3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

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Из серии: 3 Libros para Conocer #32
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—Pues bien, ya que tienes tanto empeño en saber lo que pienso acerca del asunto, te lo voy a decir: ¡pero no es para que con ello te envenenes la existencia! La desgracia, María Eugenia, en cualquier orden que sea, debe aceptarse con valor tratando de remediar lo remediable, es claro, pero eliminando de nuestra memoria todo lo irreparable, a fin de no gastar energías en odios o en venganzas estériles. ¡Ah! ¡es una ciencia muy útil la de saber olvidar!…

Y hecho este exordio añadió poco a poco, encendiendo un cigarrillo mientras que yo, ansiosa de sus palabras le devoraba con los ojos:

—Creo… o mejor dicho estoy segurísimo, de que Antonio, tu padre, además de gastar su renta, gastaría si acaso una cuarta parte del capital que representa San Nicolás; lo demás, es decir, las tres cuartas partes restantes… ¡te las robó Eduardo!… ¡ah!… ¡no te quepa duda!… Con orden ¿eh? eso sí; con mucho orden, mucha claridad, presentando cuentas correctísimas y sobre todo ¡haciendo derroches de generosidad que como sabes!…

Pero yo no le dejé concluir. Lo mismo que en la mañana cuando me hallaba instalada sobre la columna, ahora también, vi de pronto en mi imaginación, la figura de tío Eduardo, cuya estampa, ilustrada por las anteriores palabras de tío Pancho, venía a ser tan abominable que no pude menos de increparla con los dientes apretados y en el paroxismo de la indignación:

—¡Ah! ¡Herodes! ¡Nerón! ¡Caifás! ¡hipócrita!…

—¿Ves lo que te decía? —interrogó tío Pancho— vas a excitarte, y si no tienes luego la suficiente prudencia…

Pero el vocablo «prudencia» oído en semejantes circunstancias, Cristina, me irritó muchísimo más aún que la imagen de tío Eduardo, por lo cual, volví a cortarle la palabra a tío Pancho, exclamando exaltadísima:

—¡Ah! ¡si te figuras que voy a tener prudencia después de lo que acabas de decirme es porque me consideras sorda, imbécil o muda! Mira, te juro tío Pancho, que ahora, al no más llegar a casa voy a decirle a Abuelita todo, absolutamente todo cuanto pienso de tío Eduardo. ¡Sí! ¡le diré que debía estar preso por ladrón con un vestido a rayas blancas y coloradas como el que usan los presidiarios; que lo detesto con toda mi alma, y que lo que desearía es ver su horrible silueta flaca, lo mismo que la de Judas, balanceándose de una horca, con un saco de monedas a los pies, y con la lengua afuera!

—¡¡Bueno!! —prorrumpió tío Pancho en una gran carcajada—. ¡Muy bien que lo harías! Mira, con ese sistema de insultos histórico-descriptivos, obtendrás, María Eugenia, el mismo resultado que obtendría un ateo que se pusiera a blasfemar a gritos en medio de una iglesia llena de creyentes. Si hablas irrespetuosamente de Eduardo en esa forma violenta o en cualquier otra más atenuada: ¡ya lo viste conmigo esta mañana!… Eugenia te considerará un monstruo sacrílego e impío; a mí me acusará de calumniador, es lo más probable que se disguste de veras y que de resultas del disgusto no vuelva yo a poner los pies en su casa con todo lo cual no se perjudicará nadie más que tú… ¡Ten discreción! ¡Ten paciencia, María Eugenia!… oye…

Y aquí tío Pancho se dio a calmarme con cariño y dulzura.

Me refirió que al morir Papá y conocer él mi situación, lejos de verla con indiferencia se había interesado muchísimo por mí, haciendo las indagaciones del caso, tratando de buscar informes en cartas o documentos, hablando con los abogados, etc., etc. Pero que desgraciadamente, todas sus gestiones habían resultado infructuosas, porque Papá, al asociarse a tío Eduardo, doce años atrás, le había entregado incondicionalmente la administración general de sus bienes con un tanto por ciento sobre la renta y las utilidades. Ahora moría de pronto sin hacer testamento ni poner en claro el estado de sus negocios. Por lo tanto, tío Eduardo, que era tan rapaz como metódico, avaro y previsor, en doce años de libre administración había ido arreglando las cosas a su favor y ¡claro! ¡al desaparecer Papá presentó unas cuentas que verdaderas o imaginarias: ¡eran las únicas que existían! La negligencia del uno se aliaba a la rapacidad del otro y las explicaciones de tío Eduardo, único árbitro en el asunto, eran irrefutables. La situación resultó clara y terminante desde el primer momento. Fuese como fuese, entonces lo mismo que ahora: ¡había que aceptarla! Y puesto que así era: ¿por qué no aceptarla ya, de una vez, con entera resignación?

Esto lo fue diciendo tío Pancho, en voz muy suave, mientras que yo, un tanto apaciguada, le oía contemplando en silencio la punta charolada de mis zapatos; y creo que hubiese continuado atendiendo al relato sin alterarme a no haber mediado el anterior consejo sobre la resignación. Pero yo estoy firmemente convencida, Cristina, de que es un malísimo sistema, este de predicar la resignación o cualquier otra virtud nombrándola así, con su propio nombre. Dan ganas de practicar inmediatamente el vicio contrario. Lo digo porque al formular tío Pancho su pregunta-consejo: «¿Por qué no aceptarla ya con entera resignación?» yo, que como te he dicho, me hallaba muy tranquila, di un salto nervioso, y al punto, accionando con tan rápida vehemencia que se me enredó y rompió en la trama del velo la uña de mi anular derecho, con lo cual tuve el dedo decapitado y feísimo durante varios días, exclamé desesperada:

—¡Ah! ¡sí! eso es: ¡resignación! ¡también estás tú ahora como Abuelita, tío Pancho!… Mira, haz el favor de no nombrarme más las palabras: «resignación» «severidad» «prudencia» e «irreprochable» porque las detesto. Abuelita me las machacó esta mañana lo menos veinte veces: «Debes ser severísima contigo misma, María Eugenia»… —declamé imitando la voz de Abuelita mientras accionaba con la mano de la uña rota, tal cual si brillasen en ella los consabidos lentes.

—¡Ah! ¡«severísima»! ¡como si eso fuera muy divertido! ¡como si con severidad y resignación se pudiera comprar ropa!… ¡Sí! —añadí luego en un tono impregnado de lágrimas—. ¡Veremos a ver qué me pongo, cuando se me acaben estos vestidos de París, ahora que soy pobre y miserable como una rata!

Pero tío Pancho, que quería consolarme a toda costa, respondió esta vez con un tacto y con un acierto verdaderamente admirable:

—¡Nunca es pobre una mujer, cuando es tan linda como eres tú, María Eugenia!

Y como empezase luego a enumerar mis atractivos personales y a elogiarlos calurosamente, con un tono terminante de crítico conocedor y exquisito, me fui tranquilizando poco a poco, hasta que al fin, luego de arreglarme la uña averiada lo mejor posible, mientras él seguía elogiando aún, bastante animada ya, abrí mi saco de mano y para comprobar la exactitud de los elogios, al tiempo que los oía, me di a contemplarme en el espejillo ovalado. Desgraciadamente, dado el tamaño exiguo del espejo no pude ver mi rostro sino en dos secciones: Primero la barba, la boca y la nariz; luego la nariz, los ojos y el sombrero; pero fue lo suficiente para que asociado el espejo a las palabras de tío Pancho, se evaporase de mi voz aquella húmeda de lágrimas, y ya, con la voz normal, dije mirándome los ojos en los cuales brillaba una como imperceptible sonrisa:

—Pero a mí me gustaría tío Pancho… ¿sabes qué?… ¡pues tener los ojos claros, y un poco más de estatura!

—¡Vaya! ¡qué disparate! Serías entonces demasiado alta. Y lo de los ojos claros, te quitaría el tipo. Si los ojos es lo mejor que tienes, María Eugenia. Difícilmente se encuentran ojos así… ¡tú lo sabes muy bien!

Como esperaba esta contestación, al oírla, la acogí con una franca sonrisa, mientras protestaba enérgicamente sacudiendo la cabeza:

—¡Nada, nada, nada tengo yo bien, tío Pancho!… ¡Son cosas tuyas que como me quieres me ves bonita!

Y nos quedamos callados un instante…

Pero yo hube de cerrar al fin mi bolsa de mano; en ella se ocultó el espejo, y por lo tanto, tras el espejo se ocultó también mi propia imagen que aun así, trunca y a pedazos, es la única que sabe darme suavísimos consejos; la única, sí, la única que sin decir ni jota, me predica la resignación, el buen humor, la bondad y la alegría… Una vez enterrada mi imagen entre las negruras del saco de mano, hubo unos segundos de silencio, y claro, al instante, volvió a surgir en mi mente la figura flaca de tío Eduardo con todo su cortejo de ideas irritantes. Al divisarla interiormente, ataqué de nuevo el mismo tema:

—Pero oye, tío Pancho, lo que yo no comprendo en este asunto de tío Eduardo, es a Abuelita: ¡eso de que esté tan convencida de que el mamarracho de tío Eduardo es un ser superior, magnánimo, generosísimo!…

—¡Misterios inefables de la fe, hija mía!

Exclamó tío Pancho, y suspiró, y puso los ojos en blanco, muy cómicamente y como si estuviese rezando, expresión que me dio muchísima rabia, porque no me pareció cosa de tomarse a risa el que yo me encontrara de la mañana a la noche sin un céntimo de qué disponer. Por esta razón, viendo los ojos místicos de tío Pancho, le interrogué al instante de muy mal humor:

—¿Cómo «misterios de la fe»? ¿Qué quieres decir con eso?

—Sí; mira: Eugenia, lo mismo que Clara, lo mismo que casi todas las mujeres que se llaman «de hogar» en Caracas, no les basta generalmente con una sola religión y tienen dos. La una la practican en la iglesia, o ante algún altar preparado al efecto, como aquel del Nazareno que tiene Eugenia en su cuarto. La otra la practican a todas horas, en todas partes, y es lo que ellas llaman «tener corazón y sentimientos». De esta segunda religión el dios es uno de los hombres de la familia. Puede ser el padre, el hermano, el hijo, el marido o el novio: ¡no importa! Lo esencial es sentir una superioridad masculina a quién rendir ciego tributo de obediencia y vasallaje. Y entonces, todo cuanto esta deidad hace está bien hecho, todo cuanto dice es una ley, todo cuanto existe se pone entre sus manos, y su cólera, por justa, arbitraria o grotesca que sea, así provenga de un atentado de la mujer a las leyes estrictas del recato, como estalle de golpe ante un plato de carne demasiado dura, o se desarrolle imponente, en calzoncillos, frente a la pechera de una camisa mal planchada, siempre, siempre, semejante voz, resonará en los ámbitos del hogar, majestuosa y solemne, como resonó la voz de Jehová sobre el Sinaí… En tu casa ese dios es hoy Eduardo; quien en honor de la verdad y dicho sea entre paréntesis, no tiene mal carácter; ¡nunca grita!

 

—¡Claro! ¡con aquella voz por la nariz! ¡Bonito estaría tío Eduardo, gritando furioso y en paños menores! Parecería un Judas de esos que queman por Pascua de Resurrección… Bueno, lo que él es…

Pero tío Pancho seguía filosofando:

—… Y yo no sé si esta arraigada costumbre de deificar al hombre, provenga de atavismos orientales heredados de nuestros antepasados andaluces, o si obedezca más bien a un sencillo problema económico: a las mujeres sin dote ni fortuna propia como son en nuestra organización social casi todas las mujeres, es el hombre quien está obligado siempre a sostenerlas de un todo, y dime: para un corazón sensible y agradecido ¿puede haber algo más parecido al Dios omnipotente del cielo, que aquel que pague todos nuestros gastos en la tierra?…

—Según… —dije yo reflexionando el caso con mucha gravedad—, si las cosas que paga son elegantes y finas, si se tiene un buen automóvil limousine, y se vive además en una casa chic donde haya por ejemplo varios baños de agua caliente, y un saloncito oriental, con tapices, pebeteros, y su gran diván negro lleno de cojines: ¡sí! estoy de acuerdo. Pero de lo contrario… ¿crees tú, tío Pancho, que yo agradecería mucho que me pagaran un vestido de raso, como el que tenía puesto antier tía Clara, todo verdoso, y con el talle, allá, en las narices? ¡Ah! ¡no, no, no no! No lo agradecería nada, al revés; si estuviera obligada a ponérmelo, maldeciría con toda mi alma la mano que me lo hubiera pagado… Y es que yo no concibo el raso ¿sabes? si no es charmeuse de a treinta bolívares en adelante el metro. ¡Y lo mismo las medias!… ¡mira, mira éstas que tengo puestas! ¿son bonitas, eh?… bueno, ¿y por qué?… ¿por qué son bonitas?… ¡pues porque me costaron en París ciento veinte francos!

—¡¡Bien!!… —dijo tío Pancho riéndose otra vez con mucho escándalo—. ¡Veo, María Eugenia, por ese escalofriante presupuesto, que te avalúas carísima! ¡Ah! tienes muy definida la conciencia de tu propio valer, condición indispensable para llegar a valer. Sí, sí, haces bien. Si queremos que los demás nos estimen un poco, es preciso empezar por estimarnos mucho nosotros mismos. ¡No lo olvides nunca, mira que es un principio importantísimo para una mujer que generalmente sólo vale por lo que dé en estimarla un hombre!

—Otra cosa, tío Pancho —dije yo volviendo a mi arraigada obsesión—. Abuelita me predica moral a mí con tantísimo interés y con tantísima vehemencia, que si: «el honor de una mujer» que si: «la virtud de una mujer»… Bueno ¿y por qué no se la predica también a esa sardina seca de tío Eduardo, vamos a ver? ¡A que nunca lo ha sentado en una sillita a su lado y le ha dicho como a mí esta mañana: «el honor de un hombre!».

Tío Pancho volvió a poner la cara mística y dijo:

—Porque el honor de estos hombres tan honorables como Eduardo no hay para qué mencionarlo. El mencionarlo sólo, implica ya cierta duda o poco respeto hacia él; pecado en el cual no incurrirá nunca Eugenia. Mira, el honor de los hombres, hija mía, en todas partes es algo así… ¿cómo diremos? algo indefinido, elástico, convencional… pero aquí, en nuestro medio, se ha hecho ya tan elástico e indefinido, que al igual de las cosas sagradas, siendo muy trascendental es completamente invisible, así como el alma humana, y los espíritus angélicos. Es un atributo que subsiste por sí, independientemente del sujeto que lo ostenta, con cuyos actos, conducta o proceder no suele guardar la menor relación. Sólo a la mujer o a las mujeres de la casa, quienes por lo común son las encargadas de su cuidado y vigilancia, les es dado el mancharlo, herirlo o denigrarlo con el más leve descuido de su conducta. Debido a ello, el hombre de nuestra sociedad, tan celoso de su honor como lleno de lógica y de abnegación, en lugar de ocuparse de sí mismo y de su propio comportamiento: ¡no! sólo vigila, atiende y contempla escrupulosamente a todas horas, el comportamiento de la mujer, tabernáculo vivo donde se encierra esta majestad sagrada de su honor… Bueno, y el gran mérito de una mujer consiste en vigilarlo a todas horas, piadosamente, después de haberlo aceptado así, contradictorio, incomprensible y misterioso, tal cual un dogma de fe…

—¡Ah! otra cosa, otra cosa que quiero preguntarte, tío Pancho, antes de que se me olvide: ¿Cómo es que a tía Clara tampoco le queda un céntimo? Ayer me dijo que para hacer sus gastos sólo contaba con una pequeña pensión que mensualmente le pasaba tío Eduardo. ¿No heredó ella también como los demás de la fortuna que dejó Abuelito Aguirre?…

Y entonces, para satisfacer esta pregunta, tío Pancho se engolfó, Cristina, en una larguísima relación, salpicada de observaciones y de chistes que no te repito en detalles porque como bien sabes a mí en el fondo me aburren muchísimo las conversaciones de intereses. Me sucede con ellas lo mismo que me sucede con las conversaciones de política, o sea que me crispan de impaciencia cuando no me duermen de fastidio. Pero en fin, resumiendo en pocas palabras lo que me explicó tío Pancho, te diré que hoy en día, tía Clara no tiene nada y Abuelita, quien a la muerte de mi abuelo su marido heredó una buena renta, al igual de tía Clara, ella también se ha quedado reducida no diremos a nada, pero a casi nada.

Sus respectivas herencias o fortunas tuvieron los siguientes procesos:

La de tía Clara se perdió de un manera más o menos jovial y pintoresca; es decir, que pasó goteando poco a poco con gran regocijo y metálico tintineo de las manos fraternales de tía Clara, a las pródigas manos de tío Enrique, su hermano menor y preferido. Al decir de tío Pancho, este tío Enrique, muerto hace ya varios años, era el reverso de tío Eduardo: alegre, calavera, generoso y tenorio se pasaba la vida viajando y haciéndole regalos a todo el mundo. Solía además jugar muchísimo y en los tiempos de fortuna, dilapidaba triunfalmente los favores de la suerte; pero luego, en la adversidad, era tía Clara su paño de lágrimas y quien a escondidas de Abuelita, prestaba siempre lo suyo para pagar las deudas más apremiantes o para satisfacer los más indispensables caprichos. Tío Enrique retribuía luego, con profusión de regalos y cariños, tan espontáneos sacrificios y fue así, como los dos juntos en mutuo y común acuerdo consumieron hasta el último céntimo del patrimonio de tía Clara.

En cuanto a la fortuna de Abuelita, quien jamás hubiera consentido en pagar con ella las deudas indignas del calavera de tío Enrique, corrió peor suerte aún que la de tía Clara puesto que, siendo mucho mayor, se perdió también del mismo modo sin que nadie se regocijase con ella. Y es que tío Eduardo, quien por su carácter metódico y tranquilo se había ganado desde muy joven el aprecio y la confianza absoluta de Abuelita, emprendió hace ya muchos años yo no sé qué negocio de minas que debía producir muchísimo, y para cuya explotación Abuelita le prestó sin reservas todo su capital. A pesar de los pronósticos y de las seguridades, la empresa fracasó a los pocos años, del modo más lamentable. Del capital de Abuelita apenas logró salvarse una pequeña suma, la cual, colocada en acciones de Banco y unida a una exigua pensión de viudedad, es desde entonces, lo único que tiene ella para vivir y sostener esta casa en forma muy medida y económica. Después del fracaso de tío Eduardo, que como buen avaro es tesonero y sufrido, siguió trabajando, primero en la misma empresa, y luego más tarde, asociado a papá. Gracias a su economía y a su astucia logró rehacerse y hoy es rico, pero de aquel dinero de Abuelita perdido por él en la empresa de minas no ha vuelto a hablarse más. En cambio, para proveer a los gastos de esta casa, a más de la pensión de viudedad y a más de la pequeña renta que producen las acciones, tío Eduardo suple a Abuelita y a tía Clara una cantidad mensual; y de esto se habla todos los días. Abuelita lo llama por ello su providencia, y el mejor, el más abnegado, el más generoso de los hijos…

—Este es el sistema de Eduardo: ¿comprendes? —comentó tío Pancho clausurando su versión al llegar aquí— coge mil; luego regala dos, y por esos dos hay que bendecirlo eternamente: ¡es el protector!

Aun cuando nada nuevo acabase de escuchar, relativo a mi propia situación, recuerdo que al terminar tío Pancho aquella prolija explicación que había ido glosando con anécdotas y con todo género de comentarios, yo reconstruí en un segundo sobre su relato el relato de Abuelita en la mañana, y ahora también, volví a quedarme un largo rato inmóvil y aterrada, clavados los ojos en mis propias manos que se hallaban desmayadas al azar sobre el vestido negro, como los símbolos vivos de mi sumisión y de mi renunciamiento.

¡Ah! si llegaba a faltarme Abuelita, cosa que bien podía ocurrir de un momento a otro ¿qué sería de mí, Dios mío, qué sería de mí?… ¡Ah! ¡el horror de la dependencia en la casa enemiga de tío Eduardo!…

Y en el silencio augusto del momento, bajo la sombra intensa de los árboles y el crepúsculo, al lado de tío Pancho que callado jugueteaba ahora con la punta del bastón sobre la hierba, sentí por vez primera que mi alma se aferraba desesperadamente a la vida de Abuelita, como el niño que apenas sabe caminar se agarra a la falda de su madre… Sí; ella; sólo ella; sólo su maternidad podía calmar la humillación de mi pobreza y de mi desvalimiento… Pero como de pronto, así, pensando en Abuelita, echase de ver que la noche se nos venía encima, me puse de pie con mucha rapidez y dije mientras sacudía de mi falda las briznas recogidas en la hierba:

—Acuérdate, acuérdate tío Pancho que Abuelita me espera. Le ofrecí volver temprano, y allá estará la pobre, en el salón… me parece que la veo, con el vestido de tafetán y la cadena de oro, sentada en el sofá, frente a las visitas, amable, sonriente y nerviosísima, mirando a cada instante hacia la puerta a ver si entro yo.

—Sí, —dijo tío Pancho levantándose del suelo con mucha dificultad—. Eugenia está muy vanidosa de ti. Vienes a ser hoy para su amor propio algo así como lo que debió ser en su juventud un sombrero nuevo traído de Europa. Quiere mostrarte a todos, pero puesto en ella, es decir, en su casa.

—¡Pobre Abuelita! ¡Al fin y al cabo me quiere mucho!

—Te prefiere sin comparación a todos los demás nietos. Y lo mismo Clara. A pesar de los años que han pasado sin ti: ¡ya ves! y es que éste es otro precepto del «corazón y de los sentimientos»: preferir siempre a los nietos y sobrinos nacidos en las mujeres de la familia aunque vivan en Pekín y no los haya visto nunca.

Oyendo estas palabras, volví a sentir más intensamente todavía el calor maternal que era en mi vida la vida de Abuelita, cuyas manos piadosas iban a mutilarme cruelmente al podar celosas, con ternura y con cuidado, las alas impacientes de mi independencia. Y esto pensando, y mirando a lo lejos el panorama de la ciudad, que ya empezaba a prenderse; en medio del crepúsculo que caía con su gran apresuramiento de crepúsculo tropical, tío Pancho y yo anduvimos un rato en silencio…

Pero de pronto, como entre las luces parpadeantes que se iban encendiendo allá abajo, evocase la ciudad chata, y evocase luego la casa verde con sus tres grandes ventanas, que me esperaban conventualmente, volví a sentir el horror de mi vida prisionera y aburrida:

—¡Ah! tío Pancho, tío Pancho —dije entonces deteniendo el paso con filosófica amargura—. ¿Y para qué habremos nacido? ¡La vida! ¡Mira que la vida!… ¿De qué sirve al fin y al cabo?

Y tío Pancho que de todo se burla y que todo lo critica muy franciscanamente, en vez de consolarme, respondió a mi pregunta criticando a la vida con cariño:

—¿De qué sirve?… ¡de nada!… Es la misma tontería siempre repetida; es un rosario sin ton ni son, que rezan maquinalmente los siglos; es un pobre monstruo, ciego y torpe, que desconociendo el instinto de conservación se alimenta devorándose a sí mismo en medio de los más crueles dolores…

Pero yo, desesperada y llorosa, desdeñando metafísicas y generalidades, me concreté a mi caso:

—¡Si al menos hubiera nacido hombre! Verías tú, tío Pancho, cómo me divertiría y el caso que haría entonces de Abuelita y de tía Clara. Pero soy mujer ¡ay, ay, ay! y ser mujer es lo mismo que ser canario o jilguero. Te encierran en una jaula, te cuidan, te dan de comer y no te dejan salir; ¡mientras los demás andan alegres y volando por todas partes! ¡Qué horror es ser mujer!; ¡qué horror, qué horror!

 

—Te equivocas, María Eugenia —dijo con mucha seriedad tío Pancho, deteniéndose él también ahora unos segundos—. Mira; si yo tuviera que volver a nacer te aseguro que después de haber nacido hombre rico, como fui en mi juventud, elegiría ahora el nacer mujer bonita. Créelo. Te hablo por experiencia: la forma más preponderante que haya tomado hasta ahora sobre la tierra la autocracia, o despotismo humano es ésa: el gobierno de una mujer bonita. ¡Ah! ¡qué poder sin límites! ¡qué sabiduría de mando! ¡qué genial dictadura, a cuya sombra han florecido siempre todas las artes, y aquella ciencia humilde y bellísima, que consiste en descubrir a los ojos de nosotros los hombres, nuestro innato servilismo de perro, siempre dispuesto a lamer la mano del amo que lo castiga; única faz delicada y superior que encierra nuestra pobre naturaleza tan corrompida por los abusos y la soberbia de la inteligencia!

Pero semejante opinión, Cristina, me pareció tan paradójica que lejos de calmarme me exacerbó más y más.

—¡Eso todo son romances, versos y mentiras! ¡Las infelices mujeres no somos más que unas víctimas, unas parias, unas esclavas, unas desheredadas!… ¡Ah! ¡qué iniquidad! ¡Yo quisiera meterme de sufragista con la Pankhurst a incendiar Congresos de hombres y a rajar con un cuchillo los cuadros célebres de los museos! ¡A ver si acababan por fin tantos abusos!

Y luego de suspirar profundamente caminando siempre por la angosta vereda volví a exclamar, con voz de queja:

—¡Mira que vivir siempre en tutela! ¡Mira que pasar el día entero encerrada entre cuatro tapias sin poder siquiera tocar el piano! ¡Qué razón tienen las sufragistas! ¡Ah!… ¡no lo sabía yo bien! Por eso, una vez que asistí en París a una conferencia feminista no atendí a nada de lo que dijeron. Si fuera hoy no perdería ni una sílaba… Pero bueno, es que también: ¡con aquellos pies y aquellos zapatos! Mira, tío Pancho, figúrate que a la vieja que daba la conferencia se le veían los dos pies cruzados, en el suelo, claro, bajo la mesa, y eran ¡de lo que no te puedes imaginar! ¡Qué ordinariez! ¡zapatos claveteados, y medias gruesas, así, tío Pancho, de algodón! ¡Ay! me chocaron tanto aquellos pies que del mismo horror que me causaron no pude quitarles los binóculos durante toda la conferencia… No, lo que es a mí, ni con la elocuencia de Castelar me convence una mujer semejante.

—¡Por lo visto, María Eugenia, aspiras a que te prediquen el feminismo con los pies; tienes razón. A mí también me parece mucho más elocuente que el que predica generalmente con palabras. Y es que no hay nada más convincente que la elocuencia callada de las cosas, y unas medias de ciento veinte francos pueden llegar a dominar magistralmente las leyes de la dialéctica y de la oratoria.

Pero como tampoco me gustase el sesgo demasiado frívolo que daba ahora tío Pancho a mis palabras, respondí muy picada:

—No, no, no es eso tío Pancho, no me creas tan superficial. A mí, después de todo no me importan nada las medias número cien ni los tacones Luis XV. A lo único que aspiro hoy por hoy es a gozar de mi propia personalidad, es decir, a ser independiente como un hombre y a que no me mande nadie. Por lo tanto de ahora en adelante mi divisa será ésta: «¡Viva el sufragismo!».

—No digas disparates, María Eugenia, ¡«independiente como un hombre»! cuando el sino del hombre civilizado es exactamente el mismo que el de su dulce servidor el burro, o sea: trabajar a todas horas con paciencia, y obedecer siempre, ¡siempre!… No a las sufragistas naturalmente, sino a las mujeres bien calzadas como estás tú ahora…

Y así, caminando a mi espalda por la angosta vereda, tío Pancho siguió desarrollando muy obstinadamente su disparatada tesis acerca de la preponderancia actual de la mujer. La desarrolló en un largo discurso. Pero yo, dado mi mal humor, sólo escuché pedazos de aquel especie de sermón peripatético.

—La igualdad de los sexos, hija mía —venía diciendo mientras yo miraba titilar a mis pies las mil luces de Caracas que brillaban ya como ascuas en la oscuridad—, la igualdad de los sexos, lo mismo que cualquier otra igualdad, es absurda, porque es contraria a las leyes de la naturaleza que detesta la democracia y abomina la justicia. Fíjate. Mira a nuestro alrededor. Todo está hecho de jerarquías y de aristocracias; los seres más fuertes viven a expensas de los más débiles, y en toda la naturaleza impera una gran armonía basada en la opresión, el crimen, y el robo. La resignación completa de las víctimas, es la piedra fundamental sobre la cual se edifica esa inmensa paz y armonía. El espíritu democrático, o sea el afán de hacer justicia y de repartir derechos, es un sueño pueril que sólo existe en teoría dentro del pobre cerebro humano. La naturaleza, pues, está ordenada en jerarquías, los animales más fuertes devoran a los más débiles, viven a sus expensas e imperan sobre ellos. El ser humano está a la cabeza de todas las jerarquías y es la suprema expresión del tipo aristocrático en la naturaleza. Ahora bien, en dicho ser humano, según los grados de civilización de las sociedades, se disputan el predominio o mando los dos sexos: el hombre y la mujer. Siguiendo la ley de jerarquías: ¿cuál de los dos está llamado a imperar sobre el otro y por consiguiente sobre toda la naturaleza? He aquí el problema. Resolverlo a favor suyo dejándole siempre al hombre toda su vanidosa apariencia de mando, es la prueba de mayor inteligencia que puede dar una mujer, y es además, para la sociedad en donde ella actúe, señal evidente de alta civilización y alta cultura. Mientras que por el contrario las sociedades en donde real y verdaderamente predomina el hombre, son siempre sociedades primitivas, bárbaras e incultas. ¿Por qué? dirás tú. Pues por la simple razón de que el hombre a pesar de haberse revestido pomposa y teatralmente desde los tiempos primitivos, con las coronas, los cetros y todos los demás atributos del mando, en el fondo no está constituido para mandar sino para obedecer. De ahí que al querer imponerse lo haga siempre mal, a gritos, con ademanes grotescos y vulgarísimos como los que suelen emplear todos aquellos que, no habiendo sido privilegiados por la naturaleza con el don preciosísimo del mando, quieren a toda costa dominar. Es lo que ocurre generalmente ahí —añadió señalando el ascua viva de Caracas que brillaba ahora como un cielo caído a nuestros pies—. Estas pobres mujeres desconocen su poder. Deslumbradas por la luz idealista del misticismo y de la virtud, corren siempre a ofrecerse espontáneamente en sacrificio y se desprestigian a fuerza de ser generosas. Como las mártires, sienten exaltarse su amor con la flagelación, y bendicen a su señor en medio de las cadenas y de los tormentos. Viven la honda vida interior de los ascetas y de los idealistas, llegan a adquirir un gran refinamiento de abnegación que es sin duda ninguna la más alta superioridad humana, pero con su superioridad escondida en el alma, son tristes víctimas. Y es que ignoran la fuerza arrolladora que ejercen sus atractivos, se olvidan de sí mismas; desdeñan su poder al descuidar su belleza física, y claro, viéndolas así desprestigiadas y decaídas, los hombres hacen de ellas una tristes bestias de carga sobre cuyas espaldas dóciles y cansadas ponen todo el peso de su tiranía y de sus caprichos, después de darle el pomposo nombre de “honor”…

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