, y sin la menor dificultad hallaremos el sitio indicado y en él, dinero en cantidad bastante para comer, para arrastrar carrozas y para gastar como príncipes por el resto de nuestra vida.

3Las monedas inglesas que llevaban el busto del Rey: recuérdese que en el talego las había de todos los cuños y de todas las naciones. – N. d. T.
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