Читать книгу: «Relación entre los teatros español e italiano: siglos XVI-XX», страница 4
26. Cfr. ARIANI, Marco, «Il puro artifizio. Scrittura tragica e dissoluzione melica nella Canace di Sperone Speroni». In Il contesto, 3 (1977), pp. 79-140; ROAF, Christina, «Retorica e poetica nella Canace». In Filologia veneta, II (1989) (= Sperone Speroni), pp. 169-191; CREMANTE, Renzo «La memoria della Canace di Sperone Speroni nell’esperienza poetica di Torquato Tasso». In Sul Tasso. Studi di filologia e letteratura italiana offerti a Luigi Poma, a cura di Franco Gavazzeni. Roma-Padova, Editrice Antenore, 2003, pp. 123-159; e «Appunti sulla presenza della Canace di Sperone Speroni nell’ Aminta di Torquato Tasso». In Criticón, 87-88-89 (2003) (= Estaba el jardin en flor... Homenaje a Stefano Arata), pp. 201-213.
27. SEGRE, Cesare, «Intertestualità e interdiscorsività nel romanzo e nella poesia». In Teatro e romanzo, Torino, Einaudi, 1984 (il saggio era apparso originariamente nel volume La parola ritrovata. Fonti e analisi letteraria, a cura di Costanzo Di Girolamo e Ivano Paccagnella, Palermo, Sellerio, 1982, pp. 15-28).
28. CONTINI, Gianfranco, Pagine ticinesi, a cura di Renata Broggini, Bellinzona, Salvioni, 1986, seconda edizione, p. 248.
Dos heroínas giraldianas frente a frente: Euphimia y Epitia.
Irene Romera Pintor
Universitat de València
...porque fuiste la que espera siempre, la que perdona siempre como una madre, como una santa, como algo que está sobre todo, como el cielo de nuestra vida...
Rosas de otoño, Jacinto Benavente
Je ne veux pas comprendre (...) Je suis là pour dire non.
Antigone, Jean Anouilh
Resulta tópico decirlo pero no por eso es menos cierto que el s. XVI abarca uno de los momentos de mayor esplendor de la cultura occidental en todos los ámbitos, tanto en las artes como en las letras, y que, dentro de ella, Italia despliega una fecundidad precursora indiscutible. El ducado de Ferrara, a principios de siglo, es un exponente admirable de esta explosión. Alejado de los más tumultuosos vaivenes políticos, se convierte en templado refugio de escritores, humanistas y artistas en general, gracias a la hábil política de sus gobernantes, los príncipes de Este, duques de Ferrara.
En el segundo tercio del siglo, bajo el reinado del cuarto duque, Hércules II, el ducado gozó, además, de un período políticamente estable y por lo tanto particularmente propicio al florecimiento de las artes y de las letras. Son éstos los años en los que Giambattista Giraldi Cinzio, contemporáneo de Hércules II, elabora su obra literaria y preceptiva. Cinzio, por su formación cultural y actividades (fue hasta la muerte del duque, en 1559, su hombre de confianza y su secretario particular, cargo éste que incluía misiones diplomáticas representando a su señor), personifica como nadie el retrato, idealizado sin duda, del perfecto cortesano, tal y como lo describe Baldassar di Castiglione. Lo pone de manifiesto su cultura humanística, su creación literaria, la sincera amistad y lealtad que profesa hacia su señor, así como su intervención en cuantos actos podían prestar fastuosidad y encanto a la vida cortesana del ducado, actos que en Ferrara se desarrollaban en los magníficos escenarios que ofrecían el Castello Vecchio, el Palazzo Ducale, el Palazzo de Schifanoia y las villas y jardines de Belfiore, del Barco, del Belriguardo. Corte fastuosa y al mismo tiempo teatral, con sus ceremonias, sus fiestas, banquetes, partidas de caza, y donde cada elemento se aliaba para que el conjunto brillase como modelo de vida, espejo en el que mirarse y ejemplo digno de imitar...
Dentro de la producción de Giambattista Giraldi Cinzio —dejando de lado las Novelle y los escritos teóricos, recogidos en sus Discorsi—, destacan nueve obras de teatro, que nacen por un lado de la voluntad de ilustrar su concepción teatral y por otro de la de complacer los deseos del duque escribiendo y representando obras, ya sea para entretenimiento y deleite de la Corte, ya para festejar dignamente grandes acontecimientos, como la visita del Papa Pablo III en 1543, en cuyo honor estaba destinada Altile, o el brillante matrimonio de la hija de Hércules II, Ana de Este, con el futuro duque de Lorena, que fue la ocasión propicia para la representación, en 1548, de esa deliciosa comedia de enredos, Gli Antivalomeni.
La extraordinaria actividad literaria realizada por Giraldi no deja de asombrar. Además de sus clases de retórica y de filosofía, y de sus obligaciones como secretario del duque, encontró tiempo para producir lo más importante de su teoría dramática, que se podría resumir en la máxima clásica de «delectare, movere et docere» (deleitar, emocionar, educar) y, lo que será su mayor aportación al teatro, para formular un nuevo concepto de tragedia, las tragedias a lieto fine, cuyo desenlace feliz responde a la necesidad didáctica de premiar el bien y de castigar el mal. Giraldi consigue que el castigo y la recompensa de las distintas actuaciones aparezcan ante el público como algo justo y posible, al tiempo que verosímil, a través de la responsabilidad que otorga a los personajes respecto de sus propios actos. Así cada una de sus obras se convierte en un «exemplum» del libre albedrío del hombre y, por ende, de su exclusiva responsabilidad sobre sus propios actos, rechazando enérgicamente la idea de que un destino ciego pueda regir su vida. Con ello, Giraldi apuesta decididamente por la doctrina de la Contrarreforma, cuyo principal frente de batalla es precisamente la defensa de la función decisiva de los actos en la salvación o perdición del alma, frente a las teorías de Lutero y su Reforma, que pretendían justificar la salvación eterna por medio exclusivo de la fe y de la predestinación.
E auenendoci poi qualche ∫ini∫tro,
La colpa diamo à la Fortuna, ò al Fato,
∫ol cagion n’è l’ignoranza no∫tra, Didone, 625-7.
Por otra parte, Giraldi propugna un ideal social que consigue mediante la identificación de la nobleza de sangre con la nobleza del alma, con objeto de que el público/lector1 asocie la virtud con los personajes nobles, que serán los que sufran las desdichas. De esta manera, los personajes de condición social más baja se ven favorecidos por la ausencia de tales desgracias, quedando a salvo de las traiciones, envidias y maquinaciones que suscita el poder. Se llega así a idealizar la condición de súbdito como la más segura, feliz y apacible de todas. Además, en este contexto, el preceptista ferrarés consigue despertar en el público los sentimientos de piedad y temor necesarios para ensalzar y promover la virtud, principal motor de su creación literaria.
En el corto espacio de dos años, entre 1541 y 1543,2 desempeñó un enorme trabajo, además de teórico también artístico, que asentó las bases de toda su futura producción.3 Después mantuvo un ritmo algo más sosegado al menos en lo que se refiere a su producción teatral. Sus siguientes obras, salvo el drama histórico de Cleopatra —encargo personal del duque—, son todas ellas tragedias a «fin lieto», que se irán escalonando hasta bien entrados los años 60, período en el que posiblemente escribió Epitia, antes de que nuestro autor abandonara Ferrara por Pavía, siendo ésta su última obra dramática y también la única que, por razones obvias, nunca llegó a representarse, pues Giraldi ya no gozaba del favor del nuevo Duque, Alfonso II.
Ahora bien, en todas sus obras hay un mensaje clarísimo que se repite bajo distintas formas pero que no varía en su esencia: la esposa debe mantenerse siempre fiel, perdonar y jamás separarse del marido. En esto Giraldi no hace más que recoger y proclamar el sentir de su sociedad, tal y como lo plasman los numerosos libros y manuales dedicados a fomentar la «excelencia» de la mujer, donde se les inculca desde muy temprana edad —en su formación— la virtud de la fidelidad y de la obediencia a padres y maridos cueste lo que cueste.
Estas enseñanzas recorren como un leitmotiv toda su obra dramática, desde su primera tragedia Orbecche, que acaba en una apoteosis de sangre y furia, hasta Epitia, su última producción. Ejemplifica así la fidelidad conyugal como símbolo del bien supremo y sostén de la estructura social. Incluso en sus dos tragedias históricas, escritas por indicación del propio duque, cuyas heroínas, Cleopatra y Dido, venían cargadas con un peso histórico negativo, Giraldi logra destacar y enfatizar el amor sincero y constante que profesan a sus esposos. Su Cleopatra no es la mujer seductora, lasciva y ambiciosa, que tradicionalmente se venía repitiendo, sino una esposa fiel y digna que exclama «viver non posso, morto il signor mio».4 Por su parte, el personaje giraldiano de Dido mantiene viva la llama de su amor a su difunto marido Sicheo.5
Esta fidelidad lleva implícita la obediencia a los padres y al marido. Estando, pues, fidelidad y obediencia íntimamente unidas, como ya señalamos, una y otra deben ser las principales virtudes de la mujer, en la medida en que esta última desempeña una función de importancia primordial: la de mantener la seguridad y la unidad de la célula familiar dentro de la sociedad.
Mas Giraldi tenía demasiado corazón e inteligencia como para no dejar de subrayar que esta fidelidad no podía ser de sentido único, como tranquilamente lo daban por supuesto la inmensa mayoría de sus contemporáneos varones. Así lo proclama claramente en Euphimia por el subterfugio de Juno, la diosa protectora del matrimonio:
E chi di fede in questa parte manca,
Et u∫a crudeltà contra la donna,
Che gli ∫ia moglie, ∫ubito fà co∫a,
Ch’offende i numi de l’eterna ∫ede, Euphimia, vv. 1139-42
Esta idea matiza sensiblemente la advertencia anterior al deber de la esposa, que expone Semne en Arrenopia:
(...) che quella fede
Con cui mi strinsi ad Hipolipso prima,
Sincera serbat’ho, serbata ho pura,
come serbare honesta donna deve, Arrenopia, Acto I, 3.
Giraldi sigue haciendo gala de esta misma comprensión en lo referente a la obediencia a los padres. De hecho, si no duda en denunciar sin indulgencia las funestas consecuencias de la desobediencia filial, encarnadas en la desgraciada Euphimia:
Che il dipartir∫i dal matur con∫iglio
Di padre, e madre, è proprio un procacciar∫i
Ruina e∫trema, e al fin morte crudele, Euphimia, vv. 786-8.
también recuerda, con una sensatez llena de moderación, la exhortación de San Pablo, «Padres, no exasperéis a vuestros hijos», haciéndola suya:
Egli è bene ubidire
À padri certo. Ma deono anche i padri
Non e∫∫er duri à compiacere i figli.
Et non creder, che padri ne ∫ian, ∫olo
Per far, che co∫a mai non habbiam noi,
À no∫tra voglia, e tutti i de∫ir no∫tri,
Fra i termini de i lor, ∫iano co∫tretti, Gli Antivalomeni, vv. 1149-55.
Sin lugar a dudas, más de un joven espectador debió de sentirse identificado y lleno de gratitud hacia el bondadoso autor que tan gallardamente rompía una lanza en su favor; más aún en esta deliciosa comedia, Gli Antivalomeni, claro antecedente de la «Comedia de los errores» de Shakespeare, celebra el triunfo del amor juvenil en contra de los prejuicios obstinados de un padre demasiado autócrata.
En las últimas décadas, la crítica empezó a realizar una nueva lectura de las tragedias de Giraldi, que estaban pasando un largo purgatorio. Se comprobó así que lejos de ser el preceptista monolítico que aplica rígidamente sus recetas en sus obras —como se le venía describiendo— Giraldi no sólo es independientemente original con relación a Aristotéles e incluso a Séneca, sino que, como auténtico hombre de teatro en todos los sentidos, se muestra particularmente sensible ante cualquier cambio producido en su entorno social y cultural, así como agudo observador de la naturaleza humana. De hecho, como ya dijéramos, se encontraba en una situación particularmente privilegiada para estudiarla.
Pero Giraldi presenta una faceta todavía más entrañable para nosotros: su defensa a capa y espada de la mujer. En el seno de una sociedad hecha por y para el varón, él admira y valora sinceramente a la mujer, juzgándola muy superior al hombre por el mero hecho de ser mujer. Como el anónimo autor francés del medieval Jeu d’Adam, Giraldi podría haber escrito:
Mal cuple em fist li criator / Tu es trop tendre et il trop dur6
Esta sensibilidad lo capacita para matizar a sus personajes. Giraldi confiere a cada una de sus heroínas una densidad propia e irrepetible, que agrieta la superficial visión de estereotipadas apariencias de monotonía, como una crítica apresurada venía repitiendo.
Por comodidad de exposición mantendremos como base de estudio la división en personajes activos y pasivos que tradicionalmente se ha venido asignando a las heroínas giraldianas. Centraremos nuestro análisis en las dos heroínas de Giraldi que nos parecen ser el exponente más emblemático de estas dos clasificaciones de pasividad y actividad, y cuyos itinerarios y actitudes vitales son totalmente opuestos. Nos referimos a la luchadora Epitia y a la paciente Eufimia.
Si muy grosso modo podemos aceptar esta clasificación, conviene, no obstante, matizarla sobre manera. Con mayor acierto, Giraldi habla de personas mezzane, 7 es decir de aquellas que tienen una personalidad compleja, en donde la lucha entre el bien y el mal unas veces se exterioriza y otras no.
Euphimia es la única de entre todas las atribuladas heroínas de Giraldi que, aparentemente, mejor encajaría en la categoría de personajes pasivos en la línea de Griselda. En efecto, padece odiosos maltratos por parte de su marido, que llegan incluso hasta la amenaza de muerte, sin ninguna justificación aparente.
A este cruel trato sólo sabe oponer sus lágrimas y quejas, al tiempo que entona un amargo «mea culpa» al reconocer que ella misma es el único artífice de su desgracia por haberse enamorado de un «vil paggetto» 8 y por haberse empeñado en casarse con él en contra de la voluntad paterna.
(...) di male in peggio
Me ne uò d’hora in hora, per hauere
Amato troppo, chi fù ∫empre indegno
De l’amor mio, nè sò ritrouar modo,
Ond’io po∫∫a ammollir que∫to empio core,
E mi ∫eria à gran gratia, che la Morte
Mi ∫ottraheβe à que∫ta amara uita», vv. 333-9.
Inútiles son sus esfuerzos para intentar complacer a su brutal marido:
tutto quel, ch’io faccio, in danno
Mi torna, che non può prego ò humiltade,
Fede, od amor, piegar que∫t’alma ingrata, vv. 355-7.
Y todo por
(...) hauere
Amato troppo, chi fù ∫empre indegno
De l’amor mio, vv. 335-6.
Aún hay más. No conforme con atormentarla, su marido, «il vile» Acaristo,9 quiere mandarla ejecutar. Como villano que es, disfruta con la idea de humillar y degradar a alguien que sabe muy superior a él, diciéndole que no se dignará a mancharse las manos con su «sangue vile».10 La desdichada exclama:
Così io figlia di gran Prence ∫ono,
Uile chiamata, da chi fù uil ∫eruo
Del Padre mio (...), vv. 329-31.
Teniendo que admitir con dolorosa lucidez que Acaristo
(...) s’egli è ben’hor Signore,
Per mezzo mio, di questo eccel∫o ∫tato, vv. 332-3.
Con estas clarividentes y desengañadas quejas resultan incomprensibles, a primera vista, su lealtad inquebrantable y su obligación a seguir amándole:
Ma perche tu cono∫ca à che rie∫ca
Quel fermo amor, quella ∫incera fede,
Con la quale Achari∫to hò amato, & amo, vv. 109-111.
Más adelante reafirmándose en la misma idea prosigue:
(...) ne ∫on di cor sì lieue
Ch’io mi dolga eβer moglie di co∫tui,
Ch’ele∫∫i, ∫in ne la mia verde etade
Per perpetuo ∫ignor de la mia mente.
Ma ferma ∫on ne la primiera fede.
Con modo tal, ch’anchor ch’egli mi ∫tratij,
Non può mutarmi il cor (...), vv. 190-6.
Los espectadores del momento, sobre todo la parte femenina, por muy acostumbrados que estuviesen a oír repetidamente que el adorno principal de la mujer y su mayor virtud consistía en saber perdonar y ser fiel, no debieron salir de su asombro ante semejante mansedumbre.
Pero Euphimia no había sido siempre tan dócil. Ella misma reconoce que todos sus males derivan del obstinado y loco amor que la había embargado por un hombre indigno:
Mi∫era me, s’io haue∫∫i al padre mio,
Il Padre mio, ch’ogn’hor ∫degnò costui,
E cercò di∫tornarmi ogn’hor d’amarlo,
Creduto, come creder gli deuea,
Mi∫era non ∫arei, come ∫on’hora.
Ma, oime me∫china, che poteuo io fare,
S’Amore, oime, m’hauea appannati gli occhi?, vv. 68-74.
Por lo tanto no sólo es culpable de dejarse arrastrar y cegar por una pasión nefasta, sino de haberse rebelado en contra de los deseos de su padre, desobedeciéndole gravemente al casarse con un hombre de condición tan inferior y del que con mucha razón desconfiaba. Ésta es la causa de su amargo arrepentimiento y así se autocastiga de una manera muy consciente para expiar voluntariamente su «van desio» y su pecado de desobediencia. El mismo razonamiento la lleva a rechazar la ayuda del amor desinteresado del príncipe Philone. De ahí que eligiera libremente el heroico sacrificio de mantener a toda costa su lealtad a la palabra dada a un hombre indigno.
La personalidad de Euphimia sufre, gracias a la adversidad de su fortuna, una significativa evolución espiritual. Empieza por mostrarse como un ejemplo de las terribles consecuencias que acarrean el dejarse llevar por el capricho y por el loco amor de casarse con alguien tan desigual e infame, desoyendo la voluntad de su padre y faltando a los deberes que exigían su propio rango y condición. El revés de su fortuna la transforma hasta el punto de que se convierte en modelo de excelencia. Si Euphimia es digna de ser admirada, lo es por su capacidad de autosuperación y porque sabe transformar sus debilidades y sus culpas en virtudes heroicas más allá de lo humanamente previsible.
Y es que, en su exigencia de autoexpiación, Euphimia llega hasta el extremo. Lucha por seguir amando a ese marido indigno. Aún después de muerto Acaristo y por fidelidad a éste, como corresponde a la esposa virtuosa, se resiste a casarse con el leal Philone, que siempre la había amado. De hecho, se trataba del hombre que le correspondía por su rango y cualidades morales, razones por las cuales el padre de Euphimia lo había designado para que fuera su marido. Además, su boda con Philone hubiera supuesto un merecido premio a tanto sacrificio de expiación.
Ahi, laβa me, quantunque ingiu∫tamente
Stratiata m’habbia, e condannata à morte
Co∫tui, non può non eβermi marito.
Et io non po∫∫o à lui non e∫∫er moglie,
Però a Philon direte, ch’io non po∫∫o
Non amar quel, che per Signore ele∫∫i.
Del cor, de l’alma mia, vv. 3009-15.
Los espectadores asombrados por tanta grandeza de ánimo no podrían menos que repetir con la nodriza:
Que∫ta mi pare
La maggior marauiglia, che ueduta
Fu∫∫e unqua in terra, vv. 3015-7.
En efecto, sólo ante los ruegos del Senado y para evitar una guerra, consiente Euphimia en casarse con el caballeroso Philone, ejemplo ideal de amante constante y sincero:
Io più inanzi
Paβar non voglio, ∫e non veggo e∫pre∫∫o
Il ∫uo voler, che più bramo piacerle,
Che diuenir Signor di tutto il mondo, vv. 3149-52.
En esta obra Giraldi sí que asegura un final feliz tanto para Euphimia, que por fin se autoriza a dar rienda suelta a sus anhelos de felicidad, como reconoce ante el Coro:
Et oue moglie fù d’un’huom maluagio,
Diuenir uo∫tra, con ben certa speme
Di deuer e∫∫er tanto con uoi lieta,
Quanto ella fù con quel crudel dolente, vv. 3184-6.
como para el reino de Corinto, del cual Philone será modelo de gobernantes:
I’ ui ringratio;
E prometto non pur d’e∫∫er Signore
Benigno, come vuol la corte∫ia
Vo∫tra ver me, ma non men ben trattarui,
Che s’à maggiori i’ fu∫∫i stato figlio,
Et à minor di me io fu∫∫i padre.
Preporrò ∫empre il uo∫tro utile al mio,
E ∫ol quello à me fia mai ∫empre grato,
Ch’e∫∫er d’utile à uoi uedrò, e d’honore,
Stimando che la uo∫tra contentezza
Sia la mia propria, e il uo∫tro utile il mio, vv. 3272-81.
Vemos, pues, que Euphimia dista mucho de ser una Griselda paciente, como algunos críticos la han llamado, en su connotación dual de sufrir y de aguantar. Aún tras una lectura superficial el parangón es insostenible, pues la situación de partida de Euphimia es totalmente opuesta a la de Griselda. En Giraldi, Eufimia es de regia estirpe y heredera del reino, siendo su marido, Acaristo, un «vil paggetto» de condición muy inferior a la suya. Por consiguiente más digna de admiración es su resignación. En Boccaccio, Griselda es hija de un siervo de su futuro marido, socialmente muy por debajo de él y, al igual que hiciera su propio padre Giannúcolo, nunca en su fuero interno se consideró digna de ser marquesa, de manera que los desprecios infligidos eran más comprensibles, tanto más cuanto que vivía dentro de una sociedad todavía muy feudal, con reminiscencias del duro derecho romano, en donde los padres y señores eran dueños de la vida y la muerte de hijos y siervos. Con todo, la diferencia esencial entre las dos mujeres estriba en que Griselda es totalmente inocente: ni ha sucumbido a un amor indigno, ni ha pecado en contra de su padre, como era el caso de Euphimia. Su sumisión se deriva de la conciencia del abismo que la separa de su marido, al tiempo que la sumisión de Euphimia, por el contrario, se debe a la conciencia de sus graves faltas que trata de expiar de esta manera para poder redimirse. Euphimia se convierte por lo tanto en un claro ejemplo de la mujer admirable que propugna la preceptiva giraldiana: aquella que sabe transmutar en virtudes heroicas de lealtad y de amor sus debilidades (su loca pasión por un hombre indigno) y sus grandes fallos (el desobedecer gravemente a su padre). Es una mujer que se redime por medio del sufrimiento y de la humildad, a través de un itinerario interior espiritual, de cada hora, de cada día, y no por ser invisible menos intenso y difícil:
Al Padre mio, quando ad amar co∫tui
Mi diedi, ch’è cagione hor del mio male.
E prego l’ombra ∫ua, che s’io l’offe∫i
In amare Achari∫to, in liberarlo
Da la morte, che con giu∫ta cagione
Ado∫∫o gli hauea me∫∫o il Padre mio,
Mi perdoni la colpa, poi ch’io ∫te∫∫a
Del peccato à me dò la penitenza
Del peccato, ch’io feci contra lui, vv. 1414-22.
En definitiva, de personalidad pasiva Euphimia tiene sólo la apariencia. Su energía espiritual bien se puede parangonar con la vitalidad activa de Epitia.
Como ya apuntamos, Epitia es la última tragedia escrita por Giraldi y nunca fue representada, ni en vida del escritor ni posteriormente, algo ciertamente desafortunado, pues bien merecía que se representara, como lo es habitualmente «Medida por medida» de Shakespeare, de la que aparece como un claro antecedente. De hecho, es de justicia abogar a favor de Giraldi, que ha dotado a su protagonista de una coherencia y una verdad psicológica muy superiores a la de su correspondiente inglesa, Isabella.
Epitia es totalmente distinta de las restantes obras de Giraldi. La acción no transcurre en países lejanos en el espacio y en el tiempo, como la antigua Persia, Egipto o Armenia, sino en la vecina ciudad imperial de Innsbruck, bien conocida de los ferrareses, y en un tiempo cercano: apenas dos generaciones separan los hechos narrados por Giraldi de sus contemporáneos, ya que en ellos es decisiva la figura del emperador Maximiliano I, cuya muerte en 1519 abrió las puertas del Imperio a Carlos I de España, futuro Carlos V. El emperador actúa como príncipe justiciero y clemente para restablecer el orden perturbado por el egoísmo cobarde y el «van desio» de sus protagonistas masculinos.
Distinta también es la protagonista, Epitia. En primer lugar por su edad: todavía es una adolescente de apenas diecisiete años (como apunta en la Novella correspondiente). Pero lo que acentúa su carácter excepcional es que se trata de la única heroína en todo el teatro de Giraldi que no es de estirpe regia, ni siquiera de la alta nobleza, sino una «gentil donna», eso sí con una educación digna de una princesa, a juzgar por su brillante elocuencia, sedimentada en profundos conocimientos de retórica y filosofía, que la hacen digna de haber seguido, con sumo aprovechamiento, las clases del propio Giraldi. Posiblemente, como sugiere Horne,11 nuestro autor tenía en mente el «curriculum» de estudios que él mismo había diseñado para beneficio de las jovencísimas princesas de Este, hijas del Duque Hércules II, que incluía no sólo el estudio de la retórica de Aristóteles, sino también los trabajos de Ptolomeo, Euclides y Erasmo. En segundo lugar, es todavía más relevante el hecho de que Epitia no luche por amor a un esposo (ni siquiera está enamorada de nadie), sino por salvar la vida de su hermano, condenado a muerte por el gobernador Iuriste, por haber violado a una joven campesina. Es pues su profundo y generoso amor fraterno lo que la impulsa a entregarse a Iuriste, confiando ingenuamente en la promesa matrimonial de éste. Giraldi no desaprovecha la ocasión de resaltar una vez más su admiración hacia la mujer, destacando su superioridad y lo equivocado de los prejuicios a favor del varón. Así lo expresa por boca del secretario de Iuriste:
Se ci nasce una femina, ci duole
Che nata sia, ma se ci nasce un maschio
Ne facciam festa, come che ci paia
Che quella apporti danno e apporti questo
La conservazion del sangue nostro
E l’utile e l’onor de la famiglia;
E spesso, spesso avvengon le ruine
De le case da’ maschi e i disonori,
E gli onor da le donne e la salute, vv. 89-97.
Epitia12 se convierte, por tanto, en la creación de Giraldi más anclada en el entorno social y cultural de la segunda mitad del s. XVI. Es una pena que sus contemporáneos no pudieran disfrutar de su representación escénica, ya que muchos espectadores hubiesen podido reconocer más de una situación vivida, y disfrutado además, de sus largos parlamentos legales y filosóficos. Pues si hubo un país y una época que sintió como nadie la fascinación de la palabra y saboreó el desarrollo de toda clase de argucias dialécticas, fue sin duda la Italia del siglo XVI, de «larga raíz» ciceroniana.
Otro rasgo de carácter que define a Epitia es su enérgica vitalidad, que la hace crecerse ante la adversidad, así como su dura e intransigente obstinación, muy propia de una despiadada juventud, que repugna cualquier concesión. Cuando Ángela, la bondadosa hermana de Iuriste, viene a suplicarle piedad para su hermano, condenado a muerte por el Emperador (después de obligarlo a casarse con Epitia), ésta última le contesta duramente:
Non mi parlate di quest’uom malvagio,
Degno di mille croci e mille morti,
Che data mi ha cagion di odiarlo sempre.
E s’è dannato a morte, a morte vada.
Che, se voi meritate appo me molto,
Merta egli che gli brami ogni gran male
Per l’aspra tradigion ch’egli mi ha usata, vv. 2472-8.
Con la misma insensibilidad rechaza los ruegos de su propia tía, que apela en vano a la gloria que alcanzaría si se mostrase piadosa:
(... ) A voi poco util fia
Che muoia Iuriste, ma vi fia d’onore
Il levarlo da morte e dargli vita, vv. 2480-2
Recordemos cómo, anteriormente, Epitia, ciega de dolor y ardiendo en deseos de venganza por la burla cruel de Iuriste, que había matado a su hermano después de que ella se le entregase, respondía con hosca terquedad a las llamadas a la sensatez de su tía para hacerle abandonar su proyecto de matarlo con su propia mano:
Seguane ciò che può seguir di male,
Io ferma son di non mutar pensiero, vv. 1681-2.
Y más adelante vuelve a afirmar:
Il gran dolore onde mi avampa il core
Di consiglio non è punto capace.
Vinta da l’ira la ragion rimane,
E gir mi è forza ove ella a gir m’invita, v. 1675-8.
Sólo accede a acudir al Emperador para que le haga justicia cuando su tía le recuerda que podía utilizar sus grandes dotes de retórica y elocuencia para convencerlo.
E le narriate questo caso atroce
Con l’eloquenza che fra l’altre donne
Vi face singolare (...), vv. 1693-5.
Con todo, se reserva todo el derecho de vengarse por sus propios medios si el Emperador se negase a hacer justicia:
Ma se questo non fa sua Maestade,
Alfine lo farà la mano mia, vv. 1708-9.
La escena siguiente contiene un auténtico «morceau de bravoure». Se trata del largo parlamento en el que Epitia expone sus agravios al Emperador. Es una mezcla de aparente sencillez, llena de dignidad, donde subyacen los más elaborados recursos retóricos para conmover y convencer a su augusto interlocutor. En primer lugar, apela con destreza a la compasión y a la admiración por su abnegado amor fraterno:
Io, misera e infelice, ch’era tutta
A la liberazion del mio fratello
Intenta sì che sol questo bramava,
Veduta la salvezza del mio onore, vv. 1797-1800.
También hace uso del halago sutil que, con tacto e inteligencia, dirige a la persona del Emperador:
Da la simplicità mia misurando
Il core altrui e non pensando mai
Ch’uom che rapresentava la persona
Vostra di fede a me mancar devesse, vv. 1802-5.
Por último, tampoco desdeña recurrir al ardid de su supuesta debilidad femenina (aún cuando Epitia había demostrado sobradamente su fortaleza), que toca irremediablemente la fibra caballerosa de cualquier hombre:
Misera donna e poco men ch’uccisa
Sotto il mantel di fede e di giustizia,
Che pietà in questo rio caso vi tocchi
Di me meschina, e che dia la giustizia,
Che tiene in voi il più onorato seggio, vv. 1862-6.
En la escena final, ante el «coup de theâtre» espectacular en donde se descubre que Vico está vivo gracias a la astuta estratagema del Capitán, encargado de ejecutarlo, lo primero que hace Epitia, «questa irata giovane»,13 como la llama Ángela, es pedir directamente al Emperador el perdón de su hermano, sin acordarse para nada del infortunado Iuriste:
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