Hinault

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Como ocurría con muchos ciclistas bretones, a Hinault no le gustaba estar lejos de casa. De camino a una carrera en Bélgica tras una concentración en Midi, a principios de temporada, Hinault dio un largo rodeo por el oeste para visitar a Martine, sin decírselo a su equipo. «Nadie se esperaba que me fuera a casa, pero necesitaba hacerlo. Una noche, solo eso. Era importante para mí. Era joven, no solo pensaba en el ciclismo; hay necesidades emocionales que bien valen una escapada secreta». Martine no había visto una carrera ciclista antes de conocer a Hinault y admitiría, más tarde, que hasta 1978 no se dio verdadera cuenta de lo que implicaba en realidad la vida de un ciclista. Puede que esto fuera también parte del motivo por el que a su marido le costó tanto adaptarse a la vida bajo el mando de Stablinski.

La gota que colmó el vaso llegó a principios de junio, el día de la última etapa de la Dauphiné Libéré, cuando Stablinski le dijo a Hinault que a lo largo de aquel mes competiría en la Midi Libre y en el Tour de l’Aude. Incluso se llegó a mencionar que tomara la salida en el Tour de Francia de 1975; era consciente de que Hinault —con su manera de competir como si no hubiera un mañana— se ganaría muchos titulares al animar las primeras etapas, «aunque acabe hecho pedazos», como dijo Stablinski. Hinault recordaba que, cuando le comunicaron su calendario, «esa misma tarde decidí dejar a Stablinski. Había corrido la Dauphiné con el objetivo de demostrarle a mi director deportivo que todavía no era capaz de enfrentarme al Tour. Y no fue nada difícil». Stablinski negaría más tarde que su intención fuera que Hinault corriera aquel Tour, señalando a los patrocinadores.

Fue una gran pelea, según Hinault. «No me preocupaba demasiado que me pudiera poner de patitas en la calle, porque yo estaba a punto de arrojarlo por la ventana».

Hinault terminó la carrera y tomó el primer tren a casa desde Avignon, para estar junto a Martine mientras ella se preparaba para el nacimiento de su primer hijo, Mickael. Las semanas que pasaron alrededor del nacimiento coincidieron con un enorme bajón, motivado por la emoción del momento y su paupérrima relación con Stablinski. Su director estaba furioso ante la desobediencia del joven, quien, por su parte, estaba a punto de rendirse. «Mentalmente estaba destrozado. No era capaz de hacer nada y, desde luego, mucho menos de montar en bicicleta», dijo Hinault.

Participó en los campeonatos nacionales de Francia poco después de que naciera Mickael, sin haber entrenado nada; prosiguió con la Étoile des Espoirs, donde tuvo un papel más discreto que el del año anterior y se fue al suelo en la última curva de la contrarreloj, lesionándose la rodilla. En el Gran Premio de las Naciones corrió con la rodilla infiltrada y tuvo que superar un inmenso dolor para terminar sexto, superando a Raymond Poulidor y poniéndose cuarto en el Prestige Pernod, la clasificación anual por puntos que designaba al mejor profesional francés.

Con el beneficio que da mirar las cosas con los ojos del que ha vivido treinta años más, Hinault se muestra más templado a la hora de explicar lo que sucedió. «Me llevaba bien con Stablinski, pero nunca estábamos de acuerdo. Él quería ver cómo me las apañaba en todas las carreras, porque lo estaba haciendo bien, pero yo no quería seguir así. No puedo decir que conociera bien a Stab, porque tan solo estuvimos juntos durante una temporada; todo lo que sé es que cometía el error de pensar que todos los ciclistas estábamos hechos a su imagen y semejanza. Demandaba resultados inmediatos, y yo tenía la cabeza puesta en el largo plazo».

Llegó al típico callejón sin salida. Hinault no podía continuar con Stablinski, pero ¿dónde podía ir? Había contactado con el equipo GAN —patrocinado por el Groupe Assurance Nationale—liderado por Poulidor; pero este equipo estaba estructurado alrededor del veterano. Cuando llegó el momento de la clásica que ponía punto y final al calendario francés, la París-Tours, entró en escena el hombre: Cyrille Guimard, el feroz esprínter con rodillas de cristal que en aquel critérium en Camors había llamado al orden a Hinault. Guimard estaba a punto de retirarse con apenas veintiocho años y le habían pedido que tomara el control del Gitane, que, a su vez, había sido comprada por Renault. Y Guimard quería a Hinault. «Me preguntó “si tomo las riendas de Gitane ¿te quedarás?”. “Si eres tú quien lo dirige, sí; mientras sea Stab, no”. Me dijo que lo más seguro era que se hiciera cargo del equipo. Yo había corrido con él, tenía cierto conocimiento de su manera de ser, comprendía su manera de ver las cosas. Y eso me resultaba interesante; y, además, comenzó a contarme el plan que tenía para mi carrera».

Guimard no era una persona que cayera bien a todo el mundo. No era alguien a quien todo el mundo en el ciclismo francés quisiera, ni tampoco se mostraba particularmente cercano al resto de directores deportivos —por ejemplo, Sean Kelly recordaba que no se llevaba bien con Jean de Gribaldy, un habitual del circuito hasta mediados de los 80— y su intransigencia le hizo convertirse en algo parecido a un extraño en este mundo. Y todavía sucede. Sigue siendo una figura ligeramente remota, con algo de distante, propenso a sentar cátedra cada vez que habla. Como ciclista, Guimard era enérgico, creativo, pero su cuerpo no estaba hecho para seguirle en el intento. Un rival recordaba que «solíamos llamarlo “la pequeña rata” por lo perspicaz y listo que era; físicamente no era gran cosa, pero podía lograr mucho con muy poco. Y entonces puso su cerebro a trabajar al servicio de Hinault». Joop Zoetemelk, quien corrió con Guimard coincide: «En cuanto a potencial físico era muy poca cosa, pero sabía sacar el máximo partido a lo poco que tenía».

Guimard tenía una serie de cualidades clave que le permitieron fomentar una relación con Hinault. Para empezar, también era bretón. Había comenzado su carrera con una falta de respeto hacia el orden establecido similar a la de Hinault. Tenía una manera de pensar innovadora y era muy ambicioso. Al igual que Robert Le Roux tenía un carácter tan fuerte como el del hombre de Yffiniac. Su apodo, Napoleón, o Le Petit Chief [Jefecito], le venía como anillo al dedo; y en cuanto a creencia en sus virtudes, era idéntico a su joven pupilo. Su contrato como director deportivo de Gitane incluía algunas cláusulas poco convencionales: durante el primer año recibiría el salario mínimo, dado que no tenía ni idea de sus posibilidades de éxito, y comenzaría a trabajar después del Mundial de ciclocrós, a comienzos de 1976, donde puso punto y final a su carrera con una cuarta plaza, después de haber conseguido el campeonato francés dos semanas antes.

Estaba decidido a mantener a Hinault en su equipo. «Cuentan con un futuro ganador del Tour, [pero] tienen que apresurarse a conseguir su firma», le dijo Guimard a sus jefes cuando estaban negociando. «Con él, cualquier cosa es posible, pero no lo tendremos nada fácil si durante los siguientes años nos lo encontramos como rival». Ya se había fijado en Hinault mucho antes de que pensara en convertirse en director; lo había visto dominar un encuentro en pista amateur en Saint-Brieuc y había presenciado sus ataques «de perro loco» en primera línea, como los de la Étoile des Espoirs y la París-Niza. Guimard veía en Hinault la misma cualidad que le había llevado a él mismo, años atrás, a acosar sin piedad a Merckx desde el mismo momento en el que pasó a profesional: «ausencia de complejos», como ambos lo denominan siempre.

«Era obvio. Hinault sería uno de los grandes en el futuro», decía Guimard. «Yo lo sabía. Estaba seguro. Había corrido la Étoile des Espoirs con él y lo había visto, me di cuenta. Recuerdo ponerme a su lado y decirle que se calmara un poco, que si seguía gastando fuerzas saliendo a cada intento de escapada se estaría pegando un tiro en la sien. Era agresivo, demasiado. Era un purasangre como ningún otro que me hubiera encontrado. Solo hacía falta un poco de tiempo para pulirlo».

Con apenas veintiocho años Guimard fue uno de los directores deportivos más jóvenes que el ciclismo hubiera visto, más joven que muchos de sus ciclistas y toda una excepción entre los gestores de equipos. Al igual que sus colegas, era un exciclista reconvertido en director, solo que en su caso se había visto obligado a bajarse de la bicicleta cuando todavía era relativamente joven. Sus problemas de rodilla habían cercenado sus ambiciones como ciclista, con lo que podía pensarse que tenía algo que demostrar. Su intención, como cuenta en sus memorias, era proporcionar a sus ciclistas ese apoyo que a él le hubiera gustado tener cuando competía. No quería ser un director que no tratara con sus ciclistas, porque «desde el comienzo de los tiempos los ciclistas han sido seres frágiles —mucho más de lo que la gente creería— y necesitan apoyo, consejo, que los apacigüen, los guíen y, sobre todo, que los incluyan en la vida del equipo». Hinault describe que durante los primeros días Guimard no mostraba la actitud que mostraría un compañero ni tampoco la de un jefe, sino más bien la de otro ciclista, casi como el capitán de ruta, un profesional veterano que te daba consejos… solo que en su caso conducía el coche del equipo.

Guimard realizaba sus fichajes con mucho cuidado: las posibles incorporaciones eran invitadas a una concentración y después escuchaba las opiniones del resto del equipo sobre esas posibles llegadas. Si ese aspirante no encajaba, quedaba descartado, por muy impresionantes que fueran sus habilidades físicas. «Muy inteligente», opinaba Greg LeMond; «Un hombre con ese toque a lo Alex Ferguson», decía David Millar, uno de sus últimos fichajes. Guimard tenía su lado excéntrico y ominoso, como recordaba Fignon en un episodio de su carrera. «Durante la primera concentración Guimard se puso frente a todo el equipo. Parecía mucho más serio de lo habitual. El silencio era sobrecogedor. El jefe estaba a punto de decir algo. Y, de repente, lo que dijo nos dejó boquiabiertos: “Al que pille con un ligue en la habitación lo echo a la calle, tout de suite”. En seguida comprendimos que, en realidad, jamás había echado a nadie por haberlo encontrado con una chica en su habitación. Tan solo nos estaba soltando un disparo de advertencia».

 

«Era el joven con la mente más brillante de aquel momento», dice el escritor francés Jeff Quénet. «Fue el primer director deportivo en introducir la planificación. Antes que él, todo se reducía a “entrena y compite tanto como yo quiera”, pero Guimard redujo los días de competición y enfocó el trabajo de sus ciclistas a objetivos bien delimitados».

«Un muy buen entrenador, y todavía me inclino a pensar que sigue estando entre los mejores», dice hoy en día Hinault. «Me enseñó muchísimas cosas sobre competición. Cuando Cyrille comenzó apenas tenía veintiocho años. M. Le Roux tenía ya setenta; esa fue la diferencia. Ambos lo hacían bien. La visión de M. Le Roux era excelente, siempre y cuando siguieras siendo aficionado; pero, en todo caso, tampoco es que estuviera mal encaminado. El contrapunto entre ambos era que M. Le Roux se centraba en practicar deporte [en general], mientras que Cyrille se centraba en competir.

Para dos hombres con la reputación —de la que estaba claro que ambos disfrutaban y alimentaban— de ser unos bretones «cabezas de mula», Guimard e Hinault resultaron ser sorprendentemente pacientes el uno con el otro durante sus primeros años juntos. Hinault podía parecer inmaduro, pero demostró una paciencia impropia de alguien de su edad al adherirse al plan que su nuevo director había diseñado para él. Durante la temporada de 1976 se dedicaría a carreras menores, sobre todo carreras de escala media del calendario francés como la París-Camembert y el Tour de l’Aude, sin participar en las grandes carreras como la Dauphiné Libéré. Al mismo tiempo comenzaría su participación en clásicas de un día para familiarizarse con sus trazados; en 1977 subiría un escalón y competiría en estas carreras y, además, en la Dauphiné y el Gran Premio de las Naciones. En 1978 afrontaría la Vuelta y el Tour de Francia: para ganarlos. Comparado con el plan de Stablinski, que parecía el disparo de una escopeta de perdigones, el contraste era radical.

Guimard también demostró tener paciencia con un joven que estaba, todavía, reconociendo el suelo que pisaba. El equipo Gitane realizó una concentración a principios de 1976, justo después de que Guimard tomara el timón; Hinault se presentó con doce kilos de sobrepeso tras haberse abandonado durante el invierno; según él mismo admitiría, se había pasado los meses que estuvo sin competir dando de comer a Mickael, haciendo jardinería y cortando leña. Aunque Guimard se acababa de retirar estaba en plena forma, tras completar la temporada de ciclocrós, y podía pedalear junto a sus pupilos durante los entrenamientos. Intentaba dejar a Hinault de rueda en las subidas, luciendo, por lo general, una sonrisa sarcástica y realizando algún comentario o gesto burlón —por ejemplo, inflando las mejillas como si fuera un hámster— mientras que el rollizo jovenzuelo iba perdiendo metros. Eran trucos psicológicos básicos que buscaban provocar el carácter combativo de Hinault: Guimard no pretendía ridiculizar a su ciclista, solo lo desafiaba, pues sabía que este respondería. «Si hubiera pensado que lo hacía con mala idea podría haber mandado todo al infierno: podría haber dejado el ciclismo», diría Hinault más tarde.

Hinault llegó tarde a la primera salida de entrenamiento, Guimard le echó la bronca e Hinault refunfuñó «ni que estuviéramos en el ejército». Una vez más, el director deportivo dejó correr el asunto y se limitó a explicarse: si hubiera sido al revés y hubiera sido otro compañero el que hiciera esperar a Hinault, este no se lo habría tomado bien. Le advirtieron que si volvía a suceder tendría que entrenar a solas. Todo esto marcó el tono que seguiría su relación al principio: Guimard dictaba lo que debía hacerse e Hinault cedía, casi siempre; en ocasiones de mala gana. Sin embargo, a menudo acababa comprobando que Guimard estaba en lo cierto, como en el Gran Premio de las Naciones de aquel año, cuando el director insistió en que su pupilo realizara un calentamiento de ochenta kilómetros por la mañana. Pese a que Hinault no quería hacerlo acabó dándole buen resultado, así que aquello se convirtió en parte de su rutina.

La evolución de Gitane como equipo durante 1976 fue muy lenta, dado que Guimard todavía estaba rodeado de los ciclistas que había fichado Stablinski. Por fortuna para Hinault, entre esos ciclistas se encontraba el belga Lucien Van Impe, quien disputaba su séptima temporada enrolado en el equipo. Van Impe era todo lo contrario al joven francés, un ciclista conservador que aspiraba a éxitos más factibles, como los premios de la montaña y las victorias de etapa, y no tanto a apostarlo todo a espectaculares ataques en la montaña. Tenía tal aversión a asumir riesgos que Guimard tuvo que amenazarlo, prácticamente, para que desencadenase el ataque con el que consiguió la victoria en el Tour de 1976; pero gracias a su presencia en el equipo Guimard pudo mantener a Hinault por debajo del radar durante más tiempo.

Al igual que cuando Hinault comenzó su alianza con Robert Le Roux, había que canalizar la energía física y actitud combativa del bretón; le producía un malévolo placer atacar cuando los veteranos querían tomarse un respiro, pero Guimard se aseguró de que no hiciera movimientos de este tipo por el mero placer de fastidiar a sus colegas. «Si tenemos en cuenta su edad y su mentalidad atacante, su personalidad y su inmensa fuerza de voluntad, estaba claro que debía manejarlo con mucho cuidado, hacerle comprender sus objetivos», decía Guimard. «Me enseñó a competir», concedía Hinault. «Yo saltaba detrás de todo aquel que se pusiera en cabeza, lo que provocaba que llegara al final de las carreras agotado, tras haber malgastado todas mis fuerzas en todo tipo de esfuerzos vanos. Cyrille me hizo comprender rápidamente que no tenía que salir detrás de cada ataque. “Tienes que esperar al momento adecuado… Cuando decidas atacar podrás hacerlo invirtiendo todas tus energías en un gran movimiento, no como cuando haces diez pequeños esfuerzos. Y así verás cómo te vas en solitario, siempre”».

Aquel mayo Hinault logró tres carreras en diez días: el Circuit de la Sarthe por segunda vez consecutiva, la carrera de un día París-Camembert —una victoria en solitario en Vimoutiers escapándose en el Mur des Champeaux, manteniéndose por delante del grupo perseguidor por apenas doce segundos— y otra victoria en una carrera por etapas, el Tour d’Indre-et-Loire. Su versatilidad era similar a la de Eddy Merckx cuando este era joven. Disputaba a Jacques Esclassan, el mejor esprínter francés del momento, los esprints en grupo, quedando, normalmente, entre los tres primeros. Logró la contrarreloj del Tour d’Indre-et-Loire con una velocidad media por encima de los 44 km/h, derrotando a Roy Schuiten. Guimard prefirió mantenerlo alejado de la Dauphiné; en su lugar corrió y terminó tercero en la Midi Libre y ganó el Tour de l’Aude. Más tarde, en aquella misma temporada, añadió el Tour du Limousin. Eran carreras de segunda categoría, pero para ser su segundo año como profesional, fue una temporada prolífica en éxitos; los suficientes como para que consiguiera el Prestige Pernod, primero de sus siete consecutivos. Con veintiún años ya se había convertido en el mejor profesional francés de la temporada.

La relación entre Guimard e Hinault no siempre fue como la seda: eran dos personas que nunca se callaban lo que pensaban. Hinault estaba muy lejos de ser un ciclista maduro, mientras que Guimard estaba aprendiendo a mover los hilos como director deportivo. En 1977, su segunda temporada bajo el mando de Guimard, Hinault seguía marchándose a la francesa, como había hecho con Stablinski. Fue uno de los tres ciclistas del Gitane que desaparecieron en el Tour de Flandes de aquel año porque no querían jugarse la cara en el pavés, bajo la lluvia y el frío. Uno de ellos, Roland Berland, ni tan siquiera salió de su habitación en el hotel; Hinault y el otro, Jean Chassang, por lo menos se dejaron ver en la plaza de Sint-Niklaas para la salida, pero no se molestaron ni tan siquiera en ponerse las zapatillas de ciclismo. Apenas doscientos metros después de pasar la línea de salida Hinault se dio media vuelta, pedaleó hasta su coche y se fue a Bretaña, todavía vestido de ciclista. Guimard —consciente, seguramente, de que aquello era un motín en el que no solo estaba involucrado uno de sus ciclistas, sino tres— no dudó en mandar a Hinault una carta registrada dos días más tarde en la que le advertía de manera formal por su conducta.

Si aquella carta buscaba provocar una reacción en Hinault —y es más que probable que así fuera, dada la habilidad que tenía Guimard para saber qué teclas debía tocar— tuvo el resultado deseado diecinueve días después. En la Gante-Wevelgem, al igual que pasó en Vimoutiers un año atrás, Hinault logró una victoria en solitario valiéndose de sus habilidades contrarreloj, a pesar de un error que cometió su mecánico, que no le había cambiado el desarrollo tras la París-Roubaix, llana como la palma de una mano, que se había celebrado dos días antes. Hinault se dio cuenta de que llevaba un desarrollo mayor, pero tenía ya la suficiente experiencia como para reconocer el momento en el que el pelotón comenzó a dudar, a treinta kilómetros de meta, sin nadie dispuesto a tomar la iniciativa. «Atacó al pasar por Menen, en una carretera lisa como una tabla, volvió a atacar cuando se le acercaron y se mantuvo al frente hasta que comenzaron el esprint por detrás», recordaría Barry Hoban. El pequeño grupo perseguidor incluía a experimentados clasicómanos como Walter Godefroot y André Dierickx, además de dos futuros campeones del mundo como Gerrie Knetemann y Jan Raas. Pero ninguno de ellos tenía ni idea de lo que aquel ciclista que los precedía era capaz de hacer: ganó con una ventaja de 1:24 sobre el italiano Vittorio Algeri.

Aquella victoria de Hinault resultó muy valiosa para la fama del bretón en su país, dado que las victorias francesas en las clásicas eran —y siguen siéndolo— escasas. Solo un francés había ganado en Wevelgem antes que Hinault, ni más ni menos que un français llamado Jacques Anquetil. Sin embargo, los flamencos no se tomaron a Hinault demasiado en serio porque los mejores belgas del momento, Eddy Merckx, Freddy Maertens y Roger De Vlaeminck, no habían participado en la clásica de mediados de semana. Un periódico de Flandes salió con el titular «En la tierra de los ciegos el tuerto es el rey». «Imbéciles», dictaminó Guimard. Cinco días más tarde llegaría un golpe mayor en la Lieja-Bastoña-Lieja, en la que, esta vez, sí que se presentaron todos los grandes nombres: Merckx, el alemán Didi Thurau, Maertens, De Vlaeminck. Fue un día de perros: frío, con constantes chubascos y, para terminar, lluvia y nieve con la suficiente fuerza como para comenzar a cuajar sobre los coches que estaban en las cunetas. Durante la aproximación final, saliendo de las Ardenas y entrando en Lieja, el robusto clasicómano Dierickx atacó saliendo de un selecto grupo en la ascensión final, la Côte des Forges, a doce kilómetros de la meta; Hinault salió a su rueda.

Dierickx había ganado la Flecha Valona en dos ocasiones y parecía ir directo a añadir a su palmarés esa Lieja. Conocedor de la capacidad que tenía Hinault para los esprints largos Guimard le dijo que se pusiera delante de Dierickx en la recta de meta, que bajara la intensidad un instante y después volviera a esprintar. En la meta la carrera realizaba un giro de 180 grados junto al río Meuse, en el Bulevar de la Sauvenière, antes de regresar en sentido contrario hasta la bandera a cuadros; Guimard aparcó su coche a unos cientos de metros de la meta en el lado contrario del paseo central y —con el grupo perseguidor a la vista— le gritó a su ciclista cuando realizar su movimiento. «Me puse delante, tal y como me había dicho Cyrille», recordaba Hinault. «En aquel primer movimiento logré un par de metros sobre Dierickx; yo sabía que él llevaba un desarrollo mayor que el mío1, así que cuando me recuperó la desventaja volví a atacar, sin tener muy claro del todo dónde se encontraba la meta». A cincuenta metros Dierickx había puesto su tubular por delante del de Hinault, pero al cruzar la meta todavía se encontraba varios palmos por detrás. «Había subestimado la capacidad de aguante de Hinault tras seis horas y media de intensa carrera, y su capacidad para guardarse las suficientes energías como para esprintar», escribió el periodista británico Peter Drucker en International Cycle Sport.

 

Ganar en Bélgica estaba muy bien, pero el momento exacto en el que Hinault se asentó, de forma tangible, en la conciencia nacional francesa es muy concreto: la sobremesa del 4 de junio de 1977, descendiendo el Col de Porte durante la penúltima etapa de la Dauphiné Libéré. Este fue su primer intento de conseguir una gran carrera a su paso por las grandes montañas; el Porte estaba situado al final de una etapa que partió de Romans-en-Isère y terminaba en Grenoble, pasando otros dos grandes cols, el Granier y el Coq; después del Porte, la etapa concluía con la gran pendiente que ascendía desde la Bastilla de Grenoble hasta la fortaleza construida por Vauban. En el pelotón estaba la flor y nata del pelotón de mitad de los 70: Merckx, Thévenet, Poulidor, Hennie Kuiper, Joaquim Agostinho. También estaba el que fuera líder de Hinault, Van Impe, que aquel invierno dejó el equipo tras pedirle a Guimard un enorme aumento de sueldo. Sabiendo que Hinault estaba ya prácticamente a punto, Guimard no tuvo reparos en rechazar la petición de Van Impe.

La carrera había comenzado en el Col du Coq, donde Thévenet atacó; Hinault alcanzó a los líderes durante el descenso, pasando al ataque en el Col de Porte. En la cima tenía 1:30 sobre Thévenet y Van Impe: «Quería más y más, pasé volando por las tres primeras curvas de herradura del descenso, y en la cuarta… ¡boom!». Echó una rápida mirada a su derecha «y fue como si una mano gigante me agarrara del cuello. Afronté la curva con demasiada velocidad, frené, pisé una mancha de arena y volví a frenar, bloqueando las ruedas por completo». Cayó por el barranco, mientras el comentarista de televisión gritaba «oh-la-la», sin duda, temiendo por la vida de Hinault después de que este desapareciera de plano. Se puede perder la vida, una carrera profesional puede tocar a su fin por este tipo de accidentes, pero, milagrosamente, un árbol frenó su caída; Guimard bajó por el barranco y lo ayudó a salir poniéndole sus hombros como apoyo. «Ambos demostraron una sangre fría y unos reflejos impresionantes; casi daba la sensación de que aquello hubiera estado orquestado», escribió Olivier Dazat.

René Hinault había bajado la bicicleta de repuesto del techo del coche y su primo seguía todavía en cabeza cuando llegó a la Bastilla —la descomunal fortaleza que se yergue cien metros por encima de Grenoble, en la otra orilla del Isère desde el centro de la ciudad—, después de recibir los vítores de la gente que había presenciado la caída en la televisión y que había salido de sus casas para verlo pasar. El ascenso a la Bastilla tiene siete kilómetros, con una pendiente media entre el 13,5 y el 15 por ciento. Hoy en día la gente suele ir allí en teleférico. A quinientos metros de la cima, los nervios traicionaron al joven Hinault. Todavía traumatizado por aquella caída que podía haber resultado mortal, se bajó de la bicicleta, realizó a pie unos veinte metros antes de volver a subir a su máquina y lograr la victoria en la etapa con 1:20 sobre Van Impe. Aquella tarde, Guimard acudió a aquel barranco a recoger la bicicleta. El mecánico del equipo tuvo que bajar aferrado a una cuerda; estaba hecha pedazos, treinta metros más abajo de la carretera.

El escritor Philippe Bordas realizó una comparación entre el momento en el que Hinault sale de aquel barranco y un «parto violento». Todo esto pasó en directo, en la hora de máxima audiencia de un sábado por la tarde, en la televisión, ante la mirada de millones de espectadores. Desde entonces Hinault se convirtió en una figura nacional, de las que se esperaba que lograra el Tour de Francia. Tras aquello, Merckx designó al joven francés como su sucesor: la manera en la que el Caníbal le cedió el testigo fue ayudando a Hinault después de que este sufriera una crisis durante el último día, en el Col de la Forclaz, en cuya ascensión sufrió un dolor inmenso a consecuencia de la caída. «El muslo derecho me dolía una barbaridad, no podía sujetar el manillar ni podía casi respirar. Mentalmente, estaba destrozado». La caza tras una escapada que lideraba Thévenet resultó de lo más intensa, e Hinault terminó a 1:44, manteniendo el maillot de líder por apenas 17 segundos.

Thévenet se adjudicó la contrarreloj final por unos míseros 8 segundos. Hinault había derrotado al vencedor del Tour de 1975 y había sido mejor en las montañas que el ganador del Tour de 1976, Van Impe. Tres semanas después Thévenet conseguiría su segundo Tour, pero era consciente de lo que se avecinaba en un futuro muy cercano. «El año que viene», dijo, «Hinault será intocable».

5El Criterium de Camors, también conocido como Ronde des Korrigans, se sigue celebrando en la actualidad, solo que a finales de julio, como parte del circuito francés posTour. Ploërdut se siguió organizando de manera anual hasta 1981, con otra edición final en 1992.

6Gitane forma parte en la actualidad de Cycleurope, propiedad del conglomerado sueco Grimaldi Industri AB, mientras que la producción se ha llevado a Romillysur-Seine, al este de París

7El trío de premios Pernod a toda la temporada —Promoción (para los neoprofesionales franceses), Prestige (para el mejor profesional de Francia) y el Super Prestige International— se dilucidaban por una serie de puntos repartidos en las carreras importantes. Se otorgaron entre 1958 y 1987, cuando las leyes francesas contra la publicidad del alcohol y el tabaco acabaron con este patrocinio.

8El Tour de l’Oise fue rebautizado como Tour de Picardie en el año 2000.

9De acuerdo con la crónica, Hinault no llevaba puesta la corona de 13 dientes, sino un 14, mientras que Dierickx llevaba el 13. Seguro que M. Le Roux estaba de lo más orgulloso.

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