Читать книгу: «El oxígeno», страница 3

Шрифт:

ACTIVAR EL OXÍGENO

Hablemos de química. Cuando mencionamos el oxígeno, la molécula de oxígeno, en realidad nos estamos refiriendo a un ente con entidad propia: dos átomos de 16 protones unidos a través de un enlace covalente. O lo que es lo mismo: dos núcleos, 32 electrones.

Pero no corramos demasiado, recordemos primero qué son los átomos, de qué está constituida la materia. Probablemente estas páginas que siguen nos suenen de algo, de cursos anteriores o lecciones olvidadas; pero permítanme pensar en voz alta y reflotar conceptos que con el tiempo se pueden haber vuelto confusos. Vayamos paso por paso y definamos primero cómo son, exactamente, los átomos.

Un átomo no es más que una diminuta concentración de materia, alrededor de la cual «hay», por algún motivo, electrones. Nada más –y nada menos–. En cuanto a su tamaño, es pequeñísimo. Ridículamente pequeño. Tan diminuto que cualquier intento por comprenderlo sobrepasa nuestra capacidad, algo parecido –pero en sentido contrario– a intentar entender la distancia que separa las estrellas entre sí o la cantidad de aviones que se podría comprar Jeff Bezos –el dueño de Amazon– con sus dividendos anuales.

En total, de lado a lado, un átomo no ocupa más que unas pocas décimas de nanómetro, la milmillonésima parte de un metro. En otras palabras, deberíamos juntar medio millón de átomos para llegar a alcanzar el diámetro de un pelo humano.

En cuanto a su estructura, esta concentración de materia que es el átomo se puede dividir en dos componentes fundamentales: el núcleo y los electrones. La parte central, la estática, es la que conocemos como núcleo: una bola pequeña, pesada y con carga positiva. Esta misma carga es de hecho la que actúa sobre su entorno, atrayendo en torno a sí los electrones: inquietos, ligeros y con carga negativa. Cómo se muevan estos o dónde estén concretamente, ahora mismo, es lo de menos.

En función del tamaño del núcleo, de su composición o de la cantidad de electrones que tenga alrededor, por ejemplo, este átomo va a tener unas propiedades u otras y va a dar lugar a distintos elementos (como el carbono, el oxígeno o el hierro), iones (como el cloruro), isótopos (como el 12C o el famoso 14C de las determinaciones de la edad de los restos arqueológicos) y demás fauna química. Es decir, las características particulares del núcleo y de los electrones son las que definirán el comportamiento del átomo: con quién va a reaccionar, cómo lo va a hacer, la facilidad con que dicha reacción se pueda producir, etc.

La cuestión es, en resumen, que aparentemente la estructura de los átomos es bastante sencilla: un núcleo pesado y positivo rodeado de «cargas negativas», los electrones.

Ahora bien, si estudiamos con un poco más de detalle los átomos, podremos ver que estos sistemas en realidad están completamente desproporcionados: el núcleo contiene un 99 % largo de la masa total del átomo, mientras que los electrones de su alrededor prácticamente no pesan nada.

Fig. 2. Aunque habitualmente la concepción del átomo es la de un núcleo alrededor del cual giran electrones, del mismo modo que los planetas orbitan su estrella, la realidad es un poco más compleja. Un átomo está compuesto, efectivamente, por un núcleo y una serie de electrones, pero estos no giran alrededor del primero, sino que se encuentran encerrados en unas zonas denominadas orbitales. La carga positiva del núcleo, causada por sus protones, se encarga a grandes rasgos de atraer a los electrones –con carga negativa– y evitar que estos escapen. Fuente: Elaboración propia.

Por contra, si nos fijamos en el tamaño de cada componente, las proporciones se invierten: mientras que el núcleo es ridículamente pequeño, la zona ocupada por los electrones (los orbitales) es inmensa. Para hacernos una idea, si un átomo tuviese las dimensiones de un campo de fútbol, el espacio que ocupan los electrones sería del tamaño del estadio, mientras que el núcleo tendría el tamaño de un guisante depositado en el centro del terreno de juego. Un átomo es, en su mayor parte, espacio vacío.

A grandes rasgos, es de esta forma como se estructuran los átomos. Pero en la naturaleza pocas veces podemos encontrarlos tal cual los hemos descrito, aislados de su entorno, sino que tienden a interaccionar con este, a agruparse formando construcciones más complejas.

Si ascendemos en la escala jerárquica de la materia, en un escalafón por encima de los átomos encontramos las moléculas, que aparecen al unirse dos o más átomos. Cuando varios de estos se encuentran más o menos cerca, juntando esas nubes electrónicas que llamamos orbitales, enlazándose en una sola unidad, decimos que tenemos una molécula. Si juntamos dos átomos de oxígeno, tenemos oxígeno molecular.

¿Y el hecho de que ahora estos átomos se encuentren unidos cambia algo? ¿Son ahora diferentes en algún sentido? ¿Hemos alterado alguna de sus propiedades? Evidentemente. Es más, la mayoría de las propiedades de los materiales dependen del modo como los átomos se unen en las moléculas que los forman. Atentos.

La materia está constituida de átomos, pequeñas unidades que, en función de cómo se vayan uniendo y de sus propias características, dan lugar a prácticamente todo lo que conocemos. Si un tipo concreto de átomo (pongamos que hablamos del carbono) se une con otros átomos iguales a él de una forma determinada (tetraédrica, ignoren este comentario), obtenemos un material extremadamente duro, como el diamante. Un material tan duro que debemos esforzarnos en caso de que lo queramos rayar. En cambio, si estos mismos átomos se unen de tal otra forma (planos de unidades hexagonales, ignórenme de nuevo), lo que generamos es un material frágil como el grafito. Pero, en cualquier caso, lo importante que reseñar aquí es que ambos materiales están «moldeados» partiendo de la misma «arcilla»: los átomos de carbono.

Es decir, el modo en que se acercan y se unen estos átomos –nanoscópicos– formando una unidad jerárquicamente superior determina las propiedades del material –macroscópico– final.

Pero esta no es una propiedad única del carbono, ni mucho menos. Esta capacidad de generar materiales tan dispares como el diamante o el grafito partiendo de la misma materia prima y modificando solamente el modo en que se unen los átomos sucede con la mayoría de los elementos químicos: con el silicio, con el nitrógeno, con el cobre… Y el oxígeno no es una excepción. La particularidad es que, con este elemento, la propiedad que se ve alterada al modificar el enlace de sus átomos no es la dureza del material, su color o su transparencia, sino su estabilidad.

En el capítulo anterior hemos visto que el oxígeno molecular, ese mismo que roza nuestra piel constantemente, que necesitamos para llevar a cabo algunos de los más fundamentales ciclos bioquímicos, que resulta innocuo bajo mil circunstancias, también puede ser tóxico. Sin añadir un solo átomo de más. En ocasiones, sin tan siquiera añadir un solo electrón. El mismo oxígeno que nos mantiene con vida, «muta» y destruye donde antes creaba.

¿Cómo se puede explicar? ¿Qué es lo que ha cambiado en él para que su comportamiento sea ahora diametralmente opuesto? Lo podemos intuir: el modo en que los átomos de esta molécula se encuentran enlazados.

Imaginemos la siguiente situación: dos átomos de oxígeno se acercan el uno hacia el otro, cada uno con su núcleo pesado, cada uno con sus 16 electrones. Inevitablemente, llega un momento en que las dos nubes electrónicas empiezan a solaparse, los electrones de uno empiezan a interaccionar con los electrones del otro. Y lo más importante, estos mismos electrones van a empezar a sentir la fuerza atractiva del núcleo del otro átomo: positivo que atrae a negativo, negativos que se acercan a positivo.

Tal será la atracción que sentirán los electrones de un átomo por el núcleo que se aproxima que casi llegarán a abandonar su núcleo inicial. Y de hecho en ocasiones podrían llegar a hacerlo. Así –más o menos– es como se forman los dos tipos de iones que existen: un átomo se queda con un electrón de más –y por tanto con carga negativa–, mientras que el otro se queda con un electrón de menos –y en consecuencia cargado positivamente–. Aniones y cationes.

Pero esto nunca llega a suceder en el oxígeno. En este caso la atracción por el núcleo inicial nunca se pierde, de forma que los electrones se quedan confundidos, indecisos, a medio camino entre un núcleo y el otro. Y con la confusión, las nubes electrónicas empiezan a deformarse, a distribuirse alrededor de los dos centros de atracción: ahora los electrones ya no pertenecen a un átomo o al otro, sino a los dos al mismo tiempo. Se ha formado una nueva molécula. Los dos átomos de oxígeno se han enlazado constituyendo ahora una sola entidad: el oxígeno molecular.

Queda un último detalle por comprender. En una molécula, los electrones no se encuentran de cualquier forma ni pueden estar en cualquier lugar. Ni se mueven de forma aleatoria siguiendo su propio criterio, ni cualquier posición está disponible para ellos.

Al contrario, los electrones se encuentran ordenados: clasificados y organizados en orbitales. Resultaría un tanto tedioso detallar el método por el cual se decide en qué orbitales situar a los electrones, tan solo se puede mencionar que los criterios dependen de la distancia del orbital respecto al núcleo, de su forma, de cómo de intensa siente la carga central del átomo, cómo de cerca tiene otros orbitales, etc.

La cuestión es que los electrones se sitúan espontáneamente en aquellos orbitales en que las fuerzas atractivas se maximizan y las repulsivas se minimizan. Dicho de otra forma, los electrones van allí donde más cómodos se sienten. Así sucede en todas las moléculas y así sucede también en el oxígeno.

De esta forma, con cada electrón en su posición ideal, el oxígeno no reacciona fácilmente. Recordemos que reaccionar significa cambiar los electrones de orbitales, sacarlos de su posición inicial y llevarlos a otra distinta. Tal es la idoneidad que ofrece en sus orbitales el oxígeno, que no hay quien mueva a estos electrones para que la molécula pueda reaccionar.

Ahora bien, que sea difícil no significa que sea imposible, solo implica que hemos de poner un poco más de empeño en nuestro propósito. Pero una vez conseguido, la estabilidad que hace casi inerte al oxígeno se extingue. Esa comodidad que sienten los electrones desaparece y se revierte de forma cuasi especular: la incomodidad es absoluta; donde antes el oxígeno era reacio a reaccionar, ahora es la más reactiva de las especies. Sacar uno de estos electrones de su «zona de confort» es lo único que se necesita para tornar tóxico al oxígeno.

Es cierto que, en ocasiones, este electrón puede volver a su orbital de origen en vez de hacer que la molécula reaccione con su entorno. En tal supuesto, nada habrá pasado. Las moléculas que rodeen al oxígeno ni se enterarán de lo cerca que han estado del desastre.

Ahora bien, en otras ocasiones, en vez de desactivarse, la molécula de oxígeno puede reaccionar con lo que encuentre más cerca. ¿Que es una molécula de glucosa? Pues adelante con la glucosa. ¿Que no es una molécula, sino un orgánulo de una neurona? Pues a muerte con la neurona entonces.

Y por difícil que sea la transformación, por complicado que sea mover un electrón de la molécula de oxígeno de un orbital a otro, no es imposible. Una pequeña descarga de energía, un compuesto especialmente proclive a mover electrones de sitio, un metal que no está donde debería… En ocasiones, superar la dificultad tan solo demanda dosis extra de azar. Y este azar, en ocasiones, puede dar lugar no solo a la generación de especies reactivas del oxígeno, sino que incluso puede hacer nacer un mito.

EN LA MENTE DE POLIDORI

En el mes de abril de 1815 la isla de Sumbawa se rompió en mil pedazos. En el seno de este pequeño protectorado holandés, dentro del archipiélago que hoy recibe el nombre de Indonesia, el volcán Tambora hizo erupción con una fuerza desconocida desde mil doscientos años antes. Todavía un año después, y a 12.000 kilómetros de distancia, sus efectos seguían sintiéndose: a modo de maldición anticolonial, allá donde llegaba su nube de polvo y cenizas, se alzaban a su paso disturbios y saqueos para conseguir un pan que escaseaba.

Con la erupción del volcán indonesio una nube de cenizas cubrió el cielo de gran parte del planeta durante meses, aislándolo de la luz del sol. Con ello, las temperaturas se precipitaron. El verano de 1816 fue conocido en Europa como «el verano que nunca fue». En Suiza la temperatura cayó 3 ºC de media, reconstruyendo glaciares alpinos ya derretidos; en Gran Bretaña, Francia e Irlanda se secaron las cosechas y estallaron los disturbios; Alemania fue presa de la hambruna y, con ella, de los saqueos en cada una de sus ciudades. En una Europa que todavía se recuperaba de la desolación causada por las guerras napoleónicas, cualquier contratiempo se traducía en escasez y hambre para la población.

Pero habitualmente se da que, por cada gran desgracia, también existe un gran beneficiado, y en este caso la agraciada fue la literatura universal. El «mal tiempo» de aquel verano haría nacer dos de las figuras más características de la mitología moderna.

La misma lluvia ininterrumpida que inundó Suiza aquel 1816, también encerró en una casa de los Alpes a un pequeño grupo de escritores, entre ellos al poeta británico lord Byron y al escritor Percy Bysshe Shelley. Estos, para entretenerse, decidieron retarse a escribir el relato más terrorífico que pudieran concebir. Curiosamente, ninguno de estos dos escritores románticos acabaría su historia. Serían dos de sus acompañantes, con unas aptitudes narrativas hasta el momento desconocidas para el gran público, quienes darían con los relatos llamados a perdurar en el tiempo. Ellos eran Mary Wollstonecraft Godwin y el propio médico de lord Byron, John Polidori.

El resto de la historia es conocida. Mary Godwin se inspiraría en la figura de los italianos Volta y Galvani, famosos por la aplicación de la electricidad a seres vivos, para crear al Dr. Frankenstein y su «hijo» a pedazos. Y no es de extrañar: en la época era muy común entre la gente adinerada asistir a veladas científicas. Aunque más que veladas, se parecían más a espectáculos teatrales. En ellas, un filósofo de lo natural –un científico, que diríamos ahora– realizaba experimentos especialmente llamativos o curiosos a modo de entretenimiento para la clase alta. Y entre las demostraciones más llamativas, las que tenían la electricidad como protagonista gozaban de una particular popularidad –ya saben, electrocutar ranas, generar rayos dentro de un edificio, etc.–. Todo ello se condensaría en la figura del Dr. Frankenstein.

El libro de la británica saldría publicado en 1818 bajo autoría anónima y de nuevo en 1822, esta vez con la firma de la autora usando su apellido de casada: Mary Shelley.

Por su parte, la creación del doctor Polidori no es menos conocida, aunque su personaje solo alcanzaría la fama tras la novela de Bram Stoker:

Su cara era fuerte, muy fuerte, aguileña, con un puente muy marcado sobre la fina nariz y las ventanas de ella peculiarmente arqueadas y el pelo gris que le crecía escasamente alrededor de las sienes, pero profusamente en otras partes. Sus cejas eran muy espesas, casi se encontraban en el entrecejo, y con un pelo tan abundante que parecía encresparse por su misma profusión. La boca […] era fina y tenía una apariencia más bien cruel, con unos dientes blancos peculiarmente agudos; estos sobresalían sobre los labios. […] La tez era de una palidez extraordinaria. […] No pude evitar notar que sus manos eran bastante toscas, anchas y con dedos rechonchos. Cosa rara, tenían pelos en el centro de la palma.

De esta forma es como el personaje ideado por Polidori es descrito por Stoker en su novela de 1897 y pese a que algunos de sus rasgos no hayan perdurado hasta nuestros días, sí que lo ha hecho la imagen general. En su libro, Polidori le dio el nombre de «vampiro»; Stoker, en el suyo, el de Drácula.

Los vampiros. Sobran descripciones. Todos compartimos la imagen del hombre de tez pálida mil veces retratada en el cine, bien sea a través de los ojos de Coppola, en la parodia que encarnó Leslie Nielsen, en la versión adolescente de Crepúsculo o en la miniserie británica de Netflix. Pero ¿cuánto de real hay en este personaje? ¿Hasta qué punto su descripción es pura ficción y hasta qué punto está basada en la realidad?

Ahora bien, ¿cuál es la inspiración de Polidori? ¿Tomó algún elemento real como referencia para construir su personaje, del mismo modo que hizo Mary Godwin?

Lo cierto es que la idea del vampiro es casi tan antigua como la necesidad del ser humano de crear mitos. La mayoría de las culturas han tenido alguna figura similar: Persia, Babilonia, China, Egipto, India, Grecia, Roma e incluso las culturas americanas. Pero el mito moderno que todos conocemos, ese vampiro de tez pálida que inspiraría a Polidori y que se encargaría de desarrollar Stoker, está basado en el folclore de Europa central y del este del siglo XVII.

Un cadáver reanimado, que necesita absorber la sangre de los seres vivos para asegurar su propia supervivencia. Un ser que vive de noche, oculto de la luz del sol que lo podría matar. Un ser pálido, de dientes largos, sanguinolentos, afilados; con pelo en las palmas de las manos y uñas afiladas; frágil en su constitución.

Durante el siglo XVII, a lo largo del territorio húngaro, de Polonia, de Serbia y del sur de Rusia, se multiplicaron los sucesos que tenían como protagonista a un ser que respondía a esta descripción. Un muerto revivido, aseguraban los testigos, un ser dependiente de la sangre. Los casos de vampirismo eran la realidad cotidiana en la Silesia de 1600.

Lo interesante es que, por fantasiosa que parezca, esta descripción tiene más de real de lo que podríamos pensar. De igual modo que hiciese Mary Godwin tomando los experimentos con electricidad de Volta y Galvani y el concepto del científico moderno como base para crear a su Dr. Frankenstein, también el mito de Drácula tiene sus raíces en la realidad; aunque en este caso la referencia no es tanto un personaje como una enfermedad.

Una enfermedad muy extraña, de hecho, pero cuyos síntomas se corresponden con la mayoría de los rasgos clásicos de los vampiros –bueno, se corresponde con la mayoría a excepción de lo del cadáver reanimado, claro. Por suerte eso sí que es pura imaginación–. Una patología estrechamente relacionada con el oxígeno y la herramienta que tiene nuestro organismo para transportarlo por la sangre: la hemoglobina. Porque, cuando se pierde la capacidad de transportar el oxígeno, este se vuelve contra nosotros.

TRANSPORTADORES DE OXÍGENO

Necesitamos respirar. Y necesitamos respirar porque necesitamos el oxígeno. Con cada inspiración, nuestra sangre se llena de él. Con cada exhalación, se vacía de dióxido de carbono. Nada nuevo bajo el sol.

Al inhalar, hinchamos los pulmones, los alvéolos se dilatan y exponen los capilares que los recubren. A través de ellos, las moléculas de oxígeno entran en nuestro organismo. Una vez en la sangre, el oxígeno es redistribuido por todas nuestras células, desde las neuronales a las musculares, quienes lo consumirán para «quemar» –oxidar– los nutrientes y así obtener la energía que almacenan en sus enlaces.

Pero el oxígeno no viaja a través de la sangre de cualquier forma. Al contrario, esta molécula dispone de un medio de transporte específico para ella misma, un tipo de célula cuya única misión es asegurar que el oxígeno llegue a su destino. Son los conocidos como glóbulos rojos, unas pequeñas células achatadas que le confieren a la sangre su característico color.

Los glóbulos rojos son uno de los tres tipos de células que componen la sangre, junto con los glóbulos blancos –que forman parte del sistema de defensa o inmunológico, aquel que nos protege de las enfermedades y los patógenos– y las plaquetas –claves en el proceso de coagulación–.

Como se puede deducir, la importancia de cada uno de estos tipos de células en el funcionamiento de nuestro organismo hace que cualquier defecto que presenten se traduzca en una enfermedad.

Por ejemplo, en el caso de que un paciente tenga un problema con los glóbulos blancos, este será mucho más vulnerable a cualquier patógeno externo: sin estas células, un virus –o una bacteria, un hongo, un parásito– puede campar a sus anchas por nuestro organismo sin que nada se lo impida. Vía libre. De esta forma, enfermedades a las que en un principio podríamos hacer frente con cierta facilidad y que nunca deberían llegar a suponer un problema, como un resfriado, se pueden convertir en graves problemas de salud.

Este es el caso de los pacientes de VIH, por ejemplo. El virus de inmunodeficiencia humana, causante del sida, ataca a un tipo de glóbulo blanco en particular, el conocido como linfocito CD4+. En el momento en que demasiados de estos linfocitos son destruidos, nuestro sistema inmune deja de poder hacer frente a las infecciones. Por tanto, el VIH no es una enfermedad mortal por sí misma, pero nos debilita en tal grado que somos más vulnerables al resto de patógenos.

Algo similar sucede con los glóbulos rojos. Al igual que un defecto en los glóbulos blancos deriva en problemas de salud, una imperfección de las células transportadoras de oxígeno también tiene sus implicaciones sobre el bienestar del paciente, aunque tal vez no sean las que a priori podríamos imaginar.

Los glóbulos rojos no son un tipo de célula al uso. No disponen de núcleo donde guardar su ADN, ni de mitocondrias con las que respirar. Más bien funcionan como contenedores, como extraños depósitos que arrastran su forma achatada a través de la sangre, sumergidos en el plasma.

Fig. 3. Representación de los principales tipos de células que forman parte de la sangre: los glóbulos rojos, los blancos y las plaquetas. El cuarto componente es el plasma, la parte líquida en que se desplazan estas células y que además contiene un gran número de sales minerales y proteínas, como la albúmina, los factores de coagulación y las inmunoglobulinas. Fuente: Elaboración propia.

Pero como suele suceder, lo interesante no es el continente, sino el contenido; lo importante aquí es lo que guardan en su interior.

Es dentro de los glóbulos rojos donde reside la gran protagonista de esta historia, el lugar donde podemos encontrar, encerrada, a la verdadera responsable del transporte del oxígeno, una proteína colosal tanto en tamaño como en importancia. Su nombre, hemoglobina. Seguro que les suena. Se trata de una molécula enorme, miles de veces más grande que el propio oxígeno, cuya tonalidad es la que da nombre y color a los glóbulos rojos y, por extensión, a la sangre.

Pero más que encerrada, sería más preciso decir que está hacinada. Si secásemos un glóbulo rojo, el 96 % de su peso sería hemoglobina: la cantidad de oxígeno que nos permite transportar es bastante elevada.

Porque esa es su misión. El objetivo vital de la hemoglobina es tomar el oxígeno en los pulmones y redistribuirlo por el resto del cuerpo.

La hemoglobina viaja con la sangre hasta los pulmones, a través del corazón, las venas, los capilares que se estrechan; llega a los bronquios, a los bronquiolos y, finalmente, en los alvéolos toma el oxígeno del aire que hemos inhalado. Y vuelta al organismo. Pasa de los alvéolos a los bronquiolos, y de ellos a los bronquios. Los capilares se ensanchan y se convierten en arterias, cada vez más grandes, cada vez con un mayor caudal; hasta llegar al corazón. Diástole y sístole. Con un nuevo impulso, la hemoglobina –siempre dentro de los glóbulos rojos– sale del corazón y recorre el cuerpo. Pasa junto a una célula falta de oxígeno. Donde esté. Llega, se lo cede, y vuelta a empezar. Vena, corazón, pulmón, arteria, corazón; y una vez más. Y todavía otra más. Este es el ciclo de la hemoglobina.

Pero volvamos al terreno de la química. ¿Por qué es capaz esta proteína de capturar el oxígeno?

Si nos fijamos en su estructura, podremos observar que la hemoglobina es, como la mayor parte de las proteínas, una estructura bastante compleja; una maraña de rizos formada por la unión de miles de unidades más pequeñas.

De toda esta estructura, el oxígeno tan solo interacciona con la proteína a través de cuatro puntos clave, cuatro zonas especialmente dispuestas a atraparlo; cuatro cavidades, en definitiva, con una forma y una actividad particularmente idóneas para capturar la pequeña molécula objetivo. Al conjunto de átomos que se organizan en estas cavidades para atrapar el oxígeno se les conoce como «grupos hemo» –de estos le viene el nombre a la hemoglobina–. Es este conjunto de átomos, en definitiva, el que captura el oxígeno en la hemoglobina.


Fig. 4. Los glóbulos rojos son un tipo de célula sanguínea encargada del transporte del oxígeno. Esta misión la pueden llevar a cabo gracias a la proteína que contienen: la hemoglobina. En el interior de esta, cuatro zonas conocidas como «grupos hemo» son capaces de capturar el oxígeno y de esta forma transportarlo a través del organismo. Fuente: Elaboración propia.

La estructura del «grupo hemo», tal y como está representada en la figura 5, no parece demasiado compleja: un anillo que, a través de unos nitrógenos que funcionan como anclas, mantiene fijo un átomo de hierro. Este metal, por su parte, es el punto de enganche del oxígeno. Hete aquí el centro activo de la hemoglobina.


Fig. 5. El «grupo hemo» es el responsable de que el oxígeno se pueda unir a la hemoglobina. Este consiste en un anillo llamado «de porfirina» que a su vez mantiene fijo un átomo de hierro en su centro. Es este átomo metálico el responsable de «enganchar» la molécula de oxígeno. Fuente: Elaboración propia.

Esta explicación, que puede parecer más próxima a un ejercicio intelectual o a una clase de bioquímica que a nuestro día a día, en realidad nos permite aproximarnos a la motivación que esconden viejos consejos. Hagamos un paréntesis y veamos por qué es tan importante que una proteína interactúe específicamente con su molécula objetivo, y solo con su molécula objetivo. Entender la hemoglobina sirve para explicar, entre otras cosas, precauciones cotidianas.

Бесплатный фрагмент закончился.

837,84 ₽

Жанры и теги

Возрастное ограничение:
0+
Объем:
201 стр. 19 иллюстраций
ISBN:
9788491348351
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
Аудио
Средний рейтинг 4,2 на основе 387 оценок
Аудио
Средний рейтинг 4,6 на основе 692 оценок
Текст, доступен аудиоформат
Средний рейтинг 4,9 на основе 421 оценок
Текст, доступен аудиоформат
Средний рейтинг 4,3 на основе 493 оценок
По подписке
Аудио
Средний рейтинг 4,7 на основе 1854 оценок
Текст, доступен аудиоформат
Средний рейтинг 5 на основе 453 оценок
Аудио
Средний рейтинг 5 на основе 8 оценок
Текст, доступен аудиоформат
Средний рейтинг 4,3 на основе 999 оценок
Аудио
Средний рейтинг 4,7 на основе 622 оценок
Текст
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок