El conde de montecristo

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-A lo sumo.

-Pues bien, hacia la mitad del túnel abrimos otro que forme como los brazos de una cruz. Esta vez tomáis mejor vuestras medidas; salimos a la galería exterior, matamos al centinela y nos escapamos. Sólo dos cosas se necesitan para llevar adelante este plan: ánimo, vos le tenéis; fuerzas, no me faltan a mí. No hablo de paciencia, vos me habéis probado ya la vuestra, y yo os probaré la mía.

-Aguardad, que aún no sabéis, mi querido compañero, de qué especie son mis ánimos -respondió el abate-, y qué uso puedo hacer de mis fuerzas. En cuanto a la paciencia, creo que demostré bastante al volver a empezar por la mañana la tarea de la noche, y por la noche la tarea del día. Pero cuando lo hice, me imaginaba servir a Dios dando libertad a una de sus criaturas, que por ser inocente no podía ser condenado.

-Y ¿no sucede lo mismo ahora que entonces? -le preguntó Dantés-. ¿O es que os reconocéis culpable desde que me habéis encontrado?

-No; pero no quiero llegar a serlo. Hasta ahora no creí tener que habérmelas sino con las cosas, pero según vuestro plan, tendré que habérmelas con los hombres. Yo he podido muy bien atravesar una pared y destruir una escalera, pero no atravesaré un pecho ni destruiré una existencia.

-¡Cómo! -le dijo Dantés haciendo un leve ademán de sorpresa- ¡pudiendo escaparos, renunciaríais por semejante escrúpulo!

-Y vos -repuso Faria-, ¿por qué no habéis asesinado a vuestro carcelero y habéis huido disfrazado con su traje?

-Porque nunca se me ocurrió tal cosa.

-No; no lo hicisteis porque el crimen os inspira horror instintivo, por eso no se os ocurrió tal cosa -replicó el anciano-. Nuestro mismo instinto nos advierte que lo natural y lo sencillo es no apartarnos de la línea del deber. El tigre que se alimenta de sangre, y cuyo destino es bañarse en sangre, sólo necesita que le indique su olfato dónde hay una presa que devorar. Al punto se abalanza contra ella y la destroza. Este es su instinto, obedece a él, pero al hombre, por el contrario, le repugna la sangre, y no creáis que son las leyes sociales las que le prohiben el asesinato, no, que son las leyes de la Naturaleza.

Dantés se quedó confundido. Aquellas palabras eran en efecto la explicación de las ideas que habían pasado por su cerebro, o dicho mejor, por su alma, porque hay ideas que brotan del cerebro e ideas que brotan del corazón.

-Además -añadió Faria-, en los doce años que llevo de calabozo, he recordado las fugas célebres, y aunque pocas, las que ha coronado el éxito fueron las meditadas a sangre fría y preparadas lentamente. Así huyó de Vincennes el duque de Beaufort, así de Fort Peveque el abate de Buquoi, y así Latude de la Bastilla. Ha habido además otras fugas deparadas por la casualidad, y ésas son las mejores. Creedme, esperemos una ocasión, y si se presenta aprovechémosla.

-A vos os ha sido fácil esperar -dijo Dantés suspirando-. Vuestra continua tarea os ocupaba todos los instantes, y cuando no, teníais esperanza para consolaros.

-Tened presente que no me ocupaba sólo en eso -dijo el abate.

-Pues ¿qué hacíais?

-Escribir o estudiar.

-¿Os dan papel, tinta y plumas?

-No, pero yo me lo he hecho.

-¡Vos hacéis papel, tinta y plumas! -exclamó Dantés.

-Sí.

Dantés, admirado, miró a aquel hombre, aunque costándole trabajo creer lo que le decía. Faria notó esta ligera duda y le dijo:

-Cuando vengáis a mí cuarto, os enseñaré una obra completa, resultado de todos los pensamientos, reflexiones e indagaciones de toda mi vida. La había imaginado a la sombra del Coliseo, en Roma, al pie de la columna de San Marcos, en Venecia, y a orillas del Arno, en Florencia. Entonces yo no sospechaba siquiera que mis verdugos me obligarían a escribirla en un calabozo del castillo de If. Intitúlase mi libro Tratado sobre la posibilidad de una sola monarquía italiana. Formará un volumen en cuarto muy abultado.

-¿Y la habéis escrito… ?

-En dos camisas. He inventado una preparación que pone al lienzo liso y compacto como el pergamino.

-¿Sois también químico?

-Poca cosa. He conocido a Lavoisier, y tratado amistosamente a Cabanis.

-Pero para esa obra habréis necesitado algunos apuntes históricos. ¿Tenéis libros?

-En Roma tenía una biblioteca de cerca de cinco mil volúmenes, y a fuerza de leerlos y releerlos comprendí que con ciento cincuenta obras elegidas con inteligencia, se posee, si no el resumen completo del saber humano, lo más útil tan siquiera. Dediqué tres años de mi vida a leer y releer esas ciento cincuenta obras, de modo que cuando me prendieron las sabía casi de memoria, y con un leve esfuerzo las he ido recordando todas en mi prisión. De cabo a rabo podría recitaros a Tucídides, Jenofonte, Plutarco, Tito Livio, Tácito, Strada, Jornandés, Dante, Montaigne, Shakespeare, Espinosa, Maquiavelo y Bossuet. Solamente os cito los más importantes.

-¿Sabéis muchos idiomas?

-Hablo cinco lenguas: el alemán, el francés, el italiano, el inglés y el español. Con ayuda del griego antiguo comprendo el griego moderno; aunque lo hablo mal, lo estoy al presente estudiando.

-¿Lo estáis estudiando? -dijo Dantés.

-Sí, ciertamente. He hecho un vocabulario de las palabras que sé, combinándolas de todas las maneras para que puedan expresar lo que pienso. Sé cerca de mil palabras, y en rigor no necesito de más, aunque haya cien mil en los diccionarios, si no me equivoco. No seré quizás elocuente, pero me daré a entender, y con esto me basta.

Cada vez más asombrado, Edmundo empezaba a juzgar sobrenaturales las facultades de aquel hombre. Puso empeño en cogerle en descubierto en algún punto y continuó:

-Pero si no os han dado plumas, ¿cómo habéis podido escribir esta obra tan voluminosa?

-He hecho plumas excelentes que, a ser conocidas, las preferiría todo el mundo, con los cartílagos de la cabeza de esas enormes pescadillas que algunas veces nos dan a comer los días de vigilia. Por lo cual, veo con mucho placer llegar los miércoles, los viernes y los sábados, porque espero aumentar mi provisión de plumas, y porque son mi tarea más dulce los trabajos históricos, yo lo confieso. Absorbiéndome en el pasado me olvido del presente, volando libre y a mis anchas por la historia, me olvido de que no tengo libertad.

-Pero ¿y la tinta? ¿Con qué hacéis la tinta? -dijo Dantés.

-En otro tiempo -contestó Faria- había en mi calabozo una chimenea, que sin duda estuvo tapiada antes de mi venida, pero por espacio de muchos años han encendido en ella lumbre, puesto que todo el cañón está cubierto de hollín. He disuelto este hollín en el vino que me dan todos los domingos, y he ahí una tinta magnífica. Para las notas, y para aquellos pasajes que han de atraer poderosamente la atención de los lectores, me pico los dedos con un alfiler y los escribo con mi sangre.

-Y ¿cuándo podré yo ver todo eso? -le preguntó Dantés.

-Cuando queráis -respondió Faria.

-¡Oh! ¡Ahora! ¡Ahora mismo! -exclamó el joven.

-Pues seguidme -dijo Faria, y se metió en el camino subterráneo. Dantés le siguió.

Capítulo 17 El calabozo del abate Faria

Después de haber pasado encorvado, pero con bastante facilidad, por el camino subterráneo, llegó Dantés al extremo opuesto, que lindaba con el calabozo del abate. Allí el paso era más difícil, y tan estrecho, que apenas bastaba a un hombre.

El calabozo del abate estaba embaldosado, y levantando una de estas baldosas del rincón más oscuro fue como empezó la maravillosa empresa cuyo término vio Dantés, y de pie todavía, púsose a examinar el cuarto con suma atención. A primera vista no presentaba nada de particular.

-Bueno -dijo el abate-, no son más que las doce y cuarto, podemos disponer aún de algunas horas. Dantés miró en torno suyo buscando el reloj, en que el abate había podido ver la hora con tanta seguridad.

-Observad -le dijo Faria- ese rayo de luz que entra por mi ventana, y reparad en la pared las líneas que yo he trazado. Gracias a esas líneas, combinadas con el doble movimiento de la Tierra, y la elipse que ella describe en derredor del Sol, sé con más exactitud la hora que si tuviese reloj, porque el reloj se descompone, y el Sol y la Tierra no se descomponen jamás.

Dantés no había comprendido nada de esta explicación. Al ver salir el Sol detrás de las montañas y ponerse en el Mediterráneo, siempre había creído que era el Sol quien giraba, no la Tierra. Este doble movimiento del globo que habitamos, y que él, sin embargo, no echaba de ver, se le antojaba casi imposible, conque en cada una de las palabras de su interlocutor entreveía misterios profundos de ciencia tan admirables, como las minas de oro y de diamantes que visitó años atrás en un viaje que hizo a Guzarate y Golconda.

-Veamos -dijo al abate-. Estoy impaciente por examinar vuestros tesoros.

Dirigióse Faria a la chimenea, y levantó, con ayuda del cincel que tenía siempre en la mano, la piedra que en otro tiempo sirvió de hogar, que ocultaba un hoyo bastante profundo. En este hoyo estaban guardados todos los objetos de que habló a Dantés.

El abate le preguntó:

-¿Qué queréis ver primero?

-Enseñadme vuestra obra sobre Italia.

Faria sacó de su precioso armario tres o cuatro rollos de lienzo, semejantes a hojas de papiro. Eran retazos de tela, de cuatro pulgadas sobre poco más o menos de ancho, por dieciocho de largo. Estaban todos numerados y llenos de un texto que Dantés pudo leer porque era italiano, lengua materna del abate, y que Dantés, como provenzal, conocía perfectamente.

 

-Ved, todo está aquí. Hace ocho días que he escrito la palabra fin en el lienzo sexagesimoctavo. Me he quedado sin dos camisas y sin todos mis pañuelos, pero si algún día salgo de aquí, y si logro encontrar en Italia un impresor que se atreva a imprimirla, tengo asegurada mi reputación.

-Sí -respondió Dantés-, bien lo veo. Enseñadme ahora, yo os lo suplico, las plumas con que habéis escrito esta obra.

-Vedlas -dijo Faria.

Y enseñó al joven una varita como de seis pulgadas de largo, y coma el mango de un pincel de grueso, a cuyo extremo había puesto y atado con un hilo uno de los tales cartílagos, aún manchado con la tinta de que habló a Dantés. Era picudo y tenía puntos como una pluma ordinaria. Dantés lo examinó buscando con la mirada por el cuarto el instrumento con que había sido cortado.

-¡Ah! Buscáis el cortaplumas, ¿no es cierto? -le preguntó Faria-. Esa es mi obra maestra. Lo he hecho, así como este cuchillo, del hierro de un candelero viejo.

El cortaplumas cortaba como una navaja de afeitar, y en cuanto al cuchillo, reunía la ventaja de poder servir de cuchillo y de puñal.

Dantés contempló estos diferentes objetos con la misma curiosidad con que en las tiendas de quincalla de Marsella había examinado otras veces las chucherías construidas por los salvajes, y traídas de los mares del Sur por marinos aventureros.

-En cuanto a la tinta -dijo Faria-, ya sabéis cómo me la proporciono; sabed además que la voy haciendo a medida que la necesito.

-Pero lo que más me admira -dijo Dantés- es que los días os hayan bastado para trabajos tan grandes.

-Disponía también de las noches -respondió el abate.

-¿Sois como los gatos? ¿Veis a oscuras?

-No, pero Dios ha dado al hombre la inteligencia para remediar la pobreza de sus sentidos; la luz me la procuré.

-¿De qué modo?

-De la comida que me traen, extraigo la grasa, la derrito y hago una especie de aceite muy espeso; mirad mi luz.

Y el abate enseñó a Edmundo una especie de lamparilla, semejante a las que suelen emplear en los festejos públicos.

-Pero ¿y el fuego?

-He aquí dos pedernales con su correspondiente yesca. Con pretexto de una enfermedad cutánea pedí un poco de azufre, que me concedieron.

Dantés puso sobre la mesa los objetos que tenía en la mano, e inclinó la cabeza sintiéndose humillado por tanta perseverancia y fortaleza de espíritu.

-Y esto no es todo -prosiguió Faria-, porque nadie debe ocultar sus tesoros en un mismo sitio; vamos a otra cosa.

En seguida colocaron la baldosa en su sitio. Echó un poco de tierra por encima el abate, la pisoteó para que desapareciese todo rastro de solución de continuidad, y en seguida separó su cama del sitio en que se hallaba.

Detrás de la cabecera, oculto con una piedra que lo cerraba casi herméticamente, había un agujero que contenía una escala de cuerda de veinticinco a treinta pies de largo.

Dantés la examinó y la encontró de una solidez a toda prueba.

-¿Quién os dio la cuerda que habréis necesitado para esta obra maravillosa?

-Al principio algunas camisas que yo tenía, y después la ropa de mi cama que he deshilachado en tres años de mi prisión en Fenestrelle. Cuando me transportaron al castillo de If hallé medio para traerme las hilas, y aquí continué mi trabajo.

-Pero ¿no advirtieron que las sábanas de vuestra cama se iban quedando sin dobladillos?

-No, que yo las cosía.

-¿Con qué?

-Con esta aguja.

Y de uno de los jirones de su vestido sacó Faria una espina larga y afilada que llevaba consigo.

-Sí -prosiguió Faria-, tuve primeramente intenciones de limar los hierros y huir por esa ventana, que como veis, es más grande que la vuestra, y aún la hubiese agrandado para escaparme, pero descubrí que caía a un patio interior y renuncié a mi proyecto por aventurado. Conservo, sin embargo, la escala para cualquier caso imprevisto, para una de esas fugas que proporciona la casualidad, como antes os decía.

Aunque, al parecer, Dantés examinaba la escala, pensaba en realidad en otra cosa. Se le había ocurrido de repente que aquel hombre tan ingenioso, tan sabio, tan profundo, quizás acertaría a ver claro en las tinieblas de su propia desgracia, que él nunca había podido penetrar.

-¿En qué pensáis? -le preguntó el abate con una sonrisa, creyendo que el ensimismamiento de Dantés procedía de su admiración.

-Pienso, en primer lugar, en la inmensa inteligencia que habéis empleado para llegar a esta situación. ¿Qué no habríais hecho gozando de libertad?

-Quizá nada; acaso mi cerebro exuberante se hubiera evaporado en cosas pequeñas. Así como es necesaria la presión para hacer estallar la pólvora, así el infortunio es necesario también para descubrir ciertas minas misteriosas ocultas en la inteligencia humana. La prisión ha concentrado todas mis facultades intelectuales en un solo punto, que por ser estrecho ha ocasionado que ellas choquen unas con otras. Como ya sabéis, del choque de las nubes resulta la electricidad, de la electricidad el relámpago y del relámpago la luz.

-Yo no sé nada -contestó Dantés humillado por su ignorancia-, casi todas las palabras que pronunciáis carecen para mí de sentido. ¡Qué dichoso sois sabiendo tanto!

El abate se sonrió.

-¿No decíais ahora que pensabais en dos cosas?

-Sí.

-Sólo me habéis dicho la primera. ¿Cuál es la segunda?

-La segunda es que vos me habéis contado vuestra historia y yo no os he referido la mía.

-Vuestra historia, joven, es demasiado corta para encerrar sucesos de importancia.

-Sin embargo -repuso Dantés-, contiene una desgracia inmensa, una desgracia inmerecida, y quisiera, para no blasfemar de Dios, como lo he hecho hartas veces, poder quejarme de los hombres.

-¿Os creéis inocente del crimen de que os acusan?

-Completamente. Lo juro por las únicas personas caras a mi corazón, por mi padre y por Mercedes.

-Veamos, contadme vuestra historia -dijo Faria, cerrando su escondrijo y volviendo a poner la cama en su lugar.

Dantés hizo la relación de todo lo que él llamaba su historia, que se limitaba a un viaje a la India, y dos o tres a Levante, llegando al fin a su último viaje, a la muerte del capitán Leclerc, al encargo que le dio para el gran mariscal, a su plática con éste, a la misiva que le confió para un tal señor Noirtier, a su llegada a Marsella, a su entrevista con su padre, a sus amores, a su desposorio con Mercedes, a la comida de aquel día, y por último, a su detención, a su interrogatorio, a su prisión provisional en el palacio de justicia, y a su traslación definitiva al castillo de If. Desde este punto no sabía nada más, ni aun el tiempo que llevaba encerrado. Acabada la relación, el abate se puso a reflexionar profundamente. Después de un corto espacio, dijo:

-Hay en legislación un axioma profundísimo, que prueba lo que hace poco yo os decía, esto es, que a no nacer los malos pensamientos de una organización mala también, el crimen repugna a la naturaleza humana. Sin embargo, la civilización nos ha creado necesidades, vicios y falsos apetitos, cuya influencia llega tal vez a ahogar en nosotros los buenos instintos, arrastrándonos al mal. De aquí esta máxima: Para descubrir al culpable, averiguad quién se aprovecha del crimen. ¿A quién podía ser provechosa vuestra desaparición?

-A nadie, ¡Dios mío! ¡Yo era tan poca cosa!

-No respondáis así, que falta a vuestra respuesta lógica y filosofía. Todo es relativo, querido amigo, desde el rey, que estorba a su futuro sucesor, hasta el empleado, que estorba a su supernumerario. Si el rey muere, el sucesor hereda una corona; si el empleado muere, el supernumerario hereda su sueldo y sus gajes. Este sueldo es su lista civil, su presupuesto, necesita de él para vivir, como el rey precisa de sus millones.

»En torno a cada individuo, así en lo más alto como en lo más bajo de la escala social, se agrupa constantemente un mundo entero de intereses, con sus torbellinos y sus átomos, como los mundos de Descartes.

»Volvamos, pues, a vuestro mundo. ¿Decís que ibais a ser nombrado capitán del Faraón?

-Sí.

-¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del Faraón? ¿Podía interesar a alguno que no os casaseis con Mercedes? Contestad ante todo a mi primera pregunta, porque el orden es la clave de los problemas. ¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del Faraón?

-No, porque yo era muy querido a bordo. Si los marineros hubiesen podido elegir su jefe, estoy seguro de que lo habría sido yo. Un solo hombre estaba algo picado conmigo, porque cierto día tuvimos una disputa, le desafié, y él no aceptó.

-Veamos, veamos. ¿Cómo se llamaba ese hombre?

-Danglars.

-¿Cuál era su empleo a bordo?

-Sobrecargo.

-Si hubieseis llegado a ser capitán, ¿le conservaríais en su empleo?

-No; a depender de mí, porque creí encontrar en sus cuentas alguna inexactitud.

-Bien. Decidme ahora ¿presenció alguien vuestra última entrevista con el capitán Leclerc?

-No, porque estábamos solos.

-¿Pudo oír alguien la conversación?

-Sí, porque la puerta estaba abierta y aún… esperad… sí… sí… Danglars pasó precisamente en el instante en que el capitán Lederc me entregaba el paquete para el gran mariscal.

-Bien -murmuró el abate-, ya dimos con la pista. Cuando desembarcasteis en la isla de Elba ¿os acompañó alguien?

-Nadie.

-¿Y os entregaron una misiva?

-Sí, el gran mariscal.

-¿Qué hicisteis con ella?

-La guardé en mi cartera.

-¿Llevabais vuestra cartera? ¿Y cómo una cartera capaz de contener una carta oficial podía caber en un bolsillo?

-Tenéis razón. Mi cartera estaba a bordo.

-Luego fue a bordo donde colocasteis la carta en la cartera.

-Sí.

-Desde Porto-Ferrajo a bordo, ¿qué hicisteis de la carta?

-La tuve en la mano.

-Cuando abordasteis de nuevo al Faraón, ¿pudieron ver todos que llevabais una carta?

-Sí.

-¿Y Danglars también lo vio?

-También.

-Poco a poco. Escuchad bien: refrescad vuestra memoria. ¿Os acordáis de los términos en que estaba concebida la denuncia?

-¡Oh!, sí, sí: la he leído y releído muchas veces, y tengo sus palabras muy presentes.

-Repetídmelas.

Dantés reflexionó un instante y repuso:

-Así decía textualmente:

«Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo del Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto-Ferrajo, ha recibido de Murat una carta para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París.

»Fácilmente se tendrá la prueba de su crimen prendiéndole, porque la carta se hallará en su poder, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo del Faraón.»

El abate se encogió de hombros.

-Eso está claro como la luz del día -dijo-, y es necesario tener un alma muy buena, y muy inocente, para no comprenderlo todo desde el principio.

-¿Lo creéis así? -exclamó Edmundo-. ¡Oh! ¡Sería una acción muy infame!

-¿Cuál era la letra ordinaria de Danglars?

-Cursiva, y muy hermosa.

-¿Y la del anónimo?

-Inclinada a la izquierda.

El abate se sonrió:

-Una letra desfigurada, ¿no es verdad?

-Muy correcta era para desfigurada.

-Esperad -dijo.

Y diciendo esto, cogió el abate su pluma, o lo que él llamaba pluma, la mojó en tinta, y escribió con la mano izquierda en un lienzo de los que tenía preparados, los dos o tres primeros renglones de la denuncia.

Edmundo retrocedió, mirando al abate con terror:

-¡Oh! ¡Es asombroso! -exclamó-. ¡Cómo se parece esa letra a la otra!

-Es que sin duda se escribió la denuncia con la mano izquierda. He observado siempre una cosa -prosiguió el abate.

-¿Cuál?

-Todas las letras escritas con la mano derecha son varias, y semejantes todas las escritas con la mano izquierda.

-¡Cuánto habéis visto! ¡Cuánto habéis observado!

-Continuemos.

-¡Oh!, sí, sí.

-Pasemos a mi segunda pregunta.

-Os escucho.

-¿Podía interesar a alguien que no os casaseis con Mercedes?

-Sí, a un joven que la amaba.

 

-¿Su nombre?

-Fernando.

-Ese es un nombre español.

-Era catalán.

-¿Y creéis que ése haya sido capaz de escribir la carta?

-No, lo que él hubiera hecho era darme una puñalada.

-Eso es muy español. Una puñalada sí, una bajeza, no.

-Además, ignoraba todos los pormenores que contiene la delación -indicó Edmundo. -¿No se los habíais contado a nadie?

-A nadie.

-¿Ni a vuestra novia?

-Ni a mi novia.

-Pues ya no me cabe duda alguna: fue Danglars.

-¡Oh!, ahora estoy seguro.

-Esperad un poco… ¿Conocía Danglars a Fernando?

-No… sí… ahora me acuerdo…

-¿Qué?

-La víspera de mi boda los vi sentados juntos a la puerta de la taberna de Pánfilo. Danglars estaba afectuoso y al mismo tiempo burlón, y Fernando pálido y como turbado.

-¿Estaban solos?

-No; se hallaba con ellos otro compañero, muy conocido mío, y que fue sin duda el que los relacionó… , un sastre llamado Caderousse; éste estaba ya borracho… Esperad, esperad… ¿cómo no he recordado esto antes de ahora? Junto a su mesa había un tintero… , papel y pluma… -murmuró Edmundo llevándose la mano a la frente-. ¡Oh! ¡Infames! ¡Infames!

-¿Queréis aún saber más? -le dijo el abate, sonriendo.

-Sí, sí; puesto que veis claro en todo, y todo lo adivináis, quiero saber por qué no he sido interrogado más que una sola vez y por qué he sido condenado sin formación de causa.

-¡Oh!, eso es más difícil -dijo el abate-. La policía tiene misterios casi imposibles de penetrar. Lo averiguado hasta ahora en eso de vuestros dos enemigos es una bagatela. En esto de la justicia tendréis que darme informes más exactos.

-Preguntadme, pues, porque a decir verdad, más claro veis vos en mis asuntos que yo mismo.

-¿Quién os tomó declaración? ¿El sustituto, el procurador del rey o el juez de instrucción?

-El sustituto.

-¿Era joven o viejo?

-Joven, como de veintisiete a veintiocho años.

-No estaría corrompido aún; pero ya podía tener ambición -dijo el abate-. ¿Que tal se portó con vos?

-Más bien amable que severo.

-¿Se lo contasteis todo?

-Todo.

-¿Y cambió de maneras durante el interrogatorio?

-Cuando leyó la denuncia, parecióme que sentía mi desgracia.

-¿Vuestra desgracia?

-Sí.

-¿Estabais seguro de que era vuestra desgracia lo que le apenaba?

-Por lo menos me dio una prueba muy grande de su simpatía hacia mí.

-¿Cuál?

-Quemó el único documento que podía comprometerme.

-¿Qué documento? ¿La denuncia?

-No, la carta.

-¿Estáis seguro?

-Lo vi con mis propios ojos.

-La cuestión varía. Este hombre puede ser más perverso de lo que vos creéis.

-¡Me hacéis estremecer! -dijo Dantés-. ¿No estará poblado el mundo sino de tigres y cocodrilos?

-Sí, con la diferencia de que los tigres y cocodrilos de dos pies son más temibles que los otros. ¿Conque decís que quemó la carta?

-Sí, diciéndome por añadidura: «Ya lo veis, ésta es la única prueba que existe contra vos, y la destruyo.»

-Muy sublime es esa conducta para ser natural.

-¿De veras?

-Estoy seguro. ¿A quién iba dirigida esa carta?

-Ál señor Noirtier, calle de Coq-Heron, número 13, en París.

-¿Y no sospecháis que el sustituto pudiera tener interés en que desapareciese esa carta?

-Quizá, porque diciéndome que por mi interés lo hacía, me obligó a jurarle dos o tres veces que a nadie hablaría de la carta, ni menos de la persona a quien iba dirigida.

-¡Noirtier! ¡Noirtier! -murmuró el abate-. Yo he conocido un Noirtier en la corte de la antigua reina de Etruria, un Noirtier que había sido girondino en tiempo de la revolución. ¿Cómo se llama el sustituto de que habéis hablado?

-Villefort es su apellido.

El abate se echó a reír a carcajadas. Dantés lo miraba estupefacto.

-¿De qué os reís?

-¿Veis ese rayo de luz? -le preguntó Faria.

-Sí.

-Pues todo está tan claro como ese rayo transparente. ¡Pobre muchacho! ¡Pobre joven! ¿Conque era muy bondadoso el magistrado?

-Sí.

-¿De modo que el digno sustituto quemó la carta?

-Sí.

-¿De modo que el honrado abastecedor del verdugo os hizo jurar que a nadie hablaríais de Noirtier?

-Sí.

-Pues ese Noirtier, ¡qué pobre ciego sois! Ese Noirtier, ¿no sabéis quién era? Ese Noirtier era su padre.

Un rayo caído a sus pies, que abriera la boca del infierno, para tragárselo, habría causado a Edmundo menos impresión que aquellas palabras inesperadas. Como un loco recorría la habitación, sujetándose la cabeza con las manos por temor de que estallara.

-¡Su padre! ¡Su padre! -exclamaba.

-Sí, su padre, que se llama Noirtier de Villefort -repuso el abate. Entonces un resplandor vivísimo iluminó la inteligencia del preso. Todo lo que hasta entonces le había parecido oscuro, se le apareció con la mayor claridad. Las bruscas alteraciones de Villefort durante el interrogatorio, la carta quemada, el juramento que le exigió, el tono casi de súplica el magistrado, que en vez de amenazar parecía que suplicase, todo le vino a la memoria. Profirió un grito, vaciló un instante como si estuviera borracho y lanzándose al agujero que conducía a su calabozo, exclamó:

-¡Oh!, necesito estar a solas para pensar en todo esto.

Y al llegar a su calabozo se arrojó sobre la cama, donde le halló por la noche el carcelero, sentado, con los ojos fijos, las facciones contraídas, e inmóvil y mudo como una estatua. Durante aquellas horas de meditación que habían corrido para él unos segundos, tomó una resolución terrible a hizo un juramento atroz.

Una voz sacó a Edmundo de sus reflexiones, era la del abate Faria, que habiendo recibido también la visita del carcelero, venía a convidar a Edmundo a comer. Su calidad de loco, y en particular de loco divertido, le proporcionaba algunos privilegios, como eran un pan más blando y una copa de vino los domingos. Precisamente aquel día era domingo, y el abate brindaba a su joven compañero la mitad de su pan y su vino.

Dantés le siguió. Se había serenado su rostro; pero al recobrar su ordinario aspecto le quedaba un no sé qué de sequedad y firmeza, que demostraba una resolución invariable. El abate le miró fijamente.

-Siento -le dijo el abate- el haberos ayudado en vuestras averiguaciones de ayer y haberos dicho lo que os díje.

-¿Por qué?

-Porque he engendrado en vuestro corazón un sentimiento que antes no abrigaba: la venganza.

Dantés se sonrió y dijo:

-Hablemos de otra cosa.

Contemplóle el abate un momento todavía, y bajó tristemente la cabeza. Después, como Dantés le había exigido, se puso a hablar de otra cosa. El anciano era uno de esos hombres cuya conversación, como la de todos aquellos que han sufrido mucho, a la par que sirve de enseñanza, interesa y conmueve, empero no era egoísta, pues nunca hablaba de desgracias. Dantés escuchaba todas sus palabras con admiración, unas le revelaban ciertas ideas, de que él ya tenía noción por rozarse con la marina, que profesaba, y otras, referente a cosas desconocidas, le abrían horizontes nuevos, como esas auroras polares que alumbran a los navegantes en las regiones australes. Dantés comprendió entonces cuánta felicidad sería para una inteligencia bien organizada, seguir a la del abate en su vuelo por las esferas morales, filosóficas y sociales, en que ordinariamente se cernía.

-Debíais de enseñarme algo de lo que sabéis, aunque no fuese sino para no cansaros de mí -le dijo una vez-. Paréceme que la soledad os sería preferible a un compañero sin educación ni modales, como yo. Si accedéis a lo que os pido, empeño mi palabra en no hablaros más de la fuga.

El abate se sonrió.

-¡Ay, hijo mío! -le contestó-. El saber humano es tan limitado que cuando os enseñe las matemáticas, la física, la historia y las tres o cuatro lenguas que poseo, sabréis tanto como yo; ahora, pues, siempre necesitaré dos años para enseñaros toda mi ciencia.

-¡Dos años! -exclamó Dantés-. ¿Creéis que podré aprender tantas cosas en dos años?

-En su aplicación, no; en sus principios, sí. Aprender no es saber, de aquí nacen los eruditos y los sabios, la memoria forma a los unos, y la filosofía a los otros.

-Pero ¿no se puede aprender la filosofía?

-La filosofía no se aprende. La filosofía es el matrimonio entre las ciencias y el genio que las aplica. La filosofía es la nube resplandeciente en que puso Dios el pie para subir a la gloria.

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