El conde de montecristo

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-Hasta aquí -dijo Faria interrumpiéndose y sonriendo-, no os parece este cuento de loco, ¿es verdad?

-¡Oh, amigo mío! -le contestó Dantés-, paréceme, al contrario, que leo una crónica interesantísima. Continuad, os lo suplico.

-Ya continúo: La familia se acostumbró a esta situación; pasaron años y años. Entre sus descendientes unos fueron soldados; otros, diplomáticos; varios, eclesiásticos, y otros, banqueros. Enriqueciéronse algunos, y otros se acabaron de arruinar. Vengamos ahora al último de esta familia, a aquel de quien fui secretario, al conde de Spada.

Yo le había oído quejarse frecuentemente de la desproporción que guardaba con su rango su fortuna, aconsejéle que la colocara a renta vitalicia, siguió mi consejo y dobló su renta.

El famoso breviario que no había salido de la familia, pertenecía a este conde Spada. Se lo habían ido legando de padres a hijos, porque aquella rara cláusula que se encontró en el testamento hizo de él una verdadera reliquia, mirada con supersticiosa veneración. Era un libro con magníficas iluminaciones góticas, tan cargado de oro que en los días de grandes solemnidades lo llevada un criado delante del cardenal.

Como todos los secretarios y administradores que me habían precedido, yo me dediqué también a registrar los archivos de la familia, llenos de toda clase de títulos, papeles y pergaminos, pero a pesar de mi actividad y esmero fueron inútiles mis pesquisas. Y hay que tener en cuenta que yo había leído y hasta había escrito, una historia, o por mejor decir unas efemérides de la casa de Borgia, con idea de descubrir si a la muerte del cardenal César Spada había tenido algún aumento la fortuna de aquellos príncipes, y no encontré otro que el ocasionado por los bienes del cardenal Rospigliosi, su compañero de infortunio.

Yo estaba casi seguro de que ni los Borgias ni la familia Spada se habían aprovechado de la herencia, que sin duda había quedado sin dueño, como esos tesoros de los cuentos árabes que yacen en las entrañas de la tierra guardados por un genio. Mil y mil veces conté y rectifiqué los capitales, las rentas y los gastos de la familia durante trescientos años: todo fue inútil. Permanecí en mi ignorancia y el conde Spada en su miseria.

Por este tiempo murió él. De su renta vitalicia había exceptuado sus papeles de familia, su biblioteca, compuesta de 5.000 volúmenes, y su famoso breviario. Esto y unos mil escudos romanos, que poseía en dinero, me lo legó, a condición de componer una historia de su casa y un árbol genealógico, y de mandar decir misas en el aniversario de su muerte, lo cual cumplí exactamente.

No os impacientéis, mi querido Edmundo, que ya llegamos al fin.

En 1807, un mes antes de mi encarcelamiento y quince días después de la muerte del conde Spada, el día 29 de diciembre (ahora comprenderéis por qué se me ha quedado tan fija esta fecha importante), hallábame yo leyendo por centésima vez aquellos papeles, que iba coordinando, porque el palacio iba a pasar a ser posesión de un extranjero. Yo pensaba salir de Roma y establecerme en Florencia con todo el dinero que poseía, que eran unas doce mil libras, mi biblioteca y mi famoso breviario. Hallábame, pues, como digo, fatigado por aquella tarea, y algo indispuesto por un exceso que había hecho en la comida, y dejé caer la cabeza entre las manos y me quedé dormido.

Eran las tres de la tarde. Cuando desperté, el reloj daba las seis.

Al levantar la cabeza, halléme en la más profunda oscuridad. Llamé para que me trajesen luz, pero nadie acudió. Entonces resolví servirme de mí mismo, que era además un hábito filosófico, que iba a serme muy necesario. Con una mano cogí la bujía ya preparada, y con la otra busqué un papel para encenderlo en la moribunda llama que quedaba en la chimenea, pero por miedo a que, debido a la oscuridad, cogiera un papel interesante en vez de otro inútil, hallábame perplejo, cuando recordé haber visto en el famoso breviario que estaba sobre la mesa un papel viejísimo, ya casi negro, que seguramente servía de registro o seña, y sin duda había durado tantos años en aquel libro por la veneración con que los herederos lo miraban. Busquélo, pues, a tientas, lo encontré, lo retorcí, y acercándolo a la llama lo encendí.

Pero al mismo tiempo y como por encanto, a medida que el fuego se propagaba, vi aparecer una letras negruzcas, que por momentos iban convirtiéndose en pavesa. Asustéme, estrujé en mis manos el papel para apagarlo, encendí la bujía en la luz de la chimenea, examiné conmovido el papel quemado, y comprendí que una tinta misteriosa y simpática había trazado aquellas letras, que sólo el fuego pudo hacer inteligibes.

Lo quemado era como una tercera parte del papel, y el resto lo que habéis leído esta mañana. Volvedlo a leer, Dantés, que luego, para que lo entendáis, yo completaré las frases y el sentido.

Y el abate, con aire de triunfo, presentó el papel al joven, que en esta ocasión leyó ávidamente estas palabras, escritas con una tinta como herrumbrosa:

Hoy 25 de abril de 149 mer S. S. Alejandro Vl, co contento con haberme hec heredarme, y me reserve l Caprara y Bentivoglio, qu dos. Declaro pues a mi sobr redero universal, que he esc conoce por haberlo visitado grutas de la isla de Monte-Cris rras de oro, dinero acuñado, joyas. Yo sólo conozco la e que puede ascender a dos manos con corta diferenci tando la roca vigésima, a c Este en línea recta. Dos grutas: el tesoro yace en segunda. Como a mi úni clusiva propiedad el refe 25 de abril de 14 CES

-Ahora -añadió el abate-, leed este otro.

Y presentó a Edmundo otro papel con otros fragmentos de renglones.

Tomólo Edmundo y leyó:

8 me ha convidado a con que me presumo que no ho pagar el capelo quiera a suerte de los cardenales e han muerto envenena ino Guido Spada, mi he ondido en un sitio que él en mi compañía, en las lo, cuanto poseo en ba pedrería, diamantes y xistencia de este tesoro, millones de escudos ro a, y se encontrará levan ontar desde el ancón del aberturas hay en estas el ángulo más lejano de la co heredero, le dejo en ex rido tesoro. 98. AR SPADA.

El abate observaba con ansia las impresiones de Dantés.

-Ahora -dijo, viendo que éste había llegado al último renglón-, ahora juntad los dos fragmentos, y juzgad por vos mismo.

Dantés obedeció; de los fragmentos unidos resultaba lo siguiente:

Hoy 25 de abril de 149… 8, me ha convidado a co mer S. S. Alejandro VI, co… n que me presumo que no contento con haberme hec… ho pagar el capelo quiera heredarme, y me reserve l… a suerte de los cardenales Caprara y Bentivoglio, qu… e han muerto envenenados. Declaro pues a mi sobr… ino Guido Spada, mi he redero universal, que he esc… ondido en un sitio que él conoce por habeslo visitado… en mi compañía, en las grutas de la isla de Monte-Cris… lo cuanto poseo en barras de oro, dinero acuñado… pedrería, diamantes y joyas. Yo sólo conozco la e… xistencia de este tesoro, que puede ascender a dos… millones de escudos romanos con corta diferenci… a, y se encontrará levantando la roca vigésima, a c… ontar desde el ancón del Este en línea recta. Dos… aberturas hay en estas grutas: el tesoro yace en… el ángulo más lejano de la segunda. Como a mi úni… co heredero, le dejo en exclusiva propiedad el refe… rido tesoro. 25 de abril de 14… 98. CES… AR SPADA

-¿Lo comprendéis ahora? -dijo Faria.

-Esta era la declaración del cardenal Spada, el testamento tan buscado en vano -contestó Edmundo, sin osar aún creerlo.

-Sí, mil veces sí.

-Pero ¿quién lo ha completado de este modo?

-Yo, con la ayuda del fragmento existente, adiviné el resto, calculando la longitud de las líneas por la del papel, y deduciendo de lo no quemado lo que debía decir lo quemado, como un átomo de luz que viene del cielo, guía a aquel que camina por un subterráneo.

-¿Y qué hicisteis cuando pensasteis haber adquirido esa convicción?

-Determiné marchar, y marché al instante, llevando conmigo el principio de mi grande obra sobre Italia, pero hacía mucho tiempo que la policía imperial no me perdía de vista. Napoleón quería entonces dividir el reino en provincias, al contrario de lo que quiso apenas tuvo un heredero. Mi precipitada marcha despertó, pues, las sospechas de la policía, que estaba muy lejos de poder adivinar su verdadero objeto, y me prendieron cuando iba a desembarcarme en Piombino.

-Ahora, amigo mío -prosiguió Faria mirando a Dantés con ternura casi paternal-, ahora sabéis tanto como yo. Si nos escapamos juntos, la mitad del tesoro es vuestro, si muero aquí y os salváis solo, os pertenece por entero.

-Pero ¿no tiene en el mundo ese tesoro dueño más legítimo? -preguntó Dantés vacilando.

-No, no, tranquilizaos. La familia se ha extinguido del todo. Además, el último conde Spada me hizo su heredero. Legándome aquel breviario simbólico, me legó cuanto contenía. No, no, tranquilizaos. Si llegamos a apoderarnos de esta fortuna, podemos gozarla sin remordimientos.

-¿Y decís que ese tesoro asciende… ?

-Asciende a dos millones de escudos romanos, trece millones de nuestra moneda.

 

-¡Imposible! -exclamó Dantés, asustado ante lo enorme de la soma.

-¡Imposible! ¿Y por qué? -repuso el anciano-. La familia Spada era una de las más antiguas y poderosas en el siglo XV. Además, en aquellos tiempos no se conocían ni especulaciones ni industria, esta acumulación de dinero y joyas no es inverosímil. Todavía existen familias romanas que se mueren de hambre, teniendo vinculado un millón en diamantes y pedrerías de que no pueden disponer.

Edmundo, vacilando entre la alegría y la incredulidad, creía estar soñando.

-Si os he ocultado este secreto tanto tiempo -prosiguió Faria-, ha sido para probaros y sorprenderos. Si nos hubiéramos escapado antes de mi ataque de catalepsia, os habría llevado a la isla de MonteCristo, pero ahora -añadió con un suspiro-, vos me llevaréis a mí. Ea, Dantés, ¿no me dais las gracias?

-Ese tesoro os pertenece, amigo mío -respondió el joven-, os pertenece a vos solo, yo no tengo ningún derecho a él, ni siquiera soy pariente vuestro.

-¡Vos sois hijo mío, Dantés! -exclamó el anciano-. Sois el hijo de mi prisión. Mi estado me condenaba al celibato, y Dios os envió a mí para consuelo juntamente del hombre que no podía ser padre, y del preso que no podía ser libre.

Y el abate tendió el brazo que tenía libre y Dantés se arrojó a su cuello, sollozando.

Capítulo 19 Eltercer ataque

Ese tesoro tanto tiempo objeto de las meditaciones del abate, que podía asegurar la dicha futura del que amaba en realidad como a un hijo, había ganado a sus ojos en valor. No hablaba de otra cosa todo el día más que de aquella inmensa cantidad, explicando a Dantés cuánto puede servir a sus amigos en los tiempos modernos el hombre que posee trece o catorce millones. Estas palabras hicieron que el rostro de Dantés se contrajera, porque el juramento que había hecho de vengarse cruzó por su imaginación, haciéndole pensar también cuánto mal puede hacer a sus enemigos en los tiempos modernos el hombre que posee un caudal de trece o catorce millones.

El abate no conocía la isla de Montecristo, pero sí la conocía Dantés, que había pasado muchas veces por delante y una hizo escala en ella; está situada a veinticinco millas de la Pianosa, entre Córcega y la isla de Elba. Montecristo, que ha estado siempre y está todavía enteramente desierta, es una peña de forma casi cónica, que parece lanzada por un cataclismo volcánico desde el fondo del mar a la superficie.

Dantés le hizo a Faria el plano de la isla, y Faria dio consejos a Dantés sobre los medios que había de emplear para apoderarse del tesoro.

Pero estaba muy lejos de participar del entusiasmo y sobre todo de la confianza del anciano. Aunque ya se hubiese convencido de que no estaba loco, y la manera con que adquirió este convencimiento contribuyera a admirarle más y más, no podía creer humanamente que aquel tesoro, aún suponiendo que en efecto hubiera existido, existiese todavía, y cuando no lo mirase como cosa quimérica, lo miraba a lo menos como dudosa.

Parecía como si el destino se empeñase en quitar a los presos su última esperanza y darles a entender que estaban condenados a prisión eterna. Una nueva desgracia les sobrevino por entonces. La galería que daba al mar, ruinosa desde mucho tiempo antes, había sido reparada. Reforzáronse los cimientos, y se rellenó con enormes bloques de granito la excavación que a medias había cegado Dantés. Sin esta precaución, que el abate sugirió al joven, como se recordará, su desgracia hubiera sido mayor aún, porque descubierta su tentativa de evasión los hubieran separado inevitablemente. Una nueva puerta, más maciza y más inexorable que las otras, se había cerrado para ellos.

-Ya veis -decía Dantés con tristeza-, ya veis que Dios quiere quitarme hasta el mérito de lo que vos llamáis adhesión. Os prometo permanecer aquí eternamente, y ahora ni aún libre soy para cumplir mi promesa. Me quedaré sin el tesoro, como vos, y ni uno ni otro saldremos de este castillo. Por lo demás, mi verdadero tesoro, amigo mío, no es el que esperaba hallar en los antros lúgubres de Montecristo, sino vuestra presencia, nuestra unión de cinco o seis horas cada día, a pesar de nuestros carceleros, y sobre todo estos torrentes de inteligencia que habéis derramado en la mía, estos idiomas que me habéis dado a conocer con todas sus ramificaciones filológicas, estas ciencias que tan fácilmente me comunicasteis gracias a la profundidad con que las conocéis y los sencillos principios a que las habéis reducido. Este es mi verdadero tesoro, amigo mío, con esto sí que me habéis dado riqueza y felicidad. Creedme y consolaos, esto vale más para mí que montes de oro y de diamantes, aunque no fuesen tan problemáticos como esas nubes que en las alboradas se ven flotar sobre el mar, que a primera vista las cree uno tierra firme, y a medida que se va acercando a ellas se evaporan, se volatilizan y se esfuman. Teneros a mi lado el tiempo mayor posible, oír vuestra elocuente voz, adornar mi inteligencia, fortalecer mi alma, predisponer mi organización entera a grandes y terribles cosas para cuando goce de libertad, ejecutarlas de manera que no vuelva a dominarme la desesperación, de que ya estaba casi poseído cuando os conocí; ésta es la fortuna que os debo, y no quimérica, sino tan verdadera, que todos los soberanos del mundo, aunque fuesen como César Borgia, no podrían arrebatármela.

Esto hizo que para los dos infelices fuesen los días, si no venturosos, menos largos y más tranquilos. Faria, que en tantos años ni una palabra había dicho de su tesoro, hablaba de él a cada instante.

Según había previsto, se quedó enteramente paralítico del brazo derecho y la pierna izquierda, y casi perdió toda esperanza de poder servirse de ellos, pero soñaba siempre con la libertad o la fuga de su compañero, y gozaba por él con esta idea.

Temeroso de que el papel se perdiese o se extraviase algún día, obligó a Dantés a aprenderlo de memoria, y lo aprendió en efecto desde la primera palabra hasta la última. Seguros entonces de que nadie por el primer trozo podría adivinar su contenido completo, hicieron pedazos el segundo.

A veces pasaba Faria horas enteras dando instrucciones a Edmundo, instrucciones que debían servirle al hallarse en libertad.

Desde el mismo día, desde la misma hora, desde el mismo instante que se viera libre, su único y exclusivo pensamiento debía ser el de ir a Montecristo, de cualquier modo, idear un puesto que no despertase sospechas para quedarse allí solo, y una vez solo, enteramente solo, buscar las maravillosas grutas, y cavar en el sitio indicado.

El sitio indicado, como recordará el lector, era el ángulo más lejano de la segunda abertura.

Con esta esperanza se pasaban las horas, si no rápidas, a lo menos soportables.

Como ya hemos dicho, Faria, aunque sin volver al use de su pie y de su mano, había vuelto completamente al de su inteligencia, enseñando poco a poco a su joven compañero, además de las nociones morales que hemos dicho, ese calmoso oficio de preso, que consiste en hacer algo de lo que no es nada en el fondo. Así, pues, estaban constantemente ocupados, Faria por temor de envejecer y Edmundo por temor de recordar su pasado, ya casi olvidado, y que no quedaba en su memoria sino como una luz lejana, perdida en las tinieblas de la noche. Tal era su vida, semejante a la de esos hombres a quienes la desgracia no ha herido nunca, y que vegetan tranquila y maquinalmente bajo la mano de la Providencia.

Pero bajo esa calma aparente, había en el corazón del joven y en el del anciano tal vez, muchos ímpetus reprimidos, muchos suspiros ahogados, que estallaban cuando Faria se quedaba solo y Edmundo volvía a su prisión.

Una noche se despertó este último sobresaltado, figurándose haber oído que le llamaban. Abrió los ojos y procuró saber de dónde procedía aquel sonido. Su nombre, o más bien una voz doliente que se esforzaba en pronunciarlo, llegó hasta sus oídos. Incorporóse en la cama lleno de angustia y sudoroso, y escuchó atentamente. No había duda. La voz venía del calabozo de su compañero.

-¡Gran Dios! -murmuró Edmundo-. Si será que…

Y separando su cama de la pared, retiró la piedra, lanzóse al subterráneo y llegó al extremo opuesto. La baldosa estaba levantada.

Al vacilante resplandor de aquella lámpara tosca de que ya hemos hablado, vio Dantés al abate pálido en extremo, y aunque en pie, agarrado a su cama para poder sostenerse. Sus facciones estaban trastornadas por aquellos horribles síntomas que Dantés ya conocía y que tanto le asustaran anteriormente.

-¿Comprendéis… , amigo mío? ¿No es verdad? -le dijo Faria resignado-. Nada tengo que deciros.

Edmundo lanzó un grito de dolor, y perdiendo completamente la cabeza se dirigió a la puerta gritando:

-¡Socorro!¡Socorro!

Faria tuvo suficientes fuerzas aún para detenerle.

-¡Silencio o estáis perdido! -le dijo- No pensemos sino en vos, amigo mío, en haceros soportable la prisión y posible la fuga. Años enteros necesitaríais para volver a hacer lo que yo hasta aquí hice, y sería vano en cuanto nuestros carceleros conociesen que estamos de acuerdo. Por otra parte, tranquilizaos, amigo, que no estará vacío mucho tiempo este calabozo que yo voy a abandonar. Otro desgraciado vendrá a ocupar mi puesto. Acaso él será joven, y fuerte, y sufrido como vos, y podrá ayudaros en vuestra fuga, que yo impedía. Ya no tendréis un semicadávér adherido a vos, que paralizará todos vuestros esfuerzos. Decididamente Dios se acuerda de vos, os da más que os quita, pues ya es tiempo de que yo muera.

Edmundo no pudo hacer otra cosa más que cruzar las manos y exclamar:

-¡Oh, amigo mío! ¡Amigo mío! ¡Callad!

Luego, recobrando su fortaleza, que le abandonó un instante por aquel golpe imprevisto, y su valor, vencido por las palabras del viejo, repuso:

-¡Oh! Ya os salvé una vez, bien puedo salvaros otra.

Y levantó el pie de la cama, y sacó el frasco, que contenía aún una tercera parte del licor rojo.

-Mirad -le dijo-, aún nos queda esta medicina salvadora. Pronto, pronto, decidme lo que necesito hacer. ¿Se toman esta vez otras precauciones? Hablad, amigo mío, que ya os escucho.

-No hay esperanza -respondió el abate inclinando la cabeza-, pero no importa, la voluntad de Dios es que el hombre que ha creado y en cuyo corazón ha puesto con tantas raíces el amor a la vida, haga cuanto pueda por conservar esta vida, tan trabajosa algunas veces y siempre tan amada.

-¡Sí, sí! -exclamó Dantés-, os salvaré, sí, os lo repito.

-Pues ea, procuradlo, el frío me acomete, siento que la sangre se agolpa a mi cerebro, este horrible temblor que hace rechinar mis dientes, y parece que disloca todos mis huesos, este espantoso temblor invade mi cuerpo, dentro de cinco minutos me dará el ataque, dentro de un cuarto de hora no os quedará de mí más que un cadáver.

-¡Oh! -exclamó Dantés con desesperado acento.

-Haced lo que la otra vez, con la diferencia de no esperar tanto tiempo. Todos los resortes de mi vida están ahora muy gastados, y la muerte -prosiguió mostrándole su brazo y su pierna paralíticos-, la muerte recorrió ya la mitad de su camino. Si después de haberme echado en la boca doce gotas, en lugar de diez, vieseis que no vuelvo en mí, me echáis el resto. Ahora, llevadme a la cama, porque apenas puedo sostenerme.

Edmundo cogió en sus brazos al viejo y lo puso en la cama.

-Ahora acercaos, amigo mío, único consuelo de mi triste vida -le dijo Faria- don del cielo, aunque algo tardío, pero, en fin, don del cielo, y don inapreciable, de que le doy infinitas gracias… , en este momento en que me separo de vos para siempre, os deseo todas las dichas, toda la prosperidad que merecéis. ¡Hijo mío! ¡Yo os bendigo!

El joven se arrodilló, apoyando la cabeza en la cama de Faria.

-Sobre todo, hijo mío, escuchad bien lo que os digo en este instante supremo: el tesoro de los Spada existe efectivamente. Dios me concede que en este momento no haya para mí ni obstáculo ni distancias. Lo estoy viendo en el fondo de la segunda gruta, mis ojos penetran en las entrañas de la tierra y se deslumbran con tantas riquezas. Si conseguís evadiros, recordad que el pobre abate, a quien todo el mundo creía loco, no lo estaba. ¡Corred a Montecristo, apoderaos de nuestra fortuna, y gozadla, que bastante sufristeis!

Una violenta sacudida interrumpió al anciano. Edmundo levantó la cabeza y vio que sus ojos se enrojecían, parecía que una ola de sangre le subía desde el pecho a la frente.

 

-¡Adiós! ¡Adiós! -murmuró Faria, apretando convulsivamente la mano del joven-. ¡Adiós!

-¡Oh! ¡Todavía no! ¡Todavía no! -exclamaba éste-. No me abandonéis… ¡Oh, Dios mío! ¡Socorredle… ! ¡Socorro! ¡Acudid… !

-¡Silencio! -murmuró el moribundo. ¡Silencio!, que luego nos separarán si me salváis.

-Es cierto. ¡Oh! Sí, sí, confianza; os salvaré. Además, aunque parece que sufrís mucho, no es tanto como la otra vez.

-Desengañaos… , sufro menos porque tengo menos fuerzas para sufrir. A vuestra edad se tiene fe en la vida; que es el privilegio de la juventud creer y esperar; pero los viejos ven la muerte con más claridad… ¡Oh… !, ya está aquí… , ya se aproxima… todo se acaba… pierdo la vista… ¡y la razón! Dadme la mano, Dantés… ¡Adiós! ¡Adiós!

E incorporándose por un esfuerzo supremo, repuso:

-¡Montecristo… ! ¡No os olvidéis de Montecristo!

Y volvió a caer en la cama.

La crisis fue terrible. Un cuerpo con los miembros retorcidos, las pupilas hinchadas, una espuma sanguinolenta en la boca, fue lo que en aquel lecho de dolor ocupó el puesto del ser tan inteligente que se había acostado pocos minutos antes.

Dantés tomó la lámpara, la colocó en la cabecera de la cama, sobre una piedra que sobresalía de la pared, de modo que su trémula luz alumbraba con reflejos extraños y fantásticos aquella fisonomía desencajada, aquel cuerpo inerte y aniquilado.

Con la mirada fija en él esperó valerosamente la ocasión de administrarle la medicina salvadora. Cuando creyó que había llegado esta ocasión, cogió el cuchillo, separó los dientes, que le ofrecieron menos resistencia que la vez anterior, contó las doce gotas y esperó. El frasco podría tener otro tanto de licor que el gastado.

Esperó diez minutos, un cuarto de hora, media hora, ¡y nada! Tembloroso, con los cabellos lacios y la frente inundada de sudor, contó los minutos por los latidos de su corazón. Entonces pensó que era ya tiempo de arriesgar la última prueba, acercó el frasco a los labios sanguinolentos de Faria, y sin necesidad de separarle las mandíbulas, que no habían vuelto a juntarse, echó en la boca el resto del líquido. El efecto fue galvánico y una violenta contracción sacudió todos los miembros de Faria, sus ojos volvieron a abrirse con una expresión horrorosa, exhaló un suspiro que parecía un grito, y fue luego, poco a poco, quedándose inmóvil; únicamente los ojos le quedaron abiertos.

Media hora, una y hasta hora y media pasaron, siendo de agonía para Edmundo. Inclinado hacia su amigo con la mano sobre su pecho, sintió sucesivamente irse el cuerpo enfriando, y el latido del corazón hacerse sordo y profundo. Todo acabó bien pronto, apagóse el último latido, la cara se puso lívida y aunque los ojos seguían abiertos, ya no miraban.

Ya eran las seis de la mañana, y rayaba el día; su luz indecisa, penetrando en el calabozo, amenguaba la de la lamparilla moribunda. Sus ráfagas extrañas y fantásticas daban tal vez al cadáver apariencias de vida. En tanto duró la lucha del día con la noche, Dantés pudo dudar aún, pero cuando se hizo enteramente de día llegó a comprender que se hallaba solo con un cadáver. Entonces se apoderó de él un terror profundo e invencible. No osaba estrechar aquella mano que caía fuera de la cama, ni menos fijar sus ojos en aquellos ojos blancos a inmóviles, que en vano trató de cerrar muchas veces. Apagó la lamparilla, ocultóla con mucho cuidado, y desapareció, colocando como pudo la baldosa sobre su cabeza. Por otra parte, ya era hora; el carcelero iba a venir de un momento a otro.

Nada indicó en el carcelero que tuviese ya conocimiento de la desgracia. Cuando salió, sintióse Edmundo impaciente por saber lo que iba a pasar en el calabozo de su desgraciado amigo, y para saberlo penetró en el subterráneo, llegando a tiempo de oír las exclamaciones del carcelero pidiendo auxilio.

Pronto acudieron los otros carceleros, se oyó después ese paso regular y sordo que usan los soldados, aunque no estén de servicio. Tras los soldados se presentó el gobernador.

Edmundo oyó rechinar la cama, como si diesen vuelta al cadáver, y la voz del gobernador que ordenaba que le echasen agua a la cara y que viendo que ésta no le causaba efecto alguno, mandó a buscar al médico.

El gobernador salió, y algunas frases compasivas llegaron a oídos de Dantés, mezcladas con risas burlonas.

-Vamos, vamos, el loco ha ido a reunirse con su tesoro -decía uno- ¡Buen viaje!

-Con todos sus millones no tendrá para pagar la mortaja -añadía otro.

-¡Oh!, las mortajas del castillo de If no cuestan muy caras -respondía un tercero.

-Quizá como eclesiástico, hagan algunos gastos más por él -dijo uno de los primeros interlocutores.

-Este irá al saco.

Edmundo no perdió una sola palabra, pero apenas comprendía lo que decían.

A poco dejaron de oírse las voces, y juzgó que habían salido del calabozo. Sin embargo, no se atrevió a entrar en él, porque era fácil que alguno se hubiera quedado a velar al muerto. Conteniendo su respiración, permaneció mudo e inmóvil.

Transcurrida una hora, sobre poco más o menos, interrumpió el silencio un leve ruido que iba aumentándose. Era el gobernador, que volvía acompañado del médico y de algunos oficiales. Hubo un momento de silencio. Era evidente que el médico se acercaba a la cama y examinaba el cadáver. Pronto comenzó la discusión.

El médico analizó la enfermedad de que había sido atacado el preso y declaró que estaba muerto. La conversación tenía un tono de indiferencia que indignó a Dantés, pareciéndole que todo el mundo debía profesar al pobre abate una parte de la afección que le profesaba él.

-Lo siento mucho -dijo el gobernador respondiendo a la declaración del médico-, mucho lo siento, porque era un preso amable, inofensivo, que nos divertía con su locura, y sobre todo fácil de guardar.

-¡Oh! -repuso el llavero-, aunque no le hubiéramos guardado tan bien, hubiera permanecido aquí cincuenta años, sin intentar una sola vez escaparse, yo lo aseguro.

-No obstante -indicó el gobernador-, creo que sería oportuno, a pesar de vuestra declaración, y no porque yo dude de vuestra ciencia, sino para poner a cubierto mi responsabilidad, sería conveniente que nos asegurásemos de que está efectivamente muerto.

Hubo otro intervalo de silencio absoluto, durante el cual Dantés, que seguía acechando, creyó que el médico examinaba y tocaba el cadáver por segunda vez.

-Podéis estar tranquilo -dijo al gobernador-. Está bien muerto, os respondo de ello.

-Ya sabéis, caballero -repuso el gobernador con insistencia-, que en estos casos no nos contentamos con un simple examen, conque dejando a un lado las apariencias, servíos cumplir las formalidades prescritas por la ley.

-Que calienten los hierros -ordenó el doctor-, aunque es en verdad una precaución inútil.

Esta orden de calentar los hierros hizo estremecer a Dantés.

Oyéronse pasos precipitados, el rechinar la puerta, idas y venidas, y después entró un mozo diciendo:

-Aquí tenéis el brasero con un hierro.

Hubo otro instante de silencio, oyóse después un chirrido como de carne quemada, y un olor nauseabundo llegó hasta el horrorizado Dantés a través de la baldosa. Aquel olor de carne humana carbonizada hizo que Edmundo estuviera a punto de desmayarse.

-Bien veis, caballero, que está muerto efectivamente -dijo el doctor-, esta quemadura en el talón es la última prueba que podíamos hacer. Ya el pobre loco se curó de su locura, y se libró de su cautividad.

-¿No se llamaba Faria? -inquirió uno de los oficiales que acompañaban al gobernador.

-Sí, señor, y pretendía que su nombre era muy aristocrático. Por lo demás, le creía hombre muy entendido y muy razonable en todas las cosas que no fuesen su tesoro, pero en esto debo confesar que era intratable.

-Nosotros llamamos monomanía a esa enfermedad -observó el médico.

-¿No habéis tenido nunca queja de él? -preguntó el gobernador al carcelero encargado de llevar la comida al abate.

-Nunca, señor gobernador -respondió el carcelero-. Al contrario, muchas veces me divertía contándome historietas, y hasta una vez que mi mujer estuvo enferma me dio una receta que la hizo sanar al momento.

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