Política y geopolítica para rebeldes, irreverentes y escépticos

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Política y geopolítica para rebeldes, irreverentes y escépticos
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© Augusto Zamora, 2016, 2018

© Ediciones Akal, S. A., 2016, 2018

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

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@AkalEditor

ISBN: 978-84-16842-63-6

Augusto Zamora R.

Política y geopolítica

para rebeldes, irreverentes y escépticos

3.ª edición ampliada


Nueva edición, la tercera, de un libro que, en poco más de un año, se ha convertido en un referente en el ámbito del análisis geopolítico, con nuevos materiales sobre los últimos acontecimientos en torno a Irán, Turquía, Siria, Libia, Estados Unidos, Rusia o China.

Recibimos más información que nunca, y, sin embargo, estamos más condicionados que nunca, pues la creación de enormes oligopolios mediáticos hace que dicha información esté al servicio de los intereses de sus dueños. Este hecho se ve reflejado con particular crudeza en el ámbito de la política y la geopolítica, donde la visión global de un mundo dividido entre «buenos» (neoliberales) y «malos» (todos los demás) es continuamente martilleada por televisiones, radios y cabeceras periodísticas. De ahí que, para entender mejor nuestro mundo (y tratar de cambiarlo, ahora que aún estamos a tiempo), sea necesario casi partir de cero.

Tal es el objeto de este libro. Dirigido a un público joven de 18 a 90 años, en sus páginas se desgranan los conceptos, las teorías geopolíticas y los protagonistas que han dado y dan forma al contexto sociopolítico, militar y económico que nos rodea. De las proyecciones cartográficas a la Guerra Fría, de los «Estados fallidos» a los «Estados canallas», de la «borrachera del poder» a la economía psicópata, de Estados Unidos a Afganistán y Siria, de la Guerra Fría a la militarización de Europa, del retorno de Rusia como potencia al creciente poder de China, de las guerras pasadas a las guerras futuras… Esta obra ofrece un panorama que sin duda sorprenderá al lector, pues no acaba de cuadrar con la «versión oficial» que se vende a diario.

Augusto Zamora R. está dedicado, en la actualidad, a la investigación y al periodismo. Fue profesor de Derecho internacional público y Relaciones internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid y embajador de Nicaragua en España hasta 2013. Ha sido profesor en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua y es profesor invitado en distintas universidades de Europa y América Latina. Fue director jurídico del Ministerio del Exterior y jefe de gabinete del ministro del Exterior de 1979 hasta 1990. Formó parte del equipo negociador de Nicaragua en los procesos de paz de Contadora y Esquipulas, desde su inicio hasta la derrota electoral del sandinismo. Abogado de Nicaragua en el caso contra EEUU en la Corte Internacional de Justicia y en otras causas en este tribunal, ha participado en numerosas misiones diplomáticas y negociaciones en Naciones Unidas, la OEA y el Movimiento de Países No Alineados. Miembro de número de la Academia de Geografía e Historia de Nicaragua, ha colaborado en los diarios españoles El Mundo y Público, así como en otros medios de prensa en España e Iberoamérica desde hace dos décadas. Entre sus obras cabe destacar El futuro de Nicaragua (1995; 2.ª edición aumentada, 2001), El conflicto Estados Unidos-Nicaragua 1979-1990 (1996), Actividades militares y paramilitares en y contra Nicaragua (1999), El derrumbamiento del Orden Mundial (2002), La paz burlada. Los procesos de paz de Contadora y Esquipulas (2006) y Ensayo sobre el subdesarrollo. Latinoamérica 200 años después (2008).

A mis hijos

INTRODUCCIÓN

Vivimos una era única y singular. Por vez primera en la historia conocida, se vienen produciendo enormes cambios en el mundo sin que dichos cambios hayan sido consecuencia de una hecatombe bé­lica o catástrofes naturales. Los grandes cambios de poder suelen ser resultado de decisiones humanas en forma de guerras. España impuso su poder mundial con guerras; Francia la sustituyó como poder hegemónico también con guerras, y guerras de siglos dieron origen al Imperio británico. EEUU se hizo potencia mundial merced a la Primera Guerra Mundial, y poder hegemónico en Occiden­te y sus contornos gracias a la Segunda. Hechos naturales han puesto fin a civilizaciones enteras, como la minoica, destruida por una erupción volcánica, o como las pestes que asolaron Europa y retrasaron siglos su resurgimiento.

Pero los cambios del presente tienen su origen en un hecho sin parangón en la historia: el suicidio de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la gran superpotencia que competía con EEUU por el dominio mundial –o se lo repartían–. No hay antecedentes históricos conocidos de un hecho similar. La historia muestra que las grandes potencias caen o desaparecen como consecuencia de sus declives internos, que llevan a provocar su derrota militar. Le pasó a España en Utrecht, en 1714; a la Francia napoleónica en Waterloo, en 1815; a Alemania en 1918 y 1945… La URSS desapareció por decisión de un hombre alcohólico y enajenado, un Rasputín entronizado, a quien sus asistentes terminarían encerrando en sus habitaciones para evitar que hiciera ridículos mayores, como ser encontrado en paños menores en una calle de Washington. De golpe, sin guerras externas, terremotos sociales o meteoritos apocalípticos, Boris Yeltsin declaró, en diciembre de 1991, que la URSS había dejado de existir. Y el Estado creado por Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, en 1921 desapareció sin más, en lo que otro Vladimir, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, ha considerado «la mayor catástrofe geopolítica del siglo xx». Efectivamente lo fue, sobre todo para Rusia que, de golpe y sin mediar derrota militar, vio desaparecer dominios adquiridos duramente a lo largo de 500 años.

La autodestrucción de la Unión Soviética desató una euforia infinita en EEUU y sus aliados. En Washington se dieron a la tarea de rediseñar el mundo para lo que, creían, sería «un nuevo siglo americano». Imponer una hegemonía mundial, un mundo unipolar, requería de conflictos armados. Una tras otra se sucedieron las guerras entre 1998 y 2013, afectando a tres continentes. Con la excepción de la agresión contra Yugoslavia, todas las aventuras armadas terminaron en fracaso. Su único resultado tangible ha sido potenciar un fenómeno antiguo en cuanto a su práctica, pero residual en el mundo –salvo contados países– hasta las guerras de agresión lanzadas por la OTAN. Ese fenómeno viejo pero residual era –es– el terrorismo. La más sofisticada tecnología militar y la maquinaria militar más potente del mundo fueron derrotadas por ejércitos desharrapados, desprovistos de misiles, blindados o aeronaves. Los ejércitos que pensaban desfilar victoriosos en sus respectivos países retornaron uno a uno en silencio y humillados. Lo único que dejaron tras de sí fueron pueblos destruidos, millones de víctimas, decenas de millones de desplazados y refugiados, y un virulento resurgimiento del fanatismo religioso. La unipolaridad y el sueño de un «nuevo siglo americano» se quedaron rápidamente sin pólvora, pero no será ése el peor de sus problemas. Mientras la OTAN se desgastaba en guerras infecundas, otras potencias emergían.

***

En los cinco siglos que duró la hegemonía europea en el plane­ta nunca ningún ideólogo consideró otro mundo que no fuera el dominado por Europa y la cultura occidental. Asia no contaba, África no existía, América era excéntrica. De repente, sin ostentaciones, alardes o prepotencia, la República Popular China emergió con fuerza inusitada, convirtiéndose, en menos de dos décadas, en el ombligo industrial del mundo, como Gran Bretaña lo fue en el siglo xix y EEUU en el xx. El ascenso chino ha sido tan fulgurante que, al día de hoy, un porcentaje considerable de población occidental sigue sin imaginarse el brusco cambio de las coordenadas económicas y políticas mundiales. No pasa igual en otras partes, como Iberoamérica o África. En 2015, China facilitó más fondos monetarios a países iberoamericanos que el FMI. Las inversiones chinas en África están cambiando el rostro de ese continente. El poder económico chino ha visto reconocido su peso con la decisión del FMI, en noviembre de 2015, de incorporar el yuan a la «cesta» de monedas de reserva que maneja ese organismo. Hasta el momento, el selecto club de monedas lo integraban dólar estadounidense, euro, libra esterlina y yen japonés. Estas monedas son las utilizadas por el FMI y otros organismos financieros internacionales para regular las tasas de cambio y controlar la deuda externa de los países, entre otras operaciones. China se había quejado de menosprecio a su moneda, no obstante ser la segunda economía mundial y primera en términos de paridad adquisitiva. Desde noviembre pasado, el yuan ha pasado a formar parte del club.

 

No sería China la única gran potencia en reaparecer. Tras la era Yeltsin, una Rusia dirigida con mano de hierro por Putin daba golpes contundentes en el tablero mundial (para emplear el título del libro del impronunciable Zbigniew Brzezinski), primero poniendo fin a la rebelión secesionista en Chechenia, luego al reincorporar Crimea a Rusia y parar los pies a la OTAN en Ucrania para, finalmente, irrumpir en Siria y remover drásticamente la situación en Oriente Medio y Próximo. Debe aceptarse que la enér­gica reacción rusa agarró a la OTAN por sorpresa y sin capacidad de respuesta. Tampoco la había. Bajo Putin, la economía rusa se ha reordenado y nadie –argumento definitivo– hace la guerra a un país que posee 15.000 ingenios nucleares. Más aún, el rearme de Rusia ha sido –y sigue siendo– simplemente espectacular, superando su desarrollo tecnológico incluso al alcanzado por la URSS en su periodo de esplendor.

Brzezinski escribió que uno de los objetivos de EEUU en Eura­sia era manejar su política en este vasto continente de forma que «impida la emergencia de una potencia euroasiática dominante y antagónica», creando un equilibrio continental en el que los EEUU «ejerzan las funciones de árbitro político». Quería decir que EEUU debía actuar de forma que impidiera el renacimiento de Rusia como «una gran potencia dominante y antagónica». Otro objetivo fracasado. En Eurasia, ahora, no hay sólo una potencia dominante y antagónica, hay dos grandes potencias que, además, han establecido una alianza estratégica entre ellas. Con motivo de su visita oficial a Rusia, para asistir a los actos conmemorativos del 70 Aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial, el pre­sidente de China, Xi Jinping, publicó en mayo de 2015 un mensaje en el que afirmaba que «los pueblos de China y de Rusia defenderán el mundo hombro con hombro, contribuirán al desarrollo y harán su aporte para asegurar una paz duradera en el planeta». El mensaje de Xi Jinping tenía un obvio destinatario: EEUU y la OTAN. Un mensaje a tomar en cuenta en el devenir de este siglo xxi, ahora que está próximo a cumplir su segunda década.

La gran derrotada en la nueva recomposición del mundo ha sido la Unión Europea, proyecto integracionista devorado por la OTAN. Europa es la única región del mundo donde EEUU ha podido alcanzar plenamente sus objetivos, excepción hecha de Ucrania y Georgia. Poco queda ya del proyecto europeo, salvo unas instituciones antidemocráticas al servicio del gran capital. Nada queda del proyecto social, devorado por el neoimperialismo alemán. Nada del Euroejército, convertido en anécdota. Nada de la política exterior y de seguridad común. La UE es un remedo de las «banana republics» que llenaron el mar Caribe de dictadores y sangre. «Banana republics» desarrolladas, ricas, sí, pero sometidas a Washington, igual que las subdesarrolladas y míseras Cuba o Nicaragua de los años treinta y cuarenta. Mientras los europeos se desperdician en el renacimiento de los nacionalismos –fenómeno del siglo xix– o de los fascismos –propio de los años treinta del siglo xx–, EEUU aprovecha el desconcierto europeo para militarizar el este de Europa, preparando escenarios de guerra que sólo a EEUU pueden interesar. Los países bálticos y Polonia han sido convertidos en los guardianes de los intereses estadounidenses y responden más a ellos que a cualquier proyecto europeísta. No obstante el abismo que puede abrirse en el este de Europa, los medios de comunicación occidentales apenas informan de esos hechos. ¿No interesa informar o está vetado en una prensa cada vez más concentrada en pocas manos? Europa no sólo se ha convertido en un peón de EEUU, sino que está viendo renacer el darwinismo social con la tragedia de los refugiados. Dicho más claramente, desde hace casi dos décadas, la UE vive un proceso kafkiano de convertirse, de proyecto de futuro, en triste escarabajo.

***

Una de las causas del desconcierto europeo es que, hasta ahora, no ha tomado en cuenta un factor geoestratégico que separa hondamente a Europa de EEUU. Como ha señalado Brzezinski, el «concepto estadounidense de seguridad [está] basado en la idea de que los Estados Unidos son una isla continental». Para entender cabalmente este concepto no sería mal ejercicio darle un vistazo a un mapamundi. EEUU, como todo el continente americano, está separado del resto de continentes por dos inmensos océanos, el Atlántico y el Pacífico. Es el único continente aislado completamente del resto del mundo, sin que el estrecho de Bering sirva de excepción. Unos pocos kilómetros separan Asia de Europa, y menos de 20 kilómetros España de África. Asia y Oceanía están conectadas por miríadas de islas. A América debe irse en barco o en avión. Decenas de horas y de días. Las dos guerras mundiales la enriquecieron a niveles astronómicos sin que una sola bomba afectara su territorio (en 1941, cuando el ataque japonés a Pearl Harbor, Hawái tenía el estatus de colonia). Por la misma causa que las bombas de las guerras mundiales no alcanzaron su territorio, resulta imposible para los refugiados de las guerras de la OTAN alcanzar territorio estadounidense. A EEUU, las guerras que provoca –Afganistán, Iraq, Libia, Siria– le quedan lejos, infinitamente lejos. El terrorismo también. Su condición de Estado-isla en un continente-isla determina toda su política. Puede provocar cualquier cantidad de caos en el mundo sin que ese caos llegue a rozar sus costas, salvo cuando se trata del narcotráfico, que es un fenómeno esencialmente americano y del que –aun así– escapa, pues la peor parte se la llevan países como México o Colombia. Con Europa ocurre exactamente lo contrario. Europa limita con Asia y África. Lo que ocurra en esos dos continentes le afecta de lleno, sobre todo si se trata de guerras promovidas por la Alianza Atlántica.

Los europeos no han entendido la profundidad y extensión de esta regla axiomática de la geopolítica. Han hecho una alianza a muerte con un país que nunca morirá con ellos. Todo lo contrario, los ha visto morir y se ha enriquecido hasta la obscenidad con sus desgracias. Para EEUU, las dos guerras mundiales fueron un regalo de dioses. Sin esas guerras no habría llegado nunca a lo que llegó sin sacrificar un dólar. Los europeos occidentales le siguen agradeciendo que les ayudara a vencer a Alemania, aunque, en la verdad histórica, su participación en la Primera Guerra Mundial fue simbólica y, en la Segunda, limitada, correspondiendo el mayor mérito a la URSS. Las decisiones que tome la UE respecto a Rusia nos dirán si habrá paz o guerra.

Capítulo I

De política, economía y psicología

Política: el arte –de muchos– de vivir del cuento

Término polifacético que define desde la «ciencia que trata del gobierno y la organización de las sociedades humanas, especialmente los Estados» hasta una clase o casta de personas que se dedican a tiempo parcial o completo a la actividad política. Max Weber (La política como profesión) define la política como «la aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre distintos Estados o, dentro de un Estado, entre los distintos grupos humanos que éste comprende». Es tan antigua como las sociedades humanas, en la medida que estas sociedades, para serlo, necesitan una organización mínima y, con la organización, a personas que ocupen o desempeñen los cargos propios de la misma, sean jefes, brujos, chamanes, dictadores, reyes o presidentes. La obra primigenia de referencia es la Política, obra escrita por Aristóteles, en el siglo v a.C. Desde entonces, se han publicado océanos de libros, tratados, artículos y similares para tratar el tema y darle razón, explicación y sistematización, los más de ellos aburridos, ininteligibles y fugaces. Aunque las ideologías jueguen lo suyo, la política, en su aplicación cotidiana, la deciden personas y grupos de intereses económicos, financieros o industriales, o todos a la vez.

Con contadas excepciones, el poder político lo suelen detentar los mismos grupos a lo largo de siglos, aunque muten de nombres, banderas o personajes. Es de referencia la frase del filme El Gatopardo, de Luchino Visconti, basado en la obra del mismo nombre del aristócrata siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa. En una parte del filme, que trata del periodo de la formación de Italia (1860), Tancredo, uno de los protagonistas, expresa a su tío Don Fabrizio, príncipe de Salina: «Si queremos que todo quede como está es preciso que cambie todo», y la clase dominante se hace revolucionaria para mantener estatus y poder. La Revolución francesa fue un alzamiento contra la aristocracia, que terminó creando una nueva realeza, con el plebeyo Napoleón de emperador, para, después de su derrota, darse la restauración de los Borbones. La muerte del general Franco abrió las puertas al juego democrático en España, pero el juego lo terminaron jugando dos partidos, que se alternaban en el poder y entre ambos garantizaron que cam­biaran las cuestiones –en sustancia– accesorias (las «alianzas de ci­vi­lizaciones», por ejemplo), para no tocar nunca las fundamentales (la plutocracia que gobierna de facto, la fuga de capitales, las ba­ses militares extranjeras, el sometimiento a Alemania, etcétera).

En una pluralidad de países, la política se ha convertido en una profesión, algo que se ve favorecido cuando no se establecen límites temporales a los periodos de gobierno para presidentes, alcaldes, diputados o como sea que se denominen los cargos públicos. Hay alcaldes que lo han sido toda su vida o casi, diputados que han puesto huevos en su sillón y dejado cuatro generaciones de polluelos. Esta falta de límites temporales está en la base de la conversión de la actividad política en una profesión. Estamos, en estos casos, ante los llamados «políticos profesionales», es decir, personas que viven por y para la política, a diferencia de los políticos «ocasionales», que, señala Weber en La política como profesión, no hacen de esa actividad «su vida, principalmente, ni en sentido material ni ideal». Los políticos profesionales, dice Weber, «viven de la política». Se «es» político como otros son dentistas, agricultores o científicos, aunque el pobre grado de productividad de la clase o casta política invitaría, en no pocos casos, a cerrar congresos, diputaciones o ayuntamientos e, incluso, gobiernos. El «drama» de estos personajes suele radicar en que se han profesionalizado tanto, que no han aprendido a ser o hacer otra cosa que políticos. De ahí que no se sepa cómo librarse de ellos luego de ser jubilados, voluntaria o forzosamente. Se sabe que algunos, secretamente, escriben libros con sus memorias, esperando que la gente, después de aguantarlos cuarenta años, sea lo suficientemente masoquista –o chismosa– para leerse 800 páginas sobre cómo lograron alcanzar una perfecta simbiosis de codos y coxis con reposabrazos, respaldos y asientos de sus sillones. España se inventó un órgano –el Senado– para depositar en él a políticos jubilados. El Parlamento Europeo ha sido convertido en otro cementerio de elefantes. Así, los políticos profesionales pueden seguir colgados, de una u otra forma, usufructuando recursos de los presupuestos nacionales o internacionales. Estos políticos, en fin, llegan a parecerse tanto unos a otros que terminan formando un grupo especial, que ha sido bautizado como «casta». Están, también, las «puertas giratorias», ese sistema a través del cual empresas –generalmente privatizadas– ofrecen altos cargos honorarios o directivos a exjerarcas políticos que han abandonado su profesión, como recompensa por los «sacrificios» realizados durante tanto años por el país. De las «puertas giratorias» a entronizar sistemas políticos corruptos no hay más que un paso.

Síndrome de hybris: el poder embriaga más que el alcohol

Conocido también como «embriaguez» o «borrachera del poder», es un síndrome que afecta a cierto porcentaje de políticos. Fue estudiado en la década de los setenta del pasado siglo por el político y neurólogo británico David Owen, aunque este síndrome ha estado presente en las culturas humanas desde tiempos inmemoriales. El nombre procede del griego hubris, término que suele traducirse como «desmesura». Robert Graves, en Los mitos griegos, le da el significado de «desvergüenza». Hubris, por su parte, surgió del teatro griego clásico, pues se empleaba para referirse a los actores que robaban escenas y, luego, por extensión, a las personas ostentosas o de conductas desmesuradas o de escasa vergüenza. En la Grecia clásica no existía el concepto del pecado, tal como lo entiende el cristianismo, por lo que remitían las conductas inapropiadas a decisión de los dioses. Éstos castigaban según las normas sociales, de modo que aquellas personas que las transgredían podían ser objeto de la ira divina.

 

La mitología griega abunda en casos de personas que incurrían en el hybris y eran condenadas por los dioses a castigos terribles, para mostrarles sus límites y devolverlos a ellos. En el panteón griego existía la diosa Hibris, hija del Érebo y la Noche, que representaba el exceso de los instintos y la carencia de moderación. Hibris tuvo una familia extensa. «De la unión entre la Noche y el Érebo nacieron el Hado, la Vejez, la Muerte, el Asesinato […], la Discordia, la Miseria, la Vejación, Némesis, la Alegría, la Amistad, la Piedad, las Parcas y las Tres Hespérides», refiere Graves. El castigo a la hybris lo expresa Herodoto en una célebre frase: «Los dioses tienden a abatir todo lo que descuella en demasía». Se calificaba de hybris a los guerreros que, vencedores en grandes guerras, se emborrachaban de poder y empezaban a comportarse abusiva y arbitrariamente, como si fueran dioses. Para controlar a la diosa Hibris estaba Némesis, la diosa del castigo. Los romanos, conscientes de estas conductas, cuando un emperador, general o cónsul desfilaba en triunfo por Roma, le ponían al lado, en el carro, a un siervo que les susurraba al oído que seguían siendo humanos. No parece haber servido de mucho o por mucho tiempo el remedio, pues en la época del imperio hubo un grupo notable de emperadores que se proclamaron dioses. Julio César fue el primero en ser adorado como dios. A Augusto se le llamó Sebastos, que significa «el divino» en griego. Calígula se proclamó dios con el nombre de Neos Helios.

David Owen, quien pasó casi toda su vida en la política y fue parte de la clase dirigente británica, publicó en 2008 una obra titulada In Sickness and in Power (En la enfermedad y en el poder), en la que analiza el impacto del poder en las personas y la influencia de las enfermedades en la toma de decisiones. Owen señala que la megalomanía «puede ser uno de los gajes del oficio para los políticos» y que «su manifestación en forma desarrollada» es la hybris. Un acto de hybris «era aquel en el cual un personaje poderoso, hinchado de desmesurado orgullo y confianza en sí mismo, trataba a los demás con insolencia y desprecio». Owen describe la trayectoria para llegar a desarrollar el síndrome de Hybris: «El héroe se gana la gloria y la aclamación al obtener un éxito inusitado contra todo pronóstico. La experiencia se le sube a la cabeza: empieza a tratar a los demás, simples mortales corrientes, con desprecio y desdén, y llega a tener tanta fe en sus propias facultades que empieza a creerse capaz de cualquier cosa. Este exceso de confianza en sí mismo lo lleva a interpretar equivocadamente la realidad que lo rodea y a cometer errores. Al final, se lleva su merecido y se encuentra con su némesis, que lo destruye». En los políticos, interesa «la hybris como descripción de un tipo de pérdida de capacidad». En los líderes políticos, el éxito «les hace sentirse excesivamente seguros de sí mismos y despreciar los consejos que van en contra de lo que creen, o en ocasiones toda clase de consejos, y que empiezan a actuar de un modo que parece desafiar a la realidad misma». El médico-político Owen elabora un listado de 14 síntomas, para facilitar la realización de un diagnóstico, señalando que bastan tres o cuatro de ellos para que se pueda diagnosticar la existencia del síndrome. De esa lista vale destacar los siguientes:

1. Inclinación narcisista a ver el mundo como un escenario donde ejercer su poder y buscar la gloria, en vez de un lugar con problemas que requieren planteamientos pragmáticos.

2. Forma mesiánica de hablar de lo que están haciendo y tendencia a la exaltación.

3. Una identificación de sí mismos con el Estado hasta el punto de considerar idénticos los intereses y perspectivas del Estado con los de ellos mismos.

4. Excesiva confianza en su propio juicio y desprecio del consejo y crítica ajenos.

5. Exagerada creencia –rayando en un sentimiento de omnipotencia– en lo que pueden conseguir personalmente.

6. Pérdida de contacto con la realidad, a menudo unida a un progresivo aislamiento.

7. Obstinada negativa a cambiar de rumbo, por creer que su «visión amplia» y la rectitud moral de sus actuaciones hace innecesario estudiar costes y resultados.

8. Un tipo de incompetencia –«incompetencia de la hybris»–, que los lleva a no preocuparse por los aspectos prácticos de una directriz política.

El psiquiatra Manuel Franco, de la Real Academia de Medicina, resume el proceso que suelen seguir los líderes políticos hasta alcanzar el síndrome de Hybris: «Una persona más o menos normal se mete en política y de repente alcanza el poder o un cargo importante. Internamente tiene un principio de duda sobre si realmente tiene capacidad para ello. Pero pronto surge la legión de incondicionales que le felicitan y reconocen su valía. Poco a poco, la primera duda sobre su capacidad se transforma y empieza a pensar que está ahí por méritos propios. Todo el mundo quiere saludarle, hablar con él, recibe halagos de belleza, inteligencia… y hasta liga». Esto, según el psiquiatra, ocurre en la primera fase del desarrollo del síndrome. En la siguiente, al líder político «ya no se le dice lo que hace bien, sino que menos mal que estaba allí para solucionarlo, y es entonces cuando se entra en la ideación megalomaníaca, cuyos síntomas son la infalibilidad y el creerse insustituible». A partir de esta fase, los políticos «comienzan a realizar planes estratégicos para 20 años como si ellos fueran a estar todo ese tiempo, a hacer obras faraónicas o a dar conferencias de un tema que desconocen». Que el síndrome de Hybris sea más común en la política que en otros campos obedece, según el doctor Franco, a que «en otros ámbitos es más frecuente que el que esté arriba sea el más capaz, pero en política no es así, porque los ascensos van más ligados a fidelidades. El poder no está en manos del más capaz, pero quien lo ostenta cree que sí y empieza a comportarse de forma narcisista».

La historia está llena de ejemplos, algunos para reír, otros para temblar. Calígula, en un encuentro, les espetó a dos cónsules: «Lo que encuentro gracioso es que, moviendo tan sólo un dedo, puedo hacerles cortar la cabeza al instante». Un episodio de la vida del presidente argentino Hipólito Yrigoyen (1852-1933) es ilustrativo del actuar de los aduladores que suelen rodear a los poderosos y que contribuyen a agravar el síndrome de Hybris. Los colaboradores más directos del presidente argentino decidieron, para no preocuparle por la mala situación política que vivía, ¡imprimir un diario especial para él! El popular presidente no se enteraba de nada. En 1930, durante su segundo periodo presidencial, Yrigoyen fue derrocado por un golpe de Estado. Hay, en Argentina, quienes niegan la existencia del diario especial. Cierta o falsa la historia, lo que no puede ponerse en duda es que los hombres de poder han vivido y viven rodeado de aduladores, que, si no diarios, sí elaboran informes laudatorios para agradar los oídos del gran líder.

No desconocía el fenómeno el autor político más citado de la historia. En El príncipe, Nicolás Maquiavelo escribió: «No quiero pasar en silencio un punto importante, que consiste en una falta de la que se preservan los príncipes difícilmente […] Esta falta es la de los aduladores, de que están llenas las cortes; pero se complacen los príncipes en lo que ellos mismos hacen, y en ello se engañan con una tan natural propensión, que únicamente con dificultad pueden preservarse contra el contagio de la adulación».

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