La Constitución que queremos

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Bibliografía

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1 Agradezco a Bruno Aste, Daniel Mondaca y Fernando Muñoz por sus sugerencias y observaciones.

2 El itinerario propuesto por el Gobierno (2014-2018) en <http://www.gob.cl/2015/10/13/discurso-de-la-presidenta-de-la-republica-al-anunciar-el-proceso-constituyente/>.

3 Al respecto, véase columna en diario El Mercurio, de enero de 2017, en <http://www.elmercurio.com/blogs/2017/01/23/48295/Final-poco-feliz-de-etapa-constituyente.aspx>.

4 En abril de 2017, la presidenta Bachelet presentó un proyecto de reforma constitucional en este sentido, contemplando una Convención Constituyente que tendría a su cargo la elaboración de una nueva Constitución. Hemos revisado críticamente esta propuesta para evidenciar cómo se perpetúa el ethos antidemocrático de la Constitución vigente, al aplicar altísimos quórum tanto al proceso mismo como a las decisiones de una futura Convención (Bassa, Fuentes y Lovera 2017; Viera y Bassa 2017).

5 «The Chilean Socialist party, as part of the governing Concertación coalition, has played a key role in constructing consent and disarticulating dissent among the popular classes to neo-liberal hegemony in democratic Chile. This is the result of their co-optation into the neo-liberal historic bloc formed during the Pinochet dictatorship, of which the Concertación is the democratic political face» (Motta 2008, p. 320).

6 Tal era el objeto del proyecto de reforma constitucional presentado por la mayoría de los diputados en ejercicio (boletín Nº 10.014-17), cuya tramitación fue obstaculizada por el entonces ministro del Interior, Jorge Burgos, quien afirmó que «más de 60 parlamentarios de la Nueva Mayoría habían firmado un proyecto de Reforma Constitucional que pretendía convocar un plebiscito sin modificar la Constitución para llegar a una Asamblea Constituyente», <http://www.elmostrador.cl/noticias/pais/2016/08/01/burgos-se-jacta-de-detener-proyecto-de-modificacion-constitucional-via-plebiscito-ciudadano-apoyado-por-60-diputados-era-un-atajo-para-la-asamblea-constituyente/>. Su declaración es evidentemente contradictoria, pues un proyecto de reforma constitucional tiene por objeto, precisamente, reformar la Constitución; es decir, habilitar la posibilidad de un plebiscito a través de la institucionalidad; por otro lado, la convocatoria a un plebiscito no predetermina su resultado, solo hace posible una manifestación institucional de la voluntad popular.

7 Una buena representación de las distintas propuestas que han sido formuladas recientemente en Fuentes y Joignant (2015).

Bases constitucionales para un Estado plurinacional8

Luis Villavicencio Miranda

Introducción

Claramente el hecho del pluralismo cultural no constituye, en ningún caso, una novedad histórica, pero tres grandes factores –que distinguen a las sociedades multiétnicas contemporáneas de sus predecesoras– hacen impostergable que una constitución política enfrente directamente el fenómeno de la diversidad cultural. En primer lugar, la expansión de las ideas democráticas ha permitido a las comunidades minoritarias y nacionales resistirse a aceptar su estatus inferior y demandar no solo iguales derechos, sino también una igual oportunidad de participar en el autogobierno colectivo. En segundo lugar, el proceso de globalización económica y cultural ha devenido en inviable cualquier proyecto de unificación cultural y, en vez de ello, se ha reforzado la identificación de las personas con sus referentes culturales inmediatos. En tercer lugar, el panorama se ha completado con el ocaso de la ilusión del Estado culturalmente homogéneo, de la que no escapa, por cierto, Chile.

Según estimaciones bien conocidas, al interior de los 193 países miembros de la ONU conviven más de 600 grupos que hablan una lengua viva y unos 5000 grupos étnicos, siendo Islandia y las Coreas los únicos ejemplos de países más o menos culturalmente homogéneos. Chile, por supuesto, tampoco escapa a esa realidad mundial. En nuestro país hay, al menos, 9 pueblos originarios: el aymara, el quechua, el atacameño, el kolla, el diaguita, el rapa nui, el mapuche, el yagán, y el kawésqar. De ellos, dos se autorreconocen claramente como naciones: los mapuche y los rapa nui.

La idea relevante de la que partimos es la siguiente: las sociedades se han caracterizado desde antiguo por su amplia diversidad y su pluralismo cultural. Antes esa diversidad se aplastaba bajo el modelo del ciudadano «normal» (hombre no discapacitado, propietario, heterosexual y blanco), y quien se desviará del modelo era excluido, marginado, silenciado o asimilado. Hoy, en cambio, los grupos minoritarios demandan la construcción de una nueva concepción de la ciudadanía más inclusiva, que reconozca sus identidades y que dé cabida a sus diferencias, superando la visión liberal unidimensional de la identidad humana, que considera a los seres humanos como agentes morales anteriores a sus fines, por una concepción de la identidad humana tridimensional articulada, según Parekh, por tres componentes inseparables e interconectados: la identidad personal o subjetiva que distingue a todos los seres humanos como centros únicos de conciencia con una biografía propia; la identidad social o comunitaria, esto es, el o los grupos en los que nos insertamos socialmente y que nos proporcionan las bases para definirnos; y la identidad humana global o universal, o sea, aquella que nos distingue de otros seres y nos dota de un peculiar sentido de pertenencia moral y ontológico (Parekh 2008, pp. 9-30).

La crítica intercultural se nutre de esa visión reclamando una integración de las minorías culturales ya no individual, sino grupal. Para ellos, la concepción tradicional de la ciudadanía fomenta la marginación o estigmatización de grupos que escapan del estereotipo artificial en el que se funda la ilusión del Estado nacional. Los derechos ideados para el «ciudadano normal» no se acomodan a las necesidades de esos grupos que reclaman una ciudadanía diferenciada que exige que las personas no sean integradas solo como individuos, sino también a través de su grupo aglutinado en torno a alguna visión identitaria más o menos amplia. Estas comunidades demandan formas específicas de ciudadanía ya sea porque rechazan la idea de una cultura nacional común (como sería el caso de algunos pueblos indígenas) o porque creen que es la mejor forma de integrarse (como sería el caso de colectivos homosexuales y algunas minorías religiosas).

 

En lo que sigue me concentraré en las minorías nacionales y en la necesidad de que una nueva constitución, genuinamente democrática, se haga cargo del desafío de reconducir institucionalmente la porfiada realidad de que somos un país plurinacional. Para lograrlo, en primer lugar, haré varias distinciones conceptuales relevantes9. En segundo lugar, exploraré qué reglas y principios deberían ser recogidos en una constitución plurinacional. Para cerrar, avanzaré algunas conclusiones y propuestas. Una advertencia al lector: si quiere concentrarse en la propuesta constitucional y no le interesa el debate conceptual, puede omitir la lectura de la segunda parte de este trabajo, que viene a continuación.

1. Algunas distinciones conceptuales

Para comprender adecuadamente las bases en que se sustentan las reclamaciones multiculturales debemos distinguir con cuidado algunos conceptos.

1.1. Las políticas de redistribución y las políticas de la diferencia o reconocimiento

Al interior de los Estados modernos (Kymlicka 2002, pp. 327-370) conviven dos tipos principales de jerarquías: la económica y la asociada al estatus. La posición que una persona ocupa en la jerarquía económica está determinada por su relación con el mercado y los medios de producción. La lucha con­tra las iniquidades inherentes a esta jerarquía generan las políticas de redistribución. La jerarquía del estatus se refleja en una historia de reglas discriminatorias contra grupos estereotipados, a quienes se les considera de menor categoría o, sencillamente, son invisibilizados. La lucha contra estas jerarquías origina las políticas de reconocimiento o de la diferencia. A pesar de que podamos distinguir las políticas de redistribución y reconocimiento para fines analíticos, lo cierto es que en el mundo real aparecen a menudo superpuestas (v.gr. piénsese en los mapuche, que son al mismo tiempo una minoría nacional, étnica y social), al punto de que para el liberalismo y para el marxismo la jerarquía del estatus es puramente accesoria.

Con todo, la evidencia sugiere que la jerarquía del estatus no es reducible a la jerarquía económica. Como prueba de lo anterior, podemos señalar casos de grupos económicamente bien posicionados, pero culturalmente estigmatizados, como las minorías sexuales, ciertos inmigrantes y algunos grupos religiosos; y, a la inversa, casos de grupos que gozan de una posición privilegiada en la jerarquía del estatus, pero que se encuentran (o se encontraban) en desventaja económica, como la clase trabajadora masculina en la mayoría de las democracias occidentales ricas. Así, podemos señalar que no hay una correlación simple entre ambas jerarquías. Esto explica por qué la estrategia de una ciudadanía común funcionó para la clase trabajadora masculina, pero no satisfizo a otros grupos –las mujeres o las minorías nacionales, por ejemplo– que necesitan, además, un ataque a las jerarquías sustentadas en el estatus10.

1.2. Diversidad cultural, multiculturalismo y políticas multiculturales

También es necesario aclarar qué vamos a entender por multiculturalismo, tarea de suyo ardua. La razón nos la recuerda Parekh (2006 p. 6): el término «multicultural» se refiere más bien al hecho de la diversidad cultural, y la expresión «multiculturalismo» a una respuesta teórica o normativa para ese hecho, las que son muy disímiles entre sí. En términos similares, Miller (Miller 2006, pp. 323-338) plantea que debemos diferenciar cuidadosamente el multiculturalismo como ideología y el multiculturalismo como política. «Multiculturalismo» es un término vago que a veces se utiliza en un sentido puramente descriptivo para referirse al hecho de la diversidad. Pero lo cierto es que este uso puede llevar a confusión, por lo que es mejor hablar a este respecto de «diversidad cultural», «pluralismo cultural» o «diferencia cultural».

A su turno, «multiculturalismo» puede ser utilizado en un sentido normativo, en referencia a una ideología que otorga valor positivo a la diversidad cultural, busca el igual reconocimiento de los grupos culturales y llama al Estado a apoyar a estos grupos en variadas formas. Esta ideología puede manifestarse heterogéneamente y en distintos grados; así, podrá ser más fuerte o más débil en atención al nivel de compromiso con la diversidad y la radicalidad de sus demandas. Pero el término también da cuenta del conjunto de políticas que se crean para ayudar a las minorías culturales material o simbólicamente, lo que es algo distinto. Siguiendo el análisis de Miller, es relevante distinguir el multiculturalismo como ideología del multiculturalismo como política pública por dos motivos: a) un país que ideológicamente rechace el multiculturalismo puede mantener políticas para promoverlo en su agenda pública, o viceversa; y b) la mayoría de los críticos del multiculturalismo no está en contra de la discriminación positiva, exenciones para las minorías de algunas normas generales o educación bilingüe, sino que les preocupa que se genere una cultura política que dé más valor a estos asuntos que a los problemas comunes relativos a la redistribución de recursos escasos.

Como queda en evidencia, entonces, es más fructífero presentar al multiculturalismo como un problema que se refiere al modo en que debemos hacernos cargo del desafío de la diversidad cultural más que como una o más respuestas para enfrentarlo.

1.3. Diferentes clases de minorías, diversos derechos y su compatibilidad con el Estado democrático de derecho

Dos de las dificultades a las que nos enfrentamos quienes planteamos la necesidad de transitar a una noción de ciudadanía diferenciada es determinar, por una parte, qué minorías cuentan; y, por otra, persuadir a los incrédulos de que una revisión del ideal de ciudadanía común para todos no supondrá distraernos de los fines tradicionalmente asociados al Estado democrático de derecho, especialmente la búsqueda de la justicia social11.

Veamos lo primero. La idea de minoría es resbaladiza. Una posible definición sería considerar a las minorías como aquellos colectivos sociales que padecen una situación de grave subordinación por sus particulares identidades comunitarias. Lo que caracterizaría, entonces, a una minoría es su posición precaria, no el número de integrantes. Ello explicaría por qué las mujeres pueden ser comprendidas como un grupo minoritario o, en una sociedad donde hubiera apartheid, una amplia mayoría social negra puede ser catalogada como una minoría frente a una élite de blancos dominantes. Por supuesto, esta definición es lo suficientemente abstracta y flexible como para que calcen en ellas toda clase de minorías. Por esa misma razón, no hemos avanzado mucho y requerimos hilar más fino distinguiendo clases de minorías.

Siguiendo una clasificación más o menos estándar, podemos identificar cuatro grandes tipos de minorías. En primer lugar, encontraríamos las minorías nacionales, es decir, aquellas naciones históricas fuertemente definidas por una identidad y lengua común, casi siempre circunscritas a un espacio territorial determinado y sometidas a un Estado dominante. En segundo lugar, deberíamos contar a las minorías de emigrantes, o sea, aquellos colectivos que, compelidos por alguna necesidad, se trasladan más o menos masivamente a otro Estado exponiéndose a políticas asimilacionistas, consciente o inconscientemente impuestas por ese Estado. En tercer lugar, identificaríamos a las minorías culturales, esto es, aquellos grupos que sin ser minorías nacionales ni de migrantes, padecerían alguna clase de opresión en razón de uno o más rasgos distintivos comunes, siendo ejemplos muy claros las minorías sexuales y las mujeres. Finalmente, en cuarto lugar, hallaríamos a las minorías sociales comprendidas como grupos de ciudadanas y ciudadanos que sufren graves carencias en el disfrute de sus derechos fundamentales, como es el caso de los pobres, discapacitados, presos, etc. (Añón 2001, pp. 217-233; y Soriano 2002, pp. 33-35).

Esta tipología de las minorías debería dar lugar, dependiendo de cada caso, a diferentes categorías de derechos propios. Así, los derechos más característicos de las minorías nacionales son los derechos de autonomía política que irían, de menor a mayor intensidad, desde los derechos de representación especial, el derecho a un sistema jurídico propio total o parcial y el derecho al autogobierno. A su turno, los derechos de las minorías emigradas y de las minorías culturales se traducen en una serie de derechos a la diferenciación cultural (festividades, educación, vestimenta, prácticas religiosas, lengua, etc.), pero también derechos a lo no discriminación por referencia al grupo dominante (ello es particularmente claro en el caso de minorías sexuales y de las mujeres). En fin, las minorías sociales reclaman derechos de prestación que les permitan acceder a una más equitativa distribución de recursos. Ahora bien, lo interesante –y complicado también– es que un mismo grupo minoritario puede pertenecer, al mismo tiempo, a más de una categoría de minorías. Piénsese en las mujeres mapuche que son, al mismo tiempo, una minoría nacional o étnica (dependiendo del lugar en que se encuentren), una minoría sexual y, en todos los casos, una minoría social.

Despejada la primera duda, cuestionémonos si acaso las políticas multiculturalistas producen efectos negativos respecto de las políticas de redistribución. Para el liberalismo igualitario, la respuesta es obvia: puesto que cree que la política es un juego de suma cero, cualquier asunto que pase a formar parte activa de la agenda pública distraerá los esfuerzos que debieran destinarse a la redistribución. Pienso, sin embargo, que además de no existir fundamento empírico para tal afirmación respecto de las políticas de reconocimiento, es necesario previamente cuestionar el planteamiento mismo de la pregunta. ¿Tiene sentido oponer dos presupuestos tan importantes para la justicia como la redistribución de los recursos escasos y el reconocimiento de las diferencias? ¿Puede, en todo caso, disociarse uno de otro? Pareciera que el asunto es más complejo. El que la redistribución sea necesaria, no la hace suficiente. De modo que, en vez de plantear el tema en términos excluyentes, lo que debería hacerse es redefinir el debate sobre la justicia para lograr una teoría que integre tanto el reconocimiento como la redistribución.

La afirmación de que el multiculturalismo quita fuerzas al Estado de Bienestar se fundamenta en la creencia gratuita de que existiría una masa de gente dispuesta a actuar en defensa de éste, pero que se ve distraída por el multiculturalismo. En el hecho esto no es efectivo, y baste para ello mirar al ciudadano medio. Si la gente ha dejado de participar activamente o ha disminuido su actuación en pos de la redistribución, es mayoritariamente porque el Estado de bienestar mismo se encuentra en crisis. La pasividad de la izquierda no tiene que ver con el multiculturalismo, sino con sus propios fracasos. En este sentido, las políticas multiculturalistas tienden a significar más un avance en el empoderamiento político-ciudadano que un retroceso, y permiten que las personas puedan volver a mezclarse en política sintiendo que es posible hacer una diferencia. Desde este punto de vista, «el real desafío es que la gente se involucre en política […]. Una vez que se encuentran involucrados, y tienen este sentido de eficiencia política, estarán abiertos a apoyar otras demandas progresistas también» (Banting y Kymlicka 2006, p. 16).

Tampoco parece persuasivo el reproche de que el multiculturalismo resalta las diferencias entre las personas en vez de lo que nos hace iguales. Quienes piensan así parecen asumir que con anterioridad a la implementación de las políticas multiculturalistas existían altos niveles de solidaridad y confianza interétnica, y se olvidan que la historia de Occidente está marcada por políticas de asimilación y exclusión, precisamente porque no existía dicha confianza y solidaridad. «Los grupos dominantes se sentían asustados frente a las minorías, y/o superiores a ellos, y/o simplemente indiferentes respecto de su bienestar, así que intentaban asimilarlas, excluirlas, explotarlas o quitarles su poder. Esto, a su turno, llevó a las minorías a desconfiar del grupo dominante» (Banting y Kymlicka 2006, p. 17). De este modo, podemos ver que las políticas multiculturalistas no son la causa original de la desconfianza, sino medidas que se toman a consecuencia de ella.

 

Por último, el temor ante la posible «culturización» de los problemas también parece falso. Los escépticos plantean que, al centrarse únicamente en las diferencias étnicas y culturales, se dejan de lado los problemas comunes, distorsionando la comprensión de las causas de la iniquidad. Me parece que esta crítica tendría sentido si el multiculturalismo efectivamente tomara como única causa de los problemas la falta de reconocimiento cultural de las minorías. Pero eso es un error: el multiculturalismo no ignora otras causas ni minimiza su importancia, sino que simplemente agrega al debate público otra fuente de desigualdades. Banting y Kymlicka señalan una posible razón por la cual podría pensarse que considerar la cultura como raíz de injusticias anula otros factores como la clase y el género: si las personas tuvieran un sentido de justicia limitado, entonces, al dar relevancia a un determinado tipo de injusticia, necesariamente deberían desestimar otro. Pienso, por el contrario, que el sentido de justicia se va desarrollando y las personas incrementen su sensibilidad frente a diversas circunstancias, a medida que toman conocimiento de ellas (Banting y Kymlicka 2006, p. 20).

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