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UNA EXCURSIÓN A LA ISLA

El marqués de Peñalta es el prometido de la señorita María de Elorza. Se hallaba ya cercana la fecha de la boda cuando María, sufriendo un ataque agudo de misticismo, vacila si debe o no casarse e impone una prórroga a su novio. Este se resigna de mal grado. Sigue frecuentando la casa, pero María entregada a sus prácticas piadosas no siempre le acompaña. El marqués de Peñalta se ve obligado a pasar largos ratos en compañía de Martita, hermana de María, que es una niña de catorce años. A causa de la intimidad que entre ellos se establece prende en el inocente corazón de Martita un amor apasionado por su futuro cuñado. Cuando se da cuenta de él se horroriza y hace esfuerzos por sofocarlo. En estos días se celebra una excursión de placer a un islote propiedad de D. Mariano de Elorza, padre de las dos hermanas. María no toma parte en ella. Martita, excitada por el champagne, se arroja a decir y a ejecutar lo que el lector verá en este capítulo.

EN tanto el Océano, indiferente a las risas y a las angustias de aquellos insectillos que rozaban su bruñida epidermis, reverberaba el incendio del sol en toda su inmensidad, gozando este placer augusto con el mismo sosiego que en los primeros días del mundo. La luz ya podía espaciarse libremente sobre su llanura húmeda corriendo leguas y leguas en un segundo, lanzando sus llamaradas a los últimos confines del horizonte o recogiéndolas de pronto en haz resplandeciente; ya podía jugar sobre las crestas espumosas de sus olas o besar tímidamente el espejo diáfano de las aguas o salpicarlo con menudo polvo de plata o dejarse caer desmayada con lánguido y voluptuoso estremecimiento que se perdía entre los pliegues de las olas. Nada conseguía alterar la paz solemne de su corazón ni hacerle emitir una nota más grave o más aguda en la grandiosa aria de bajo profundo que canta desde el principio del universo.

Los contornos de la Isla se dibujaban ya con precisión, negros y adustos como si acabasen de salir de un gran incendio. Según se iban acercando a ella, el blanco cinturón, que desde lejos parecía ceñirla, rompíase en mil pedazos separados por considerable distancia. Ruido formidable de muchedumbres que combaten, cadenas que se arrastran y peñas que se desgajan, venía de allá indicando a nuestros viajeros que se acercaba el término de su jornada. Al cabo de una hora de marcha atracaron por fin, no sin algún trabajo, a su peñascosa costa. Después necesitaron subir por un estrecho y peligroso sendero labrado en la roca para encontrase al fin en tierra firme y llana. La Isla no merecía este nombre. Era un islote de dos o tres kilómetros de extensión, propiedad de D. Mariano de Elorza, que sólo la utilizaba para cazar de vez en cuando y traer de allá todos los años algunos centenares de huevos de gaviota. Estaba cubierta a trechos de pinos, pero en su mayor parte vestida de tojo donde las liebres y conejos tenían su guarida. Por casi todos los lados ofrecía espantosos precipicios sobre el mar, que la batía incesantemente entrando y saliendo con furia en las concavidades de las rocas que la circundaban. D. Mariano había edificado en el centro una casita para guarecerse, a la cual había ido añadiendo poco a poco algunas comodidades. Constaba solamente de un espacioso salón, un comedor, algunas alcobas y la cocina; pero la tenía bastante bien amueblada y circuida de un jardincito donde crecían de mala gana algunos árboles de adorno.

Mientras se disponía la comida y llegaba la falúa de la Sanidad, que había ido a depositar a Isidorito como triste deportado en un árido paraje de la costa, señoras y caballeros se diseminaron, dedicándose a la caza o a la pesca, según las aficiones y aptitudes de cada cual. Empezaron a sonar tiros aquí y allá, demostrando que los conejos, que se habían propagado en progresión geométrica, sufrían la ley de represión descubierta por Malthus. Los viajeros que no tenían instintos sanguinarios se acomodaban buenamente sobre el musgo al borde de los precipicios, contemplando de hito en hito el horizonte, por donde solía cruzar la vela de algún barco. Otros estudiaban la flora arrancando hierbecillas y discutiendo ampliamente acerca del cultivo que convendría a aquellas tierras y de los productos que pudieran dar. Cuando todo estuvo arreglado, D. Mariano se lo notificó por medio de sus criados, y unos en pos de otros los tertulios se fueron replegando hacia la casa y entraron en el salón, donde se había improvisado una espléndida mesa atestada de manjares y flores. Buen trabajo y bastante ruido costó sentar a tanta gente, pero al fin se consiguió gracias a la actividad del dueño de la casa, poderosamente auxiliado de un joven que traía el pelo por la frente, a quien ya tuvimos el honor de conocer la noche del sarao celebrado con motivo del santo de doña Gertrudis.

La comida fué digna del anfitrión. Ningún refinamiento gastronómico se echaba de menos. Todo estaba sabiamente previsto por una imaginación familiarizada con los asuntos culinarios, y alguien pudo decir en la mesa, con verdad, que no era tan desdichada la vida en una isla desierta, como se decía en el Robinson Crusoe y en otros libros. Cada comensal tenía frente a sí cinco o seis copas, que dos criados se encargaban de ir llenando sucesivamente de diversos vinos, según los manjares que se servían. A nadie sorprenderá, pues, que al terminarse la comida hubiese brindis entusiastas, precedidos de discursos elocuentísimos y acompañados de gritos, bravos y felicitaciones de todo género al orador. D. Máximo los rompió con unas cuantas frases bastante mal dichas, pero muy conmovedoras, referentes a la brevedad de la vida, a la miseria de los placeres, a la recompensa que nuestros dolores alcanzarán en un mundo mejor y a otros asuntos de ultratumba. El orador concluyó por verter lágrimas copiosas, embargado por tan fúnebres consideraciones. No faltó, sin embargo, quien afirmase por lo bajo que la papalina de D. Máximo era la menos divertida que jamás había visto. Pronunció después el ingeniero Suárez, con frase correcta y atildada, un discurso enderezado a preconizar la importancia que la mujer tenía en la actual civilización y las saludables modificaciones que merced a su influjo se habían obtenido en las costumbres de los pueblos modernos: hizo un elogio tan brillante como acabado de sus aptitudes artísticas, declarándolas muy superiores a las del hombre; habló también de sus perfecciones físicas, entreteniéndose con mucha complacencia a enumerarlas, y terminó brindando incondicionalmente por la obra más bella y primorosa de la creación, por la eterna y dulce compañera del hombre. Las señoritas de Ciudad batieron palmas. Inmediatamente se levantó D. Serapio, y con lengua bastante gorda propuso en términos concretos que el brillante concurso que le escuchaba se estableciese definitivamente en la isla, a fin de poblarla, invitando a cada uno de los presentes a buscar lo más pronto posible pareja. La circunstancia de hacer un guiño tan malicioso como grosero a una de las criadas que servían la mesa, al terminar su invitación, despertó contra él una tempestad de silbidos e interrupciones. No pudiendo explicar satisfactoriamente su conducta, D. Serapio se fué muy incomodado a dar una vuelta por la cocina. Al poco rato sonó allá una bofetada.

Siguieron los brindis, cada vez más acalorados y tempestuosos, de tal modo que nadie se entendía. Uno de los más celebrados fué el de Martita, quien por consejo de Ricardo, que estaba a su lado, había bebido tres copas de champagne y no sabía lo que le pasaba. La pobre niña, tan reservada y silenciosa por temperamento, empezó a charlar por los codos, dirigiendo pullas muy saladas a todos los presentes, que las acogían con regocijo y aplauso. Cuando una señora le dijo que estaba borracha, se puso muy seria y afirmó que sólo estaba un poco alegre, lo cual nada tenía de particular teniendo en cuenta sus pocos años. Esta salida hizo reir a los convidados. Los vapores del champagne habían coloreado sus mejillas fuertemente y le producían alguna sofocación. Mientras hablaba no cesaba de darse aire con el pañuelo. Sus ojos tan fijos y serenos ordinariamente, habían adquirido singular movilidad y cierto brillo malicioso que consiguió llamar la atención de Suárez el ingeniero. El mismo timbre de la voz se le había modificado de un modo notable, haciéndose más grave y firme. Parecía que se operaba en ella una anticipación artificial y momentánea de la plenitud del sexo.

Cuando se cansaron de disparatar, D. Mariano hizo que sacaran las mesas del salón, para que bailasen los jóvenes. Un piano, jubilado por su respetable ancianidad en aquel retiro, fué el que marcó con voz cascada el compás de una mazurka. Como era de esperar, el baile perdió al instante toda gravedad y ceremonia y se convirtió en torbellino de saltos, gritos y risas. Marta, que bailaba con Ricardo, le dijo de pronto:

–No puedo soportar este calor: ¿quieres que salgamos un poco a tomar el fresco?

–Vamos; yo también estoy muy sofocado.

Cuando estuvieron en el jardín, le dijo:

–Si quisieras hacer conmigo una expedición, te llevaría a un sitio que no conoce aquí nadie más que papá y yo; una playa oculta entre las rocas. Hasta que se está en ella no se la ve… Es un sitio precioso…

–¡Vaya si quiero! Demasiado sabes la afición que tengo a los paisajes y sobre todo a los de mar… ¿Por dónde se va?

–Sígueme… ya verás.

Marta emprendió la marcha hacia un bosque de pinos situado no muy lejos de la casa y Ricardo la siguió. Vestía la niña un traje azul marino, con adornos de encaje blanco y en la cabeza llevaba sombrero de paja adornado con una guirnalda de campanillas rojas.

–Después que lleguemos a ese bosque vas a experimentar una sorpresa.

–¿De veras?

–Ya verás, ya verás.

En efecto, así que estuvieron en el bosque y caminaron algún tiempo por él, tropezaron con una cueva tapada a medias por los árboles y la maleza. Marta, sin decir palabra, se introdujo en ella, y en dos segundos desapareció. Ricardo quedó un instante parado y altamente sorprendido; pero una fresca carcajada que sonó dentro le sacó de su estupor.

 

–¿Qué es eso; no te atreves a entrar, cobarde?

–¿Pero, chica, no ves que puedes hacerte daño?

–¡Entre usted, bravo guerrero!

–Bien… ya que te empeñas…

Cuando se hubo unido a Marta observó que la cueva se abría bastante y estaba tapizada de arena.

–¡Oh, no pensé que era tan grande y cómoda!

–Bueno; pues ahora sígueme.

–¿Adónde?

–¡Qué preguntón eres!… Ya lo sabrás, hombre, ya lo sabrás.

Entró por la cueva adelante, que cada vez se iba haciendo más oscura, seguida de Ricardo, el cual no apartaba la vista de ella temiendo a cada instante verla caer o chocar con algún obstáculo. Al cabo de poco tiempo borróse la silueta de la niña en el fondo oscuro de la caverna, y Ricardo se halló en verdaderas tinieblas.

–No tengas cuidado: sigue, que no te pasará nada… Iré hablando para que camines en dirección de la voz… Si quieres que te dé la mano te la daré… ¿No?… bueno, pues no te quedes atrás… Dentro de muy poco tiempo empezarás a bajar… pero es una pendiente suave… ¿Lo ves?… No te quejarás del suelo… aunque uno se cayese no se haría mucho daño… No tardaremos en ver luz… Ten cuidado… inclínate a la derecha que el camino hace ahora una revuelta… ¡Ea, ya tenemos claridad!

Un punto luminoso se veía efectivamente a los pies de nuestros jóvenes a unas cien varas de distancia. La silueta de Marta volvió a romper las tinieblas y a resaltar sobre la escasa claridad que entraba por el agujero. Oyóse en la cueva un sordo y prolongado rumor que hacía sospechar la proximidad del Océano. A los pocos minutos salían a la luz.

Ricardo quedó extasiado ante el espectáculo que se ofreció a su vista. Estaban frente al mar, en medio de una playa rodeada de altísimos peñascos cortados a pico. Parecía imposible salir de ella sin arrojarse a las olas que venían majestuosas y sonoras a desplomarse sobre su dorada arena festoneándola con sábanas de espuma. Nuestros jóvenes avanzaron hasta el medio contemplando, sin decirse una palabra, embargados por la emoción, aquel misterioso retiro del Océano que semejaba un locutorio escondido y amable donde venía a contar sus profundos secretos a la tierra. El cielo, de un azul muy claro, hacía brillar el arenoso pavimento que se inclinaba hacia el mar con declive suave. Se pasaban los meses y los años sin que la planta de un hombre imprimiese su huella en él. Los altos muros negros y carcomidos, que cerraban en semicírculo la playa, esparcían sobre ella silencio triste. Sólo el grito de algún pájaro marino, al cruzar de un peñasco a otro, turbaba la eterna y misteriosa plática del mar.

Ricardo y Marta continuaron avanzando hacia el agua lentamente, dominados por el respeto y la admiración. Según caminaban, la arena se iba haciendo más blanda; las huellas de sus pies se llenaban inmediatamente de agua. Al acercarse, observaron que las olas crecían y que sus volutas retorcidas en el momento de desplomarse los taparían si se pusiesen debajo. Venían graves, firmes, imponentes hacia ellos, como si tuviesen seguridad de arrollarlos y sepultarlos para siempre entre sus pliegues, pero a las cinco o seis varas de distancia se dejaban caer en tierra desmayadas expresando su pesar con un rugido inmenso y prolongado. Los torrentes de espuma que salían de su ruina venían extendiéndose y resbalando por la arena a besarles los pies.

Al cabo de algún tiempo de contemplarlas fijamente, Marta sintióse turbada. Creyó advertir en ellas cada vez más ansia de tragarla y que expresaban su deseo con gritos rabiosos y desesperados. Retrocedió un poco y tomó la mano de Ricardo sin comunicarle el miedo pueril que la embargaba. La sábana de espuma que las olas extendían, en vez de besarla pensaba que la mordía los pies. Al replegarse de nuevo con aspiración gigantesca la arrastraba contra su voluntad para llevarla quién sabe adónde.

–¿No te parece que nos vamos acercando demasiado a las olas, Ricardo?

–¿Crees acaso que van a llegar adonde estamos nosotros?

–No sé… pero se me figura que nos vamos deslizando insensiblemente… y que concluirán por taparnos.

–Pierde cuidado, preciosa—dijo echándole un brazo sobre el hombro y atrayéndola suavemente hacia sí;—ni las olas suben, ni nosotros bajamos… ¿Tienes miedo a morir?

–¡Oh, no; ahora no!—exclamó la niña en voz apenas perceptible, estrechándose más contra su amigo.

Ricardo no oyó esta exclamación. Seguía con la vista atentamente la marcha de un vapor que cruzaba por el horizonte sacudiendo su negra columna de humo.

Al cabo de un rato quiso anudar la conversación.

–¿De veras tienes miedo a la muerte? ¡Oh! haces bien… Hoy el mundo guarda para ti su sonrisa más amable… Ni una sola nube oscurece el cielo de tu vida… ¡Dios quiera que no llegues a desearla nunca!

–Y tú, ¿tienes miedo, dí?

–Unas veces sí y otras veces no.

–¿En este momento lo tienes?

–¡Ah, qué curiosilla eres!—exclamó volviendo hacia ella su cara sonriente.—No; en este momento, no.

–¿Por qué?

–Porque si el mar nos tragase, moriríamos los dos juntos, y yendo en tan amable compañía, ¡qué me importa dejar este mundo!

La niña le miró un rato fijamente. Los labios del joven estaban plegados por una sonrisa galante y protectora. Separóse de él bruscamente, y volviéndole la espalda se puso a caminar por la playa rozando los dominios de las olas.

El vapor iba a ocultarse ya detrás de uno de los cabos como un guerrero fantástico que caminase dentro del agua asomando solamente el penacho de su casco. Cuando hubo desaparecido, Ricardo fué a unirse a su futura hermana, que no pareció advertir su presencia, enteramente abismada en la contemplación del Océano. No obstante, al cabo de un rato volvióse de improviso y le dijo:

–¿Te atreves a ir conmigo a la peña que se ve allá abajo, a la derecha?

–No tengo ningún inconveniente; pero te prevengo que está subiendo la marea y que esa peña quedará rodeada de agua antes de una hora.

–No importa; tenemos tiempo para ir a ella.

Dando brincos y haciendo equilibrios sobre los peñascos de la costa llenos de charcos y tapizados de algas, donde corrían grave riesgo de resbalar, llegaron a la peña, que avanzaba buen trecho dentro del mar.

–Sentémonos—dijo Marta.—¡Cuánto mar se ve desde aquí! ¿no es cierto?

Ricardo se sentó a su lado y ambos contemplaron la húmeda llanura que se extendía a sus pies. Cerca de ellos ofrecía un color verde oscuro; a lo lejos era azul. Allá en el centro la gran mancha de plata seguía resplandeciendo con vivos destellos reflejando el encendido disco del sol. De los profundos senos líquidos de aquel infinito salía una música grave pero insinuante que empezó a sonar como caricia paternal en los oídos de nuestros jóvenes. El gran desierto de agua cantaba y vibraba en los espacios como el eterno instrumento del Hacedor. La brisa que de sus olas llegaba tenía una frialdad grata que les refrescaba las sienes y las mejillas. Era un aliento vivo y poderoso que ensanchaba su corazón y lo inundaba de sentimientos vagos y sublimes.

Ni uno ni otro hablaron. Gozaban contemplando la majestad y grandeza del Océano con un sentimiento humilde de su pequeñez y con vago deseo de participar de su fuerza sagrada e inmortal. Sus ojos paseaban una y otra vez, sin fatigarse nunca, por la línea indecisa del horizonte, que les revelaba otros espacios sin fin azules y luminosos. Sin darse cuenta de ello, por un movimiento instintivo, se habían acercado de nuevo uno a otro como si temiesen algo de la presencia de aquel monstruo que rugía a sus pies. Ricardo había pasado un brazo en torno de la cintura de la niña y la tenía sujeta suavemente para defenderla de cualquier peligro.

Al cabo de mucho tiempo, Marta volvió su rostro encendido hacia él y le dijo con voz conmovida:

–Díme, ¿me dejas apoyar la cabeza en tu pecho?… ¡Tengo unas ganas de llorar!

Ricardo la miró con sorpresa, y atrayéndola dulcemente hacia sí la acostó sobre su regazo. La niña le dió las gracias con una sonrisa.

–¿Te encuentras bien ahora?

–¡Oh, sí; muy bien, muy bien!

–¿Quieres dormir un poco a ver si te pasa ese malestar?

–No, no quiero dormir… Déjame… no me hables… ¡si supieras qué bien me encuentro!

Ricardo sonrió satisfecho y le acarició la cara como a un niño.

El agua batía la peña donde se hallaban, salpicándoles de espuma y entrando y saliendo sin cesar en las profundas concavidades de la roca, que parecía hueca como un edificio. Las corrientes que se precipitaban por ellas despertaban en su seno extraños y confusos rumores, que unas veces semejaban los ecos lejanos de un trueno, otras los ronquidos profundos de un órgano.

Marta, con la cabeza apoyada en el regazo del joven y la cara vuelta al cielo, hacía rodar sus grandes y límpidos ojos continuamente por la bóveda azul, con el oído atento a los graves rumores que debajo de ella sonaban. El viento fresco del mar no había conseguido aún apagar el ardor de sus mejillas.

–¡Atiende!—dijo de pronto.—¿No oyes?…

–¿Qué?

–¿No oyes entre los ruidos del agua algo parecido a un lamento?

Ricardo atendió un instante.

–No oigo nada.

–No; ya ha cesado… aguarda un poco… ¿No lo oyes ahora?… Sí, sí, no cabe duda… En las cuevas de esta roca hay alguien que se queja…

–No hagas caso, tonta. Es la resaca que produce sonidos extraños… ¿Quieres que me baje a mirar lo que hay dentro?

–¡No, no!—exclamó con sobresalto.—Estate quieto… Si te movieses ahora me harías mucho daño…

La gran mancha de plata se extendía cada vez más por el ámbito del Océano, pero empezaba a palidecer. El sol caminaba velozmente hacia el horizonte con serenidad majestuosa, sin una nube que lo escoltara, anegado en un vapor de oro y grana que se filtraba hasta perderse enteramente en el azul claro del firmamento. La peña donde se hallaban extendía también su sombra sobre el agua, cuyo verde oscuro se iba trocando poco a poco en negro. Los rugidos de las olas se amortiguaban y la brisa soplaba dulcemente como el hálito perezoso del que se prepara a dormir. Un silencio augusto y conmovedor empezaba a elevarse del seno de las aguas. En las cavernas de la roca Marta dejó de percibir el grito acongojado que la asustara, y los truenos y ronquidos se habían ido cambiando lentamente en un glu glu suave y lánguido.

–¿No te duermes?—volvió a preguntar Ricardo.

–Ya te he dicho que no quiero dormirme… ¡Me encuentro tan bien despierta!… El que duerme no padece, pero tampoco goza… Sólo es bueno dormir cuando se sueñan cosas lindas, y yo no las sueño casi nunca… Ahora me parece que estoy durmiendo y soñando… ¡Te veo de un modo tan raro!… Estoy viendo el cielo debajo y el mar encima. Tu cabeza está bañada por un vapor azul… Cuando la mueves parece que oscila la bóveda que nos cubre; cuando hablas, tu voz parece que sale de lo profundo del mar… ¡No cierres los ojos, por Dios, que me haces sufrir!… Se me figura que estás muerto, y que me has dejado aquí sola. ¿No ves los míos qué abiertos están? Nunca tuve menos deseos de dormir que ahora. Oye; acerca un poco la cara. ¿Sentirías mucho que el mar fuese poco a poco subiendo y llegase a cubrirnos?

Ricardo se estremeció levemente. Echó una mirada en torno y observó que el agua empezaba a cerrar el istmo que unía la peña a la costa. Los ojos de Martita, cuando volvió el rostro hacia ella, brillaba con fuego malicioso y singular.

–Vámonos, que ya estamos casi cercados de agua.

–Espera un poquito… tengo que decirte una cosa… Te la voy a decir muy bajo para que no se entere nadie… nadie más que tú… Ricardo, me alegraría que el mar subiese ahora de pronto y nos sepultase para siempre… Así estaríamos eternamente en el fondo del agua, tú sentado y yo apoyada en tu regazo con los ojos abiertos… Entonces sí, me dormiría a ratos y tú velarías mi sueño, ¿no es verdad? Las olas pasarían sobre nuestra cabeza y nos vendrían a contar lo que sucedía en el mundo… Esos peces blancos y azules que los marineros pescan con los anzuelos vendrían silenciosamente a visitarnos y nos permitirían pasar la mano por sus escamas de plata… Las algas se enredarían a nuestros pies formando cojines blandos, y cuando el sol saliera le veríamos al través del cristal del agua más grande y más hermoso, filtrando sus rayos de mil colores por ella y deslumbrándonos con su esplendor… Dí, ¿no te gusta?

–Calla, Martita; estás delirando… Vámonos, que el agua sube.

–Espera un momento… Hace una hora que estamos aquí y el viento no ha conseguido enfriarme las mejillas… tengo cada vez más calor en ellas. No importa… me encuentro bien… ¿Quieres hacerme un favor?… Sóplame en la cara a ver si me pasa esta sofocación… ¡Así, así!… ¡Qué amable eres!… Por algo dice todo el mundo que eres muy simpático… Tienes el genio un poco vivo… Oye; necesito pedirte perdón.

 

–¿De qué?

–De un susto que te he dado el otro día. ¿Te acuerdas cuando hicimos juntos un ramo de flores en el jardín?… Después quisiste hacerme una caricia y fuí tan necia que lo llevé a mal y me eché a llorar… ¡Qué sorpresa y qué disgusto habrás tenido!… Confieso que soy una tonta y que no merezco que nadie me quiera… Sin embargo, bien puedes creerme que no estaba enfadada contigo… Lloré de sentimiento… sin saber por qué… ¡Qué motivo tenía yo para llorar! Tú no querías hacerme ningún daño… no querías más que besarme las manos, ¿verdad?

–Nada más, hermosa.

–Pues yo tengo mucho gusto en que las beses, Ricardo… Tómalas…

La niña extendió hacia arriba sus lindas manos que se agitaron en el aire alegres y cándidas como dos palomitas recién salidas del nido. Ricardo las besó con efusión repetidas veces.

–No basta eso—prosiguió la niña riendo.—Antes me besabas en la cara siempre que me encontrabas o te despedías… ¿Por qué has dejado de hacerlo? ¿Me tienes miedo?… Yo no soy una mujer… soy una niña todavía… Hasta que me ponga de largo tienes derecho a besarme… Después ya será otra cosa… Anda, dame un beso en la frente…

–Ahora dame uno en cada mejilla… Aún sigue el calor ¿no es cierto?… Ahora quiero que beses las trenzas de mi pelo… Aguarda… déjame sacarlas que estoy acostada sobre ellas… A ti no te gusta el cabello negro… ya lo sé… pero eres muy amable y lo besarás por darme gusto…

Ricardo iba besando tiernamente los sitios que le señalaba. Al fin se detuvo y se puso a jugar con las trenzas negras, azotando con ellas suavemente el rostro de la niña. En los ojos de ésta seguía luciendo el mismo fuego malicioso. Sintióse levemente turbado y trató de fijar los suyos en el mar, pero ella le dijo sonriendo:

–Si no te enfadases te pediría otro aquí—y señaló a sus labios rojos y húmedos.

El rostro del joven marqués se tiñó de carmín. Quedó un instante inmóvil, y bajando al fin la cabeza unió sus labios a los de la niña con prolongado beso.

Un fuerte soplo de viento había despertado el Océano cuando se preparaba a dormir: agitóse un instante en su inmenso lecho de arena, cual si cambiase de postura, y dejó escapar un sordo murmullo de disgusto. Las olas tornaron a rodar a lo lejos hinchadas y azules: las de la playa clamaron de nuevo con extrañas voces. Apagáronse las luces que ardían en sus crestas y se desvaneció la esplendorosa ebullición de los tesoros submarinos. La mancha de plata iba adquiriendo los tristes reflejos del acero bruñido.

Cuando Ricardo separó sus labios de los de la niña, lo primero que hizo fué pasear una mirada inquieta por los contornos de la peña. Estaban ya cercados por el agua. Levantóse bruscamente y sin decir nada cogió a Marta entre sus brazos con la misma facilidad que si fuese una cervatilla, y dando un prodigioso salto cayó de bruces sobre la peña vecina, lastimándose un poco en una mano. Marta quedó ilesa y contempló la herida del joven: después, sacando su fino pañuelo de batista, lo ató silenciosamente sobre ella y echó a andar con paso rápido. Ricardo la siguió. Los dos marchaban callados. La distancia que los separaba se fué haciendo cada vez mayor, porque Marta ya no andaba, corría. El joven marqués sentía vago malestar y una turbación extraña que le impedían apretar el paso. Estaba enojado consigo mismo. Cuando entraron en el agujero del túnel que conducía al bosquecillo de pinos, perdió enteramente de vista a su amiga y hasta dejó de escuchar el ruido de sus botitas por el suelo. Al hallarse en medio de la cueva sumido en las tinieblas, creyó oir muy confusamente el eco de un sollozo y sintió aún más oprimido su corazón. Después de salir a la luz, empezó a encontrarse mejor.

Cuando llegaron a la casa supieron que se habían expedido ya varios criados a buscarlos, pues hacía rato que todo estaba dispuesto para el regreso. La tarde avanzaba y no era muy del gusto de las señoras que las sorprendiese la noche en el mar. Recibiéronlos, pues, con muestras de satisfacción, y todo el mundo se apresuró a acomodarse nuevamente en las falúas, que con el oleaje no estaban quietas un instante, como los caballos enjaezados, esperando al jinete al pie de la cuadra.

Izáronse las velas y dando largas bordadas para aprovechar el viento, hicieron rumbo hacia El Moral. Marta, al entrar en la lancha, había perdido los vivos colores de las mejillas.

El sol se acercaba cada vez con más prisa al horizonte. Las señoras veían con recelo crecer la sombra en el cielo como en el mar, dirigiendo miradas inquietas a los marineros. Las frecuentes viradas que las lanchas hacían les retrasaban extraordinariamente. Al cabo fué necesario arriar las velas y caminar al remo en línea recta. Nada tenía esto de particular, y es lo más usual cuando no se tiene el viento por la popa; pero he aquí que a Rosarito, la amiga de la señorita de Mory, se le mete en la cabeza de pronto que aquel cambio de motor náutico significa peligro inminente de naufragio, el cual se le representa a la imaginación con todos los horrores de que suele venir rodeado en las novelas por entregas: la densidad espesa de la noche, las olas elevándose como montañas a los cielos, los gritos de los náufragos mezclándose a los rugidos de la mar, etc., etc. Y sin poder evitarlo empieza a agarrarse con mano nerviosa a su amiga y a dejar salir de su boca exclamaciones de angustia y terror.

–¡Ay, Dios mío, vamos a perecer, vamos a parecer!

–No pasa nada; tranquilízate, Rosario.

–¡Sí, sí, vamos a perecer… nos vamos a ahogar!… ¡Dios mío, qué muerte tan horrible!… ¡Por qué habré venido yo a la Isla!… ¡Qué dirá mi papá cuando sepa que no tiene hija!… ¡Papá, papá del alma!…

¡Pero, niña, si no ocurre absolutamente nada!

–¡No me digas eso, por Dios! ¿no estoy viendo que han bajado las velas? ¡Ay, qué muerte, qué muerte tan espantosa!… ¡Morir sin confesión!… ¡Morir separada de mi papá!… ¡Y luego quedar sepultada aquí en este fondo tan negro… y ser comida por los peces… y por los cangrejos!… ¡Es horrible!…

Los esfuerzos de la señorita de Mory para calmar a su amiga eran inútiles. No contribuían poco a asustarla las voces de los marineros, que para alentarse y vencer la resistencia de las olas a cada golpe de remo gritaban a un tiempo: ¡Aaaguanta!… ¡aaaguanta!… Cada vez que sonaba esta palabra en el aire con ritmo brutal, Rosario exhalaba un grito de angustia; tanto que la vivaracha señorita de Mory, temiendo que se pusiera mala, dijo a los marineros:

–Señores, hagan ustedes el favor de no decir aguanta, porque esta señorita se asusta mucho.

Pero Rosario, toda azorada y hecha un mar de lágrimas, exclamó inmediatamente:

–¡No, no; que digan aguanta, que digan aguanta!… Si no, vamos a perecer más pronto…

Poco a poco, no obstante, y viendo que la tremenda catástrofe no llegaba, se fueron calmando sus nervios, y no tardó en reirse, como niña aturdida que era, de sus ridículos temores.

En la falúa de Elorza se hablaba poco: D. Mariano y D. Máximo llevaban demasiado Medoc en el cuerpo para hallarse en estado de sostener una conversación animada. La señorita de Delgado, secundada por sus hermanas, admiraba con vivos transportes de entusiasmo, abriendo y cerrando mucho los ojos, la puesta del sol. El marqués de Peñalta había cerrado los suyos y parecía dormido con la mano en la mejilla. Algunas parejas cuchicheaban.

¿Qué pensaba Marta en aquel instante, con la mirada clavada en el mar, grave, inmóvil y pálida como una estatua? ¿Qué negros fantasmas surgían ante ella de lo profundo de las aguas para trazar en su cándida frente las profundas arrugas de que estaba surcada? ¿Qué funestos secretos le soplaba la brisa en el oído?

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