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II. SOBRE LA RELIGIÓN
6. ¿Qué es la religión?
“Religión” es un término muy difícil de definir. Es algo de lo que todos tenemos una cierta idea, pero que –como los términos “tiempo” o “arte”, por ejemplo– resulta muy esquivo cuando tratamos de explicar.
Por lo general, se piensa que eso tiene que ver con la relación entre los humanos y una realidad que los trasciende. Todas las religiones remiten a un nivel de la realidad más profundo. Pero un dictamen en estos términos es siempre vago y acaba por ser banal. No refleja la riqueza y complejidad del tema.
Dado que el asunto me viene fascinando ya desde hace unos cuantos años, he dedicado bastante tiempo a escuchar a místicos, teólogos y maestros de distintas tradiciones y culturas. Y he estudiado lo que decían sociólogos, antropólogos y expertos en ciencia de las religiones. Por supuesto, he leído a cantidad de filósofos, intelectuales e historiadores, antiguos o contemporáneos. Recientemente también se han pronunciado neurólogos, psicólogos y biólogos. Y después de tanta inmersión, lo único que saco en claro es que existen mil definiciones y abordajes. Cada vez estoy más convencido de que la religión es lo que cada uno de estos mortales ha creído y conjeturado que es. Y punto.
Entiendo a la perfección que en el mundo académico algunos hayan abandonado ya la ingenua pretensión de dar con el significado de lo que la religión –o cualquier concepto– es. Como si ello poseyera un significado único, esencial, universal e inmutable.
Más prometedor sería concentrarse en algunas generalizaciones e ideas que nos hemos forjado y, a partir de ahí, zambullirse en las estructuras, funciones, dinámicas y dimensiones del fenómeno que llamamos religioso; en lo que la religión hace. Aunque la tarea es igualmente gigantesca. Téngase en cuenta que las religiones quieren dar explicación a los grandes interrogantes (el sentido de la vida, el problema del mal, el origen del mundo…), pero también ordenan y legislan (lo político, la moral, la identidad social…) y proponen liberar (de la ignorancia, del sufrimiento, de la enfermedad, de la muerte…). La religión no solo tiene que ver con “dioses” –o “Dios”– ni únicamente trata de explicar lo enigmático. La religión ha tenido y tiene que ver con la medicina y la danza, con la agricultura y la pintura, con la filosofía y la ciencia, con el derecho y la política, con el rito y la poesía, con la ética y la gastronomía, con la psicología y la sexualidad; y me detengo ya.
El fenómeno religioso es tan potente que lo encontramos en todas las sociedades y en todas las épocas, lo que obviamente obliga a preguntarse el porqué de su persistencia y atractivo. La humanidad es impensable sin la religión (aun sin saber qué es lo que le da a eso la coherencia que aparenta). Igual que el ritmo y la música satisfacen una sed emocional interna, la religión parece satisfacer nuestra ansia de significado, la necesidad de sentirnos interconectados, la sed de totalidad, de trascendencia. La experiencia ritual es capaz de generar formas inverosímiles de éxtasis o énstasis y levantar emociones y sentimientos muy poderosos. Posiblemente, sin lo que llamamos “religión” estaríamos en una condición bastante semejante a nuestros primos los bonobos y los chimpancés. Es más: el ser humano parece constituirse como “hombre” en relación a los “dioses”.
Sea eso lo que cada uno considere que es, la religión parece capaz de lo mejor y de lo peor. En su nombre se han cometido genocidios culturales, guerras santas, sangrientos atentados, torturas infames o sacrificios animales; y bajo sus auspicios se han construido civilizaciones, obras de arte sublimes y fuentes de sabiduría inigualables. La religión tiene que ver con la violencia y con la paz. Para algunos, es lo más precioso de sus vidas. Para otros, cuanto antes nos desembaracemos de esa lacra, mejor. Las religiones pueden apoyar las jerarquías establecidas, pero también incitar a la rebelión. Las religiones pueden devenir inmundos negocios, pero también fuentes de caridad y ayuda al necesitado. La religión es, además, un fenómeno extraordinariamente dinámico. Se calcula que únicamente en los tiempos recientes se han formado unos 40.000 movimientos religiosos. Tan amplio resulta el espectro del concepto, que es lícito preguntarse si la religión es una sola cosa o un montón de fenómenos que arbitrariamente hemos subsumido bajo esa palabra.
Dado mi talante pluralista, mi abordaje tenderá a ser multidisciplinar y multiperspectivista. Eso quiere decir que estoy de acuerdo con los que dicen que la religión es un hecho social (aunque no un mero hecho social); y cumple determinadas funciones dentro de los grupos sociales. O con los que rastrean en las bases cognitivas y sociobiológicas de las religiones (como si los homínidos no fuéramos animales), bien que sin reducir lo religioso a una pura cuestión darwiniana o neuroquímica. Y concuerdo con quienes sostienen que los símbolos religiosos se dan en contextos históricos precisos y suelen conformarse al patrón cultural y las expectativas religiosas prevalentes en cada sociedad. Es harto improbable que un chamán siberiano se comunique con canguros australianos, o que a una pastora de los Pirineos se le aparezca la diosa Durga. La experiencia religiosa está moldeada por el lenguaje, la cultura o el período histórico en el que vive una persona en particular. Incluso puedo afirmar que el símbolo religioso es lo que dice ser (por lo menos, otorgarle esa posibilidad). Y también reconocer el componente ideológico –muchas veces opresivo– de las religiones organizadas; lo mismo que su capacidad transformativa y su potencial de llegar a lo más profundo de lo Real.
Que nadie se asuste. No soy capaz de ensamblar todos estos abordajes teóricos, muchos de los cuales se contradicen fieramente entre sí. Pero sí pueden utilizarse con discernimiento para atender a ese talante pluralista. El multiperspectivismo (propio de escépticos, como el autor) no proporciona una teoría sobre la religión, pero puede contribuir a ofrecer una visión más transversal, cromática y no reduccionista de la religión [véase el Epílogo].
Siguiendo a una importante escuela teórica, sostengo que para adentrarnos en el universo religioso de las distintas culturas de la humanidad, es terapéutico poner en tela de juicio nuestras creencias y prejuicios. Lo mismo que cultivar cierta empatía por la posición religiosa del “otro”. Si algo he aprendido de algunos de estos enfoques es que para captar el poder de la religión uno debe entender el mundo que propone y en el que sitúa a sus actores. Hay que esforzarse en escuchar las prácticas, juicios y experiencias de las gentes que uno pretende entender. Esto es, recurrir a las categorías que los seguidores reconocen (lo émic, lo de “adentro”) y minimizar la imposición de nuestras categorías interpretativas (lo étic, lo de “afuera”). Dejarse enseñar e integrar el punto de vista del “otro” es congruente con el enfoque pluricultural. Este proceso –no siempre factible, hay que reconocer– debe ser autocrítico, esforzándonos en superar el etnocentrismo o la miopía intelectual. Por ello propongo proseguir este capítulo con un ejercicio.
7. Ge-yi
Sabido es que el budismo es una de las grandes aportaciones índicas a la humanidad. En la India brilló con potencia al menos durante 1.500 años. Sus desarrollos más antiguos, los de sus primeros 500 años, por seguir con cifras redondas, se exportaron al Sudeste Asiático. Los desarrollos intermedios, los de los segundos 500 años, fueron a parar al Este de Asia. Sus últimos desarrollos, los de los siguientes 500 años, viajaron a la región himaláyica. Luego, el budismo desaparecería de la propia India.
La primera y tercera fases, es decir, el budismo Theravada del Sudeste Asiático y el budismo Vajrayana del Tíbet, representan básicamente formas budistas indias. Por supuesto, se dieron transformaciones y aclimataciones, pero el espíritu ha sido y es de preservación, de fidelidad a la tradición índica. Pero el budismo del Este de Asia, aunque contiene lo esencial de la doctrina budista india, ha conocido modificaciones muy profundas. La razón es sencilla. Cuando el budismo llegó al Sudeste Asiático o al Himalaya topó con culturas bastante permeables, deseosas de importar la “alta” cultura índica; pero cuando se encontró con China dio con una civilización muy estructurada, letrada y que ya era milenaria. A medida que el budismo fue estableciéndose en China, y como no podía ser de otra forma, fue sinizándose. De allí pasó a Corea, Japón y Vietnam.
El proceso de sinización del budismo es uno de los casos de préstamo cultural más fascinantes de la historia. Se trata de uno de los tipos de relación con el “otro” más sutiles y sofisticados que conozco. Por ambas partes implica el reconocimiento del “otro” (ausente en una colonización o una evangelización, por ejemplo), junto a un deseo de mantener la identidad propia. Lo muestra también el hecho de que la absorción del budismo no produjo una indianización de China. Este trasvase revela procesos que pueden ser muy ilustrativos. Veamos.
Cuando los primeros monjes, comerciantes y viajeros budistas indios y centroasiáticos llegaron a China, a principios de la era cristiana (o común), toparon con un país singularmente distinto. El lenguaje, los valores, la filosofía… todo era diferente. A los chinos les sucedía lo mismo. La fascinación que siempre han mostrado los indios por la abstracción, por la metafísica, por el escolasticismo, sus ideales de renuncia al mundo y liberación… todo ello resultaba extraño a los chinos, pueblo sumamente práctico y basado en principios morales y tradicionales bien distintos.
Una de las tareas principales de estos monjes itinerantes fue la de traducir los textos sagrados en sánscrito y pali al chino. La empresa requería un enorme esfuerzo de interpretación y flexibilidad cultural. Así, los primeros traductores al chino de los Sutras budistas recurrieron a un estilo conocido como “equiparación de conceptos” (ge-yi). Es decir, buscaron en la tradición nativa que más se asemejaba al budismo, el taoísmo filosófico en ese caso, aquellos términos y conceptos que pudieran ser equiparables. (Sigo a Roger Jackson.)
Por ejemplo, los Sutras decían que el “Buddha alcanzó la iluminación”. La palabra sánscrita original para “iluminación” es bodhi, que significa “despertar”. Por supuesto, no se trata de un despertar cualquiera, sino del gran despertar. Aunque existen verbos chinos para “despertar”, necesitaban un término que pudiera abarcar la naturaleza absoluta de la bodhi. Y lo hallaron en el concepto tao (pinyin: dao). Como resultado, tradujeron “el Buddha alcanzó la bodhi” por “el Buddha alcanzó el dao”.
Dao, que significa “camino”, también fue utilizado para traducir dharma y, en ocasiones, para yoga. El nirvana búdico pasó a ser otro concepto taoísta: la “no-acción” (wuwei). El karma halló su contrapartida en la palabra ming, que suele traducirse por “mandato”. En fin, cualquiera que esté familiarizado con estas tradiciones se habrá percatado de las desemejanzas entre dao y las sánscritas bodhi, dharma o yoga, o entre wuwei y nirvana. Y es que una traducción pura, una traducción que sea transcultural no es posible. Ni los euroamericanos del siglo XXI ni los chinos del siglo IV podemos desasirnos de nuestro lenguaje.
Desde siempre, el budismo ha puesto mucho énfasis en la necesidad de adaptarse a las capacidades e idiosincrasias de las nuevas audiencias (lo que técnicamente se denomina doctrina del upaya-kaushalya). En lo que nos concierne, quiere decir que el budismo permite y autoriza las libertades del método ge-yi. En cierto sentido, los traductores al chino ya buscaban la equivalencia homeomórfica de la que Raimon Panikkar hablaba. Y, como decíamos, la equivalencia nativa a las ideas sánscritas budistas se hallaba en el vocabulario taoísta.
Como resultado, el budismo fue insuflado de ideas taoístas, a la vez que el taoísmo se enriqueció con la integración de la metafísica budista. Un experto como Heinrich Dumoulin ha dicho que el trasplante del budismo de su tierra natal a la cultura y la vida de China puede considerarse uno de los eventos más significativos en la historia de las religiones. El uso de términos taoístas para creencias y prácticas budistas no solo ayudó a la tarea de traducción, sino que portó las enseñanzas budistas más cerca de la gente.
Las dificultades de traducción y acomodación generaron un budismo sinizado asombrosamente fructífero. Este encuentro civilizacional dio lugar, por poner un caso ilustrativo, a uno de los textos más fascinantes de todos los tiempos: el Avatamsaka-sutra, originado en la India, expandido en Asia Central y “acabado” y “compilado” en China.
Un encuentro que precisó de un par de siglos para dar con las formas apropiadas; para realizar la fusión de horizontes. Es decir, el proceso de “equiparar conceptos” (ge-yi) inevitablemente forma parte de cualquier traspaso importante de ideas de una cultura a otra. Sin embargo, aunque necesario en una etapa inicial, el método ge-yi puede resultar en un obstáculo si se pretende ir un poco más allá. Y eso es lo que aquí quisiera destapar: los riesgos del geyi, que no son pocos. Y los lectores entenderán que ahora ya no estoy hablando de cuestiones lingüísticas en su sentido restringido, sino sobre todo de los supuestos, las metas, las asociaciones, los valores, los comportamientos, los conceptos o las cosmovisiones de otras culturas. No son siempre trasladables con facilidad.
Obviamente, no quiero criticar el enorme valor del ge-yi. El geyi se asienta precisamente sobre la universalidad de los mensajes y es responsable de muchas de las transformaciones y dinámicas de las culturas. Lo decíamos. La labor de traducción de los Sutras aportó al sánscrito y al chino ecos, sensibilidades y asociaciones nuevas. Podría decirse que el Chan (Zen) en su totalidad es un caso de ge-yi magistral. Es la sinización plena del budismo. Pero pudo serlo, y atención a lo que digo, una vez el budismo chino ya había dado con las formas de traslación apropiadas (algo ya patente con Kumarajiva, en el siglo V). Por tanto, no podemos decir que fuera una equiparación, pues el ge-yi ya había sido trascendido. El Chan representa una magistral fusión de horizontes, fruto de cierto bilingüismo [véase §43].
El interrogante que deseo plantear en este capítulo es si acaso no estamos realizando una traslación de conceptos apresurada, un geyi poco crítico, cuando hablamos de los fenómenos religiosos fuera del ámbito donde el concepto religio apareció y en los que estuvo incrustado durante siglos. No me refiero a que estemos realizando una mala traducción, sino a si la mismísima traslación es lícita. ¿Es el concepto “religión” universal? ¿Podemos hablar de teologías, de filosofías o de religiones en el mundo yoruba, malgache, japonés o zoroastriano? ¿No proyectamos nuestras ideas de lo religioso sobre otras tradiciones y comportamientos? ¿Podemos equiparar el nirvana al wuwei o brahman a Dios? ¿Estamos superponiendo conceptos judeo-cristianos sobre otras dimensiones?
Voy a tratar de arrojar algo de luz a través de dos ejemplos: la religión que llamamos hinduismo, y las religiones del mundo chino.
8. ¿Qué es el hinduismo?
Existe amplio consenso en que el vector que ha apelmazado la civilización índica ha sido la religión hinduista. No en vano puede que la practiquen 900 millones de personas. Pero lo cierto es que a muchos indios y, desde luego, a los no hindúes, les cuesta aprehender qué diantre es eso tan elusivo. Y es que lo que hemos llamado “hinduismo” plantea interrogantes preciosos para nuestra reflexión intercultural. (Lo haremos deliberadamente via negativa.)
Las religiones más conocidas del planeta suelen tener detrás algún nombre propio. Al decir detrás nos referimos tanto a sus orígenes como a su retaguardia. Las religiones famosas (porque también las hay de anónimas) parecen haber sido fundadas por alguien; al menos así lo han recogido algunas de ellas. Honradamente, tengo mis dudas acerca de muchos supuestos “fundadores” de religiones. A Jesucristo no le interesaba el cristianismo, sino el Amor. No obstante, piense yo lo que quiera, la gente hoy tiende a imaginar a un hombre llamado Jesús fundando o conceptualizando la “religión cristiana”.
Normalmente, esa figura de los orígenes sirve de faro que ilumina y de arquetipo que invita a ser emulado. Piénsese en el Buddha para el budismo y los budistas; y en Jesucristo para sus seguidores; o en Laozi para el taoísmo. Y la lista podría proseguir con Moisés, Zarathushtra, Mahavira, Kongfuzi, Mani, Muhammad, Guru Nanak… y hasta con Mao Zedong. El hinduismo es la gran excepción a la regla. No existe fundador del hinduismo. Ni hay un gran profeta, ni hijo de Dios, ni iluminado que pusiera en marcha la Rueda de la Ley. Cierto, santos, videntes, maestros, sabios y avatars los hay a miles, y todos pueden ser modelos a imitar, pero ninguno institucionalizó nunca una nueva religión.
Ahora, fíjense en que esa religión infundada no posee Iglesia ni institución de la máxima autoridad. No existen papas, obispos, dalai-lamas, ayatolás… jamás se ha visto una fumata, ni se lanzan encíclicas; ni nadie tiene potestad para llamar a la guerra santa, para excomulgar, ni nada por el estilo. Es verdad que existe la vaga noción de “ortodoxia” (aquella encarnada en ciertos círculos y maestros de renombre), pero ninguna organización ha osado monopolizar la tradición. El hinduismo está repleto de corrientes filosóficas, grupos religiosos, fraternidades espirituales, asociaciones de culto, tradiciones locales… Alguien lo comparó una vez con el Ganges: una vastísima cuenca alimentada por miles de riachuelos y arroyos, por grandes ríos y afluentes; un caudal descomunal que desemboca en un intrincado delta en el Golfo de Bengala. De ahí la variedad, su asombrosa capacidad de adaptación y la colorida anarquía del hinduismo. Pero una anarquía que funciona. Al fin y al cabo, algo que después de 3.000 años sigue en espléndido estado de salud, es porque debe hacer las cosas más o menos bien.
Si no existe institución que defina la ortodoxia, habrá que olvidarse también de la noción de dogma. No se cree en el hinduismo. Un hindú puede ser un teísta, un panteísta, un ateísta y creer lo que le venga en gana, porque lo que lo convierte en hindú son las prácticas rituales que lleva a cabo y las reglas a las que se adhiere. De ahí que se insista en que existe antes una ortopraxis que no una ortodoxia. Toda corriente religiosa hindú posee sus propias normas, mitologías, cosmogonías, ritos o filosofías. Muchas de ellas compartidas, desde luego. Existen ideas recurrentes y prácticas comunes; pero ningún grupo se molestó lo suficiente como para imponer sus reglas sobre los demás. Por ende, no puede haber “secta” en el hinduismo; esto es, secesión de una Iglesia. Ni siquiera cabe la “herejía”. A lo sumo, cabría hablar de heterodoxias. Empero, esta calificación ha quedado reservada en la India a los grupos muy disidentes (budistas, jainistas, sikhs); es decir, a los que se mostraron tan disconformes con no se sabe muy bien qué, que acabaron por dar forma a lo que son “religiones” distintas y diferenciadas.
Puesto que ningún punto de vista ha monopolizado la tradición, existe una larga historia de debates, polémicas y préstamos entre las escuelas. De ahí, también, la tremenda vitalidad y sofisticación de las corrientes filosóficas hindúes. Es cierto que, una vez más, existen algunos rasgos comunes a muchas teologías-filosofías. Pero, en cualquier caso, está claro que las filosofías siempre han ido a remolque de las prácticas. Ante todo, prima lo que el hindú hace y practica por encima de lo que piense o crea.
Como ya podrán suponer, tampoco existe una forma de culto universal en el susodicho hinduismo. Este varía sustancialmente de una región a otra; y dentro de una misma comarca hallamos asombrosas variantes entre aldeas, castas o linajes. Ni siquiera hay nada semejante a la llamada a la oración diaria, ni obligatoriedad de asistencia al templo algún día de la semana. Por supuesto, el peso de las costumbres familiares o regionales es poderoso, pero el hinduismo no parece alejado de aquella máxima que dice que hay tantos hinduismos como hinduistas existen. La libertad a la hora de practicarlo es absoluta. El hindú escoge sus creencias, sus divinidades, sus maestros, su forma de religarse con lo Real o de desligarse de lo mundano. Y decide su forma de culto: vegetariano, sacrificio animal, ofrenda al fuego… Y su finalidad: liberación, purificación, prosperidad, felicidad, descendencia, expiación, conocimiento, amor… Y puede combinar las modalidades según el contexto: culto vegetariano en el gran templo de liturgia brahmánica para venerar a su divinidad, sacrificio animal en otro santuario para protegerse de un mal de ojo, consulta a un hombre santo de poderes milagrosos para conseguir mundanal provecho, etcétera.
La forma más extendida de culto, que genéricamente llaman puja, puede realizarse donde a uno le plazca y cuando a uno le apetezca. El culto es un asunto estrictamente personal. A lo sumo, familiar. Ninguna escritura ni nadie obliga a hacerlo. Siquiera exige la presencia de sacerdotes.
Sin duda, uno de los tópicos que más asombra a los crecidos en medios laicos o monoteístas es el famoso politeísmo hindú. (Yo preferiría llamarlo pluralismo mitológico; y aún mejor: hospitalidad teológica.) Vaya lío con las genealogías, las gestas y los atributos de semejante cantidad de dioses, diosas, espíritus semidivinos o personajes etéreos. Falta orden en el panteón. Pero ¿cómo iba a haberlo si para muchos hindúes no existe Dios? Para otros, en cambio, el cosmos está repleto de seres numinosos. Y para los más existe un Ser Supremo. Pero curioso es este Ser que puede concebirse de miles de formas distintas: como una colérica dama, como un apuesto joven de tez morena, como un rey mayestático, como una piedra junto a un árbol, como un sonido que reverbera en nuestro interior… Además, ocurre que los seguidores del Supremo no niegan la existencia de otras deidades o manifestaciones de lo Divino, por lo que su latente monoteísmo no elimina la pluralidad de dioses. Todas las sensibilidades poseen sus “Crónicas” (Puranas) donde se expone su riquísimo patrimonio mitológico. Y a nadie le importa si las tramas de un purana se contradicen con las de otro. La India jamás tuvo un Hesíodo que llamara al orden celestial, por lo que las mitologías de los cientos de miles de divinidades son susceptibles de reescribirse y modificarse. Al fin y al cabo, para muchos hindúes este mundo no es más que el juego –o el sueño– del Dios o la Diosa.
Curioso es esto del hinduismo que ni siquiera posee un texto o cuerpo de escrituras sagrado consensuado. No existe canon hinduista, ni nada comparable al Libro (Torah, Biblia, Corán), a pesar de que existe en la India algo parecido a la noción de revelación (shruti). El Veda –lo revelado– tiene un enorme prestigio, hay que admitirlo; pero aparte de que la inmensa mayoría de hindúes apenas lo conoce, existen grupos religiosos que rechazan su autoridad y no por ello dejan de ser considerados hinduistas. Para muchos, los poemas de “sus” santos o las grandes epopeyas contienen todas las enseñanzas dignas de recitar y recordar.
La tradición letrada que se ha expresado en sánscrito ha conformado un centro alrededor del cual se han tejido numerosas periferias, pero hace ya muchos siglos que la tradición hindú optó por la inclusión y no por la exclusión. Y el proceso de absorber no se apoya en ninguna escritura, texto o canon revelado. El hinduismo, ciertamente, no es una religión del Libro.
Por si esto fuera poco, eso tampoco ha destilado una ética universal. La noción existe, claro, pero siempre a remolque de la idea de “deber propio” (sva-dharma). Y esta pauta de comportamiento ético y moral varía según la edad, el género, la casta, la región, el reino, el estadio de progresión espiritual y hasta la divinidad de elección. En otras palabras, según cada contexto e individualidad. Para la India las personas son distintas; ¿a santo de qué gobernar nuestras vidas según un mismo patrón ético? La idea gandhiana de insuflar a la política y la vida cotidiana con los ideales de la renuncia (no-violencia, vegetarianismo, castidad, austeridad, veracidad…), que es lo más próximo a una ética universal versión hindú, chocó de bruces con la arraigada noción de sva-dharma.
Tampoco se da en el hinduismo una única soteriología o camino místico. Existen quienes se decantan por el ritual, otros por los yogas psicofísicos, y hay los que siguen vías gnósticas o meditativas, y los millones que optan por el camino de devoción y entrega amorosa a su divinidad de elección, o los que practican ordalías y adquieren poderes vertiginosos. La libertad a la hora de escoger la vía (yoga, marga) vuelve a ser completa. Y complementaria; porque una mayoría combina distintas modalidades de yoga. Para fastidio de los expertos. Y es que si la meta difiere (identidad, unión, comunión, aislamiento…), la senda invariablemente recorre otros territorios y dispone de otras marcas y señales en el camino.
Por no tener, hasta el siglo XIX el hinduismo no tenía ni nombre. Lo acuñaron los británicos por omisión pura. A medida que fueron delimitando distintas tradiciones religiosas en la colonia, hindoos pasaron a ser aquellos súbditos que no profesaban el islam, el cristianismo, el budismo, el jainismo, el sikhismo, el zoroastrismo, el judaísmo o las religiones “tribales”. O sea, hindoos eran los que previamente habían sido designados como gentiles (gentoos) y demás alternativas a la despectiva “pagano”. Tengamos presente que en los textos clásicos que han sido considerados “ortodoxos” por decreto, los Dharma-shastras, no se aprecia noción de una categoría “hinduismo”, sino el reconocimiento de una pluralidad de contextos de casta, de costumbre, de región, de gobierno, etcétera. El concepto “hindú” empezó a fraguarse durante las invasiones turcoafganas (siglo XIII); pero no fue hasta la imposición de los filtros europeos cuando se plasmó definitivamente lo del hindú-ismo. Los censos coloniales tampoco fueron ajenos a la cuestión. En ellos se delimitaba una “mayoría” frente a otras minorías religiosas. Lo novedoso del censo fue la utilización de un único término (“hindú”) para designar a una población tan variada en creencias, prácticas o identidades.
Les diré más. Hasta esa fecha, los hindoos no tenían clara noción de que existiera una parcela acotada de la vida que fuera religiosa (por oposición a otra que entonces sería secular), y mucho menos que eso estuviera delimitado por algún tipo de dogma, institución, bautismo, nombre o signo de identificación pan-indio. Ni existía el “hinduismo”, ni siquiera –y eso es lo más notable– el concepto de “religión”; y menos aún que eso pudiera desgajarse de la gastronomía, de la salud, de la sexualidad o de la arquitectura.
La ironía de esta historia es que uno de los pueblos considerados más “religiosos” del planeta desconocía el mismísimo concepto “religión”. Hoy, nos gusta ver la continuidad entre el vedicismo, el brahmanismo, el hinduismo llamado “clásico” o el hinduismo moderno. Y postular, como hice antes, 3.000 años de fecunda anarquía. Inmersos como estamos en nuestra apreciación historicista, casi nadie ha reparado en que, cuando los surasiáticos gustosamente aceptaron la etiqueta hinduismo (atestiguada solo en la edición del Oxford Dictionary de 1829), tenían más en su mente las nociones de indianidad o de religiosidad índica que otra cosa. Los indios no pusieron demasiado empeño en protestar ante esta crasa semitización ya que la unidad religiosa y cultural “descubierta” por los orientalistas sería muy bienvenida en el contexto de su búsqueda de la identidad nacional y su lucha en pos de la independencia. En definitiva, el concepto hinduismo le debe seguramente más al inglés orientalista que a cualquier utilización vernácula.
Visto lo anterior, se entenderá lo resbaladizo y amorfo que resulta eso que hemos convenido en llamar “hinduismo”. Aunque me atrae poderosamente la idea de concluir que existen hindúes pero no hinduismo, como han hecho algunos expertos, creo que tampoco es necesario abandonar la etiqueta. Al menos, los que dicen practicarlo no la han desechado. Desde hace bastantes décadas existen movimientos que se corresponden con este término, tal y como fue entendido por el orientalismo y la intelectualidad india del siglo XIX. Hay que conceder que el hinduismo posee cierto “parecido familiar” con una “religión”. Pero como el Mahabharata, que es a mi entender su texto más representativo, se me antoja más un proceso; un proceso que hilvana una serie de prácticas, panteones, creencias, teologías, sectas, textos y soteriologías que tienen en común diferentes grupos de las tradiciones brahmánicas, las tradiciones de renunciantes y las tradiciones populares de la India.4 Hinduismo sería aquel paraguas bajo el que se cobijan las tradiciones védicas, las vishnuistas, las shivaístas, las shaktistas, las smartas, las tribales, las de castas subalternas, el neohinduismo, la nueva era hindú, etcétera. Cada una de estas corrientes posee sus textos sagrados, sus divinidades y mitologías, sus clérigos y linajes de santos, sus sectas, sus valores, sus filosofías, y, por encima de todo, sus prácticas y ritos.
Eso, en fin, sería como una macrorreligión o una familia de religiones en cierto modo equiparable a lo que los expertos llaman “religión china”, ya en boga entre los sinólogos, advertidos de que la separación en China de tres religiones (san-jiao) es otro caso de semitización y ge-yi indiscriminado. Prosigamos con nuestro ejercicio.