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Riverita

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Estas últimas palabras fueron dichas con inusitada violencia. Miguel, que estaba bajo el hechizo de su figura distinguida, su elegancia y la suavidad voluptuosa de su mirada, se dejó arrastrar por ellas. Lo que la generala decía estaba de acuerdo con el espíritu que domina en la literatura moderna, según el cual en la mujer, a más de la virginidad material, existe una como virginidad moral independiente de la primera: a menudo la que más amantes tiene es la que mejor guarda esta virginidad; en medio de la corrupción y los placeres, el corazón puede permanecer incólume y sano, y llegar a redimirse y sentir, cuando encuentra otro semejante, el encanto de los amores inocentes. Y como en aquel momento estos artículos halagaban su amor propio, no tuvo inconveniente en concederles franca y cordial acogida. Ambos se entretuvieron largo rato con ellos. Lucía se confesó derramando lágrimas; relató sus angustias, sus sueños, las amarguras que en medio del placer sentía, el aborrecimiento, mejor dicho, el desprecio que la grosería de los hombres le inspiraba, el ansia de subir a otra región más elevada, de penetrar en una atmósfera pura y diáfana donde pudiese respirar con libertad. Miguel, lleno de íntimo regocijo, la consoló, excusó sus faltas y expuso también sus ideas particulares acerca del amor.

El carruaje marchaba por la solitaria carretera, sin ruido, acusando su linaje aristocrático. El paisaje se extendía por ambos lados áspero y triste: los árboles que bordaban el camino, desnudos por entero, dejaban paso a los ojos y por entre aquellos se veía la luz rojiza del sol moribundo. La elasticidad de los muelles producía en Miguel cierta vaga soñolencia. Dueño de sí completamente y con una hermosa mujer que le escuchaba atenta, hablaba como si fuera para adentro, vaciando el cargamento de ideas más o menos poéticas, de paradojas fantásticas, de conceptos retorcidos que tenía en la cabeza: los exhibía con arrogancia, satisfaciendo su vanidad, deseando tanto ser admirado como amado.

Insensiblemente fueron concretando sus ideas, aplicándolas al momento presente. La generala desenvolvió con entusiasmo un programa de redención; pintó los encantos de una vida iluminada tan solo por el amor.

–¡Oh, si yo tropezase con el hombre de mis sueños, con un espíritu noble, hermano del mío! En vano lo he buscado toda la vida… Nunca hallé más que cinismo, frivolidad, corrupción. Algunas veces venían disfrazados con el precioso manto de la galantería, del buen tono… pero en el fondo, ¡siempre, siempre la misma grosería!

Miguel, con un silencio discreto, procuró llamar la atención hacia sí. Después se mostró también ardiente partidario del amor ideal, de la vida sencilla. Por último, se ofreció con labio balbuciente, embargado por la emoción, como el ejemplar o archetipo que Lucía había soñado. Esta posó en él una larga y profunda mirada que le turbó aún más, exhaló después un delicado suspiro y guardó silencio. Al cabo de algunos instantes tomó de nuevo la palabra con voz temblorosa.

–Mentiría, Miguel, si te dijese que no me inspira vivo interés y gratitud esa adhesión que desde niño me has demostrado… y que ahora se manifiesta de un modo bien distinto—añadió sonriendo. Mentiría—añadió con animación y brío—si no te confesase que me seduce muchísimo la idea de tenerte en mi poder, de ser para ti madre y amante a un mismo tiempo… ¡Oh, qué situación tan original! Aquel niño que yo tuve sobre mi regazo; a quien tengo lavado y peinado muchas veces; a quien tengo librado de bastantes castigos, ¡convertirse ahora en amante y en dueño! ¡Esto es algo que se sale de lo vulgar, algo nuevo y extraño!… Pero ¡ay, Miguel! estos sueños hermosos no pueden realizarse… ¿Sabes por qué? Porque son quimeras que no pueden halagar sino a una imaginación loca como la mía. Tú no ves aquí sino una mujer que te agrada más o menos y a quien deseas rendir a todo trance…

Miguel hizo protestas fogosas: se presentó, de buena fe, como un ser excepcional también, como un herido de la gran batalla de la vida, el corazón goteando sangre y desengaños; relató igualmente un sin número de sueños, pasiones y genialidades, ponderó sus amarguras, las noches de insomnio, las vagas inquietudes.

Ambos eran felices presentándose mutuamente como almas incomprensibles o por lo menos no comprendidas del vulgo, y no se cansaban de exhibir con deleite toda una muchedumbre de ideas y sentimientos imaginarios.

Por fin la generala se convenció de que Miguel era el hombre que buscaba, el ideal de sus ensueños; le miraba con ternura, le hacía repetir con afán sus enmarañadas psicologías, se enteraba de los últimos pormenores de su vida espiritual y no cesaba de dolerse de no ser más joven para realizar por entero el sueño de amor que toda la vida le había perseguido.

–¡Cuánto daría por tener algunos años menos, y ser libre de volar contigo a algún hermoso rincón lejos de este ruido infernal, de esta eterna murmuración, de toda la miseria que nos rodea! Una casita a la orilla del mar, bañada a todas horas por la brisa, un jardinillo que cuidar, un pedazo de pan que llevarnos a la boca y salud para correr y saltar por los campos. ¡Era lo bastante para ser felices!

Entraron en pleno idilio. Lucía trazó con vehemencia el cuadro de la felicidad pastoril; pintó la vida sencilla, frugal, inocente, del campo, las inefables dulzuras de la familia; se representó a Miguel saliendo de casa y viniendo rendido de fatiga a la hora del crepúsculo para descansar en sus brazos; a ella cosiendo o bordando a su lado; otras veces, yendo a la pesca juntos, o a dar un paseo a caballo, o a coger moras silvestres por el campo…

–¡Oh!—dijo Miguel un poco exaltado—¡aún podemos ser felices!

–¡Si eso fuera verdad!… Pero no; yo no puedo ser para ti más que una madre…

Miguel no quiso de modo alguno aceptar la maternidad.

–¡Nada de madre… no, no… yo quiero ser tu amante… tu amante!—Y repetía la frase con creciente animación, un poco trastornado ya.

–Bien, serás lo que quieras; hijo, amante, lo que se te antoje; pero júrame que es puro tu amor, que no hay nada de vergonzoso en esa pasión, que no intentarás nada para profanar este lazo que ha de unir nuestras dos almas para siempre.

El hijo del brigadier juró. Su amor era ideal; una ardiente adoración. Confesaba que al principio no había pensado más que en el amor vulgar; pero ahora, al sondar los inefables misterios que encerraba el alma de la generala, al comprender que su corazón estaba virgen y puro, al adivinar en ella un ser superior, todos sus groseros pensamientos se habían apartado como lava impura; sólo quedaba el oro sin mezcla de una pasión grande y elevada.

Y ambos disertaron mucho rato, acerca de la naturaleza de su amor, y se extasiaron en recíproca admiración de sus almas. No; ellos no pertenecían a la sociedad en que vivían, eran de otra pasta, estaban criados para los grandes sentimientos, para la vida del corazón.

–Tú eres poeta; tienes un espíritu superior; tú no puedes amar realmente sino a una mujer que te comprenda.

Miguel reconocía que era verdad; confesaba que hasta entonces no había amado; era huérfano de padres y de amor, y ofrecía algunas de sus extravagancias morbosas a la generala, como rasgos de una naturaleza superior. Lisonjeado en su amor propio, embriagado por las miradas de la hermosa, en aquel momento creía cuanto afirmaba, juzgándose un ser extraño y digno de admiración.

Pero agotada la psicología amorosa, nuestro Riverita sintió un vago malestar, muy semejante a la vergüenza. En un intervalo de silencio se le representó de improviso lo ridículo que había estado con aquella palabrería altisonante y metafísica ensortijada que jamás hasta entonces había usado, para declararse a una mujer; y no pudo menos de reírse de sí mismo. La aventura comenzó a parecerle por demás extraña. Hallarse en ocasión tan propicia al lado de una mujer como Lucía que le confesaba francamente sus pecados, ser su amante, y pasar el tiempo disertando sobre materias abstractas, y haciendo el papel de ser incomprensible y misterioso, era cosa tan singular, que rayaba en lo absurdo. Como ya no tenían qué decirse, los intervalos de silencio eran cada vez más prolongados. Ambos miraban, por las ventanillas, el paisaje, que se iba oscureciendo poco a poco. El carruaje se deslizaba suavemente con rumor blando y voluptuoso; los caballos, enderezados hacia casa, piafaban de vez en cuando con la perspectiva del pesebre.

La generala, que se había quedado melancólica, le miraba en silencio suave y tristemente.

¡Pero esto es estúpido!—se dijo de pronto Miguel, dando un suspiro. Y resolvió en el acto descender de las alturas y humanizarse. Era difícil, no obstante. ¿Cómo empezar?

Empezó tomando una mano de la generala. Esta, completamente embebecida en sus ensueños vagos y dulces meditaciones, no pareció advertirlo. El joven la llevó después a sus labios, sin que tampoco lo advertiese. Entonces, un poco temeroso, pero venciendo el deseo a la timidez, introdujo el brazo por detrás de su espalda, y quiso estrecharla la cintura. La generala, advertida al cabo, procuró separarlo, pero tan suavemente, que el brazo volvió al instante al mismo sitio; tornó la dama a separarlo más blandamente todavía, y el brazo, cual si tuviera un resorte, volvió a su posición. Después intentó besarla y la besó. Después quiso que ella le besara a él; resistió un poco; al cabo cedió diciendo:

–Te doy un beso maternal; no te imagines otra cosa.

Después… la hermosa generala le dejó en la calle Mayor a la puerta de su casa, cuando ya los faroles, recién encendidos, rompían débilmente las sombras del crepúsculo.

–Hasta mañana… a las nueve en punto… ya sabes, en la esquina de la calle de las Infantas.

III

A las nueve en punto de la noche, en la calle de Fuencarral, esquina a la de las Infantas, Miguel esperaba a la generala, que debía cruzar en un coche de alquiler. Así lo habían convenido.

 

El coche se detuvo. ¡Con qué emoción placentera abrió nuestro joven la portezuela de la berlina y se sentó al lado de Lucía! El cochero esperaba órdenes. Viendo que no se las daban, preguntó, inclinándose a la ventanilla y con voz áspera:

–¿A dónde?

Ambos se miraron indecisos. A Miguel se le ocurrió por fin decir:

–Atocha, 145.

Era la mayor distancia que halló. Abrigaba el designio de ir a otra parte, pero era necesario convencer a la generala.

Las calles estaban cuajadas de gente; las luces de los faroles y las de los escaparates iluminaban las aceras y los rostros de los transeúntes que se detenían a mirar los objetos exhibidos. La villa entera salía en esta hora a gozar de las dulzuras de la civilización, que trasforma la noche en día, el silencio en ruido, la soledad en confusión y algazara.

Al entrar en la berlina, había apretado con efusión la mano enguantada de la generala y la había conservado en su poder. Ésta le acogió cariñosa, pero un poco triste y circunspecta. Hablaron en los primeros momentos con embarazo de los pormenores de la cita, el tiempo que había esperado Miguel, lo que había causado el retraso de la generala, etc., etc. Lucía aprovechó, no obstante, el motivo para recomendarle de nuevo mucha discreción. Miguel juró y perjuró que su silencio igualaría al de las tumbas. Poco a poco fue desapareciendo la reserva natural de los primeros instantes y entraron en íntimo y grato coloquio. Miguel volvió a describir las fases de su amor, presentándolo más arcano y enmarañado que nunca; la reflexión le había suministrado un sin fin de pensamientos delicados, vagas lucubraciones, dulces psicologías y frases espirituales, que fue vertiendo como flores de su ingenio en el regazo de la bella. Ésta las recibió con extremado gozo, estimulando con su admiración y con tal cual concepto atrevido, pues era mujer de viva imaginación, el talento y la fantasía de nuestro joven. El coche rodaba con áspero traqueteo por las calles, sin caminar por eso con gran celeridad. La decoración de las tiendas y escaparates iluminados, el gentío que discurría por las aceras, los coches que sin cesar cruzaban de un lado y de otro, pasaban totalmente inadvertidos para los amantes, que saltaban sobre los cansados muelles del simón, en animada plática, devorándose con los ojos.

Miguel planteó al fin el problema que bullía en su cabeza: el de ir a pasar un rato en buen amor y compaña a cualquier parte.

La generala soltó bruscamente la mano que le tenía cogida, y echó atrás la cabeza con manifiestas señales de hallarse gravemente ofendida. Nuestro joven se asustó un poco y pidió perdón con labio balbuciente: no porque creyese que había cometido ninguna profanación; pero temía que aquélla, poseída de su papel de «alma hermosa, inmaculada,» tardase demasiado en ceder a sus instancias.

Guardó silencio obstinado la dama, en la actitud firme e imponente de una deidad herida. Miguel se humilló, se llamó bestia, se declaró indigno del amor de un alma tan elevada.

–¡Oh, nunca creyera de ti!…—exclamó ella al fin. Y un torrente de lágrimas se desprendió de sus ojos.

–¡Perdóname!

–¡No!

–¡Sí!

–¡No!

–¡Fue un momento de extravío!

Al fin las súplicas vencieron su ánimo, y el joven quedó absuelto.

Pero el carruaje se aproximaba ya al término de la carrera, y Miguel no sabía qué partido tomar.

Después de otro intervalo de silencio en el que procuró concentrar todas las fuerzas de su espíritu, volvió el ataque.

–¡Tú no me quieres!—dijo en tono quejumbroso, adoptando a su vez la actitud de hombre agraviado.

–Bien sabes que no es verdad; bien sabes que te quiero, que te adoro con toda mi alma.

–¡Oh, si me quisieras, me darías esa prueba inequívoca de tu amor!

–¡Oh, Miguel! ¡Siento desde ayer un vacío tan grande en mi corazón!… ¡Parece como si me hubieran arrancado la última creencia, el último pensamiento consolador! ¡Por qué habremos arrastrado nuestro amor por el lodo!

A Miguel le hizo poca gracia esto del lodo. Buscó con afán argumentos para contrarrestar la lógica de la generala.

–Pues yo te digo que desde ayer te adoro aún con más entusiasmo… que no ha menguado el amor y la admiración que me inspiras… Pero quiero que seas mía, completamente mía… como yo lo soy tuyo… en cuerpo y en alma.

Después de muchas protestas de cariño por una y otra parte, Miguel volvió solapadamente, dando grandes rodeos, a su tema. No, él no quería rebajar la dignidad de su dueño, él no quería manchar el amor que se tenían; por eso buscaba un sitio que mereciera albergarlo algunos momentos: la misma casa de la generala.

Esta recibió la proposición sin enfado; pero no quiso aceptarla. Era inadmisible por el riesgo que se corría; se enterarían los criados, o el portero, o los vecinos…

–No, no se enterarán; tomaremos precauciones; tú subes primero, después me abres la puerta…

–Pero los criados lo oyen todo; la puerta está cerca de la cocina; además, hay un chico encargado de abrir…

Miguel insistía apretando el ingenio para combatir los temores de la generala: ésta amontonaba las dificultades, dejando, no obstante, entrever más o menos lejano, el triunfo del joven.

Paró el carruaje. Se encontraban frente al número designado. Miguel vaciló un instante sin saber qué hacer: al fin salió del coche y entró en la casa para disimular; al pasar por delante de la portería, preguntó:

–¿El señor don (el nombre de un personaje político que habitaba en aquella calle), no vive aquí?

Dentro de la garita, cenaba el portero con su mujer y sus hijos: al escuchar la pregunta levantó la cabeza.

–¡Oh, no señor! se ha equivocado V.; la casa de don… queda mucho más atrás, en el núm. 62…

–¡Ah!… pues me habían dicho… ¿Dice V. que en el núm. 62?…

–Sí señor, hace muchos años que vive en la misma casa.

–¿Cuarto?

–Me parece que segundo.

–Muchas gracias.

–No las merece.

Volvió a salir. Al entrar en el coche, interrogó con ojos suplicantes a la generala, la cual se dignó hacer un signo afirmativo. Entonces dijo rápidamente al cochero:

–Huertas, 30… De prisa.

Y se enderezaron a todo el correr del jamelgo hacia la casa de la generala. Miguel le dio las gracias con acento conmovido, besándole las manos repetidas veces. Pero Lucía guardó silencio, y se mantuvo con la cabeza inclinada en actitud melancólica y reflexiva, dejando que el joven exhalara con labio trémulo toda la alegría que rebosaba de su alma. Al poco rato, Miguel pudo notar que algunas lágrimas bajaban silenciosas por sus mejillas, y experimentó dolorosa impresión.

–¿Por qué lloras?—preguntó, acercando su rostro al de la dama.

Lucía no contestó.

–¿Por qué lloras?—volvió a decir con ansiedad.—¿Te he ofendido? ¿Acaso ya no me quieres?…

–¡Oh no; no es eso!… Lloro, Miguel, sobre nuestro amor… lloro sobre la última ilusión perdida… Siento haberte conocido… Siento haber dejado despertar mi corazón ya dormido, y forjarme, por algunos instantes, ciertas quimeras deliciosas que se desvanecieron como el humo… ¡Por qué he de ocultártelo! Cuando ayer me declaraste tu pasión, tuve la debilidad de creer en ella, y soñé, inmediatamente, con un amor fiel y puro, con el amor que ennoblece el espíritu y nos incita a las ideas elevadas y a las acciones generosas… Creí volver a los años de colegiala, cuando el mundo se ofrecía ante mi vista como un hermoso fanal trasparente y diáfano, cuando no acertaba a ver en él más que cosas lindas… todo risueño… todo hermoso… Volvía a entrar en la juventud. Una nueva aurora para mi alma… Pero no fue más que un relámpago que me hizo entrever los verjeles del cielo. Y al instante quedé sumida otra vez en la oscuridad… Hoy ¿qué somos nosotros? ¡Dos seres vulgares que viven como tantos otros en el cieno, queriendo persuadirse de que son felices! Aunque me ames, Miguel, tengo la seguridad de que no sientes por mí la admiración respetuosa, el entusiasmo que sentías el día de Carnaval echado a mis pies en el carruaje… ¿Comprendes ahora mi tristeza y mis lágrimas?

Miguel comprendió que era necesario estar de acuerdo con la generala, aunque fuese por breves instantes. Bajó la cabeza y quedó pensativo y triste. De pronto, levantándola, exclamó:

–¡Que no te quiero! ¡Que no te adoro! ¿Quién es el que puede dejar de admirarte así que te vea y te escuche? No, Lucía, no; las faltas que cometamos y las manchas que caigan sobre nuestro amor, se deberán exclusivamente a mí. Tú has cedido por la bondad de tu carácter… porque me quieres… y porque me compadeces.

Al pronunciar estas palabras el hijo del brigadier creía sentir lo que decía, y estaba realmente conmovido.

–Gracias, Miguel, eres generoso conmigo; pero tu generosidad no me excusa… Tengo tanta culpa como tú.

Las lágrimas seguían cayendo en abundancia de los ojos de la generala. Mientras procuraba convencerla de su inocencia, prodigábala nuestro joven mil caricias apasionadas, sin miedo ya a ser visto de los transeúntes. El interés de la escena le embargaba. Por otra parte, la noche había avanzado un poco, y las calles que recorrían no eran de las más transitadas.

Llegaron a la de las Huertas. Lucía se apeó delante de su casa y entró; Miguel siguió en el carruaje y lo despidió en la primer esquina: allí aguardó a que la generala entreabriese el balcón de su gabinete para entrar también.

Lucía habitaba el piso segundo (derecha e izquierda) de una magnífica casa recién edificada; tenía un número considerable de criados, aya inglesa para la niña primera, cochero, lacayo, dos troncos de caballos, uno de ellos de valor, etc., etc. Mucha prisa necesitaba darse el general Bembo a recoger lo que por tantos agujeros se le escapaba a su media naranja.

Miguel, vista la señal, subió a la casa con paso firme y decidido para que el portero no le detuviese. Lucía le esperaba en lo alto de la escalera.

–Entra sin hacer ruido—le dijo apagando la voz cuanto podía;—así… sobre la punta de los pies…

Cuando estuvieron en su gabinete, una estancia lujosamente decorada, las paredes de raso azul, los muebles forrados de la misma tela, se dejó caer en un diván, reteniendo la mano de Miguel que tenía cogida.

–¿No sabes?… he despachado al chico de la puerta con un encargo, y a mi doncella con otro… Pero aún nos pueden oír… ¡Mucho cuidado!

El joven se sentó a su lado, y la abrazó con trasporte.

–¡Ya estamos solos y tranquilos! ¡Qué placer tan grande!

La generala le apartó suavemente, y dejó caer la cabeza sobre el pecho.

–¿No estás contenta a mi lado, Lucía?—preguntó, mientras le acariciaba con ternura una mano.

–No.

–¿Por qué?

–Porque te tengo miedo: porque eres un loco… y yo otra loca—añadió con amargura.

–El amor, ¡qué es más que una locura sublime!—exclamó sentenciosamente Miguel, tratando de enlazarla de nuevo con sus brazos.

–Por lo mismo que es sublime, no debemos degradarla… Seamos fuertes con nosotros mismos… atrincherémonos detrás de nuestras ideas elevadas, y defendámonos de las groserías de la pasión…

–¡Qué alma tan grande tienes!… Eres muy hermosa, Lucía… ¡Te amo! ¡te amo!… ¡te, adoro!…

–Ámame, sí; pero ámame con un amor ideal, digno de ti y de mí… No me humilles, por Dios, no me bajes hasta el suelo, ya que tu amor me coloca en un sitio elevado… Te lo anuncio, Miguel…, no tardarás en despreciarme…

Y al proferir tales palabras, caían otra vez algunas lágrimas de sus ojos; Miguel protestó contra esta suposición; sostuvo el idealismo de su amor, cubriéndola de vivos y apasionados besos. Lucía se dejaba acariciar con resignación.

El gabinete era un nido tibio y hermoso, lleno de perfumes penetrantes; contiguo a él, separada por columnas doradas de madera y por una cortina de damasco azul, estaba la alcoba. Por entre los pliegues de la cortina se veía un gran lecho matrimonial de palo santo, y cerca de él otro pequeñito de niño: la estancia, esclarecida débilmente por una lámpara veladora de bomba esmerilada que pendía del techo.

–Calla—dijo la generala suspendiendo el aliento e inclinando la cabeza hacia la alcoba,—creo que despierta mi Chuchú.

En efecto, el más pequeño de sus hijos, que dormía en la alcoba, había dado un leve gemido, al cual siguió otro más fuerte. Lucía corrió a allá para que no se alborotase.

–Calla, Chuchú, calla, que aquí estoy yo.

El niño no hizo caso.

–Si no callas, el hombre de las narices grandes vendrá a buscarte y te llevará.

¡Quero Ía!—clamó el niño: Ía era la doncella, que se llamaba María.

–No, monín, no; duerme.

 

¡Quero Ía!

–No grites… mira que va a venir el hombre feo.

¡Quero Ía!

–¡No grites, chiquillo!… Pronto vendrá María… Mañana te mando a dormir con las niñas.

¡Quero Ía!

–¡Mira, si no te callas, te doy azotes!… Vamos, duérmete: si te duermes, te compraré un caballo para que vayas al Retiro montado como tu amiguito Julián… y después te llevo al Circo a ver los clowns… ¿no te acuerdas de los saltos que dan? ¡Qué saltos tan grandes sobre el caballo! ¿eh?… Y la niña rubia que se sube al trapecio, ¡qué bonita!, ¿eh?… Y después vamos a casa de Julianito, y comerás dulces… y otro día iremos a Leganés a ver a la tía Adelaida para que te regale el pajarito de cristal que canta dándole cuerda… y lo traeremos para casa, ¿verdad?… ¿No te gusta?

El niño, que había suspendido el llanto para escuchar a su madre, cuando ésta terminó el repertorio de promesas, volvió a gritar:

¡Quero Ía!

No fue posible por ningún medio hacerle desistir de su empeño.

La generala estaba furiosa.

–¿Pero qué edad tiene el niño?—preguntó en voz baja Miguel, que se había aproximado silenciosamente a la alcoba.

–Tres años.

–Pues sácalo de la cama, no hay ningún cuidado: a ver si se entretiene con cualquier cosa.

Lucía lo envolvió en un chal y lo sacó al gabinete. Era rubio y hermoso como un angelito, con grandes ojos azules; no se manifestó sorprendido al ver a Miguel; suspendió el llanto y le miró, sí, con insistencia, pero sin preguntar nada a su madre. Miguel quedó un poco cortado ante aquel examen, y le pesó de haber aconsejado a la generala su traslado. Después procuró captarse su amistad; tomolo de los brazos de aquélla, y lo sentó sobre sus rodillas; le acarició suavemente sus cabellos ensortijados y le dio un beso sonoro en la mejilla.

–¿Me quieres?—le preguntó con voz melosa.

El niño le miró fijamente con ojos serenos y graves. Después pronunció secamente:

–¡No!

Miguel se turbó, y quedó desde entonces mal impresionado. Al poco rato se despidió de Lucía.

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