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UNA HISTORIA DE LUZ Y DE JABÓN
Enormemente reactivo y muy estable. Curiosa combinación, aunque ¿no encierra en sí misma una contradicción? ¿Cómo puede un mismo compuesto, una misma sustancia, ser muy reactiva, pero al mismo tiempo no reaccionar? Bien, todo depende de a qué estemos prestando atención.
En 1999 David Fincher estrenaba El club de la lucha, película basada en el libro homónimo de Chuck Palahniuk. En ella, un jovencísimo Brad Pitt acabado de salir de ¿Conoces a Joe Black? encarnaba a Tyler Durden, un particular vendedor de pastillas de jabón. «Tyler vendía el jabón en los grandes almacenes a 20 dólares la pastilla. Dios sabe a cuánto lo venderían ellos. Era maravilloso. Le revendíamos a las mujeres ricas sus propios culos celulíticos».
El caso es que estas pastillas, de rosa intenso, fabricadas con la grasa desechada de las clínicas de liposucción se convertirían en una imagen icónica del film. Con ellas se cerraba una especie de círculo irónico: las víctimas de la denominada teoría de la perfección a la que se opone el protagonista acababan utilizando para su cuidado personal los propios desechos que previamente se les habían extirpado en las clínicas. Y, a la vez, los beneficios de la venta servían para financiar el club. Lo dicho, un círculo perfecto.
Aunque si debemos escoger una referencia del film que ha pasado a la cultura pop esta es, sin duda, la primera de las normas que enuncia Tyler: no hablar nunca del club de la lucha. No hablemos pues más de él y centrémonos en uno de los elementos que más llaman la atención de esta película: el uso de la química. Y es que en El club de la lucha lo que más les interesa a Tyler y compañía del negocio del jabón no son los lucrativos beneficios que reporta –aunque tampoco les hacen ascos, todo sea dicho–, sino uno de los subproductos de su síntesis: la glicerina.
Con grasa y sosa se produce jabón, pero también se genera un deshecho conocido como glicerina. Lo que –a diferencia de Tyler– poca gente sabe es que, con esta y un poco de gracia para la química, tenemos en nuestras manos un famoso explosivo: la nitroglicerina. Un compuesto cuya volatilidad todos conocemos por mil referencias cinematográficas, pero cuyo origen en las grasas y el aceite es más bien insospechado.
¿Quién podría intuir que tras la grasa se esconde este explosivo? Tan solo es necesario partir una molécula de aceite por el sitio adecuado para obtener el precursor de un potente explosivo. Es decir, aplicando los cambios adecuados, transformamos un compuesto estable e innocuo en otro sumamente reactivo.
De la misma forma sucede con el oxígeno: mediante una ligera transformación química podemos pasar del oxígeno molecular (estable, muy poco reactivo, atóxico) al radical hidroxilo o al superóxido (tóxicos a rabiar). Tan solo hace falta añadir algún hidrógeno, introducir algún electrón de más. Aplicando un mínimo cambio en su estructura, liberamos todo su poder.
Fig. 1. Esquema de la reacción de saponificación de una grasa o un aceite con sosa. Haciendo reaccionar un triglicérido (un tipo de grasa) con hidróxido de sodio se obtienen dos compuestos: ácidos grasos, que usamos como componente principal de los jabones, y glicerina –o glicerol–. Es a partir de este último compuesto como se puede sintetizar la nitroglicerina, el famoso explosivo. Fuente: Elaboración propia.
Aunque, a decir verdad, no hace falta modificar su esencia para ser testigos de su potencial. El propio oxígeno puede contener las dos propiedades (estabilidad y reactividad) al mismo tiempo: con un sencillo toque, sin adición química ninguna, el oxígeno molecular asimismo se puede transformar en su opuesto. Y también en este punto la glicerina nos puede resultar de utilidad. Retomemos, pues, la historia de la nitroglicerina, cuyo origen se remonta a mediados del siglo XIX.
El nacimiento de la nitroglicerina tiene mucho que ver con una época de inmensa expansión de la química industrial. Por toda Europa se extendía el uso de tintes orgánicos sintéticos, se mejoraba el tratamiento químico de los minerales; se sucedía el descubrimiento de nuevos elementos químicos, de nuevos compuestos con nuevas propiedades.
Es en este contexto en el que un químico italiano, Ascanio Sobrero, dio con el frágil explosivo en su laboratorio de Turín allá por 1847. Y lo hizo, en primer lugar, debido a su reactividad: tras agitar suavemente un tubo de ensayo con un poco de aceite de nitroglicerina en él, este estalló frente a su cara. Ascanio Sobrero luciría un rostro surcado de diminutas cicatrices de por vida.
Inmediatamente después de su descubrimiento, y pese a su inestabilidad, la nitroglicerina se expandió por el mercado sustituyendo a la pólvora en la perforación de minas, la apertura de túneles o el derribo de edificios en general. Uno de los ejemplos más conocidos es la construcción de la Central Pacific a través de Estados Unidos. Esta red ferroviaria, que unió la costa pacífica de California con el corazón de Utah a mediados del siglo XIX, fue haciéndose hueco a través de Sierra Nevada, Eldorado y Yosemite a golpe de nitroglicerina (e inmigrante). ¿La pega? La misma que observó bien temprano –y en su propia piel– su italiano descubridor: su inestabilidad.
Esta misma inestabilidad fue la que llevó a Alfred Nobel, un ingeniero sueco especializado en la industria de los explosivos, a investigar cómo hacer más seguro su uso. Una búsqueda que se convirtió en un asunto personal con la muerte de su hermano, fallecido tras una explosión accidental de nitroglicerina en una fábrica de Estocolmo. Era 1864. Tres años después patentaba la fórmula.
El 14 de julio de 1867, una pequeña multitud de curiosos y periodistas se acumulaban en torno a una de las minas a cielo abierto que pueblan el condado de Surrey, a pocos kilómetros al sur de Londres. Allí les había convocado Alfred Nobel para realizar una de sus famosas demostraciones. No era en absoluto un ingenuo o un filántropo, ni tampoco llevaba a cabo el espectáculo con un afán divulgativo. Al contrario, sabía que, si la demostración era un éxito, esta le abriría las puertas a la boyante industria minera británica. Aunque también es cierto que, si salía mal, quien más perdería sería él mismo. Había que jugarse el todo por el todo.
Entre la multitud que se agolpaba en el límite de la mina, un muchacho joven –el ayudante de Nobel– sostenía entre sus manos un cesto, una canasta repleta de unos extraños tubos de cartón. Desde el fondo del cráter de la mina, a una veintena de metros bajo los pies de su ayudante, Alfred Nobel anunciaba para su público el contenido de los tubos: nitroglicerina. El estupor inicial de los curiosos dio paso en pocos segundos a una carrera para alejarse de esa canasta, y en especial de su contenido. En torno al muchacho se formó un vacío tan puro como el silencio que se adueñó del lugar.
Acto seguido, bajo la mirada atónita de los espectadores, el ayudante dejó caer la cesta sobre el cráter en que se hallaba el maestro. Dos segundos conteniendo el aliento, esperando la explosión inevitable y…, nada. Los tubos cayeron al suelo, rebotaron y salieron despedidos en veinte direcciones opuestas. Ninguno de ellos explotó.
A continuación, el químico sueco encendió una cerilla, cogió uno de los cartuchos y prendió la mecha que sobresalía de uno de sus extremos. Lanzó el tubo al interior de la mina. A los pocos segundos, un estruendo ensordecedor destruyó el túnel y se adueñó del lugar. Una vez despejado el humo, todos pudieron ver la sonrisa que iluminaba el rostro de Alfred Nobel. Acababa de mostrar al mundo por primera vez su nuevo explosivo: la dinamita.
Su invento había consistido en empapar tierra de diatomea, una roca inerte y muy porosa, con nitroglicerina, hasta generar una especie de arcilla. Una vez introducida en los tubos de cartón, esta pasta se podía transportar sin ningún peligro. Había convertido un explosivo extremadamente inestable en un material que se podía manejar sin dificultad, que se podía caer, tirar o incluso quemar sin peligro de que explotara. Y todo ello sin restarle potencia explosiva. En otras palabras, había creado un explosivo enormemente reactivo, pero muy estable.
Como es conocido, la invención de la dinamita se tradujo en una fortuna que aún hoy en día continúa reportando beneficios. Y, de hecho, constituye la base económica de los premios que llevan el nombre de su creador, los Nobel.
ESPECIES REACTIVAS EN LA PIEL
Bajo la mayoría de condiciones, nadie diría que la dinamita es un explosivo. Como demostró Nobel, y los diarios de la época se encargaron de reflejar, estos tubos de «pasta de nitroglicerina» se podían golpear o incluso quemar, que nada sucedería. Por el contrario, si se les aplicaba un estímulo muy concreto –digamos una descarga eléctrica o una pequeña explosión de pólvora, por ejemplo–, este material inerte se convertía en un perfecto vaciador de montañas.
De la misma forma, el oxígeno no entraña peligro alguno en condiciones normales. Como mucho es capaz de oxidar un trozo de hierro y hacerlo inservible, o de picar un buen vino; pero ninguna de estas consecuencias es particularmente dramática o violenta.
Y lo mismo sucede al entrar en contacto con el queroseno, volviendo al ejemplo con el que empieza el capítulo. Si se expone al oxígeno, este combustible no arde espontáneamente, como no lo hacen la mayoría de objetos con su misma naturaleza química: ni se quema de forma imprevista el petróleo, ni lo hacen los árboles, ni nosotros mismos nos encendemos en llamas pese a estar en contacto íntimo y continuo con él (ya saben, la atmósfera).
Ahora bien, en el momento en que se aplican las condiciones justas, este Dr. Jekyll libera al Mr. Hyde que suele esconder. El oxígeno se convierte en una sustancia extremadamente reactiva, enormemente tóxica. Lo hemos observado por ejemplo en el reactor del Saturno V: aplicando una simple chispa, este elemento era capaz de oxidar el queroseno, de desintegrarlo, de reducirlo a su mínima expresión: de extraer la energía depositada en cada uno de sus enlaces y elevar hasta la Luna al ser humano.
Pero tampoco hace falta recurrir a la NASA para entender estos conceptos; todos tenemos en mente imágenes mucho más mundanas: basta una cerilla para encender un bosque.
Y lo más fascinante, la guinda que corona el pastel es que, una vez liberado el lado más oscuro del oxígeno, él mismo se encarga de retroalimentarse. No hacen falta más estímulos. No más chispas. Él mismo se basta.
Para que empiece la combustión se necesita un pequeño aporte de energía: una chispa o una diminuta llama pueden servir. Pero aquí se acabaría la historia si no fuese por un pequeño detalle: la propia combustión produce más calor, que a su vez aporta la energía suficiente para activar al «siguiente» oxígeno que entra en reacción. Este ciclo perverso es el que permite que el fuego arda.
Estamos tan acostumbrados a este modo de funcionar que pocas veces reparamos en él, pero una llama arde ad eternum, en resumen, por tres motivos:
– Hay materia orgánica de cuyos enlaces extraer la energía (en otras palabras, hay materia orgánica que oxidar).
– Existe un oxidante en abundancia (el oxígeno).
– La propia energía liberada de la combustión continúa activando el oxígeno para que este no pare de reaccionar.
De esta forma es como un compuesto a simple vista inerte es capaz de desintegrar prácticamente cualquier material orgánico.
Pero a diferencia de lo que ocurre con la dinamita, los estímulos que activan el oxígeno pueden llegar a ser mucho más sutiles que una descarga eléctrica, mucho más débiles que una llama. Y esto es especialmente relevante cuando la activación se produce dentro de nuestro propio organismo.
Del mismo modo que el oxígeno puede activarse y quemar un trozo de madera, también dentro de nuestros tejidos –empapados todos ellos de este compuesto– puede tomar una forma activa y oxidar nuestro cuerpo, esta vez desde el interior. Y en estos casos, aunque la oxidación no se traduzca en la formación de una llama, sus efectos son los mismos –y su devastación, equivalente–.
Un tipo de luz en particular o la simple reacción con algún compuesto químico especial, por ejemplo, pueden generar toda una pléyade de especies activadas de oxígeno. Y, como en el caso de las propias Pléyades mitológicas, también en el del oxígeno podemos encontrar siete compuestos de especial importancia: los radicales hidroxilo y superóxido, el peróxido de hidrógeno, el ácido hipocloroso, el oxígeno singlete, el ácido peroxinitroso y el radical dióxido de dinitrógeno; la mayoría de ellos, sutiles variaciones del oxígeno. De este modo es como el oxígeno libera su potencia dentro de nosotros mismos, sobre nuestros propios tejidos.
Evidentemente, este es el origen de múltiples enfermedades, aunque no solo de ello. Como veremos más adelante, una molécula de oxígeno activada no es más que un arma de doble filo: lo mismo nos puede perjudicar, que la podemos usar en nuestro propio beneficio. Pero no adelantemos acontecimientos.
La cuestión es que estos compuestos, estas variaciones del oxígeno molecular, están de una forma u otra detrás de muchos de los trastornos médicos más importantes a los que hacemos frente en este siglo, en ocasiones como causa y en otras como efecto. Desde el cáncer hasta el Alzheimer. De la diabetes al Parkinson.
Y, de hecho, es tal su importancia que a este conjunto de moléculas se les ha otorgado una nomenclatura y una categoría propias dentro de la química médica. Son las conocidas como especies reactivas del oxígeno.
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LAS HAZAÑAS DEL HONORABLE DR. JEKYLL
El lado oscuro del oxígeno. Hablar de las especies reactivas del oxígeno es hablar de toxicidad, de enfermedades. Al menos esa es la primera imagen que nos viene a la cabeza a los químicos al oír mentar estos compuestos. Es mencionar el radical superóxido, y sentimos instantáneamente la luz del sol enfriarse, al tiempo que la visión periférica se nos vuelve borrosa; vemos las nubes cambiar de forma y adoptar la silueta de una calavera mientras un buitre cruza el cielo y se posa sobre una higuera seca. No negaré que también nos gusta el melodrama, a los químicos.
Pero lo cierto es que hablar de las especies reactivas del oxígeno viene a ser algo así como mentar el cianuro o el arsénico: cuanto más lejos mejor. Y no es para menos. Estas moléculas, estas «sutiles variaciones del oxígeno», como las hemos definido anteriormente, son increíblemente tóxicas. No deja pues de ser contradictorio que nuestro organismo las produzca constantemente.
En la sangre, en el tejido neuronal, en cada una de nuestras células, nuestro cuerpo está generando compuestos tóxicos para sí mismo non-stop, sin pausa, y mediante mecanismos la mar de variados. Radicales y peróxidos son producidos en cadena, de forma frenética en ocasiones, por nosotros mismos. En resumen, nuestro organismo nos intoxica sin parar: lo natural es que nos envenene.
LA QUÍMICA DE LO NATURAL
Lo químico, por lo general, suele estar relacionado en el imaginario colectivo con lo artificial y, por definición, ser contrario a lo natural. Química y naturaleza son por lo tanto elementos opuestos y, como tales, se les suelen atribuir cualidades contrarias, aunque bien definidas.
Cualquiera que reflexione un poco sobre esta afirmación se puede dar cuenta de que no tiene demasiado sentido. Por un lado, porque la química es una ciencia que abarca todas las sustancias, independientemente de su origen. Da lo mismo si estudiamos la lactosa o la hemoglobina, la gasolina o el grafito, y es indiferente si la sacarosa la produjo una caña de azúcar o un químico sintético en su laboratorio; en tanto en cuanto son moléculas, la química se ocupa de todas ellas por igual.
Por otra parte, la distinción que se hace entre lo natural y lo artificial, y las cualidades que se le atribuyen a cada uno de estos orígenes, poco tienen que ver con la realidad. «Todo aquello natural es intrínsecamente bueno, ecológico, saludable; todo lo artificial, malo, contaminante, insalubre». De oír tal afirmación, probablemente Nerón pondría alguna objeción, conocedor como era de las maravillosas propiedades de las semillas de manzana y melocotón para hacer espacio en palacio; especialmente si se extrae el cianuro que contienen en su interior. Manzanas naturales, ecológicas… y mortales.
¿Quiere eso decir que las manzanas son tóxicas? ¿O que los procesados alimenticios son saludables? Evidentemente, no. La cuestión reside, como decía Paracelso, en la concentración: la dosis hace el veneno.
Esta afirmación, que incluso hoy en día hace que se eleve alguna que otra ceja escéptica, resume el trabajo de este médico suizo que a mediados del siglo XV vio nacer entre sus manos la ciencia toxicológica moderna. Un nacimiento que tuvo mucho que ver con los viajes de Colón y los primeros contactos entre europeos y americanos.
CUÁNTO LE DEBEMOS A LA SÍFILIS
De entre todos los hechos que caracterizaron la llegada del europeo a América, el intercambio de enfermedades adquiere una posición de relevancia. Con cada carabela atracada, una marea de conquistadores, buscavidas, virus y bacterias se desbordaba sobre el americano. Y con cada desatraque, un puñado de nuevas enfermedades emprendía su correspondiente viaje hacia Europa.
De esta forma, con cada ida y venida, una oleada de nuevas bacterias se expandía por cada continente. De Europa a América, pero también de América a Europa.
Como sabemos, las consecuencias del combo conquistador/bacteria sobre el «nuevo» continente fueron devastadoras, un auténtico desastre demográfico y ecológico. Y es que, si los conquistadores eran letales, todavía lo eran más las enfermedades que llevaron consigo.
La indefensión era absoluta por parte de los nativos. Al contacto con una nueva enfermedad a la que ni ellos mismos ni ninguno de sus antepasados se había enfrentado nunca, sus organismos no sabían cómo reaccionar: carecían de una respuesta inmunológica efectiva para esas enfermedades. Las bacterias colonizaban y hacían enfermar a sus nuevos huéspedes sin hallar prácticamente oposición.
De esta forma, consecutivas oleadas de gripe (en 1493), viruela (entre 1519 y 1520) y sarampión (en la década de 1530), nativas del viejo mundo, se llevaron consigo a gran parte de la población americana autóctona. Sin ir más lejos, tan solo veinte años tras la llegada de Colón a San Salvador, la primera de las islas que pisó, la combinación de pólvora y bacterias había diezmado al 90 % de la población del Caribe.
Y lo mismo sucedió en sentido contrario, aunque las consecuencias fueron mucho más modestas. Con su vuelta a la península, los marineros y soldados españoles trajeron consigo la primera enfermedad venérea (o, al menos, la primera que recibió tal nombre). Fue un médico francés el primero en llamarla de esta forma, en honor al modo en que era contraída: a través del «acto del amor». La diosa romana del amor era Venus, y de Venus viene dado el nombre de venérea; aunque en la época fuese más conocida como la dolencia francesa. Hoy se la conoce como sífilis.
Aunque existen vestigios que sugieren que esta enfermedad podría haber existido en Europa ya en tiempos antiguos, fue durante el siglo XVI, tras los viajes de Colón y gracias a las guerras europeas, cuando las nuevas cepas traídas desde América convirtieron este mal en una epidemia.
Tras su vuelta de América, algunos de los soldados españoles que habían contraído la enfermedad en el nuevo mundo se alistaron como mercenarios del ejército del rey francés Carlos VIII, que se encontraba en plena campaña militar en el reino de Nápoles. Fue en el sitio a esta ciudad donde los españoles contagiaron a las prostitutas que seguían al ejército. Ellas, por su parte, se encargaron de distribuir esta enfermedad entre el resto de la tropa y del ejército galo.
En su vuelta a sus respectivos países, tras la derrota de Carlos VIII y su expulsión de Italia, los soldados repartieron la sífilis por toda Europa. No es por tanto demasiado extraño que los franceses la conociesen como la enfermedad napolitana, pero que en el resto del mundo se le diese el nombre de «dolencia francesa».
Hoy en día sabemos que la sífilis es una enfermedad causada por una bacteria, la Treponema pallidum, que se transmite por vía sexual y materno-fetal. En la actualidad es relativamente extraño que la enfermedad evolucione hacia un estado avanzado, incluso sin tratamiento, y llegue a ser mortal; pero no sucedía así con las primeras cepas que llegaron a Europa.
En las epidemias que recorrieron el continente desde 1495 hasta 1546 –momento en que la enfermedad evolucionó hasta tomar una forma parecida a la actual–, su tasa de mortalidad era elevadísima. Y en una Europa que acababa de recuperarse de la peste negra, debido a la que falleció una de cada tres personas, esta pandemia fue recibida como un nuevo castigo divino por sus pecados. Más aún por el modo como se contagiaba y por la nula efectividad de los tratamientos tradicionales (ya saben: sangrías, purgas, caldo de carne asada y sirope de serpiente). No es de extrañar por tanto la cálida acogida que recibía cualquier nuevo remedio, por parcial que fuese la cura que proporcionara.
En este punto es donde aparece de Theophrastus Bombast von Hohenheim (1493-1541), más conocido como Paracelso: un médico suizo con un ego a la altura de su destino. De hecho, el sobrenombre de Paracelso (igual o semejante a Celso, en latín) se lo puso él mismo en alusión al célebre médico romano del siglo I. Se veía a sí mismo como un par entre los grandes mitos clásicos de la medicina. Y la verdad es que, al menos en esto, no se equivocó demasiado.
«Es la dosis la que hace el veneno». Bien, sigamos esta idea, cojamos un veneno y veamos si es capaz de curar la sífilis aplicándolo en pequeñas dosis. El candidato elegido fue el mercurio.
Al igual que nosotros, también Paracelso sabía allá por el siglo XVI que el mercurio es tóxico. Muy tóxico, de hecho. Se trata de un metal líquido a temperatura ambiente, capaz de ser absorbido por la piel y de envenenar la sangre. Cuando es aplicado de forma excesiva, o cuando sus gases son inhalados, causa la caída de los dientes, bronquitis, catarro pulmonar, convulsiones, parálisis o incluso la muerte. Y, aun así, era preferible padecer sus efectos a sufrir la «dolencia francesa».
Aplicado en pequeñas dosis, o siendo vaporizado en cámaras cerradas, el mercurio aliviaba los síntomas de la sífilis e incluso los hacía retroceder ligeramente. De hecho, pese a sus efectos secundarios, este metal se continuó utilizando durante más de cuatro siglos, hasta que Alexander Fleming descubriese el poder bactericida del Penicilium notatum –o del compuesto que generaban estos hongos, la penicilina– y lo aplicase en el tratamiento de esta enfermedad a partir de 1943.
El uso de este metal líquido en el tratamiento de la sífilis le sirvió al médico suizo para establecer el principio casi axiomático de que «todas las sustancias son venenos, no existe ninguna que no lo sea. La dosis diferencia un veneno de un remedio». Principio que continuamos aplicando todos nosotros en nuestro día a día.
El colesterol es necesario para mantener la consistencia de la membrana de las células, pero todos sabemos qué sucede cuando la ingesta de este es excesiva: «poca broma», que diría aquel. La sal común, el cloruro sódico, es imprescindible para equilibrar los electrolitos, pero a partir de cierto momento su consumo debe ser reducido en pro de la adecuada tensión arterial. Y sucede de la misma forma con todos los alimentos, con la fruta, la carne, incluso con el agua –aunque a partir de los seis litros diarios, claro–.
Y del mismo modo sucede con las especies reactivas del oxígeno. Son tóxicas, cierto. Y aun así nuestro cuerpo las produce continuamente, también es cierto.
Las generamos porque las necesitamos, pero si las generamos en exceso, enfermamos. Es más, en ocasiones necesitamos sintetizarlas expresamente mediante tratamientos químicos con el fin de sanar. Porque, si existe una familia de compuestos en que se hace especialmente evidente la poca correlación entre los conceptos saludable, natural, tóxico y artificial, esta la componen las especies reactivas de oxígeno.
El radical hidroxilo, el superóxido, el peróxido de hidrógeno; todos ellos compuestos con nombres que parecen improvisados sobre la marcha, que perfectamente me podría acabar de inventar –¿radical superóxido?, ¿en serio?–. Pero lo cierto es que son moléculas duales, que igual pueden ayudar a curar un cáncer, que a generarlo. Que de la misma forma permiten y estimulan el funcionamiento del cerebro, que lo impiden. Todo ello las hace especialmente fascinantes.
Y como paradigma de molécula dual, la más sutil de las variaciones del oxígeno, la más interesante de sus especies reactivas: el oxígeno singlete.
Dependiendo de dónde se origine, de cómo lo haga y, en definitiva, de las circunstancias que conduzcan a su generación dentro de nuestro organismo, el oxígeno singlete puede dar la salud, o quitarla. Puede actuar sobre los tumores, intoxicándolos y ayudándonos a acelerar de esta forma su eliminación o, por el contrario, puede atacar a nuestro organismo, quemarlo y desgarrar su piel desde el propio interior. Y ambas actitudes son naturales en el oxígeno singlete.
Como molécula que es, como objeto inanimado, no existe bondad ni maldad en él. Al igual que sucede con el dios romano Jano, aquel ser con dos rostros, uno a cada lado de la cabeza, también el oxígeno singlete presenta un comportamiento dual en el que cada una de sus personalidades se opone a la otra.
A través de las próximas páginas vamos a ir desgranando este comportamiento: profundizaremos en su naturaleza, en el modo en que las especies reactivas del oxígeno pueden ser agente sanador y elemento tóxico a la vez, empezando por el oxígeno singlete por ser la más sencilla y, a la vez, sorprendente de estas especies.
Pero antes de conocer su comportamiento, antes de poder comprender sus acciones, debemos conocerlo a él, debemos saber cuál es su historia. Conozcamos, pues, al oxígeno singlete.