El Conde de Montecristo

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Из серии: Colección Oro
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—Le suplico, señor de Villefort, que justo como debe de serlo, y bondadoso como es, nos devuelva pronto al pobre Dantés.

Este “nos devuelva” resonó revolucionariamente en los oídos del sustituto.

—¡Vaya! ¡Vaya! —murmuró para su capote—: “nos devuelva...”. ¿Si estará afiliado este Dantés en alguna sociedad secreta? Cuando su protector usa sencillamente de la fórmula colectiva... Creo que el comisario dice que lo detuvo en una taberna en medio de mucha gente... Esto merece la pena de pensarlo seriamente.

Luego añadió en voz alta:

—Puede, caballero, estar tranquilo, que no en vano apela a mi justicia si el preso es inocente; pero si es culpable, me veré obligado a cumplir con mi obligación, pues en las circunstancias difíciles y azarosas en que nos hallamos, sería la impunidad muy mal ejemplo.

Y habiendo llegado Villefort a la puerta de su casa, inmediata al Palacio de Justicia, entró en ella majestuosamente, después de saludar con mucha ceremonia al desdichado naviero, que se quedó como petrificado.

Estaba llena la antecámara de gendarmes y agentes de policía, y entre ellos el preso, de pie, inmóvil y tranquilo, aunque todos lo miraban con expresión rencorosa.

Atravesó Villefort la antecámara mirando a Dantés de reojo, y después de recibir un legajo de manos de un agente, desapareció diciendo:

—Que traigan aquí al preso.

Por rápida que fuese, aquella mirada bastó a Villefort para formarse una idea del hombre a quien iba a interrogar. En aquella frente despejada y ancha había adivinado la inteligencia, el valor en aquellos ojos fijos y aquel fruncido entrecejo, y la franqueza en aquellos labios gruesos y entreabiertos, que dejaban ver sus dientes, blancos como el marfil.

La primera impresión había sido favorable a Dantés; pero como Villefort había oído asegurar muchas veces como máxima de profunda política, que es bueno desconfiar de nuestro primer impulso, aplicó a la ocasión la máxima, sin tener en cuenta la diferencia que va del impulso a la impresión.

Por lo tanto, ahogó los sanos instintos que se despertaban en su corazón, compuso al espejo su fisonomía como para caso tan grave, y sombrío y amenazador se sentó delante de su bufete.

Un instante después entró Edmundo, que estaba muy pálido, aunque tranquilo y sonriendo. Saludó a su juez con cortés desembarazo, y se puso a buscar con los ojos una silla, como si estuviese en casa de su armador.

Entonces sus ojos tropezaron con la mirada impasible de Villefort, con aquella impasible mirada propia de los hombres de mundo, sin transparencia. Y esto hizo que el pobre joven reconociese cuál era su verdadera situación.

—¿Quién es usted, y cómo se llama? —le preguntó Villefort hojeando las notas que recibiera del agente al entrar, notas que en una hora habían alcanzado más que mediano volumen: tanto obra la corrupción de los espías en esto de prisiones.

—Me llamo Edmundo Dantés —respondió el joven con voz sonora y tranquila—; soy segundo de El Faraón, buque perteneciente a los señores Morrel e hijos.

—¿Su edad?

—Diecinueve años —respondió Dantés.

—¿Qué hacía cuando le detuvieron?

—Me hallaba en la comida de mi compromiso, señor —repuso el joven con voz literalmente conmovida, por el contraste que hacía aquel recuerdo con su situación, y el sombrío rostro del sustituto, con la hermosa figura de Mercedes.

—¡Comida de compromiso! —repitió Villefort, estremeciéndose a pesar suyo.

—Sí, señor; voy a casarme pronto con una mujer a quien amo hace tres años.

A pesar de su ordinario estoicismo, conmovió a Villefort esta coincidencia, que junto con la voz melancólica de Dantés, despertaba en el fondo de su alma una dulce simpatía. Él también, como aquel joven, se casaba; él también era dichoso, y fueron a turbar su dicha para que él turbara a su vez la de aquel joven.

“Esta homogeneidad filosófica —pensó interiormente— sorprenderá mucho a los convidados, cuando yo vuelva a casa de Saint Meran”.

En seguida, mientras Dantés esperaba que siguiese el interrogatorio, se puso a componer en su imaginación el discurso que debía de pronunciar, lleno de antítesis sorprendentes, y de esas frases pretenciosas que tal vez son tenidas por la verdadera elocuencia.

Terminada en su mente la elocuente perorata, sonrió Villefort seguro de su éxito, y encarándose con Dantés:

—Prosiga —le dijo.

—¿Qué quiere que diga?

—Todo aquello que pueda ilustrar a la justicia.

—Dígame la justicia en qué quiere que la ilustre, y obedeceré de todo en todo; aunque le prevengo —añadió con una sonrisa— que cuanto puedo decir es de poca monta.

—¿Ha servido usted bajo el mando del usurpador?

—Su caída estorbó que me viese incorporado a la marina de guerra.

—Dicen que sus opiniones políticas son exageradas —prosiguió Villefort, que aunque nada sabía de esto, quiso darlo por seguro, porque le sirviera de añagaza.

—¡Yo opiniones políticas, señor! ¡Ah!, casi me da vergüenza el decirlo, pero nunca he tenido opinión. Con mis diecinueve años escasos, como ya le dije, ni sé nada, ni estoy destinado a otra cosa que a la plaza que mis navieros quieran otorgarme. Así, pues, todas mis opiniones, no digo políticas, sino privadas, se resumen en tres sentimientos: el cariño de mi padre, el respeto al señor Morrel y el amor de Mercedes. Es cuanto puedo decir a la justicia. Supongo que no le debe de importar mucho.

A medida que Dantés hablaba, Villefort estudiaba aquel rostro tan franco y dulce a la vez, y recordaba las palabras de Renata, que sin conocerle intercedió por aquel preso. Ayudado del conocimiento que ya tenía de los crímenes y de los criminales, hallaba en cada frase de Dantés una prueba de su inocencia. Aquel joven, o mejor dicho, aquel muchacho sencillo, natural, elocuente, con esa elocuencia del corazón que jamás encuentra el que la busca, henchido de afectos para todos, porque era dichoso, cosa que trueca en buenos a los hombres malos, contagiaba en su dulce afabilidad hasta a su mismo juez. A pesar de lo severo que se le mostraba Villefort, ni en sus miradas, ni en su voz, ni en sus acciones, tenía Edmundo para él más que bondad y dulzura.

“¡Cáspita! —exclamó para sí Villefort—. ¡Qué joven tan interesante! No me costará mucho trabajo cumplir el primer deseo de Renata..., lo que me valdrá además un buen apretón de manos de todo el mundo”.

De tal modo serenó esta esperanza el ceño de Villefort, que cuando volvió a ocuparse de Dantés, el joven, que había observado atentamente las mudanzas de su rostro, le sonreía también como su pensamiento.

—¿Tiene enemigos? —le preguntó Villefort.

—¡Enemigos yo! —repuso Dantés—. Afortunadamente valgo poco para tenerlos. Aunque mi carácter es tal vez demasiado vivo, procuro siempre refrenarlo con mis subordinados. Diez o doce marineros tengo a mis órdenes. Que se les pregunte y le responderán que me aprecian y me respetan, no diré como a un padre, que soy muy joven para eso, sino como a un hermano mayor.

—Si no enemigos, puede tener rivales. Va a ser capitán a los diecinueve años, lo que para los suyos es una posición elevada: va a casarse con una mujer que le quiere, felicidad rarísima en la tierra. Estos favores del destino le pueden acaso granjear envidias.

—Sí, tiene razón. Es muy posible, cuando usted lo dice, que debe conocer el mundo mejor que yo; pero si estos rivales fuesen amigos míos, le declaro que no deseo conocerlos por no verme obligado a aborrecerlos.

—Se equivoca, Dantés. Importa mucho conocer el terreno que pisamos, y de mí sé decir que me parece tan bueno, que por usted me separaré de las ordinarias fórmulas de la justicia, ayudándole a descubrir quién es el que le denuncia. Aquí tiene la carta que me han dirigido. ¿Reconoce la letra?

Y sacando la denuncia de su bolsillo la presentó Villefort a Dantés. Al leerla este pasó como una sombra por sus ojos, y respondió:

—No conozco la letra, porque está a propósito disfrazada, aunque correcta y firme. De seguro la trazó mano habilísima. ¡Cuán feliz soy —añadió, mirando a Villefort con gratitud—, cuán feliz soy en haber dado con un hombre como usted, pues reconozco en efecto que el que ha escrito ese papel es un verdadero enemigo!

Y en la fulminante mirada con que acompañó el joven estas frases, pudo comprender Villefort cuánta energía se ocultaba bajo aquella apariencia de dulzura.

—Seamos francos —dijo el sustituto—, háblame no como preso al juez, sino como hombre en una posición falsa a otro que se interesa por él. ¿Qué hay de verdad en esto de la acusación anónima?

Y Villefort arrojó con disgusto sobre su bufete la carta que Dantés acababa de devolverle.

—Todo y nada, señor; voy a decirle la pura verdad, por mi honor de marino, por el amor de Mercedes y por la vida de mi padre.

—Hable —dijo en voz alta Villefort.

Luego añadió para sí:

“Si Renata me viese, creo que quedaría contenta de mí, y no me llamaría ya cortacabezas”.

—Escuche, señor. Al salir de Nápoles, el capitán Leclerc se sintió atacado de calentura cerebral. Como no había médico a bordo, y el capitán se negaba a que desembarcásemos en cualquier punto de la costa, porque tenía prisa en llegar a la isla de Elba, su enfermedad subió de punto hasta que a los tres días, sintiéndose acabar, me llamó y me dijo:

»—Querido Dantés, júreme por su honor que hará lo que le voy a encargar ahora. De ello dependen los mayores intereses.

»—Lo juro, capitán —le respondí.

»—Pues escuche. Como después de que yo muera le pertenece el mando de El Faraón, en calidad de segundo, lo tomará, y poniendo rumbo a la isla de Elba desembarcará en Porto-Ferrajo, preguntará por el gran mariscal y le entregará esta carta. Acaso entonces le dará otra con una comisión, que me estaba reservada a mí. La cumpliré y todo el honor será suyo.

 

»—Así lo haré, mi capitán; pero supongo que no será tan fácil como piensa el llegar hasta el gran mariscal.

»—Esta sortija le abrirá todas las puertas, y allanará todas las dificultades —respondió Leclerc.

»Y me entregó la sortija. Ya era tiempo, porque dos horas después deliraba, y a la mañana siguiente había ya muerto.

—¿Qué hizo entonces?

—Lo que debía, señor, lo que otro cualquiera en mi lugar hubiera hecho. Siempre son sagrados los deseos de un moribundo, y entre los marinos, órdenes. Puse, pues, rumbo a la isla de Elba, adonde llegué a la mañana siguiente, desembarcando yo solo, después de mandar que nadie se moviese. Conforme había previsto se me presentaron algunas dificultades para ver al gran mariscal, pero todas las allanó la sortija. Tras rogarme que le refiriera los detalles de la muerte de Leclerc, como el pobre capitán había sospechado, me entregó una carta encargándome que la llevara en persona a París. Se lo prometí resueltamente porque así cumplía también la última voluntad de mi capitán.

»Lo demás ya lo sabe. Desembarqué en Marsella, arreglé todos los asuntos de aduana y sanidad, y corrí por último a ver a mi novia, que he encontrado más bella y más encantadora que nunca. Gracias al señor Morrel todas las diligencias eclesiásticas se apresuraron, de modo que cuando me detuvieron asistía como dije a la comida de compromiso. Una hora después pensaba casarme y partir mañana a París, cuando esta maldita denuncia que parece desprecia tanto como yo...

—Sí, sí —murmuró Villefort—, todo lo creo, y a ser culpable lo es de imprudencia, aunque imprudencia legítima, pues su capitán se la impuso. Por consiguiente, deme esa carta de la isla de Elba, y con palabra de presentarse cuando le llame, puede volver al lado de sus amigos.

—¿Es decir, que ya estoy libre, señor? —exclamó Dantés lleno de júbilo.

—Sí, pero deme primero esa carta.

—Debe de estar en su poder, porque en ese paquete reconozco algunos papeles de los que me cogieron.

—Espere —dijo el sustituto a Dantés, que ya cogía su sombrero y sus guantes—; ¿a quién iba dirigida?

—Al señor Noirtier, calle de Coq-Heron, París.

Un rayo que hiriera a Villefort no le trastornara más que este imprevisto golpe. Se dejó caer sobre su asiento, del que se había separado para asir el legajo, y ojeándolo precipitadamente, entresacó la carta fatal, contemplándola con terror indescriptible.

—¡Al señor Noirtier, calle de Coq-Heron, número 13! —murmuró palideciendo cada vez más.

—Sí, señor —respondió Dantés—. ¿Lo conoce?

—No —respondió el sustituto vivamente—. Un fiel servidor del rey no conoce a los conspiradores.

—¿Es una conspiración? —le preguntó Edmundo, que después de haberse creído libre empezaba de nuevo a asustarse—. De todos modos, se lo repito, señor, ignoraba el contenido de esa carta.

—Sí —repuso Villefort con voz sorda—, pero no ignoraba el nombre de la persona a quien va dirigida.

—Era preciso que lo supiese para poder entregársela a él mismo.

—¿Y no se la ha enseñado a nadie? —dijo Villefort leyendo y demudándose al mismo tiempo.

—A nadie; se lo juro por mi honor.

—¿Ignora todo el mundo que es portador de una carta de la isla de Elba para el señor Noirtier?

—Todo el mundo, señor..., salvo la persona que me la entregó.

—Eso ya es mucho..., muchísimo —murmuró Villefort.

Su frente se fruncía cada vez más, a medida que proseguía la lectura de la carta: sus labios blancos, sus manos temblorosas, sus ojos sanguinolentos, hacían cruzar por el cerebro de Dantés las más dolorosas fantasías.

Terminada la lectura, el sustituto dejó caer la cabeza entre las manos, permaneciendo un instante como fuera de sí.

—¡Dios mío! ¿Qué ocurre de nuevo? —preguntó tímidamente Dantés.

Villefort no respondió, y al cabo de un rato volvió a levantar su rostro descompuesto para releer la misiva.

—¿Dice que no sabe el contenido de esta carta? —volvió a preguntar a Edmundo.

—Le juro por mi honor —respondió Dantés—, que lo ignoraba, pero, ¡Dios mío!, ¿qué tiene? ¿Está enfermo? ¿Quiere que llame?

—No, señor —dijo el sustituto levantándose vivamente—; no abra la boca, no diga una palabra. Yo soy quien manda aquí, no usted.

—Era, señor, solo por ayudarle —dijo Dantés un tanto herido en su amor propio.

—No necesito nada; fue un mareo pasajero. Ocúpese de usted: déjeme a mí. Responda.

Dantés esperó el interrogatorio que auguraba este mandato; pero vanamente. Volvió el sustituto a caer en el sillón, y pasándose por la frente su mano fría se puso a leer la carta por tercera vez.

—¡Oh! ¡Si sabe lo que contiene esta carta, si sabe que Noirtier es padre de Villefort, estoy perdido, perdido para siempre!

Y de vez en cuando miraba de reojo a Dantés, como si quisiese penetrar ese velo impenetrable que cubre en el corazón los secretos que no suben a los labios.

—¡Oh! No vacilemos —exclamó de repente.

—Pero en nombre del cielo —exclamó el desdichado joven—, si duda de mí, si sospecha de mi honradez, interrógueme, que estoy dispuesto a contestarle.

Hizo Villefort un violento esfuerzo sobre sí mismo, y con un acento que en vano procuraba fuese firme:

—Caballero —le dijo—, resultan contra usted los más graves cargos. No está ya en mi poder, como creía antes, el ponerlo en libertad ahora mismo. Antes de paso tan grave, debo consultar al juez de instrucción. Mientras tanto, ya ha visto de qué manera le traté...

—¡Oh!, sí, señor —exclamó Dantés—, y se lo agradezco en el alma que ha sido para mí más un amigo que un juez.

—Pues, amigo, voy a tenerle preso algún tiempo todavía, lo menos que pueda. El principal cargo que existe contra usted es esta carta, y ahora verá...

Villefort se acercó a la chimenea, y arrojó la carta al fuego, sin apartarse de allí hasta verla convertida en cenizas.

—Mire..., ya no existe.

—¡Oh, señor! —exclamó Dantés—; no es usted la justicia: es usted la Providencia.

—Escúcheme —prosiguió Villefort—: con lo que acabo de hacer me parece que confiará en mí, ¿no es verdad?

—¡Oh, señor! Mande y será obedecido.

—No —dijo Villefort, aproximándose al joven—; no son órdenes lo que quiero darle, sino consejos.

—Pues bien, los tomaré como si fueran órdenes.

—Hasta la noche le tendré aquí en el palacio de justicia: si otra persona viniese a interrogarle, dígale todo lo que me ha dicho, excepto lo de la carta.

—Se lo prometo, señor.

Era como si el juez rogase y el preso concediese.

—Ya comprende —añadió mirando las cenizas que aún conservaban la forma de papel, y revoloteaban en torno a la llama—; ya comprende que destruida esta carta y guardando el secreto por usted y por mí, nadie se la volverá a presentar. Niegue, pues, si le hablan de ella, negadlo todo, y se habrá salvado.

—Se lo prometo, señor —dijo Dantés.

—¡Bien! ¡Bien! —añadió Villefort llevando la mano al cordón de la campanilla; pero se detuvo al ir a cogerlo.

—¿No tiene más carta que esa? —le preguntó.

—No, señor, era la única.

—Júrelo.

—Lo juro —dijo Dantés extendiendo la mano.

Villefort llamó, y apareció un comisario de policía.

Se acercó Villefort al comisario para decirle al oído ciertas palabras, a las que respondió aquel con una leve inclinación de cabeza.

—Sígale —dijo Villefort a Dantés.

Hizo el joven una genuflexión, y con una postrera mirada de gratitud salió de la estancia.

Apenas se cerró tras él la puerta, cuando faltaron las fuerzas al sustituto, y cayendo en un sillón casi desvanecido, murmuró:

—¡Oh, Dios mío! ¡De qué sirven la vida y la fortuna! Si hubiese estado en Marsella el procurador del rey, si hubieran llamado al juez de instrucción en lugar mío, segura era mi ruina. Y todo por ese papel, ¡por ese papel maldito! ¡Ah, padre mío, padre mío! ¿Ha de ser siempre un obstáculo para mi felicidad en este mundo? ¿He de luchar yo siempre con su vida pasada?

De repente, brilló en toda su fisonomía un fulgor extraordinario: se dibujó en sus labios contraídos aún una sonrisa; sus ojos vagos parecían como si se fijasen con un solo pensamiento.

—Eso es, sí... —dijo—. Esa carta, que debía perderme, labrará acaso mi fortuna. Ea, Villefort, manos a la obra.

Y asegurándose de que el reo no estaba ya en la antecámara, salió a su vez el sustituto del procurador del rey, y se encaminó apresuradamente hacia la casa de su prometida.

Capítulo ocho: El castillo de If

Al atravesar la antecámara, el comisario de policía hizo una seña a dos gendarmes, que en seguida se colocaron a la derecha y a la izquierda de Dantés. Se abrió una puerta que conducía desde la habitación del procurador del rey al tribunal de Justicia, y echaron a andar por uno de esos pasadizos sombríos que hacen temblar a los que por ellos pasan, aunque no tengan por qué temblar.

Así como el despacho de Villefort comunicaba con el tribunal de Justicia, este comunicaba con la cárcel, edificio sombrío pegado al palacio. Por todas sus ventanas y balcones se ve el famoso campanario de los Acoules, que se eleva enfrente.

Tras haber andado un sinnúmero de corredores, Dantés vio abrirse una puerta con un candado de hierro, como en respuesta a tres golpes que dio el comisario con un martillo de hierro, y que sonaron lúgubremente en el corazón del preso. Recelaba este en entrar; pero los dos gendarmes le empujaron ligeramente, y la puerta volvió a cerrarse. Ya respiraba otro aire, pesado y mefítico: ya estaba en los calabozos.

Se le condujo a uno, aunque decente, bien guardado de barrotes y cerrojos; pero su aspecto no era para infundir serios temores. Por otra parte, las palabras del sustituto del procurador del rey, que habían parecido tan sinceras a Dantés, resonaban en sus oídos todavía como una promesa de esperanza.

Eran las cuatro cuando Dantés entró en su prisión, de manera que la noche llegó muy pronto. Corría, como hemos dicho, el primero de marzo.

Falto de empleo el sentido de la vista, se le aumentó grandemente el del oído. Creyendo que venían a ponerle en libertad al rumor más leve, se levantaba al punto encaminándose a la puerta; pero bien pronto el rumor se perdía en otra dirección, y el preso volvía a caer desesperado sobre su banquillo.

A las diez de la noche, en fin, cuando iba ya perdiendo toda esperanza le pareció que un nuevo ruido se acercaba en efecto a su prisión. Y así fue. Se oyeron en el corredor unos pasos, que junto a su puerta cesaron; giró una llave, rechinaron los cerrojos, la pesada puerta de encina se abrió, inundando de luz deslumbradora la estancia.

Al resplandor veía Edmundo brillar los sables y las alabardas de cuatro gendarmes.

Había dado ya un paso hacia la puerta; pero se detuvo al ver aquel inusitado aparato militar.

—¿Vienen a buscarme? —inquirió.

—Sí —respondió uno de los gendarmes.

—¿De parte del sustituto del procurador del rey?

—Eso es lo que creo.

—Estoy pronto a seguirles —dijo entonces Dantés.

Persuadido de que le buscaban de parte de Villefort, no tenía ningún recelo. Se adelantó, pues, con rostro tranquilo y paso firme, y se colocó él mismo en medio de su escolta.

En la puerta de la calle esperaba un coche. Junto al cochero estaba sentado un guardia municipal.

—¿Es para mí ese carruaje? —preguntó Dantés.

—Para usted —respondió un gendarme—, suba.

Quiso Dantés hacer algunas observaciones; pero la portezuela se abrió, sintiéndose empujado para que subiese, y como no tenía ni posibilidad ni intención de resistirse, se halló al punto en el fondo del carruaje, sentado entre dos gendarmes. Ocuparon los otros dos el asiento de la delantera, y el pesado vehículo se puso en marcha, causando un ruido sordo y siniestro.

El preso dirigió sus ojos a las ventanillas, pero todas tenían rejas: no había hecho sino mudar de prisión; solamente que esta se movía, transportándole a un sitio de por él ignorado. A través de los barrotes, tan espesos que apenas cabía la mano entre ellos, reconoció Dantés que pasaban por la calle de la Tesorería, y que bajaban al muelle por la calle de San Lorenzo y la de Taramis.

 

Luego, a través de la reja del coche, vio brillar las luces de la Consigna.

El carruaje se paró, se apeó el municipal y se acercó al cuerpo de guardia, de donde salió al punto una docena de soldados que se pusieron en fila, viendo Dantés relucir sus fusiles al resplandor de los reverberos del muelle.

—¿Se desplegará para mí ese aparato de fuerza militar? —murmuró para sus adentros.

Al abrir el municipal la portezuela, que estaba cerrada con llave, respondió a la pregunta de Dantés sin pronunciar una sola palabra, porque pudo ver entonces entre las dos filas de soldados como un camino preparado para él desde el carruaje al puerto.

Los dos gendarmes que ocupaban el asiento delantero bajaron los primeros, haciéndole a su vez apearse, en lo que le imitaron luego los dos que llevaba al lado. Se dirigieron hacia una lancha que un aduanero de la marina sujetaba a la orilla con una cadena, mientras los soldados contemplaban al preso con aire de estúpida curiosidad. Inmediatamente se encontró instalado en la popa, siempre entre los cuatro gendarmes, y el municipal a la proa. Una violenta sacudida separó el barco de la orilla, y cuatro remeros vigorosos lo enderezaron hacia el Pillón. A un grito de los remeros bajó la cadena que cierra el puente, y se encontró Edmundo en lo que se llama el freón, es decir, fuera del puerto.

Al salir al aire libre el primer impulso del preso fue de alborozo, porque el aire significa libertad. Así, pues, respiró a sus anchas esa brisa ligera que lleva en sus alas los dulcísimos e incomprensibles misterios de la noche y del mar. Pronto, sin embargo, exhaló un suspiro, porque pasaba por delante de aquella Reserva donde tan feliz había sido aquella misma mañana, antes de su prisión. Para mayor dolor, a través de las luminosas rendijas de dos ventanas, los alegres rumores de un baile llegaban a sus oídos.

Dantés, con las manos puestas en actitud de orar, levantó los ojos al cielo.

El bote proseguía su camino, y pasada ya la Téte-de-More, se encontró enfrente de la columna del Faro, donde dobló. Esta maniobra era incomprensible para Dantés.

—Pero ¿adónde me llevan? —preguntó a uno de los gendarmes.

—Ahora lo sabrá.

—Pero...

—Nos está prohibido dar ninguna explicación.

Tenía Dantés mucho de soldado, y calló por parecerle cosa absurda el preguntar a hombres a quienes estaba prohibido responder, y entonces las más bizarras fantasías cruzaron por su imaginación. Como en tal barco era humanamente imposible hacer una larga travesía, y como no se veía ningún otro buque anclado por aquellos alrededores, se imaginó que le iban a desembarcar en algún punto lejano de la costa, diciéndole que estaba libre. Todo contribuía a reforzar con buenos agüeros esta imaginación. Ni estaba atado, ni intentaron siquiera ponerle grillos. Luego, el sustituto, que tan bien le tratara, ¿no le había dicho que con tal de que nunca pronunciase aquel nombre fatal de Noirtier nada le sucedería? Ante sus mismos ojos, ¿no había quemado Villefort aquella carta peligrosa, única prueba que había contra él?

Se decidió, pues, a esperar mudo y pensativo. Sus ojos, acostumbrados a las tinieblas como los de todo marino, devoraban la oscuridad y el espacio.

Habían dejado a la derecha la isla de Ratonneau con su faro, y bordeando la costa llegaban a la sazón a la altura de los Catalanes. Aquí fueron dobles y devoradoras las miradas del preso; porque estaba cerca de Mercedes, y a cada instante creía ver dibujarse entre las tinieblas de la orilla la forma indecisa y vaga de una mujer.

¿Cómo el corazón no decía a Mercedes que pasaba su amado a trescientos pasos de ella?

Una luz solamente brillaba en los Catalanes. Al buscar Dantés la posición de esta luz, llegó a comprender que alumbraba a su novia: Mercedes era, a no dudar, la única que velaba en la colonia. Con un solo grito que él diera podía oírle y reconocerle.

Un falso amor propio le detuvo, sin embargo. ¿Qué dirían los gendarmes oyéndole gritar como un demente?

Silencioso y con los ojos clavados en la luz quedó, mientras el barco proseguía su camino, sin pensar ni en el barco ni en el camino, sino solo en Mercedes.

Un accidente topográfico hizo que la luz se perdiese de vista. Se volvió Dantés al punto, y conoció que la embarcación entraba en alta mar.

A pesar de la repugnancia que experimentaba Dantés en dirigir nuevas preguntas al gendarme, acercándose a él, y tomándole una mano:

—Camarada —le dijo—, le suplico por su conciencia y su calidad de soldado que tenga piedad de mí y me responda. Yo soy el capitán Edmundo Dantés, francés bueno y leal, aunque acusado de no sé qué traición. ¿Adónde me llevan? Dígamelo, que le doy mi palabra de marino de resignarme a mi suerte.

El gendarme se rascó la oreja mirando a su camarada, que hizo un ademán como si dijese:

—A la altura en que nos hallamos creo que ya no hay peligro.

Y volviéndose el primero a Edmundo:

—¡Siendo marino y marsellés pregunta adónde vamos! —le dijo.

—Sí, puesto que lo ignoro, palabra de honor.

—¿No sospecha nada?

—No lo sospecho.

—Es imposible.

—Se lo juro por lo más sagrado. Contésteme en nombre del cielo.

—Pero la consigna...

—La consigna no le prohíbe decirme lo que yo sabré dentro de diez minutos, o tal vez antes. Con decírmelo me ahorra siglos de incertidumbre. Se lo pregunto como si fuese mi amigo. Mire: ni puedo ni quiero moverme ni huir. ¿Adónde vamos?

—Si no está ciego, si ha salido alguna vez por mar de Marsella, podrá adivinarlo.

—Pues no acierto.

—Mire a su alrededor.

Se puso Dantés de pie, y mirando hacia donde el barco parecía dirigirse, distinguió en la oscuridad, a cien toesas, la negra y descarnada roca en que campea como una esfinge el sombrío castillo de If.

Esta mole informe, esta prisión terrorífica que provee a Marsella de consejas y tradiciones lúgubres, como Dantés no pensaba en ella, le hizo al distinguirla aquel efecto que el cadalso hace al que va a morir.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡El castillo de If! ¿Qué vamos a hacer allí?

El gendarme sonrió.

—No se me conducirá allí para dejarme preso —prosiguió Dantés—, porque el castillo de If es una prisión de Estado donde entran solo los grandes criminales políticos. ¿Hay allí quizá jueces o magistrado?

—Yo supongo —dijo el gendarme— que no hay sino murallas de piedra, gobernador, carceleros y guarnición. Vamos, vamos, amiguito, no se haga el sorprendido, que no parece sino que me agradece con burlas mi complacencia.

Dantés apretó la mano del gendarme.

—¿Sospecha que me llevan a encerrar al castillo de If?

—Es probable, camarada; pero no sé a qué viene el apretarme tanto la mano.

—¿Sin más formalidades? ¿Sin más averiguaciones?

—Las formalidades están cumplidas, y las averiguaciones hechas.

—¿De modo que a pesar de la promesa del señor de Villefort...?

—Ignoro si el señor de Villefort le ha prometido algo —dijo el gendarme—, pero sé que vamos al castillo de If. ¡Eh! ¿Qué hace? ¡Camaradas, a mí!

Rápido como el rayo, Dantés había querido arrojarse al mar; pero los ojos infatigables y peritos del gendarme lo habían adivinado, y cuatro brazos vigorosos le sujetaron cuando ya sus pies iban a abandonar el suelo de la barca, después de lo cual volvió a caer en el fondo de esta, rugiendo de cólera.

—¡Muy bien! —exclamó el gendarme poniéndole sobre el pecho una rodilla—. ¡Muy bien! ¡Así cumple sus palabras de marino! ¡Quién se fía de moscas muertas! Ahora, amiguito, si se mueve tan siquiera, le soplo una bala en el cráneo. Falté a la primera parte de mi consigna, pero le juro que no faltaré a la segunda.

Y Dantés sintió, en efecto, apoyado en su sien el cañón del mosquetón.

De momento estuvo tentado de hacer el movimiento que se le prohibía para acabar de una vez con aquella serie de inesperadas desgracias; pero por lo mismo que eran inesperadas, no pudo creerlas duraderas, y con esto, y con recordar las promesas de Villefort, y con parecerle indigna, preciso es decirlo, aquella muerte a manos de un gendarme en el fondo de una lancha, volvió a su sitio primero, sollozando de ira y retorciéndose las manos con furor.

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