El Conde de Montecristo

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Из серии: Colección Oro
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—¿Decía?... —replicó Fernando, esperando anheloso la continuación de la frase interrumpida.

—¿Qué decía? Ya no me acuerdo. Ese borracho me ha hecho perder el hilo de mis ideas.

—¡Borracho!, eso me gusta; ¡ay de los que no gustan del vino!, tienen algún mal pensamiento, y temen que el vino se lo haga revelar.

Y Caderousse se puso a cantar los últimos versos de una canción muy en boga por aquel entonces.

Los que beben agua sola

son hombres de mala ley,

y prueba es de ello... el diluvio de Noé.

—Conque decía —replicó Fernando—, que le gustaría sacarme de penas; pero añadía...

—Sí, añadía que para sacarle de penas, basta con que Dantés no se case, y me parece que la boda puede impedirse sin que Dantés muera.

—¡Oh!, solo la muerte puede separarlos —dijo Fernando.

—Razona usted como un pobre hombre, amigo mío —exclamó Caderousse—; aquí tiene a Danglars, pícaro redomado, que le probará en un santiamén que no sabe una palabra. Demuéstraselo, Danglars, yo he respondido por ti, dile que no es necesario que Dantés muera. Por otro lado, sería muy triste que muriese Dantés; es un buen muchacho; le quiero mucho, mucho; ¡a tu salud, Dantés! ¡A tu salud!

Fernando se levantó dando muestras de impaciencia.

—Déjele —dijo Danglars deteniendo al joven—. ¿Quién le hace caso? Además, no va tan desencaminado: la ausencia separa a las personas casi mejor que la muerte. Suponga ahora que entre Edmundo y Mercedes se levantan de pronto los muros de una cárcel; estarán tan separados como si los dividiese la losa de una tumba.

—Sí, pero saldrá de la cárcel —dijo Caderousse, que con la sombra de juicio que aún le quedaba se mezclaba en la conversación—; y cuando uno sale de la cárcel y se llama Edmundo Dantés, se venga.

—¿Qué importa? —murmuró Fernando.

—Además —replicó Caderousse—, ¿por qué han de encarcelar a Dantés si él no ha robado ni matado a nadie?...

—Cállate —dijo Danglars.

—No quiero —contestó Caderousse—; lo que yo quiero que me digan es por qué habían de detener a Dantés; yo quiero mucho a Dantés; ¡a tu salud, Dantés, a tu salud!

Y se bebió otro vaso de vino.

Danglars observó en los ojos extraviados del sastre el progreso de la borrachera, y volviéndose hacia Fernando, le dijo:

—¿Comprende ya que no habría necesidad de matarle?

—Desde luego que no, si pudiéramos lograr que lo detuviesen. Pero ¿por qué medio...?

—Buscando bien —dijo Danglars—, ya se encontraría la manera. Pero ¿en qué lío voy a meterme? ¿Acaso tengo yo algo que ver...?

—Yo no sé si esto te interesa —dijo Fernando cogiéndole por el brazo—; pero lo que sí sé es que tiene usted algún motivo de odio particular contra Dantés, porque el que odia no se engaña en los sentimientos de los demás.

—¡Yo motivos de odio contra Dantés!, ninguno, ¡palabra de honor! Lo vi desgraciado, y su desgracia me conmovió; esto es todo. Pero desde el momento en que cree que obro con miras interesadas, adiós, mi querido amigo, salga como pueda de ese atolladero.

Y Danglars hizo ademán de irse.

—No —dijo Fernando deteniéndolo—, quédese. Poco me importa que odie o no a Dantés; pero yo sí lo odio; lo confieso francamente. Dígame un medio y lo ejecuto al instante..., como no sea matarlo, porque Mercedes ha dicho que se daría muerte si matasen a Dantés.

Caderousse levantó la cabeza que había dejado caer sobre la mesa, y mirando a Fernando y a Danglars estúpidamente:

—¡Matar a Dantés...! —dijo—. ¿Quién habla de matar a Dantés? ¡No quiero que lo maten...!, es mi amigo... esta mañana me ofreció su dinero..., del mismo modo que yo compartí en otro tiempo el mío con él... ¡No quiero que maten a Dantés...!, no..., no...

—Y ¿quién habla de matarlo, imbécil? —replicó Danglars—. Solo se trata de una simple broma. Bebe a su salud —añadió llenándole un vaso—, y déjanos en paz.

—Sí, sí, a la salud de Dantés —dijo Caderousse apurando el contenido de su vaso—; a su salud... a su salud... a su...

—Pero ¿el medio...?, ¿el medio? —murmuró Fernando.

—¿No lo ha hallado usted aún?

—No, usted se había encargado de eso.

—Es cierto —repuso Danglars—, los franceses tienen sobre los españoles la ventaja de que los españoles piensan y los franceses improvisan.

—Improvise, pues —dijo Fernando con impaciencia.

—Muchacho —dijo Danglars—, trae recado de escribir.

—¡Recado de escribir! —murmuró Fernando.

—Puesto que soy editor responsable, ¿de qué instrumentos me he de servir sino de pluma, tinta y papel?

—¿Traes eso? —exclamó Fernando a su vez.

—En esa mesa hay recado de escribir —respondió el mozo señalando una inmediata.

—Tráelo.

El mozo lo cogió y lo colocó encima de la mesa de los bebedores.

—¡Cuando pienso —observó Caderousse, dejando caer su mano sobre el papel— que con esos medios se puede matar a un hombre con mayor seguridad que en un camino a puñaladas! Siempre tuve más miedo a una pluma y a un tintero, que a una espada o a una pistola.

—Ese tunante no está tan borracho como parece —dijo Danglars—. Sírvale más vino, Fernando.

Fernando llenó el vaso de Caderousse, observándolo atentamente, hasta que lo vio, casi vencido por ese nuevo exceso, colocar, o más bien, soltar su vaso sobre la mesa.

—Conque... —murmuró el catalán, conociendo que ya no podía estorbarle Caderousse, pues la poca razón que conservaba iba a desaparecer con aquel último vaso de vino.

—Pues, señor, decía —prosiguió Danglars—, que si después de un viaje como el que acaba de hacer Dantés tocando a Nápoles y en la isla de Elba, lo denunciase alguien al procurador del rey como agente bonapartista...

—Yo lo denunciaré —dijo vivamente el joven.

—Sí, pero le harán firmar a usted su declaración, le carearán con el reo, y aunque yo le dé pruebas para sostener la acusación, eso es poco; Dantés no puede permanecer preso eternamente; un día u otro tendrá que salir, y el día que salga, ¡desdichado de usted!

—¡Oh! solo deseo una cosa —dijo Fernando—, y es que me venga a buscar.

—Sí, pero Mercedes lo aborrecerá si toca el pelo de la ropa a su adorado Edmundo.

—Es verdad —repuso Fernando.

—Nada, si nos decidimos, lo mejor es coger esta pluma simplemente, y escribir una denuncia con la mano izquierda para que no sea conocida la letra —contestó Danglars; y diciendo esto, escribió con la mano izquierda y con una letra que en nada se parecía a la suya, los siguientes renglones, que Fernando leyó a media voz:

Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto-Ferrajo, ha recibido de Murat una misiva para el usurpador, y de este otra carta para la junta bonapartista de París.

Fácilmente se tendrá la prueba de su crimen, arrestándolo, porque la carta la llevará consigo, o estará en casa de su padre, o en su camarote, a bordo de El Faraón.

—Está bien —añadió Danglars—. De este modo su venganza tendría sentido común, y de lo contrario podría recaer sobre usted mismo, ¿entiende? Ya no queda sino cerrar la carta, escribir el sobre —y Danglars hizo como decía—: Al señor procurador del rey, y asunto concluido.

—Sí, asunto concluido —exclamó Caderousse, quien con los últimos resplandores de su inteligencia había escuchado la lectura, y comprendiendo por instinto todas las desgracias que podría causar tal denuncia; sí, negocio concluido; pero sería una infamia.

Y alargó el brazo para coger la carta.

—Por supuesto —dijo Danglars, apartándole la mano—, lo que digo no es más que una broma; y soy el primero que sentiría mucho que le sucediese algo a Dantés, a ese bueno de Dantés. Vamos, ¡no faltaba más...! —y cogiendo la carta, la estrujó entre los dedos, y la tiró a un rincón.

—¡Muy bien! —exclamó Caderousse—. Dantés es mi amigo, y no quiero que le hagan ningún daño.

—¿Quién diablos piensa en hacerle daño? Por lo menos no seremos ni Fernando ni yo —dijo Danglars levantándose y mirando al joven, cuyos ojos estaban clavados en el papel delator tirado en el suelo.

—En tal caso —replicó Caderousse—, que nos den más vino, quiero beber a la salud de Edmundo y de la bella Mercedes.

—Bastante has bebido, ¡borracho! —dijo Danglars—; y como sigas bebiendo te verás obligado a dormir aquí, porque seguramente no podrás tenerte en pie.

—¡Yo! —balbuceó Caderousse levantándose con la arrogancia del borracho—; ¡yo no poder tenerme! ¿Apuestas algo a que me atrevo a subir al campanario de las Accoules derechito, sin dar traspiés?

—Está bien —dijo Danglars—, hago la apuesta; pero la dejaremos para mañana. Ya es tiempo de que nos vayamos; dame el brazo.

—Vamos allá —dijo Caderousse—; mas para andar no necesito de tu brazo. ¿Vienes, Fernando? ¿Vuelves a Marsella con nosotros?

—No —respondió Fernando—; me vuelvo a los Catalanes.

—Haces mal; ven con nosotros a Marsella.

—Nada tengo que hacer en Marsella, y no quiero ir.

—Bueno, bueno, no quieres, ¿eh? Pues haz lo que te parezca: libertad para todos en todo. Ven, Danglars, y dejémosle que vuelva a los Catalanes, si así lo quiere.

Danglars aprovechó este instante de docilidad de Caderousse para llevarlo hacia Marsella; pero para dejar a Fernando más a sus anchas, en vez de irse por el muelle de la Rive-Neuve, echó por la puerta de Saint-Victor. Caderousse lo seguía tambaleándose, cogido de su brazo. Apenas anduvieron unos veinte pasos, Danglars volvió la cabeza tan a tiempo, que pudo ver al joven abalanzarse al papel, que guardó en su bolsillo, dirigiéndose en seguida hacia Pillon.

 

—¡Calla! ¿Qué está haciendo? —dijo Caderousse—. Nos ha dicho que iba a los Catalanes, y se dirige a la ciudad. ¡Oye, Fernando, vas descaminado, oye!

—Tú eres el que no ves bien —dijo Danglars—. ¡Si sigue derecho el camino de las Vieilles-Infirmeries...!

—Es cierto —respondió Caderousse—; pero hubiera jurado que iba por la derecha. Decididamente el vino es un traidor, que hace ver visiones.

—Vamos, vamos —murmuró Danglars—, que la cosa marcha, y solo cabe dejarla marchar.

Capítulo cinco: El banquete de boda

Amaneció un día magnífico. El sol se levantó, puro y brillante, y sus primeros rayos, de un rojo purpúreo, doraban las espumas de las olas.

La comida había sido preparada en el primer piso de La Reserva, cuyo emparrado ya conocemos. Se componía aquel de un gran salón iluminado por cinco o seis ventanas; encima de cada una se veía escrito el nombre de una de las mejores ciudades de Francia. Todas estas ventanas caían a un balcón de madera: como era también todo el edificio.

Si bien la comida estaba anunciada para las doce, desde las once de la mañana llenaban el balcón multitud de curiosos impacientes. Eran estos los marineros privilegiados de El Faraón y algunos soldados amigos de Dantés. Todos se habían puesto de gala para honrar a los novios. Entre los convidados circulaba cierto murmullo ocasionado porque los consignatarios de El Faraón tenían que honrar con su presencia la comida de boda del segundo. Era tan grande este honor, que nadie se atrevía a creerlo, hasta que Danglars, que llegaba con Caderousse, confirmó la noticia, porque aquella mañana había visto al señor Morrel, y le dijo que asistiría a la comida de La Reserva.

Efectivamente, un instante después Morrel entró en la sala y fue saludado por los marineros con un unánime viva y con aplausos. La presencia del naviero les confirmaba las voces que corrían de que Dantés iba a ser su capitán; y como todos aquellos valientes marineros lo querían tanto, le daban gracias, porque pocas veces la elección de un jefe está en armonía con los deseos de los subordinados. En cuanto bien entró Morrel, cuando eligieron a Danglars y a Caderousse para que saliesen al encuentro de los novios, y les previniesen de la llegada del personaje que había producido tan viva sensación, para que se apresuraran a venir pronto. Danglars y Caderousse se marcharon en seguida, pero a los cien pasos vieron que la comitiva se acercaba.

Esta se componía de cuatro jóvenes amigas de Mercedes, catalanas también, que acompañaban a la novia, a quien daba el brazo Edmundo, junto a la futura caminaba el padre de Dantés, y detrás de ellos venía Fernando con su siniestra sonrisa. Ni Mercedes ni Edmundo se dieron cuenta de esa sonrisa, los pobres muchachos eran tan felices que solo pensaban en sí mismos, y no tenían ojos más que para aquel hermoso cielo que los bendecía.

Danglars y Caderousse cumplieron con su misión de embajadores, y dando después un fuerte apretón de manos a Edmundo, Danglars se fue a colocar al lado de Fernando, y Caderousse al del padre de Dantés, objeto de la atención general. El anciano vestía una casaca de tafetán, con grandes botones de acero tallados. Cubrían sus delgadas, aunque vigorosas piernas, unas medias de algodón que a la legua olían a contrabando inglés. De su sombrero apuntado pendían con pintoresca profusión cintas blancas y azules; se apoyaba en fin, en un nudoso bastón de madera, encorvado por el puño como el pedum antiguo. Parecía uno de esos figurones que adornaban en 1796 los jardines de Luxemburgo y de las Tullerías.

Junto a él se había colocado, como ya hemos dicho, Caderousse, a quien la esperanza de una buena comida acabó de reconciliar con los Dantés; Caderousse conservaba un vago recuerdo de lo que había sucedido el día anterior, como cuando al despertar por la mañana nos representa la imaginación el sueño que hemos tenido por la noche.

Al acercarse Danglars a Fernando, dirigió una mirada penetrante al amante desdeñado. Este, que caminaba detrás de los novios, completamente olvidado de Mercedes, que con ese egoísmo sublime del amor solo pensaba en Edmundo; Fernando, repetimos, pálido y sombrío, de vez en cuando dirigía una mirada a Marsella, y entonces un temblor convulsivo se apoderaba de sus miembros. Parecía como si esperase, o más bien previese algún acontecimiento.

Dantés vestía con elegante sencillez, como perteneciente a la marina mercante; su traje participaba del uniforme militar y del traje civil; y con él y con la alegría y gentileza de la novia, parecía más alegre y más bonita.

Mercedes estaba tan hermosa como una griega de Chipre o de Ceos, de ojos de ébano y labios de coral. Su andar gracioso y desenvuelto parecía de andaluza o de arlesiana. Una joven cortesana quizás hubiera procurado disimular su alegría; pero Mercedes miraba a todos sonriéndose, como si con aquella sonrisa y aquellas miradas les dijese: “Puesto que son mis amigos, alégrense como yo, porque soy muy dichosa”.

Tan pronto como fueron divisados los novios desde La Reserva, salió el señor Morrel a su encuentro, seguido de los marineros y de los soldados, a los cuales renovó la promesa de que Dantés sucedería al capitán Leclerc. Al verle Edmundo dejó el brazo de su novia, y tomó el del naviero que con la joven dieron la señal subiendo los primeros la escalera de madera que conducía a la sala del banquete.

—Padre mío —dijo Mercedes deteniéndose junto a la mesa—, usted a mi derecha, se lo ruego. A mi izquierda pondré al que me ha servido de hermano —añadió con una dulzura que penetró como la punta de un puñal hasta lo más profundo del corazón de Fernando. Sus labios palidecieron, y bajo el matiz de su rostro fue fácil distinguir cómo se retiraba poco a poco la sangre para agolparse al corazón.

Dantés había hecho entretanto lo mismo con Morrel, colocándolo a su derecha, y con Danglars, que colocó a su izquierda, haciendo en seguida señas con la mano a todos para que se colocaran a su gusto. Ya corrían de mano en mano por toda la mesa los salchichones de Arlés, las brillantes langostas, las sabrosas ostras del Norte, los exquisitos mariscos envueltos en su áspera concha, como la castaña en su erizo, y las almejas que las gentes meridionales prefieren a las anchoas; en fin, toda esa multitud de entremeses delicados que arrojan las olas a la arenosa playa, y los pescadores designan con el nombre genérico de frutos de mar.

—¡Qué silencio! —dijo el anciano saboreando un vaso de vino amarillo como el topacio, que el tío Pánfilo acababa de traer a Mercedes—. ¿Quién diría que hay aquí treinta personas que solo desean hablar?

—¡Bah!, un marido no siempre está alegre —dijo Caderousse.

—El caso es —dijo Dantés—, que soy en este momento demasiado feliz para estar alegre.

—Tiene razón, vecino; la alegría causa a veces una sensación extraña, que oprime el corazón casi tanto como el dolor.

Danglars observaba a Edmundo, cuyo espíritu impresionable absorbía y devolvía toda emoción.

—Qué —le dijo—, ¿teme algo? Me parece que todo marcha según sus deseos.

—Justamente es eso lo que me espanta —respondió Dantés—, me parece que el hombre no ha nacido para ser feliz con tanta facilidad. La dicha es como esos palacios de las islas encantadas, cuyas puertas guardan formidables dragones; es preciso combatir para conquistar, y yo, en verdad, no sé qué he hecho para merecer la dicha de ser marido de Mercedes.

—¡Marido! ¡Marido! —dijo Caderousse riendo—; aún no, mi capitán. Haz de marido un poco, y ya verás la que se arma.

Mercedes se ruborizó.

Fernando estaba muy agitado en su silla, estremeciéndose al menor ruido, y limpiándose las gruesas gotas de sudor que corrían por su frente como las primeras gotas de una lluvia de tormenta.

—A fe mía, vecino Caderousse —dijo Dantés—, que no vale la pena que me desmienta por tan poca cosa. Mercedes no es aún mi mujer, tiene razón —y sacó su reloj—; pero dentro de hora y media lo será.

Los presentes profirieron un grito de sorpresa, excepto el padre de Dantés, cuya sonrisa dejaba ver una fila de dientes bien conservados. Mercedes sonrió sin ruborizarse, y Fernando apretó convulsivamente el mango de su cuchillo.

—¡Dentro de hora y media! —dijo Danglars, palideciendo también—, ¿cómo es eso?

—Sí, amigos míos —respondió Dantés—; gracias al señor Morrel, al hombre a quien debo más en el mundo después de mi padre, todos los obstáculos se han allanado; hemos obtenido dispensa de las amonestaciones, y a las dos y media el alcalde de Marsella nos espera en el ayuntamiento. Por lo tanto, como acaba de dar la una y cuarto, creo no haberme engañado mucho al decir que dentro de una hora y treinta minutos, Mercedes se llamará la señora Dantés.

Fernando cerró los ojos; una nube de fuego le abrasaba los párpados; se apoyó sobre la mesa, y a pesar de todos sus esfuerzos no pudo contener un sordo gemido, que se perdió en el rumor causado por las risas y por las felicitaciones de la concurrencia.

—A eso le llamo yo ser activo —dijo el padre de Dantés—. Ayer llegó y hoy se casa..., nadie gana a los marinos en actividad.

—Pero ¿y las formalidades? —preguntó tímidamente Danglars— ¿el contrato... ?

—El contrato —le interrumpió Dantés riendo—, el contrato está ya hecho. Mercedes no tiene nada, yo tampoco; nos casamos en iguales condiciones; conque ya se le alcanzará que ni se habrá tardado en escribir el contrato, ni costará mucho dinero.

Esta broma excitó una nueva explosión de alegría y de enhorabuenas.

—Así que este es el banquete de bodas —dijo Danglars.

—No —repuso Dantés—, no se lo perderán por eso, pueden estar tranquilos. Mañana parto para París: cuatro días de ida, cuatro de vuelta y uno para desempeñar puntualmente la misión de la que estoy encargado; el primero de marzo estoy ya aquí; el verdadero banquete de bodas se aplaza para el 2 de marzo.

La promesa de un nuevo banquete aumentó la alegría hasta tal punto, que el padre de Dantés, que al principio de la comida se quejaba del silencio, hacía ahora vanos esfuerzos para expresar sus deseos de que Dios hiciera felices a los esposos.

Dantés adivinó el pensamiento de su padre, y se lo pagó con una sonrisa llena de amor. Mercedes entretanto miraba la hora en el reloj de la sala, haciendo picarescamente cierta señal a Edmundo. Reinaba en la mesa esa alegría ruidosa y esa libertad individual que siempre se toman las personas de clase inferior al fin de la comida. Los que no estaban contentos en sus sitios, se habían levantado para ocupar otros nuevos.

Todos empezaban ya a hablar en confusión, y nadie respondía a su interlocutor, sino a sus propios pensamientos.

La palidez de Fernando se comunicaba por minutos a Danglars. Aquel, sobre todo, parecía presa de mil tormentos horribles. Había sido de los primeros en levantarse y se paseaba por la sala, procurando apartar su oído de la algazara, de las canciones y del choque de los vasos.

Se acercó a él Caderousse en el momento en que Danglars, de quien parecía huir, acababa de reunírsele en un ángulo de la sala.

—En verdad —dijo Caderousse, a quien la amabilidad de Dantés, y sobre todo el vino del tío Pánfilo, habían hecho olvidar enteramente el odio que inspiró la repentina felicidad de Edmundo—; en verdad que Dantés es un guapo mozo, y cuando le veo sentado junto a su novia, digo para mí, que hubiera sido una lástima jugarle la mala pasada que intentaba usted ayer.

—Pero ya has visto —respondió Danglars— que aquello no pasó de una conversación. Ese pobre Fernando estaba ayer tan fuera de sí, que me causó lástima al principio; pero, desde que decidió asistir a la boda de su rival, no hay ya temor alguno.

Caderousse miró entonces a Fernando, que estaba lívido.

—El sacrificio es tanto mayor —prosiguió Danglars— cuanto que la muchacha es muy hermosa. ¡Diablos!, miren si es dichoso mi futuro capitán. Quisiera llamarme Dantés, aunque solo fuera por doce horas.

—¿Vámonos? —dijo en este punto con dulce voz Mercedes—; acaban de dar las dos, a las dos y cuarto nos esperan.

—Sí, sí —contestó Dantés levantándose inmediatamente.

—Vamos —repitieron a coro todos los convidados.

Fernando estaba sentado en el antepecho de la ventana, y Danglars, que no le perdía de vista un momento, le vio observar a Dantés con inquieta mirada, levantarse como por un movimiento convulsivo, y volver a desplomarse en el sitio donde se hallaba antes.

 

Se oyó en aquel momento un ruido sordo, como de pasos recios, voces confusas y armas, ahogando las exclamaciones de los convidados e imponiendo a toda la asamblea el silencio del estupor. El ruido se oyó más cerca: en la puerta resonaron tres golpes...; cada cual miraba a su alrededor con asombro.

—¡En nombre de la ley! —gritó una voz sonora.

La puerta se abrió al punto, dando paso a un comisario con su faja y a cuatro soldados y un cabo. Con esto, a la inquietud sucedió el terror.

—¿Qué ocurre? —preguntó Morrel avanzando hacia el comisario, a quien conocía—; sin duda se trata de un error.

—Si ha sido así, señor Morrel —respondió el comisario—, crea que pronto se deshará la equivocación. Entretanto, y por muy sensible que me sea, debo cumplir con la orden que tengo. ¿Quién de ustedes, señores, se llama Edmundo Dantés?

Las miradas de todos se volvieron hacia el joven, que muy conmovido, aunque conservando toda su dignidad, dio un paso hacia delante y respondió:

—Yo soy, caballero, ¿qué quiere?

—Edmundo Dantés —repuso el comisario—, en nombre de la ley, queda usted detenido.

—¡Detenido yo! —dijo Edmundo, cuyo rostro se cubrió de una leve palidez—. ¡Detenido yo!, pero ¿por qué?

—Lo ignoro, caballero. Ya lo sabrá en el primer interrogatorio al que será sometido.

El señor Morrel comprendió que nada podía intentarse, un comisario con su faja no es ya un hombre, es la estatua de la ley, fría, sorda, muda. El viejo, por el contrario, se precipitó hacia el comisario, hay ciertas cosas que nunca podrá comprender el corazón de un padre o de una madre. Rogó, suplicó; pero ruegos y lágrimas fueron inútiles. Sin embargo, su desesperación era tan grande, que el comisario al fin se conmovió.

—Tranquilícese, caballero —le dijo—, quizá se habrá olvidado su hijo de algunos de los requisitos que exigen la aduana o la sanidad. Yo así lo creo. Cuando se hayan tomado los informes que se desean, le pondrán en libertad.

—¿Qué significa esto? —preguntó Caderousse frunciendo el entrecejo y mirando a Danglars, que aparentaba sorpresa.

—¿Qué sé yo? —respondió Danglars—; como tú, veo y estoy perplejo, sin comprender nada de todo ello.

Caderousse buscó con los ojos a Fernando, pero este había desaparecido.

Toda la escena de la víspera se le representó entonces con todos sus pormenores. Aquella catástrofe acababa de arrancar el velo que la embriaguez había echado entre su entendimiento y su memoria.

—¡Oh! —dijo con voz ronca—, ¿quién sabe si esto será el resultado de la broma de lo que hablaban ayer, Danglars? En ese caso, desgraciado de usted, porque es muy triste broma por cierto.

—Ya viste que rompí aquel papel —balbució Danglars.

—No lo rompiste; lo arrugaste y lo arrojaste a un rincón.

—¡Calla! Tú estabas borracho.

—¿Qué es de Fernando?

—¡Qué sé yo! Habrá tenido algo que hacer. Pero en vez de ocuparte de él, consolemos a esos pobres afligidos.

Efectivamente, durante la conversación, Dantés había dado la mano sonriendo a sus amigos, y después de abrazar a Mercedes, se había entregado al comisario, diciendo:

—Tranquilícense, pronto se aclarará el error, y probablemente no llegaré a entrar en la cárcel.

—¡Oh!, seguramente —dijo Danglars, que, como ya hemos dicho, se acercaba en este momento al grupo principal.

Dantés bajó la escalera precedido del comisario de policía y rodeado de soldados. Un coche los esperaba a la puerta, y subió a él, seguido de los soldados y del comisario. La portezuela se cerró, y el carruaje tomó el camino de Marsella.

—¡Adiós, Dantés! ¡Adiós, Edmundo! —exclamó Mercedes desde el balcón, adonde salió desesperada.

El preso escuchó este último grito, salido del corazón doliente de su novia como un sollozo, y asomando la cabeza por la ventanilla del coche, le contestó:

—¡Hasta la vista, Mercedes!

Y en esto desapareció por uno de los ángulos del fuerte de San Nicolás.

—Espérenme aquí —dijo el naviero—; voy a tomar el primer carruaje que encuentre, corro a Marsella, y les traeré noticias suyas.

—Sí, sí, vaya —exclamaron todos a un tiempo—; vaya, y vuelva pronto.

A esta segunda marcha siguió un momento de terrible estupor en todos los que se quedaban. El anciano y Mercedes permanecieron algún tiempo sumidos en el más profundo abatimiento; pero al fin se encontraron sus ojos, y reconociéndose por dos víctimas heridas del mismo golpe, se arrojaron en brazos uno de otro.

En todo este tiempo, Fernando, de vuelta a la sala, bebió un vaso de agua y fue a sentarse en una silla. La casualidad hizo que Mercedes, al desasirse del anciano, cayese sobre una silla próxima a aquella donde él se hallaba, por lo que Fernando, por un movimiento instintivo, retiró hacia atrás la suya.

—Ha sido él —dijo Caderousse a Danglars, que no perdía de vista al catalán.

—Creo que no —respondió Danglars—; es demasiado tonto. En todo caso, suya es la responsabilidad.

—Y del que se lo aconsejó —repuso Caderousse.

—¡Ah! Si fuese uno responsable de todo lo que inadvertidamente dice...

—Sí, cuando lo que se dice inadvertidamente trae desgracias como esta.

Mientras tanto, los grupos comentaban de mil maneras el arresto de Dantés.

—Y usted, Danglars —dijo una voz—, ¿qué piensa de este acontecimiento?

—Yo —dijo Danglars— creo que traería algo de contrabando en El Faraón...

—Pero si así fuera, usted lo sabría, Danglars; ¿no es usted el responsable?

—Sí, pero no lo soy sino de lo que viene en factura. Lo que sé es que traemos algunas piezas de algodón, tomadas en Alejandría en casa de Pastret, y en Esmirna en casa de Pascal. No me pregunte más.

—¡Oh!, ahora recuerdo —murmuró el pobre anciano al oír esto—, ahora recuerdo... Ayer me dijo que traía una caja de café y otra de tabaco.

—Ya lo ve —dijo Danglars—, eso será sin duda; durante nuestra ausencia, los aduaneros habrán registrado El Faraón y lo habrán descubierto.

Casi insensible hasta el momento, Mercedes dio al fin rienda suelta a su dolor.

—¡Vamos, vamos, no hay que perder la esperanza! —dijo el padre de Dantés, sin saber siquiera lo que decía.

—¡Esperanza! —repitió Danglars.

—¡Esperanza! —murmuró Fernando; pero esta palabra le ahogaba; sus labios se agitaron sin articular ningún sonido.

—¡Señores! —gritó uno de los invitados que se había quedado en una de las ventanas—; señores, un carruaje... ¡Ah! ¡Es el señor Morrel! ¡Valor! Sin duda trae buenas noticias.

Mercedes y el anciano le salieron al encuentro, y se reunieron con él en la puerta: el señor Morrel estaba sumamente pálido.

—¿Qué hay? —exclamaron todos a un tiempo.

—¡Ay!, amigos míos —respondió Morrel moviendo la cabeza—, la cosa es más grave de lo que nosotros suponíamos...

—Señor —exclamó Mercedes—, ¡es inocente!

—Lo creo —respondió Morrel—; pero le acusan...

—¿De qué? —preguntó el viejo Dantés.

—De agente bonapartista.

Aquellos de nuestros lectores que hayan vivido en la época de esta historia recordarán cuán terrible era en aquel tiempo tal acusación. Mercedes exhaló un grito, y el anciano se dejó caer en una silla.

—¡Oh! —murmuró Caderousse—, me ha engañado, Danglars, y al fin hizo lo de ayer. Pero no quiero dejar morir a ese anciano y a esa joven, y voy a contárselo todo.

—¡Calla, infeliz! —exclamó Danglars agarrando la mano de Caderousse—, ¡calla!, o no respondo de ti. ¿Quién dice que Dantés no es culpable? El buque tocó en la isla de Elba; él desembarcó, permaneciendo todo el día en Porto-Ferrajo. Si lo han hallado con alguna carta que lo comprometa, los que lo defiendan, pasarán por cómplices suyos.

Con el rápido instinto del egoísmo, Caderousse comprendió lo atinado de la observación, miró a Danglars con admiración, y retrocedió dos pasos.

—Esperemos, pues —murmuró.

—Sí, esperemos —dijo Danglars—; si es inocente, lo pondrán en libertad; si es culpable, no vale la pena comprometerse por un conspirador.

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