Antes De Que Anhele

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CAPÍTULO DOS

Quinn Tuck tenía un sencillo sueño: vender los contenidos de algunas de esas consignas abandonadas a algún paleto como lo vio hacer en ese programa llamado Storage Wars. Se podía hacer un dinero decente con ello; él se llevaba a casa casi seis mil al mes por las consignas de las que se encargaba. Y después de terminar de pagar la hipoteca de su casa el año anterior, había sido capaz de ahorrar lo suficiente como para llevarse a París a su mujer, algo que no había dejado de pedirle desde que empezaron a salir juntos, veinticinco años atrás.

De veras, le encantaría vender todo el garito y mudarse a vivir a alguna parte. Quizá a alguna parte de Wyoming, un lugar que nadie echaba nunca en falta, pero que era bastante pintoresco y asequible. Sin embargo, a su mujer eso no le hacía ninguna gracia, aunque seguramente sería más feliz si él dejara el negocio de las consignas de almacenamiento.

En primer lugar, la mayoría de los clientes eran unos imbéciles presuntuosos. Se trataba, después de todo, del tipo de gente que tenía tantas cosas que tenían que alquilar espacio adicional para poder guardarlas todas. Y en segundo, no echaría en falta las llamadas que recibían los sábados de ciertos propietarios quisquillosos para quejarse de las cuestiones más estúpidas.

La llamada de esta mañana la había hecho una mujer mayor que alquilaba dos unidades. Había estado sacando cosas de una de sus unidades y decía que había olido algo terrible proveniente de una de las unidades cercanas a la suya.

Normalmente, Quinn le hubiera dicho que lo comprobaría, pero no hubiera hecho nada. Sin embargo, esta era una situación peliaguda. Dos años antes, había recibido una queja similar. Entonces esperó tres días para comprobarla, para descubrir que un mapache se las había arreglado de alguna manera para entrar a una de las consignas, pero no para salir de ella. Cuando Quinn lo encontró, estaba hinchado y llevaba muerto por lo menos una semana.

Y por eso estaba llevando su camioneta al aparcamiento de su espacio primario de consignas un sábado por la mañana en vez de quedarse remoloneando en la cama e intentar convencer a su mujer de que hagan el amor con promesas de ese viaje a París. Este complejo de consignas de almacenamiento era el más pequeño de los que poseía. Era un complejo al aire libre con cincuenta y cuatro unidades en total. El alquiler era más bien de los bajos, y tenía todas alquiladas excepto por nueve.

Quinn se bajó de su camioneta y caminó entre las consignas. Cada cuadrado de consignas contenía seis espacios de almacenamiento, todos del mismo tamaño. Caminó hasta el tercer bloque de consignas y se dio cuenta de que la mujer que había llamado por la mañana no había estado exagerando ni un poco. También él podía oler algo horrible y eso que la consigna en cuestión todavía estaba a dos cuadrículas enteras de distancia. Sacó su llavero del bolsillo y empezó a circular con su bicicleta hasta que llegó a la Consigna 35.

Para cuando llegó a la puerta de la consigna, casi tenía miedo de abrirla. Algo olía mal. Empezó a preguntarse si alguien, de algún modo, había dejado encerrado a su perro dentro sin darse cuenta. Y como de algún modo, nadie le había escuchado ladrar ni lloriquear con lo que no le habían sacado de allí. Fue una imagen que alejó de la mente de Quinn cualquier idea de ponerse caliente con su mujer un sábado por la mañana.

Con una mueca en el rostro debido al olor, Quinn metió la llave al cerrojo de la Consigna 35. Cuando el cerrojo se abrió, Quinn lo sacó del pasador y después enrolló la puerta estilo acordeón para arriba.

El olor de atizó con tal fuerza que dio dos pasos firmes hacia atrás, con miedo a ponerse a vomitar. Se colocó la mano sobre la nariz y la boca, dando un pequeño paso hacia delante.

Pero ese fue el único paso que dio. Vio de dónde provenía el olor solo con quedarse parado fuera de la consigna.

Había un cadáver en el suelo de la consigna. Estaba cerca de la parte delantera, a un par de metros de los cachivaches que estaban apilados en la de atrás, taquillas pequeñas, cajas de cartón, y cajas de leche llenas con un poquito de todo.

El cadáver era el de una mujer que parecía tener veintitantos años. Quinn no podía ver ninguna herida visible en ella, pero había una buena cantidad de sangre acumulada a su alrededor. Ya había dejado de estar húmeda o pegajosa, y se había resecado en el suelo de hormigón.

Ella estaba lívida como un fantasma y tenía los ojos abiertos de par en par, inmóviles. Durante un instante, Quinn pensó que le estaba mirando directamente a él.

Sintió como se elevaba un grito ahogado en su garganta. Reprimiéndose antes de que se le pudiera escapar, Quinn rebuscó su teléfono en su bolsillo y llamó al 9-1-1. Ni siquiera estaba seguro de que fuera el número al que llamar para algo como esto, pero era todo lo que se le ocurría hacer.

Cuando sonó el teléfono y respondió el agente de comunicaciones, Quinn intentó desviar la vista para descubrir que era incapaz de quitarle los ojos de encima a la grotesca visión, con su mirada entrelazada con la de la mujer muerta que había en la consigna.

CAPÍTULO TRES

Ni Mackenzie ni Ellington querían una boda a lo grande. Ellington decía que ya se había sacado todas las tonterías relativas a la boda de su sistema con su primer matrimonio, pero quería asegurarse de que Mackenzie tenía todo lo que quisiera. Los gustos de ella eran sencillos. Ella hubiera estado perfectamente satisfecha en una iglesia básica. Nada de campanitas, ni silbatos, ni elegancia fabricada.

Entonces, el padre de Ellington les había llamado poco después de que anunciaran su compromiso. El padre de Ellington, que nunca había formado realmente parte de su vida, le felicitó pero también le informó de que no podría atender ninguna boda a la que asistiera la madre de Ellington. Sin embargo, les compensó por su futura ausencia utilizando sus conexiones con un amigo muy adinerado de DC y reservando la Meridian House para ellos. Era un regalo que rayaba en lo obsceno, pero que también había puesto punto y final a la cuestión de cuándo celebrar el matrimonio. Resulta que al final la respuesta era cuatro meses después del compromiso, gracias a que el padre de Ellington reservó una fecha en particular: el 5 de septiembre.

Y, aunque ese día todavía estaba a dos meses y medio de distancia, parecía estar mucho más cerca cuando Mackenzie se puso de pie en los jardines que había junto a Meridian House. El día era perfecto y todo acerca del lugar parecía haber sido recientemente alterado y diseñado.

Me casaría aquí mismo mañana si pudiera, pensó. Por norma, Mackenzie no se dejaba llevar por impulsos caprichosos, pero había algo en la idea de casarse aquí que le hacía sentir de cierta manera, en un punto medio entre lo romántico y lo rarito. Le encantaba la sensación de otra época que emanaba el lugar, el cálido y sencillo encanto y los jardines.

Mientras se quedaba de pie y examinaba el lugar, Ellington se acercó por detrás y le colocó los brazos alrededor de la cintura. “Así que… en fin, este es el sitio”.

“Sí que lo es”, dijo ella. “Tenemos que darle las gracias a tu padre. De nuevo. O quizá solo des-invitemos a tu madre para que él pueda presentarse”.

“Puede que sea un poco tarde para eso”, dijo Ellington. “Sobre todo porque ahí está ella, caminando por la acera a tu derecha”.

Mackenzie miró en esa dirección y vio a una mujer mayor con la que los años habían sido amables. Llevaba gafas de sol negra que le hacían parecer excepcionalmente juvenil y sofisticada de una manera que rayaba en lo petulante. Cuando divisó a Mackenzie y a Ellington de pie entre dos jardineras grandes llenas de flores y tallos, les saludó con un poco de entusiasmo de más.

“Parece dulce”, dijo Mackenzie.

“También lo parecen las golosinas, pero cómete las suficientes y se te pudrirán los dientes”.

Mackenzie no pudo evitar que le saliera una risita al oír esto, pero la reprimió mientras la madre de Ellington se les unía.

“Espero que tú seas Mackenzie”, dijo.

“Lo soy”, dijo Mackenzie, insegura de cómo tomarse la broma.

“Por supuesto que lo eres, querida”, dijo. Le dio un abrazo flojo a Mackenzie con una sonrisa resplandeciente. “Y yo soy Frances Ellington… pero solo porque me resulta demasiado laborioso cambiarme el apellido”.

“Hola, madre”, dijo Ellington, acercándose para darle un abrazo.

“Hijo. Por favor, ¿cómo diablos os las arreglasteis para conseguir este lugar? ¡Es definitivamente espectacular!”.

“Llevo suficiente tiempo en DC como para hacer amistad con la gente adecuada”, mintió Ellington.

Mackenzie se estremeció por dentro. Entendía completamente por qué necesitaba mentir, pero también se sentía incómoda con formar parte de una mentira tan grande que implicaba a su suegra en esta etapa de su relación.

“¿Pero entiendo que no conoces a quienes podían acelerar el papeleo y las ramificaciones legales de tu divorcio?”.

Era un comentario que habían hecho con un tono ligeramente sarcástico, con la intención de que fuera una broma. Pero Mackenzie ya había interrogado a suficiente gente y sabía lo bastante sobre conductas y expresiones faciales como para saber cuándo alguien está siendo simplemente cruel. Quizá fuera una broma, pero también había algo de cierto y de amargura en ella.

Ellington, por otra parte, picó el anzuelo. “No. No he hecho amigos como esos, pero sabes una cosa, mamá, la verdad es que preferiría enfocarnos en el día de hoy. Y en Mackenzie, una mujer que no me va a hacer morder el barro como la primera esposa que tuve y a la que pareces sentirte apegada”.

 

Dios mío, esto es terrible, pensó Mackenzie.

Tuvo que tomar una decisión en ese preciso instante, y supo que podía llegar a afectar la opinión que se hiciera de ella su suegra, pero ya lidiaría con eso más adelante. Estaba a punto de hacer un comentario, para excusarse y que así Ellington y su madre pudieran tener esta conversación tan tensa en privado.

Entonces, sonó el teléfono. Lo miró y vio el nombre de McGrath. Se lo tomó como la oportunidad que necesitaba, sosteniendo el teléfono cerca de ella mientras decía: “Lo siento mucho, pero tengo que responder a esto”.

Ellington le lanzó una mirada escéptica mientras ella se alejaba un poco por la acera. Mackenzie respondió la llamada mientras se ocultaba detrás de unos matos de rosas de lo más artesanal.

“Al habla la agente White”, respondió.

“White, necesito que vengas cuanto antes. Ellington y tú, creo. Hay un caso que os tengo que asignar lo antes posible”.

“¿Estás en tu despacho en este momento? ¿Un domingo?”.

“No estaba, pero esta llamada me ha traído aquí. ¿Cuándo podéis vosotros dos estar aquí?”-

Mackenzie sonrió y le miró a Ellington, que seguía riñendo con su madre. “Oh, creo que lo podemos hacer bastante rápido”, dijo.

CAPÍTULO CUATRO

Como era domingo, no había nadie sentado al escritorio de la zona de espera que tenía afuera el despacho de McGrath. De hecho, la puerta de su oficina estaba abierta de par en par cuando llegaron Mackenzie y Ellington. Mackenzie llamó a la Puerta antes de pasar al interior sin esperar a una respuesta, sabiendo lo riguroso que podía ponerse McGrath cuando se trataba de su privacidad.

“Pasad adentro”, les gritó McGrath.

Al entrar, se encontraron a McGrath sentado a su escritorio, revolviendo entre unas carpetas. Había papeles esparcidos por todas partes y su escritorio parecía encontrarse en un leve estado caótico. Ver al generalmente ordenado McGrath en tal estado hizo que Mackenzie se preguntara qué tipo de caso había conseguido alterarle tanto.

“Os agradezco que hayáis venido tan deprisa”, dijo McGrath. “Ya sé que utilizáis la mayoría de vuestro tiempo libre para planear la boda”.

“Eh, me arrancaste de las garras de mi madre”, dijo Ellington. “Me pondré a trabajar en cualquier caso que quieras darme”.

“Está bien saberlo”, dijo McGrath, seleccionando una pila de papeles unidos con clips del revoltijo de su escritorio y arrojándoselo a Ellington. “Ellington, cuando empezaste a trabajar como agente de campo, te asigné la limpieza de un caso en Salem, Oregón. Alguna cosa con las consignas de almacén. ¿Te acuerdas?”.

“Lo cierto es que sí. Cinco cadáveres, todos aparecieron muertos en unidades de almacenamiento. Nunca se encontró a ningún asesino. Se dio por sentado que, cuando se implicó el FBI, se asustó y se detuvo”.

“Ese es. Ha habido una búsqueda continua por el tipo, pero no ha dado ningún resultado. Y han pasado ya casi ocho años”.

“¿Le encontró alguien al final?”, preguntó Ellington. Estaba hojeando los papeles que le había entregado McGrath. También Mackenzie pudo echar una ojeada y ver los pocos informes y detalles de los asesinatos de Oregón.

“No, pero han empezado a aparecer cadáveres en unidades de almacenamiento de nuevo. Esta vez es en Seattle. A uno le hallaron la semana pasada, que podía ser juzgado de coincidencia, pero encontraron otro más ayer. El cadáver llevaba muerto algún tiempo, al menos cuatro días por la pinta que tiene”.

“Entonces, ¿es bastante certero decir que ya no se están considerando los casos de Seattle como incidentes aislados?”, especuló Mackenzie.

“Eso es, con lo que el caso es tuyo, White”. Entonces McGrath se volvió hacia Ellington. “No estoy Seguro sobre si enviarte también a ti. Me gustaría hacerlo porque vosotros dos os las arregláis para trabajar bien juntos a pesar de la relación, pero con la boda tan cerca en el tiempo…”.

“Es su decisión, señor”, dijo Ellington. A Mackenzie le sorprendió bastante ver lo frívolo que estaba siendo sobre ello. “Aunque creo que mi historial con el caso de Oregón podría beneficiar a Macken—la agente White. Además de lo de dos cabezas y todo eso…”.

McGrath lo ponderó durante un momento, mirándolos alternativamente al uno y al otro. “Lo permitiré, pero puede que este sea el último caso en que os pongo juntos. Ya tengo a bastante gente incómoda con que una pareja que está comprometida trabaje en equipo. Cuando os caséis, podéis olvidaros de ello”.

Mackenzie lo entendía y hasta pensaba que era buena idea en principio. Asintió mientras McGrath hacía su presentación mientras tomaba los papeles que tenía Ellington en la mano. No se tomó el tiempo de leerlos allí mismo, porque no quería ser grosera, pero los examinó por encima lo bastante como para hacerse una idea.

Se habían hallado cinco cadáveres en consignas de almacenamiento en 2009, todas ellas en un periodo de diez días. A uno de los cadáveres parecía que le habían matado hacía poco, mientras que a otro le habían matado tanto tiempo antes de que lo descubrieran que la carne había empezado a pudrirse en los huesos. Habían detenido a tres sospechosos, pero todos ellos habían salido a la calle gracias a coartadas o a falta de pruebas reales.

“Por supuesto, tampoco nosotros estamos preparados para afirmar que hay un enlace directo entre los dos, ¿no es cierto?”, preguntó.

“No, todavía no”, dijo McGrath. “Pero esa es una de las cosas que me gustaría que averiguaras. Busca conexiones mientras estés buscando a este tipo”.

“¿Alguna cosa más?”, preguntó Ellington.

“No. Se están encargando del transporte en este preciso instante, pero deberíais estar volando en menos de cuatro horas. Realmente me gustaría resolver este asunto antes de que este maniaco pueda cargarse otras cinco personas como hizo antes”.

“Pensé que no estábamos diciendo que hubiera un enlace directo”, dijo Mackenzie.

“No oficialmente, no”, dijo McGrath. Y entonces, como si no pudiera evitarlo, sonrió con sarcasmo y se volvió hacia Ellington. “¿Y tú vas a vivir con ese tipo de escrutinio para el resto de tu vida?”.

“Oh sí”, dijo Ellington. “Y estoy deseando hacerlo.”

***

Estaban a mitad de camino del apartamento antes de que Ellington se molestara en llamar a su madre. Le explicó que les habían reclamado y le preguntaba si le gustaría quedar con ellos cuando regresaran. Mackenzie escuchaba de cerca, apenas capaz de entender la respuesta de su madre. Dijo algo sobre el peligro de trabajar y vivir juntos para una pareja romántica. Ellington le interrumpió antes de que se le subiera a la parra de verdad.

Cuando concluyó la llamada, Ellington arrojó su teléfono al piso y suspiró. “Pues bien, mamá te envía saludos”.

“Estoy segura”.

“Pero eso que dijo sobre el marido y la esposa que también trabajan juntos… ¿estás preparada para eso?”.

“Ya oíste a McGrath”, dijo ella. “Eso no va a suceder cuando nos casemos”.

“Lo sé, pero aun así. Vamos a estar en el mismo edificio, oyendo hablar de los casos del otro. Hay días en que creo que eso sería estupendo… pero hay otros en que me pregunto lo extraño que podría llegar a ser”.

“¿Por qué? ¿Acaso tienes miedo de que te acabe eclipsando?”.

“Oh, ya lo has hecho”, le dijo con una sonrisa. “Es solo que te niegas a reconocerlo”.

Mientras iban a toda prisa al apartamento y procedían a la tarea de hacer la maleta, la realidad de la situación le impactó de verdad por primera vez. Este podía ser el último caso en el que Ellington y ella trabajaran juntos. Estaba segura de que recordarían sus casos juntos con gusto cuando se hicieran mayores, casi como una especie de broma privada. Pero, por el momento, con la boda todavía cerniéndose sobre ellos y dos cadáveres esperándoles al otro lado del país, resultaba estremecedor, como si fuera el final de algo muy especial.

Supongo que tendremos que despedirnos con una buena, pensó mientras hacía su maleta. Le echó una ojeada a Ellington, que también estaba haciendo su maleta para el viaje, y sonrió. Sin duda, estaban a punto de meterse en un caso potencialmente peligroso y posiblemente había vidas en riesgo, pero estaba deseando echarse a la carretera con él una vez más… quizá la última vez…

CAPÍTULO CINCO

Llegaron a Seattle con dos escenas del crimen que visitar: la ubicación de la primera víctima, descubierta hacía ocho días, y la ubicación de la segunda víctima, que habían descubierto el día anterior. Como Mackenzie nunca había visitado Seattle en su vida, se sintió casi decepcionada de ver que uno de los estereotipos sobre la ciudad parecía ser bien acertado: caía una lluvia fina cuando aterrizaron en el aeropuerto. La llovizna continuó hasta que se metieron en su coche de alquiler y después se acabó convirtiendo en una lluvia más constante mientras se ponían de camino hacia Seattle Storage Solution, la ubicación del último cadáver que habían descubierto.

Cuando llegaron, había un hombre de mediana edad esperándolos en su camioneta de reparto. Se bajó, abrió un paraguas, y les saludó en su coche. Les entregó otro paraguas con una sonrisa alicaída.

“A ninguno de los que vienen de fuera de la ciudad se les ocurre traer uno”, explicaba al tiempo que Ellington lo agarraba. Lo abrió y, tan caballeroso como de costumbre, se aseguró de que Mackenzie estuviera completamente resguardada por él.

“Gracias”, dijo Ellington.

“Quinn Tuck”, dijo el hombre, ofreciéndole la mano.

“Agente Mackenzie White”, dijo Mackenzie, estrechándole la mano. Ellington hizo lo mismo, presentándose también.

“Vamos entonces”, dijo Quinn. “No tiene sentido retrasarlo. Preferiría estar en casa, si os da igual a vosotros. Ya se llevaron el cadáver, gracias a Dios, pero la consigna todavía me da escalofríos”.

“¿Es la primera vez que le ha pasado algo parecido?”, preguntó Mackenzie.

“Es la primera vez que es tan horrible, sin duda. En una ocasión, tuve un mapache muerto que estaba atrapado en una consigna. Y en otra ocasión, unas avispas encontraron la manera de entrar a una de las consignas, hacer un nido, y lanzarse en bandada contra el rentero. Pero no… nunca nada tan malo como esto”.

Quinn les llevó hasta una consigna con un 35 pegado sobre su puerta estilo garaje. La puerta estaba abierta y había un policía revolviendo por la parte de atrás del espacio. Llevaba un bolígrafo y un bloc de notas, y apuntaba algo cuando entraron Mackenzie y Ellington.

El policía se giró hacia ellos y sonrió. “¿Vosotros sois del bureau?”, les preguntó.

“Así es”, dijo Ellington.

“Encantado de conoceros. Soy el ayudante del alguacil Paul Rising. Pensé que sería mejor que estuviera por aquí cuando llagarais. Estoy anotando todo lo que hay guardado aquí, esperando encontrar algún tipo de pista, porque, por el momento, tenemos exactamente cero”.

“¿Estabas en la escena cuando se llevaron el cadáver?”.

“Por desgracia. Era bastante truculento. Una mujer llamada Claire Locke, de veinticinco años. Lleva muerta al menos una semana. No está claro si se murió de inanición o si se desangró antes”.

Lentamente, Mackenzie examinó el aspecto de la consigna. La parte trasera estaba llena de cajas, cestas de la leche, y varios baúles viejos, las cosas típicas que se pueden encontrar en una consigna de almacén. Pero la mancha que había en el suelo sin duda alguna lo distinguía. No era una mancha muy grande, pero adivinó que podía haber sido como resultado de una pérdida de sangre lo bastante grande como para provocar la muerte. Quizá fuera su imaginación, per estaba bastante segura de que todavía podía oler el hedor que había dejado el chico tras largarse.

Mientras que Rising continuó con su tarea con las cajas y los contenedores que había por detrás, Mackenzie y Ellington comenzaron a investigar el resto del interior. Por lo que a Mackenzie concernía, una mancha de sangre en el suelo indicaba que había algo más que merecía la pena encontrar. Mientras miraba alrededor suyo en busca de pistas, escuchó cómo Ellington le preguntaba a Rising por los detalles del caso.

“¿Estaba la mujer atada o amordazada de alguna manera?”, preguntó Ellington.

“Las dos cosas. Tenía las manos atadas a la espalda, los tobillos atados, y una de esas mordazas de bola en la boca. La sangre que viste en el suelo provenía de una leve herida de arma blanca en el estómago”.

 

Al menos el hecho de que la hubieran atado y amordazado explicaba por qué había sido incapaz Claire Locke de hacer ningún ruido para llamar la atención de la gente al otro lado de las paredes de la consigna. Mackenzie intentó imaginarse a una mujer encerrada en este diminuto espacio abarrotado de cosas sin luz, ni comida, ni agua. Le ponía furiosa.

Mientras daba la Vuelta alrededor de la consigna, llegó a la esquina de la entrada. La lluvia tamborileaba delante de ella, abofeteando el hormigón del pavimento. Pero, a lo largo del interior del marco metálico de la puerta, Mackenzie divisó algo. Estaba muy cerca del suelo, en la misma base del marco que permitía que la puerta se deslizara hacia arriba y hacia abajo.

Se puso de rodillas y se inclinó para mirarlo más de cerca. Al hacerlo, vio algo de sangre al borde del surco. No mucha, tan poca, de hecho, que dudaba que la hubiera visto ninguno d ellos policías. Y entonces, en el suelo justo debajo de la mancha de sangre, había algo pequeño, roto, y blanco.

Mackenzie lo tocó suavemente con su dedo. Era un trozo de uña.

Al final, parecía que Claire Locke se las había arreglado para intentar escapar. Mackenzie cerró los ojos un momento, intentando visualizarlo. Dependiendo de cómo le hubieran atado las manos, podía haber vuelto hasta la puerta, arrodillado, e intentado levantar la puerta hacia arriba. Hubiera sido un intento inútil debido al cerrojo que había fuera, pero sin duda algo que merecía la pena intentar si estabas a punto de morir de inanición o desangrada.

Mackenzie hizo un gesto a Ellington para que se acercara y para enseñarle lo que había encontrado. Entonces se giró hacia Rising y preguntó: “¿Te acuerdas de su había alguna herida adicional en las manos de la señorita Locke?”.

“Lo cierto es que sí,” dijo él. “Tenía unos cuantos cortes superficiales en su mano derecha. Y creo que le faltaba la mayor parte de una de sus uñas”.

Se acercó donde estaban Mackenzie y Ellington y soltó un rápido “Oh.”

Mackenzie continuó mirando pero no encontró nada más que unos cuantos cabellos sueltos. Cabello que asumía pertenecería a Claire Locke o al propietario de la consigna.

“¿Señor Tuck?”, dijo.

Quinn estaba parado afuera de la consigna, arrebujado debajo de su paraguas. Estaba haciendo todo lo posible para no estar de pie dentro de la consiga, para ni siquiera mirar al interior. Sin embargo, al oír el sonido de su nombre, entró al espacio a regañadientes.

“¿A quién pertenece esta consigna?”.

“Eso es lo más jodido”, dijo. “Claire Locke ha estado alquilando esta consigna durante siete meses por lo menos”.

Mackenzie asintió mientras miraba hacia la parte de atrás, donde estaban apiladas las posesiones de Locke en filas bien ordenadas que llegaban hasta el techo. El hecho de que fuera su consigna de almacén añadía un toque de misterio a todo ello, pero, pensó Mackenzie, podía servirles de ventaja a la hora de establecer el motivo o hasta de rastrear al asesino.

“¿Hay cámaras de seguridad por aquí?”, preguntó Ellington.

“Solamente tengo una en la entrada principal”, dijo Quinn Tuck.

“Hemos visto todas las cintas de seguridad de las últimas semanas”, dijo Rising. “No había nada fuera de lo normal. En este momento, estamos hablando con todos los que aparecieron por aquí en cualquier momento durante las últimas dos semanas. Como podéis imaginaros, va a ser aburrido. Todavía nos queda como una docena de personas que interrogar”.

“¿Alguna posibilidad de que podamos hacernos con esas cintas?”, preguntó Mackenzie.

“Desde luego”, dijo Rising, aunque su tono indicara que pensaba que Mackenzie estaba loca por querer irse de pesca entre ellas.

Mackenzie le siguió a Ellington a la parte de atrás de la consigna. Una parte de ella quería revolver entre las cajas y los contenedores, pero sabía que seguramente eso no llevaría a gran cosa. Una vez tuvieran pistas o sospechosos potenciales, puede que encontraran algo que mereciera la pena, pero, hasta entonces, los contenidos de la consigna no significarían absolutamente nada para ellos.

“¿Sigue el cadáver donde el forense?”, preguntó Mackenzie.

“Por lo que yo tengo entendido”, dijo Rising. “¿Quieres que le llame y le diga que vais a ir por allí?”

“Por favor. Y mira lo que puedes hacer para conseguirnos esas cintas de video”.

“Oh, puedo enviar eso, agente White”, dijo Quinn. “Es todo digital. Solo tienes que decirme dónde quieres que te lo envíe”.

“Vamos”, dijo Rising. “Os llevaré a la oficina del forense. Resulta que está solo dos pisos por debajo de mi despacho”.

Dicho eso, los cuatro salieron de la consigna y regresaron bajo la lluvia. Hasta debajo de un paraguas, era ruidosa. Caía lenta pero duramente, como si tratara de llevarse las visiones y los olores que había presenciado esta consigna.

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