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AGUAS FUERTES
LLOVIENDO

CUANDO salí de casa recibí la desagradable sorpresa de ver que estaba lloviendo. Había dejado al sol pavoneándose en el azul del cielo, envolviendo a la ciudad en una esplendorosa caricia de padre… ¡Quién había de sospechar!…

En un instante desgarraron mi alma muchedumbre de ideas extrañas; la duda se alojó en mi espíritu atormentado. ¿Subiría por el paraguas? En aquella sazón mi paraguas ocupaba una de las más altas posiciones de Madrid: se encontraba en un piso tercero, con entresuelo y primero. Arranquémosle la careta: era un piso quinto.

Las escaleras me fatigan casi tan o como los dramas históricos. A veces prefiero escuchar una producción de Catalina o Sánchez de Castro, con reyes visigodos y todo, a subir a un cuarto segundo. Me hallaba en una de estas ocasiones. La verdad es que llovía sin gran aparato, pero de un modo respetable. Los transeúntes pasaban ligeros por delante de mí, bien guarecidos debajo de sus paraguas. Alguno que no lo llevaba, vino a buscar techo a mi lado. Todavía aguardé unos instantes presa de horrible incertidumbre. Dí algunos paseos en el portal y eché todos los cálculos que un hombre serio tiene el deber de echar en tales ocasiones. De un lado, del lado de la calle, la consiguiente mojadura; del lado de la escalera, la fatiga consiguiente. Por otra parte, los amigos estarían ya reunidos en el café despellejando a alguno, ¡tal vez a mí! Además, el café, según los datos que me ha suministrado una persona muy versada en estas cosas, debe tomarse inmediatamente (cuidado con ello), inmediatamente después de las comidas. Al fin adopté una resolución violentísima. Me remangué los pantalones y salí a la calle.

¡Pues qué! Yo que he aguantado sin pestañear noches enteras todas las leyendas de la Edad Media que el Sr. Velarde y otros ilustres mosquitos líricos de su misma familia han dejado caer desde la tribuna del Ateneo, ¿flaquearía ahora ante unas miserables gotas de agua? No en mis días. Si la faz no ha empalidecido, si el corazón no ha temblado ante ningún poeta legendario, por cruel que se haya mostrado, las alteraciones atmosféricas no prevalecerán contra mi heroísmo.

En esta admirable disposición de espíritu atravesé casi toda la calle del Arenal. Sin embargo, no quiero ser hipócrita: declaro que fuí todo el tiempo pegado a las casas, con lo cual evité que me cayese una tercera parte de agua de la que por clasificación me correspondía. Antes de llegar a la Puerta del Sol eché una mirada al cielo, mirada escrutadora que me hizo ver sombra arriba y sombra abajo. Esta mirada dió por resultado además el que tropezase con un guardia municipal, que me preguntó con severidad dónde tenía los ojos. Yo, lleno de respeto y sumisión hacia el poder ejecutivo, le contesté, procurando ablandar su corazón con una sonrisa—: Donde usted guste—. La verdad es que estuve demasiado humilde, casi rastrero, porque el guardia no llevaba la acera, ¡pero la idea de la Prevención ejerce tal ascendiente sobre mí!… Me contenté con volverme y echarle una mirada terrible, que cayó sobre su capote de hule y resbaló por encima como el agua resbalaba en aquel instante.

Las nubes no cejaban. La lluvia, en vez de ir disminuyendo gradualmente, para satisfacer el ideal de todo el que, como yo, no llevase paraguas, gradualmente iba aumentando. Al entrar en la Puerta del Sol, cruzaba muy poca gente. Algunos carruajes, cuyos aurigas parecían envoltorios de paño pardo; algunas mujeres remangando, con la coquetería que permitían las circunstancias, sus blancas enaguas, y dejando ver esbozos de pies fantásticos y perfiles de pantorrillas reales. Pero en aquel momento yo me preocupaba más de mis pantorrillas que de las ajenas, como era, después de todo, mi deber. El agua y el barro me salpicaban hasta las narices; los canalones vomitaban en las aceras torrentes, que procuraba salvar apelando a mis recuerdos gimnásticos.

Poco a poco, de un modo insidioso y solapado, tendiéndome sus redes en silencio y asegurando sus pasos con cautela, fué penetrando en mi corazón el temor del reumatismo. En el espacio que media entre la calle del Arenal y la del Carmen, casi se enseñoreó de él por completo. Sombrías perspectivas de fiebres catarrales, dolores en las articulaciones y fricciones de aguardiente alcanforado, se ofrecieron ante mi vista. Y con la visión intensa y terrible del alucinado, me vi metido en unos calzoncillos de bayeta amarilla.

Y temblé. Y eché una cobarde mirada en torno buscando un simón vacío. Los pocos que pasaban iban alquilados. Pero aún quedaban los portales. ¡Ah, los portales! Los portales me parecían un recurso de mala ley, indigno de ser tomado en consideración por el momento. Para estar metido en un portal viendo caer la lluvia, más valía haberse quedado en casa. Además, los portales estaban llenos de canalla, vagos de profesión, aventureros de la calle, gente sin hogar y sin paraguas. ¡Quién va a exponerse a que le roben el reloj o le secuestren!

Esto lo pensaba al cruzar por la calle del Carmen. Pues bien, al cruzar por delante de la de la Montera, ya pensaba otra cosa. Y es que las ideas del hombre se van modificando insensiblemente al través de la existencia. Las convicciones más profundas se desarraigan de nuestro espíritu cuando menos lo esperamos, la antigua fe deja paso a la nueva, y el entusiasmo se enfría y se calienta incesantemente durante nuestra peregrinación por la tierra. Cogidos de la mano, con fuego en el corazón, alta la frente y la pupila clavada en lo porvenir, hemos partido muchos para recorrer los campos de la política. A los pocos pasos, ya se ha desprendido uno, a quien el temor o la utilidad han solicitado, más allá otro, más allá otro: al poco tiempo la caravana se ha disuelto, y cada cual corre a refugiarse donde más le conviene. Esta es la vida. Una verdad innegable he sacado, no obstante, de su experiencia, y es que cuando llueve, todo el mundo se cobija.

Yo también claudiqué en aquella ocasión refugiándome en un portal, aunque con circunstancias atenuantes, pues era el de una fotografía. Las paredes estaban cubiertas de retratos: señoras bonitas, haciendo resaltar sus gracias con actitudes lánguidas, dirigiendo una sonrisa insinuante a todos los timadores y fosforeros que se paraban a contemplarlas; varones con los ojos extáticos, en muda y eterna admiración de algo que nadie sabe. Algunos caballeros estaban disfrazados. Había uno vestido de fraile haciendo oración entre las malezas de una sierra, con su calavera y todo al lado. Me dijeron que era un muchacho de la nobleza que había renunciado al mundo por desengaños de amor. Bien se le conocía al pobre, a pesar de su vestimenta eremítica, que había tirado muchos tiros al pichón. Había otro con traje de doctor, con las cejas fruncidas y la frente arrugada como si tuviese agobiados los sesos bajo la pesadumbre de tanta jurisprudencia. Tenía un birrete en la mano y otro sobre la mesa, quizás para el caso de que se inutilizase el primero.

Seguía cayendo agua copiosamente. El cielo mostraba la faz severa, aunque tornadiza; algunas nubes grandes y oscuras rodaban sobre los edificios de la Puerta del Sol, desahogándose un poco de su peso; cruzaban con harta prisa para no presumir que pronto vendría un claro que permitiera escaparse. Los poquísimos carruajes que pasaban vacíos eran asaltados rabiosamente por los proscriptos de los portales, quedándose con ellos, como sucede en todo lo demás, los más osados.

Al fin, en cierto paraje del espacio se divisó un agujerito azul. Por aquel agujerito pasó tembloroso, y como avergonzado, un rayo de sol empapado todavía en agua, que fué a chocar en los cristales de los balcones más altos del hotel de la Paz. Al poco rato se divisó otro, algo más allá, y ambos se comunicaron pronto por medio de una extensa raya, azul también. Pero la lluvia no cesaba. Delante de nosotros empezó a funcionar una manga de riego. ¿Por qué salen a relucir las mangas de riego cuando llueve? No pretendamos averiguarlo. Hay más misterios en el cielo y en el Municipio de los que puede soñar la filosofía.

El sol hizo surgir los colores del iris en el chorro de agua que caía como un espléndido penacho sobre la calle. El empleado municipal lo sacudía sin curarse de su belleza, haciéndole servir a los fines de la policía urbana; mas el chorro salía altivo y alegre de la manga y se esparcía en el aire, cayendo en lluvia de plata unas veces, otras en lluvia de cristal y otras de fuego. El rumor que producía al azotar el pavimento era dulce y gozoso. Yo y un perro de Terranova (me coloco el primero para no dar armas a los frenópatas del Ateneo) fuimos los únicos que supimos apreciar su hermosura. El perro, más exaltado o con menos miedo al ridículo, se lanzó a la calle expresando su entusiasmo por medio de ladridos y saltos prodigiosos, ahora parándose bajo el chorro y dejándose bañar, ahora brincando sobre él, ahora dando un millón de volteretas y haciendo cómicas contorsiones, sin cesar nunca de exhalar el frenesí de su entusiasmo en ladridos más o menos correctos e inspirados, que de esto no entiendo. Me parece, no obstante, que había más sinceridad en ellos que en el soneto del Sr. Grilo a las cataratas del río Piedra, aunque, por supuesto, mucha menos fantasía.

La lluvia no cesaba. Con todo, se fué debilitando de tal modo, que ni para la salud ni para el sombrero había gran peligro en salir y llegar a Fornos. Así quise realizarlo, y desde luego me fuí pegadito a los edificios, observando cómo rápidamente el cielo se despejaba y la lluvia se enrarecía. Todavía continuaba mucha gente en los portales. Al llegar al del Ministerio de Hacienda, un brazo de mujer se interpuso en mi camino, y una manecita blanca y hermosa trató de averiguar si aún llovía. Era una mano fina, correcta, aristocrática, con graciosas y leves rayas azules; además, aún no estaba ajada, a juzgar por su color sonrosado y por la frescura e inocencia que se adivinaba en sus movimientos resueltos; la muñeca estaba aprisionada por un sencillo brazalete de oro; en los dedos brillaban algunas sortijas. Ahora bien, ¿qué hubieran hecho ustedes si se les colocase delante del rostro, a dos dedos de la boca, una mano semejante? Besarla, estoy seguro. Pues eso es cabalmente lo que yo hice: besarla y escaparme riendo sin echar siquiera una mirada a su dueño. Detrás de mí oí gran algazara y muchas carcajadas femeninas, por lo cual comprendí que se me perdonaba de buen grado la audacia. Llegué al café sano y salvo y de un humor excelente. Pero estuve un poco inquieto toda la tarde. ¡Los nervios, sin duda, los nervios!

 

POLIFEMO

EL coronel Toledano, por mal nombre Polifemo, era un hombre feroz, que gastaba levita larga, pantalón de cuadros y sombrero de copa de alas anchurosas, reviradas. Estatura gigantesca, paso rígido, imponente, enormes bigotes blancos, voz de trueno y corazón de bronce. Pero aún más que esto, infundía pavor y grima la mirada torva, sedienta de sangre, de su ojo único. El coronel era tuerto. En la guerra de Africa había dado muerte a muchísimos moros, y se había gozado en arrancarles las entrañas aún palpitantes. Esto creíamos al menos ciegamente todos los chicos que al salir de la escuela íbamos a jugar al parque de San Francisco, en la muy noble y heroica ciudad de Oviedo.

Por allí paseaba también metódicamente, los días claros, de doce a dos de la tarde, el implacable guerrero. Desde muy lejos columbrábamos entre los árboles su arrogante figura, que infundía espanto en nuestros infantiles corazones; y cuando no, escuchábamos su voz fragorosa, resonando entre el follaje como un torrente que se despeña.

El coronel era sordo también, y no podía hablar sino a gritos.

–Voy a comunicarle a usted un secreto—decía a cualquiera que le acompañase en el paseo—. Mi sobrina Jacinta no quiere casarse con el chico de Navarrete.

Y de este secreto se enteraban cuantos se hallasen a doscientos pasos en redondo.

Paseaba generalmente solo; pero cuando algún amigo se acercaba, hallábale propicio. Quizá aceptase de buen grado la compañía por tener ocasión de abrir el odre donde guardaba aprisionada su voz potente. Lo cierto es que cuando tenía interlocutor, el parque de San Francisco se estremecía. No era ya un paseo público; entraba en los dominios exclusivos del coronel. El gorjeo de los pájaros, el susurro del viento y el dulce murmurar de las fuentes, todo callaba. No se oía más que el grito imperativo, autoritario, severo del guerrero de Africa. De tal modo, que el clérigo que le acompañaba (a tal hora, sólo algunos clérigos acostumbraban a pasear por el parque), parecía estar allí únicamente para abrir, ahora uno, después otro, todos los registros que la voz del coronel poseía. ¡Cuántas veces, oyendo aquellos gritos terribles, fragorosos, viendo su ademán airado y su ojo encendido, pensamos que iba a arrojarse sobre el desgraciado sacerdote que había tenido la imprevisión de acercarse a él!

Este hombre pavoroso tenía un sobrino de ocho o diez años, como nosotros. ¡Desdichado! No podíamos verle en el paseo sin sentir hacia él compasión infinita. Andando el tiempo he visto a un domador de fieras introducir un cordero en la jaula del león. Tal impresión me produjo, como la de Gasparito Toledano paseando con su tío. No entendíamos cómo aquel infeliz muchacho podía conservar el apetito y desempeñar regularmente sus funciones vitales, cómo no enfermaba del corazón o moría consumido por una fiebre lenta. Si transcurrían algunos días sin que apareciese por el parque, la misma duda agitaba nuestros corazones. “¿Se lo habrá merendado ya?”. Y cuando al cabo le hallábamos sano y salvo en cualquier sitio, experimentábamos a la par sorpresa y consuelo. Pero estábamos seguros de que un día u otro concluiría por ser víctima de algún capricho sanguinario de Polifemo.

Lo raro del caso era que Gasparito no ofrecía en su rostro vivaracho aquellos signos de terror y abatimiento que debían de ser los únicos en él impresos. Al contrario, brillaba constantemente en sus ojos una alegría cordial que nos dejaba estupefactos. Cuando iba con su tío marchaba con la mayor soltura, sonriente, feliz, brincando unas veces, otras compasadamente, llegando su audacia o su inocencia hasta a hacernos muecas a espaldas de él. Nos causaba el mismo efecto angustioso que si le viésemos bailar sobre la flecha de la torre de la catedral. “¡Gaspaar!” El aire vibraba y transmitía aquel bramido a los confines del paseo. A nadie de los que allí estábamos nos quedaba el color entero. Sólo Gasparito atendía como si le llamara una sirena. “¿Qué quiere usted, tío?” y venía hacia él ejecutando algún paso complicado de baile.

Además de este sobrino, el monstruo era poseedor de un perro que debía vivir en la misma infelicidad, aunque tampoco lo parecía. Era un hermoso danés, de color azulado, grande, suelto, vigoroso, que respondía por el nombre de Muley, en recuerdo sin duda de algún moro infeliz sacrificado por su amo. El Muley, como Gasparito, vivía en poder de Polifemo lo mismo que en el regazo de una odalisca. Gracioso, juguetón, campechano, incapaz de falsía, era, sin ofender a nadie, el perro menos espantadizo y más tratable de cuantos he conocido en mi vida.

Con estas partes no es milagro que todos los chicos estuviésemos prendados de él. Siempre que era posible hacerlo, sin peligro de que el coronel lo advirtiese, nos disputábamos el honor de regalarle con pan, bizcocho, queso y otras golosinas que nuestras mamás nos daban para merendar. El nos ofrecía muestras inequívocas de simpatía y reconocimiento. Mas a fin de que se vea hasta qué punto eran nobles y desinteresados los sentimientos de este memorable can, y para que sirva de ejemplo perdurable a perros y hombres, diré que no mostraba más afecto a quien más le regalaba. Solía jugar con nosotros algunas veces (en provincias y en aquel tiempo entre los niños no existían clases sociales) un pobrecito hospiciano, llamado Andrés, que nada podía darle, porque nada tenía. Pues bien, las preferencias de Muley estaban por él. Los rabotazos más vivos, las carocas más subidas y vehementes a él se consagraban, en menoscabo de los demás. ¡Qué ejemplo para cualquier diputado de la mayoría!

¿Adivinaba el Muley que aquel niño desvalido, siempre silencioso y triste, necesitaba más de su cariño que nosotros? Lo ignoro; pero así parecía.

Por su parte, Andresito había llegado a concebir una verdadera pasión por este animal. Cuando nos hallábamos jugando en lo más alto del parque al marro o a las chapas, y se presentaba por allí de improviso el Muley, ya se sabía, llamaba aparte a Andresito, y se entretenía con él largo rato, como si tuviese que comunicarle algún secreto. La silueta colosal de Polifemo se columbraba allá entre los árboles.

Pero estas entrevistas rápidas y llenas de zozobra fueron sabiéndole a poco al hospiciano. Como un verdadero enamorado, ansiaba disfrutar de la presencia de su ídolo largo rato y a solas.

Por eso, una tarde, con osadía increíble, se llevó a presencia nuestra el perro hasta el Hospicio, como en Oviedo se denomina la Inclusa, y no volvió hasta el cabo de una hora. Venía radiante de dicha. El Muley parecía también satisfechísimo. Por fortuna, el coronel aún no se había ido del paseo ni advirtió la desertación de su perro.

Repitiéronse una tarde y otras tales escapatorias. La amistad de Andresito y Muley se iba consolidando. Andresito no hubiera vacilado en dar su vida por el Muley. Si la ocasión se presentase, seguro estoy de que éste no sería menos.

Pero aún no estaba contento el hospiciano. En su mente germinó la idea de llevarse el Muley a dormir con él a la Inclusa. Como ayudante que era del cocinero, dormía en uno de los corredores al lado del cuarto de éste en un jergón fementido de hoja de maíz. Una tarde condujo al perro al Hospicio y no volvió. ¡Qué noche deliciosa para el desgraciado! No había sentido en su vida otras caricias que las del Muley. Los maestros primero, el cocinero después, le habían hablado siempre con el látigo en la mano. Durmieron abrazados como dos novios. Allá al amanecer, el niño sintió el escozor de un palo que el cocinero le había dado en la espalda la tarde anterior. Se despojó de la camisa:

–Mira, Muley—dijo en voz baja mostrándole el cardenal.

El perro, más compasivo que el hombre, lamió su carne amoratada.

Luego que abrieron las puertas, lo soltó. El Muley corrió a casa de su dueño; pero a la tarde ya estaba en el parque dispuesto a seguir a Andresito. Volvieron a dormir juntos aquella noche y la siguiente, y la otra también. Pero la dicha es breve en este mundo. Andresito era feliz al borde de una sima.

Una tarde, hallándose todos en apretado grupo jugando a los botones, oímos detrás dos formidables estampidos.

–¡Alto! ¡Alto!

Todas las cabezas se volvieron como movidas por un resorte. Frente a nosotros se alzaba la talla ciclópea del coronel Toledano.

–¿Quién de vosotros es el pilluelo que secuestra mi perro todas las noches, vamos a ver?

Silencio sepulcral en la asamblea. El terror nos tiene clavados, rígidos, como si fuéramos de palo.

Otra vez sonó la trompeta del juicio final.

–¿Quién es el secuestrador? ¿Quién es el bandido? ¿Quién es el miserable?…

El ojo ardiente de Polifemo nos devoraba a uno en pos de otro. El Muley, que le acompañaba, nos miraba también con los suyos, leales, inocentes, y movía el rabo vertiginosamente en señal de inquietud.

Entonces Andresito, más pálido que la cera, adelantó un paso, y dijo:

–No culpe a nadie, señor. Yo he sido.

–¿Cómo?

–Que he sido yo—repitió el chico en voz más alta.

–¡Hola! ¡Has sido tú!—dijo el coronel sonriendo ferozmente—. ¿Y tú no sabes a quién pertenece este perro?

Andresito permaneció mudo.

–¿No sabes de quién es?—volvió a preguntar a grandes gritos.

–Sí, señor.

–¿Cómo?… Habla más alto.

Y se ponía la mano en la oreja para reforzar su pabellón.

–Que sí señor.

–¿De quién es, vamos a ver?

–Del señor Polifemo.

Cerré los ojos. Creo que mis compañeros debieron hacer otro tanto. Cuando los abrí, pensé que Andresillo estaría ya borrado del libro de los vivos. No fué así, por fortuna. El coronel le miraba fijamente, con más curiosidad que cólera.

–¿Y por qué te lo llevas?

–Porque es mi amigo y me quiere—dijo el niño con voz firme.

El coronel volvió a mirarle fijamente.

–Está bien—dijo al cabo—. ¡Pues cuidado con que otra vez te lo lleves! Si lo haces, ten por seguro que te arranco las orejas.

Y giró majestuosamente sobre los talones. Pero antes de dar un paso, se llevó la mano al chaleco, sacó una moneda de medio duro, y dijo volviéndose:

–Toma, guárdatelo para dulces. ¡Pero cuidado con que vuelvas a secuestrar el perro! ¡Cuidado!

Y se alejó. A los cuatro o cinco pasos ocurriósele volver la cabeza. Andresito había dejado caer la moneda al suelo, y sollozaba, tapándose la cara con las manos. El coronel se volvió rápidamente.

–¿Estás llorando? ¿Por qué? No llores, hijo mío.

–Porque le quiero mucho… porque es el único que me quiere en el mundo—gimió Andrés.

–¿Pues de quién eres hijo?—preguntó el coronel sorprendido.

–Soy de la Inclusa.

–¿Cómo?—gritó Polifemo.

–Soy hospiciano.

Entonces vimos al coronel demudarse. Abalanzóse al niño, le separó las manos de la cara, le enjugó las lágrimas con su pañuelo, le abrazó, le besó, repitiendo con agitación:

–¡Perdona, hijo mío, perdona! No hagas caso de lo que te he dicho… Llévate el perro cuando se te antoje… Tenlo contigo el tiempo que quieras, ¿sabes?… Todo el tiempo que quieras…

Y después que le hubo serenado con estas y otras razones, proferidas con un registro de voz que nosotros no sospechábamos en él, se fué de nuevo al paseo, volviéndose repetidas veces para gritarle:

–Puedes llevártelo cuando quieras, ¿sabes, hijo mío?… Cuando quieras…

Dios me perdone; pero juraría haber visto una lágrima en el ojo sangriento de Polifemo.

Andresillo se alejaba corriendo, seguido de su amigo, que ladraba de gozo.

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