Antes De Que Anhele

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CAPÍTULO SEIS

Resultó que Quinn Tuck les fue de lo más útil. Parecía que él quisiera llegar al fondo de lo que había pasado tanto como el que más. Por esa razón, cuando Mackenzie y Ellington llegaron a la comisaría, ya les había proporcionado el enlace para que accedieran todos sus archivos digitales del sistema de seguridad del complejo de almacenamiento.

Decidieron empezar con las cintas de seguridad en vez de con el cadáver de Claire Locke. Eso les daba la oportunidad de sentarse y orientarse un poco mejor. Casi había llegado el crepúsculo y la lluvia continuaba cayendo. Cuando Rising les preparó un monitor, Mackenzie repasó el día y le costó creer que había estado en un pintoresco jardín pensando en su boda hacía menos de nueve horas.

“Aquí están los sellos temporales relevantes”, dijo Rising, pasándole a Mackenzie un trozo de papel de su bloc de notas. “No hay muchos”. Tocó con el dedo una entrada en concreto, escrita con una caligrafía inclinada. “Esta es la única vez que vemos a Claire Locke en el complejo. Sacamos la información de su vehículo y obtuvimos su número de matrícula, así que sabemos que se trata de ella. Y esta”, dijo, tocando otra entrada, “es de cuando se marchó. Y estas son las únicas veces que ella aparece en las cintas”.

“Gracias, Rising”, dijo Ellington. “Esto resulta de gran ayuda”.

Rising le hizo un leve gesto de reconocimiento antes de salir de nuevo del diminuto despacho de sobra que les habían dado a los agentes. La monótona tarea llevó un rato, pero como Rising había indicado, la policía local ya había hecho parte de su trabajo por ellos, con lo que pudieron ver las cintas deprisa, al saltarse los periodos en que no había nadie en la pantalla. Cuando el coche que se decía pertenecía a Claire Locke aparecía en pantalla, Mackenzie amplió la imagen, pero fue incapaz de ver al conductor. Esperó, vigilando la entrada sin ornamentos del complejo durante veintidós minutos a toda velocidad antes de que mostrara el coche de Locke saliendo de allí. Durante el tiempo que ella había estado allí, nadie más había llegado y ningún coche había salido.

“Sabes qué”, dijo Mackenzie, “es totalmente posible que no le atacaran en la consigna de almacenamiento”.

“¿Crees que le mataron en otra parte y le trajeron a este sitio?”.

“Quizá no matarla en otra parte, pero probablemente secuestrarla. Creo que ver el cadáver nos ayudará a determinarlo. Si muestra señales de inanición o deshidratación, eso básicamente nos dice que se deshicieron allí de ella”.

“Pero según el informe, el cerrojo estaba trancado desde afuera”.

“Entonces quizá alguien más tenga la llave”, sugirió Mackenzie.

“Probablemente alguno de los ocupantes de los demás coches durante esos días y más días de cintas”.

“Lo más seguro”.

“¿Quieres quedarte aquí y seguir dándole a esto mientras yo voy a comprobar el cadáver?”, preguntó Ellington. “¿O al revés?”.

Mackenzie se imaginó a esta pobre mujer, sola en la oscuridad e inhabilitada hasta para pedir ayuda a gritos. La visualizó dando tumbos en la oscuridad tratando de encontrar la manera de al menos intentar abrir esa puerta.

“Creo que me gustaría ir a ver el cadáver. ¿Estás bien aquí?”.

“Oh claro que sí. Esta es una peli de las buenas. Nada de anuncios ni cosas así”.

“Genial”, dijo ella. “Te veo en un rato”.

Mackenzie se inclinó para darle un beso en la comisura del labio antes de salir. Lo hizo con naturalidad y sin pensarlo demasiado, a pesar de que no era de lo más profesional. Servía como recordatorio de las razones por las que no podrían trabajar juntos de esta manera una vez estuvieran casados.

Mackenzie salió de la diminuta oficina en busca de la morgue mientras que Ellington siguió mirando como pasaba el tiempo a toda velocidad en la pantalla.

***

La cuestión sobre si Claire Locke había experimentado inanición o deshidratación en algún grado durante el tiempo que pasó en la consigna fue respondida en el momento que Mackenzie la vio. Aunque Mackenzie no fuera una experta en la materia, las mejillas de la joven tenían un aspecto hueco. Puede que también hubiera algo similar en el estómago, pero no ere evidente debido a la incisión que había hecho el forense.

La mujer que le recibió en la morgue era una señora enorme y extrañamente agradable llamada Amanda Dumas. Saludó cálidamente a Mackenzie y se apoyó sobre una mesa de acero que estaba decorada con las herramientas de su gremio.

“En base a tu examen”, dijo Mackenzie, “¿dirías que la víctima experimentó hambre o deshidratación graves antes de morir?”

“Sí, aunque no sé hasta qué punto, exactamente”, dijo Amanda. “Hay muy poco ácido graso en su estómago, prácticamente nada. Eso, además de algunos signos de deterioro muscular, indican que experimentó al menos los primeros pinchazos de la inanición. Hay cosas que también indican deshidratación, aunque no puedo estar segura de que ninguna de ellas fuera lo que le mató”.

“¿Crees que se desangró antes?”.

“Así es, y con toda franqueza, eso hubiera sido una bendición para ella”.

“En base a lo que has visto con el cadáver, ¿crees que estaba viva cuando la dejaron en la consigna de almacenamiento?”.

“Oh, sin lugar a dudas. Y también diría que fue en contra de su voluntad”. Amanda dio un paso al frente y señaló las laceraciones en la mano derecha de Locke. “Parece que opuso algo de resistencia y que, en algún momento, hizo todo lo que pudo por escaparse”.

Mackenzie vio los cortes y notó que uno de ellos parecía bastante magullado. Podría haber llegado allí por obra del pasador con ranura sobre el que se deslizaba la puerta de la consigna. También vio la uña que se le había roto.

“También hay moratones en la parte de la nuca”, dijo Amanda. Utilizó un peine para retirar el cabello de Claire a un lado. Lo hizo con un respeto y consideración que rezumaban amor. Cuando hizo esto, Mackenzie pudo ver un morado intenso en la base superior de su cuello, donde se le unía el cráneo.

“¿Algún indicio de que estuviera drogada?”, preguntó Mackenzie.

“Ninguno. Todavía queda otro análisis químico que tengo que recibir, pero en base a todo lo demás que he visto, no espero nada de él”.

Mackenzie supuso que el moratón que tenía en la nuca junto con la mordaza que habían encontrado sobre su boca fueron más que razón suficiente para que Claire Locke no montara ningún lío o alarma cuando le llevaron a su consigna de almacén. Pensó de nuevo en las cintas de video, segura de que el conductor de uno de esos coches era el responsable de su asesinato, y de la muerte de la otra persona que habían encontrado la semana anterior, según los informes.

Mackenzie volvió a mirar el cadáver con el ceño fruncido. Sentir cierto remordimiento por alguien a quien habían asesinado era una reacción natural, pero Mackenzie estaba sintiendo un grado más intenso de tristeza con Claire Locke. Quizá fuera porque podía imaginarla completamente sola en esa consigna de almacén, incapaz de moverse apropiadamente o de pedir ayuda.

“Gracias por la información”, dijo Mackenzie. “Mi compañero y yo vamos a estar en la ciudad unos días. Dinos si aparece cualquier cosa en ese informe químico”.

Salió de la morgue y regresó al piso principal. De camino a la diminuta oficina desde la que estaban trabajando Ellington y ella, de detuvo en el mostrador de comunicaciones y pidió una copia del archivo actual sobre Claire Locke. Lo tenía en la mano dos minutos después y se los llevó a la oficina.

Se encontró a Ellington mirando fijamente al monitor, reclinado en su butaca.

“¿Encontraste algo?”, le preguntó ella.

“Nada concreto. He visto otros siete vehículos entrar y salir. Uno se quedó unas seis horas antes de salir. Quiero comprobar con el departamento de policía para ver con quiénes de estas personas ya han hablado. Para que Claire Locke acabara en esa consigna, alguien que aparece en estas cintas ha tenido que llevarla hasta allí”.

Mackenzie asintió para mostrar su acuerdo y empezó a examinar el archivo. Locke no tenía antecedentes criminales en absoluto y no es que los detalles personales ofrecieran gran cosa. Tenía veinticinco años, graduada de la UCLA hace dos años, y había estado trabajando como artista digital con una empresa de marketing local. Padres divorciados, su padre vive en Hawái y su madre en alguna parte de Canadá. No tiene marido, ni hijos, pero había una anotación al final de los detalles personales que afirmaba que habían informado a su novio de su muerte. Le habían llamado el día anterior a las tres de la tarde.

“¿Cuánto tiempo te queda con eso?”, le preguntó.

Ellington se encogió de hombros. “Otros tres días más, por lo visto”.

“¿Estás bien aquí mientras yo me voy a hablar con el novio de Claire Locke?”.

“Supongo”, dijo con un suspiro jocoso. “Llega la vida de casados, será mejor que te acostumbres a verme sentado delante de una pantalla todo el tiempo, sobre todo en temporada de fútbol”.

“Está bien”, dijo ella. “Siempre y cuando no tengas problema con que yo salga por ahí y haga mis cosas mientras tú lo haces”.

Y, para demostrale lo que quería decir, volvió a salir por la puerta. Le gritó mientras se iba corriendo: “Dame unas cuantas horas”.

“Sin duda, pero no esperes tener la cena preparada cuando regreses”.

El humor que compartían le hacía increíblemente feliz de que McGrath les hubiera permitido trabajar juntos en este caso. Entre la lluvia y las nubes que había afuera y la peculiar tristeza que sentía hacia Claire Locke, no sabía si hubiera sido capaz de manejar este caso adecuadamente por su cuenta. Sin embargo, con Ellington a su lado, sentía como si llevara un trozo de su hogar con ella, un lugar al que regresar si el caso se ponía demasiado abrumador.

 

Volvió a salir afuera. Había caído la noche y a pesar de que la lluvia había vuelto a estabilizarse en forma de leve sirimiri, Mackenzie no pudo evitar pensar que se trataba de una especie de señal de mal agüero.

CAPÍTULO SIETE

Mackenzie no sabía nada sobre el novio, ya que no había nada acerca de él en las notas. Lo único que sabía era que se llamaba Barry Channing y que vivía en 376 Rose Street, Apartamento 7. Cuando llamó al timbre del Apartamento 7, le respondió una mujer que parecía tener cincuenta y muchos años. Parecía cansada y entristecida, y obviamente no le hacía ninguna gracia tener una visita después de las nueve de una noche lluviosa de domingo.

“¿Les puedo ayudar en algo?”, preguntó la mujer,

Mackenzie casi vuelve a comprobar el número sobre la puerta, pero en vez de eso dijo, “estoy buscando a Barry Channing.”

“Yo soy su madre. ¿Quién es usted?”.

Mackenzie le mostró su placa. “Mackenzie White, del FBI. Esperaba poder hacerle unas cuantas preguntas sobre Claire”.

“Lo cierto es que no está en condiciones para hablar con nadie”, dijo la madre. “De hecho, él…”.

“Por Dios, mamá”, dijo una voz masculina, que se acercaba a la puerta. “Estoy bien”.

La madre se echó a un lado, haciendo espacio para que su hijo saliera a la entrada. Barry Channing era bastante alto y llevaba el pelo rubio cortado al estilo militar. Al igual que su madre, parecía que estaba falto de sueño y era evidente que había estado llorando.

“¿Ha dicho que son del FBI?”, dijo Barry.

“Sí. ¿Tienes unos minutos?”.

Barry le miró a su madre con el ceño levemente fruncido y después suspiró. “Sí, tengo algo de tiempo. Hagan el favor de entrar”.

Barry llevó a Mackenzie al interior del apartamento, por un pasillo estrecho, hasta una cocina de aspecto común. Su madre, entretanto, se quedó más atrás en el pasillo, fuera de su vista. Cuando Barry se acomodó en una silla ante la mesa de la cocina, Mackenzie escuchó cómo se cerraba una puerta con bastante fuerza en alguna otra parte del apartamento.

“Disculpen eso”, dijo Barry. “Estoy empezando a pensar que mi madre se sentía más cerca de Claire de lo que lo estaba yo. Y eso ya es decir, teniendo en cuenta que le compré un anillo de compromiso hace dos semanas”.

“Lamento mucho tu pérdida”, dijo Mackenzie.

“He oído mucho eso últimamente,” dijo Barry, mirando al mostrador. “Fue inesperado y aunque lloré como un bebé cuando me lo dijo ayer la policía, me las estoy arreglando para mantener el control. Mi madre vino para quedarse conmigo y ayudarme hasta que pase el funeral, y le estoy agradecido, pero se pasa de protectora. Cuando se vaya, seguramente podré dejar que salga el dolor, ¿sabes?”.

“Te voy a hacer lo que puede parecer una pregunta estúpida”, dijo Mackenzie. “¿Conoces a alguien que pueda tener alguna razón para hacerle esto a Claire?”.

“No. La policía me hizo la misma pregunta. No tenía ningún enemigo, ¿sabes? No se llevaba muy bien con su madre, pero nada de un nivel que causaría algo como esto. Claire era una persona bastante privada, ¿sabes? No tenía amigas íntimas ni nada… solo conocidas. Ese tipo de cosas”.

“¿Cuándo le viste por última vez?”, preguntó Mackenzie.

“Hace ocho días. Vino por aquí para ver si tenía algo que necesitara poner en su consigna de almacén. Nos reímos acerca de ello. Ella no sabía que yo tenía el anillo, pero los dos sabíamos que nos íbamos a casar. Empezamos a hacer planes para ello. Que ella me preguntara si tenía algo que poner en su almacén era otra manera de reforzarlo, ¿sabes?”.

“Después de ese día, ¿cuánto tiempo pasó antes de que empezaras a asustarte? No veo que denunciaras su desaparición ni nada por el estilo”.

“Bueno, estoy yendo a clases en el colegio de la comunidad, haciéndome con mis GPA para volver a la universidad y terminar del todo. Es un montón de trabajo y eso es además de un trabajo al que voy entre cuarenta y cuarenta y cinco horas a la semana. Así que hay unos cuatro o cinco días que pueden pasar sin que Claire y yo nos veamos. Claro que, después de tres días sin mensajes ni llamadas, empecé a preocuparme. Pasé por su apartamento para ver que estaba a salvo, pero no me respondió. Pensé en llamar a la policía, pero me apreció estúpido. Y realmente, en el fondo de mi mente, me preguntaba si a lo mejor simplemente se había largado y me había dejado. Que a lo mejor la idea de casarse le había asustado o algo así”.

“En esa última ocasión que la viste, ¿parecía estar bien? ¿Actuaba de una manera distinta a la normal?”.

“No, estaba muy bien, de buen humor”.

“Por casualidad, ¿sabes lo que iba a llevar para guardar en el almacén?”

“Seguramente algunos de sus libros de texto de la universidad. Los ha estado llevando en el maletero durante un tiempo”.

“¿Sabes cuánto tiempo lleva alquilando esa consigna?”.

“Unos seis meses. Estaba trasladando cosas desde California y guardándolas. De nuevo… como tenemos esta cosa de que nos vamos a casar, en vez de llevar las cosas directamente a su apartamento, dejó algunas de ellas en la consigna. Es la razón por la que la alquiló para empezar, creo yo. Le dije que no lo necesitaba, pero no dejaba de repetir cómo haría todo mucho más fácil cuando nos mudáramos a vivir juntos”.

“Te pregunté si Claire tenía enemigos… ¿qué hay de ti? ¿Hay alguien que podría hacer esto para hacerte daño?”.

Barry tenía un aspecto de conmoción, como si jamás se le hubiera ocurrido algo así. Sacudió la cabeza lentamente y Mackenzie pensó que podía echarse a llorar. “No, pero casi desearía que lo hubiera. Me ayudaría a encontrarle el sentido a todo eso, porque lo cierto es que conozco a nadie que quisiera a Claire muerta. Era tan… era muy buena persona. La persona más encantadora que pudiera conocer”.

Mackenzie podía afirmar que estaba siendo sincero. También sabía que no iba a conseguir nada de Barry Channing. Colocó una de sus tarjetas de visita sobre la mesa y la deslizó hacia él.

“Si se te ocurre cualquier cosa en absoluto, haz el favor de llamarme”, le dijo.

Tomó la tarjeta y solo asintió.

A Mackenzie le pareció que debía decir algo más, pero era uno de esos momentos en que había quedado claro que no había nada más que decir. Se alejó hasta la puerta y mientras la cerraba tras salir, sintió un pinchazo de arrepentimiento al escuchar cómo se echaba a llorar Barry Channing.

Ahora la lluvia que caía afuera era poco más que una neblina. Mientras caminaba de vuelta a su coche, llamó a Ellington, esperando que la lluvia amainara por completo. No estaba segura de por qué le molestaba tanto. Lo cierto es que lo hacía.

“Al habla Ellington”, le respondió, como de costumbre, sin mirar a su pantalla antes de responder.

“¿Ya has terminado de ver la tele?”.

“Sí, la verdad”, le respondió. “Ahora mismo estoy trabajando con el ayudante Rising para tachar a la gente de la lista con la que ya se ha hablado. ¿Algo nuevo por tu parte?”.

“No, pero quiero ir a la consigna de almacén donde encontraron el primer cadáver. ¿Puedes obtener esa información de Rising y quedar conmigo delante de comisaría en unos veinte minutos? Y mira a ver si alguien puede poner al propietario al teléfono”.

“Así lo haré, te veo después”.

Terminaron la llamada y Mackenzie siguió conduciendo, pensando en el novio desconsolado que acababa de ver… pensando en Claire Locke, a solas en la oscuridad, muriéndose de hambre y aterrorizada en sus últimos momentos.

CAPÍTULO OCHO

Mackenzie y Ellington llegaron a U-Store-It a las 10:10 de la mañana. Las instalaciones se distinguían de las de Seattle Storage Solution en que estas estaban en un edificio de verdad. La estructura en sí misma daba la impresión de haber sido en su día una pequeña fábrica de algún tipo, pero el exterior había sido embellecido con un diseño sencillo que solo se revelaba a medias en las lucecitas que bordeaban el pavimento. Como habían llamado con antelación, había una luz encendida en el interior ya que les estaba esperando el propietario y manager del lugar.

El propietario les recibió en la puerta, un hombre bajito y con sobrepeso que llevaba gafas y se llamaba Ralph Underwood. Parecía encantado de contar con su presencia allí y no trató de ocultar el hecho de que le había impresionado la belleza de Mackenzie.

Les llevó por delante del edificio, que consistía en una pequeña sala de espera y una sala de conferencias todavía más pequeña. Había hecho un gran trabajo para conseguir que el lugar tuviera aspecto cálido y acogedor, pero todavía tenía el olor de una vieja fábrica.

“¿Cuántas consignas tiene aquí?”, preguntó Ellington.

“Ciento cincuenta”, dijo Underwood. “Todas las consignas tienen una puerta trasera para poder cargar y descargar mercancías con facilidad desde fuera en vez de tener que pasar por delante del edificio”.

“Parece bastante eficiente”, dijo Mackenzie, que nunca había visto un complejo de almacenamiento que estuviera ubicado completamente en un edificio distinto.

“Dijiste por teléfono que os interesaba enteraros de más sobre ese cadáver con que me encontré hace dos semanas, ¿correcto?”.

“Eso es correcto”, dijo Mackenzie. Había pedido a Rising que le enviara el informe y ahora estaba leyéndolo, en su teléfono. “Elizabeth Newcomb, de treinta años. Según el informe de la policía, la hallaron en su propia consigna de almacenamiento, muerta como consecuencia de una herida de arma blanca en el pecho”.

“No sé nada acerca de eso”, dijo Underwood. “Todo lo que sé es que cuando vine esa mañana y di una vuelta por el terreno como hago siempre, vi algo rojo en el bordillo de la puerta de la consigna. Supe lo que era de inmediato, pero intenté convencerme a mí mismo de que estaba equivocado. Sin embargo, cuando por fin abrí la consigna, ahí estaba. Tumbada en el suelo, muerta, en medio de un charco de sangre”.

Relataba la historia como si estuviera sentado delante de la hoguera en una acampada. Le irritaba un poco a Mackenzie, pero también sabía que la gente con tendencias dramáticas solían ser buenas fuentes de información.

“¿Alguna vez se ha encontrado algo como esto?”, preguntó Ellington.

“No, pero a decir verdad…. He acabado teniendo unas doce consignas abandonadas. Es parte del contrato que si nadie viene a abrir la unidad al menos una vez cada tres meses, puedo llamar al usuario para asegurarme de que siguen interesados en el espacio. Si no ha habido ninguna comunicación después de seis meses, vendo los contenidos en subasta, posesiones y todo”.

Aunque Mackenzie sabia de sobre que esto era práctica habitual, por lo que a ella se refería, le resultaba casi ilegal.

“Hay algunas cosas que se deja la gente en estas consignas que son… muy desagradables”, continuó Underwood. “En tres de las consignas abandonadas que me dejaron, había toda clase de juguetes sexuales. Alguien tenía quince armas dentro de la suya, entre las que había dos AK-47. Por lo visto, una de las consignas pertenecía a un taxidermista porque había cuatro animales disecados… y no hablo de ositos de peluche, ¿me entendéis?”.

Underwood les llevó a través de una puerta en la parte trasera del pequeño ala de la entrada. No había transición después de la puerta; atravesaron un pasillo muy ancho. El suelo era de cemento y el techo estaba a más de siete metros por encima de su cabeza. Ahora más que nunca, Mackenzie estaba convencida de que este sitio había servido como fábrica de alguna clase. Las consignas estaban divididas en agrupaciones de cinco, cada agrupación separada por un pasillo que bordeaba el lateral del edificio por ambos lados. Las agrupaciones estaban colocadas a ambos lados del edificio, dispuestas de tal manera que, cuando mirabas por el pasillo central del medio, parecía no tener un final. Ahora que ya estaban adentro, Mackenzie vio la profundidad y el alcance del lugar por lo que eran. El edificio tenía fácilmente cien metros de longitud.

“La consigna que queréis ver está por aquí subiendo un poco”, dijo Underwood. Siguieron caminando durante unos dos minutos, mientras Underwood seguía dándoles la paliza con las peculiares piezas de coleccionista que se había encontrado en algunas de las consignas abandonadas, además de tesoros como juguetes en condición inmaculada, revistas gráficas de gran valor, y una caja fuerte de verdad sin abrir que tenía más de cinco de los grandes en su interior.

 

Finalmente, les invitó a detenerse delante de una consigna con el letrero C-2. Por lo visto, había preseleccionado la llave antes de su llegada; rebuscó una sola llave en su bolsillo y desbloqueó el candado que había en el pasador de la puerta. Entonces levantó la puerta, revelando el mohoso interior. Underwood encendió la luz apretando un interruptor que había en la pared y la luz que les iluminó desde el fondo de la habitación reveló una consigna de almacenamiento básicamente vacía.

“¿Y no ha venido ningún familiar a reclamar sus cosas?”, preguntó Mackenzie.

“Recibí una llamada de su madre hace cuatro días”, dijo. “Va a venir en algún momento, pero no concretamos una fecha ni nada por el estilo”.

Mackenzie dio una vuelta por el espacio, en busca de cualquier cosa que resultara similar a lo que habían visto en la consigna de Claire Locke. Pero, o Elizabeth Newcomb no tenía las agallas para luchar que tenía Claire Locke o las pruebas de su pelea ya habían sido limpiadas por el departamento de policía local y los detectives locales.

Mackenzie se acercó a las posesiones que estaba apiladas en la parte de atrás. La mayoría de ellas estaban metidas en contenedores de plástico, etiquetados con cinta adhesiva y un marcador negro: Libros y Revistas, Infancia, Cosas de Mamá, Decoraciones de Navidad, Antiguos Utensilios Pastelería.

Hasta la manera en que estaban apilados parecía muy organizada. Había unas cuantas cajitas de cartón llenad de álbumes de fotos y de fotos enmarcadas. Mackenzie echo una ojeada a unos cuantos de los álbumes, pero no vio nada que sirviera de ayuda. Solo vio fotografías de familiares sonrientes, vistas de primera línea de playa, y un perro que por lo visto había sido una mascota muy apreciada.

Ellington se acercó donde ella estaba y echó un vistazo a las cajas. Tenía las manos en las caderas, una de las señales que indicaban que se sentía perdido. Todavía le seguía sorprendiendo de vez en cuando lo bien que le conocía.

“Creo que, si había alguna cosa que encontrar aquí, seguro que ya lo hizo la policía”, dijo. “Quizá podamos encontrar algo en los archivos”.

Mackenzie estaba asintiendo, pero sus ojos habían recaído en otra cosa. Caminó hasta la esquina opuesta, donde habían apilado tres contenedores de plástico uno encima del otro. Encasquetada exactamente en el rincón, tan atrás que se le había pasado por alto en una primera inspección, había una muñeca. Era una muñeca antigua, con el pelo sin brillo y manchitas de tierra en las mejillas. Parecía que fuera algo que alguien hubiera podido robar del set de una película mala de terror.

“Qué raro”, dijo Ellington, siguiéndole la mirada.

“Y que extrañamente fuera de lugar”, dijo Mackenzie.

Recogió la muñeca del suelo, con cuidado de mantener las manos en la misma posición a su espalda, en caso de que hubiera algún tipo de pista. Pero claro, a primera vista parecía un objeto al azar en el contenedor de almacenamiento de alguien, quizá algo que arrojaron en el último instante, como una ocurrencia tardía.

Sin embargo, todo lo demás que hay en esta consigna está meticulosamente apilado y organizado. Esta muñeca llama la atención. Y no solo eso, es casi como si fuera su intención llamar la atención.

“Creo que tenemos que meterlo en una bolsa de pruebas”, dijo ella. “¿Por qué no han metido este objeto a una caja para guardarlo? Este lugar está tan limpio que da miedo. ¿Por qué dejarse esto fuera?”.

“¿Crees que el asesino lo colocó allí?”, preguntó Ellington. Pero, antes de que la pregunta saliera por completo de sus labios, ella podía decir que él también lo estaba considerando como una posibilidad muy real.

“No lo sé”, dijo ella. “Pero creo que quiero echarle otro vistazo a la consigna de Claire Locke. Y también quiero ver lo rápido que podemos obtener el archivo completo del caso de los asesinatos de Oregón en los que tú trabajaste… al principio del todo”. Dijo la última parte con una sonrisa, sin perder una oportunidad de provocarle por ser siete años mayor que ella.

Ellington se volvió hacia Underwood. Estaba de pie junto a la puerta, fingiendo que no les estaba escuchando. “Supongo que no hablaste con la señorita Newcomb excepto para alquilarle su consigna, ¿verdad?”

“Me temo que no”, dijo Underwood. “Intento ser amable y hospitalario con todo el mundo, pero hay mucha gente, ¿sabes?”. Entonces vio la muñeca que Mackenzie todavía tenía en la mano y frunció el ceño. “Ya te lo dije… montones de cosas raras en esos contenedores”.

Mackenzie no lo dudaba, pero esta cosa rara en particular parecía estar llamativamente fuera de lugar. Y tenía toda la intención de descubrir qué significaba todo ello.

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