Una Vez Añorado

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Из серии: Un Misterio de Riley Paige #6
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Una Vez Añorado
Una Vez Añorado
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Читает Adriana Rios Sarabia
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CAPÍTULO CINCO

El jefe de equipo Brent Meredith no era un hombre que perdía tiempo con sutilezas. Riley lo sabía por experiencia. Así que cuando entró en su oficina después de su carrera, no esperaba charlar ni tampoco que le hiciera preguntas corteses sobre su salud, hogar y familia. Podía ser amable y cálido, pero esos momentos eran raros. Hoy iría directo al grano, y sus asuntos siempre eran urgentes.

Bill ya había llegado. Todavía se veía muy ansioso. Esperaba entender la razón pronto.

Tan pronto como Riley se sentó, Meredith se inclinó sobre su escritorio hacia ella, su gran rostro angular afroamericano tan abrumador como siempre.

“Lo primero es lo primero, agente Paige”, dijo.

Riley esperó que dijera otra cosa, que hiciera una pregunta o le diera una orden. En cambio, simplemente la miró fijamente.

Solo le tomó a Riley un momento comprender lo que Meredith quería decirle.

Meredith no quería hacer esa pregunta en voz alta. Riley apreciaba su discreción. Un asesino todavía andaba suelto, y su nombre era Shane Hatcher. Él había escapado de Sing Sing, y la asignación más reciente de Riley había sido atraparlo.

Ella había fallado. En realidad, realmente no lo había intentado, y ahora otros agentes del FBI habían sido asignados para detener a Hatcher. Hasta ahora no habían tenido éxito.

Shane Hatcher era un genio criminal que se había convertido en un experto en Criminología respetado durante sus largos años en prisión. Por esta razón es la que Riley lo había visitado en prisión a veces para que la asesorara en sus casos. Lo conocía lo suficientemente bien como para sentirse segura de que no era un peligro para la sociedad ahora mismo. Hatcher tenía un estricto código moral bastante extraño. Había matado a un solo hombre desde su fuga, un viejo enemigo que también había sido un criminal peligroso. Riley se sentía segura de que no mataría a nadie más.

Ahora Riley entendió que Meredith necesitaba saber si se había comunicado con Hatcher. Era un caso de alto perfil, y parecía que Hatcher se estaba convirtiendo rápidamente en una especie de leyenda urbana: un famoso genio criminal capaz de cualquier cosa.

Apreciaba la discreción de Meredith en no plantear su pregunta en voz alta. Pero la verdad era que Riley no sabía nada sobre las actividades actuales de Hatcher o su paradero.

“No hay nada nuevo, señor”, dijo en respuesta a la pregunta tácita de Meredith.

Meredith asintió y pareció relajarse un poco.

“Está bien”, dijo Meredith. “Iré directo al grano. Enviaré al agente Jeffreys a Seattle a trabajar en un caso. Él te quiere como compañera. Necesito saber si estás disponible para ir con él”.

Riley necesitaba decir que no. Tenía tanto con que lidiar en su vida ahora mismo que tomar un caso en una ciudad distante parecía imposible. Ocasionalmente recaía en el TEPT que había sufrido desde su cautiverio. Su hija, April, había sufrido en manos del mismo hombre, y tenía sus propios demonios con los que lidiar. Y ahora Riley tenía una nueva hija que había atravesado sus propios traumas terribles.

Si tan solo pudiera quedarse por un tiempo y dar unas clases en la Academia, quizás pudiera estabilizar su vida un poco.

“No puedo hacerlo”, dijo Riley. “No en este momento”.

Se volvió hacia Bill.

“Tú sabes con lo que estoy lidiando”, dijo.

“Yo sé, solo esperaba...”, dijo con una expresión suplicante en los ojos.

Llegó el momento de averiguar cuál era el asunto.

“¿Pueden explicarme de qué trata el caso?”, preguntó Riley.

“Ha habido al menos dos envenenamientos en Seattle”, dijo Meredith. “Parece ser un caso de asesinato en serie”.

En ese momento, Riley entendió por qué Bill estaba conmovido. Su madre había sido envenenada hace muchos años, cuando él había sido solo un niño. Riley no sabía los detalles, pero sabía que su asesinato había sido una de las razones por las cuales se había convertido en un agente del FBI. Lo había atormentado durante años. Este caso abría viejas heridas para él.

Por eso es que, cuando le había dicho que la necesitaba en el caso, realmente lo había dicho en serio.

Meredith continuó: “Hasta los momentos, sabemos de dos víctimas, un hombre y una mujer. Pueden haber habido otras, y quizás hayan más”.

“¿Por qué fuimos llamados?”, preguntó Riley. “Hay una oficina de campo del FBI en Seattle. ¿No pueden encargarse ellos?”.

Meredith negó con la cabeza.

“La situación allí es bastante disfuncional. Parece que el FBI local y la policía local no pueden acordar nada sobre este caso. Es por eso que son necesitados allá, lo quieran ellos o no. ¿Puedo contar contigo, agente Paige?”.

De repente, la decisión de Riley parecía perfectamente clara. A pesar de sus problemas personales, realmente era necesitada para este caso.

“Cuentas conmigo”, dijo finalmente.

Bill asintió con la cabeza y suspiró de alivio y gratitud.

“Excelente”, dijo Meredith. “Viajarán a Seattle mañana por la mañana”.

Meredith tamborileó los dedos sobre la mesa por un momento.

“Pero no esperen una bienvenida acogedora”, añadió. “Ni la policía ni los federales estarán encantados de verlos”.

CAPÍTULO SEIS

Riley temía llevar a Jilly a su primer día en su nueva escuela, casi tanto como había temido algunos casos. La adolescente se veía bastante triste, y Riley se preguntaba si incluso podría hacer una escena en el último momento.

“¿Ella está lista para esto?”, se preguntó Riley a sí misma una vez más. “¿Yo estoy lista para esto?”.

Además, el momento no era nada oportuno. Le preocupaba a Riley el hecho de que tenía que volar a Seattle esta mañana. Pero Bill necesitaba su ayuda, y eso decidía el asunto para ella. Jilly pareció estar bien cuando discutieron el asunto en casa, pero Riley no sabía realmente qué esperar ahora.

Afortunadamente, no tenía que llevar a Jilly a la escuela sola. Ryan se había ofrecido a conducir, y Gabriela y April también habían venido para ofrecer apoyo moral.

Cuando todos se bajaron del carro en el estacionamiento de la escuela, April tomó a Jilly de la mano y caminó con ella directamente hacia el edificio. Las dos muchachas esbeltas vestían jeans, botas y chaquetas calientes. Riley las había llevado de compras ayer y había dejado que Jilly escogiera una chaqueta nueva, junto con una colcha, pósteres y algunas almohadas para personalizar su dormitorio.

Riley, Ryan y Gabriela siguieron a las niñas y Riley se sintió reconfortada al verlas. Después de años de malhumor y rebelión, April repentinamente parecía increíblemente madura. Riley se preguntaba si tal vez esto era lo que April había necesitado todo este tiempo, alguien a quien cuidar.

“Míralas”, le dijo Riley a Ryan. “Están creando vínculos emocionales”.

“Maravilloso”, dijo Ryan. “En realidad parecen hermanas. ¿Es eso lo que te atrajo a ella?”.

Era una pregunta interesante. Cuando Riley trajo a Jilly a casa, realmente se sorprendió a lo que se dio cuenta de lo diferentes que eran. Pero ahora estaba cada vez más consciente de las semejanzas. April era la más pálida de las dos, con ojos color avellana como los de su mamá, mientras que Jilly tenía ojos marrones y una tez oliva.

Pero ahora mismo se parecían bastante, con su pelo oscuro moviéndose en sus espaldas mientras se acercaban a la escuela.

“Tal vez sí”, dijo, respondiendo la pregunta de Ryan. “Ni siquiera pensé en eso. Lo único que sabía era que estaba en serios problemas, y que tal vez podría ayudarla”.

“Probablemente le salvaste la vida”, dijo Ryan.

Riley sintió un nudo en la garganta. Esa posibilidad no se le había ocurrido y era un pensamiento aleccionador. Estaba eufórica y aterrorizada por esta nueva sensación de responsabilidad.

Toda la familia fue directo a la oficina de la orientadora académica. Cálida y sonriente como siempre, Wanda Lewis saludó a Jilly y le dio un mapa de la escuela.

“Te llevará directamente a tu salón hogar”, dijo la Srta. Lewis.

“Puedo ver que este es un buen lugar”, le dijo Gabriela a Jilly. “Estarás bien aquí”.

Ahora Jilly se veía nerviosa, pero feliz. Los abrazó a todos y luego siguió a la Srta. Lewis por el pasillo.

“Me gusta esta escuela”, le dijo Gabriela a Ryan, Riley y April en camino al carro.

“Me alegra”, dijo Riley.

Lo decía en serio. Gabriela era mucho más que un ama de llaves. Era un verdadero miembro de la familia. Era importante que ella se sintiera bien con las decisiones familiares.

Todos se metieron en el carro, y Ryan prendió el motor.

“¿Adónde vamos ahora?”, Ryan preguntó alegremente.

“Tengo que ir a la escuela”, dijo April.

“Directo a casa después de eso”, dijo Riley. “Tengo que tomar un avión en Quántico”.

“Listo”, dijo Ryan, saliendo del estacionamiento.

Riley observó el rostro de Ryan mientras conducía. Se veía muy feliz, feliz de ser parte de las cosas y feliz de tener un nuevo miembro de la familia. Él no había sido así durante la mayor parte de su matrimonio. Realmente parecía un hombre cambiado. Y, en momentos como este, se sentía agradecida con él.

Se dio la vuelta y miró a su hija, quien estaba en el asiento trasero.

“Estás manejando todo esto muy bien”, dijo Riley.

April se veía sorprendida.

“Estoy intentando”, dijo. “Me alegra que lo hayas notado”.

Esto sorprendió a Riley. ¿Había estado ignorando a su hija por la preocupación de hacer a Jilly sentirse en casa?

 

April se quedó callada por un momento y luego dijo: “Mamá, aún me alegra que la hayas traído a casa. Supongo que todo es más complicado de lo que pensaba, esto de tener una nueva hermana. Le han pasado cosas terribles y a veces no es fácil hablar con ella”.

“No quiero dificultarte las cosas”, dijo Riley.

April sonrió débilmente. “Yo te dificulté las cosas”, dijo. “Soy lo suficientemente fuerte como para afrontar los problemas de Jilly. Y la verdad es que me está empezando a gustar esto de ayudarla. Estaremos bien. Por favor no te preocupes por nosotras”.

Tranquilizaba a Riley el saber que estaba dejando a Jilly bajo el cuidado de tres personas en las que podía confiar: April, Gabriela y Ryan. De todas formas, le molestaba tener que irse ahora mismo. Esperaba que no fuera por mucho tiempo.

*

Riley se asomó por la ventana del pequeño jet de la UAC. El avión sobrevoló las nubes para volar al noroeste del Pacífico. El vuelo duraría unas seis horas. En pocos minutos, Riley pudo ver el paisaje debajo de ellos.

Bill estaba sentado a su lado.

Dijo: “Volar al otro lado del país siempre me hace pensar en el pasado, cuando la gente tenía que caminar o andar en caballos o carretas”.

Riley asintió y sonrió. Era como si Bill hubiera leído sus pensamientos. A menudo sentía eso con él.

“El país debió haber parecido enorme en ese entonces”, dijo. “Les llevaba a los colonos meses cruzar el país”.

Un silencio cómodo y familiar se estableció entre ellos. Con los años, ella y Bill habían tenido sus desacuerdos e incluso habían peleado, y a veces parecía que su relación había llegado a su fin. Pero ahora se sentía aún más cercana a él debido a esos momentos difíciles. Le confiaba su vida, y sabía que él le confiaba la suya.

En momentos como este, estaba feliz de que ella y Bill no se habían entregado a su atracción mutua. Se habían acercado a hacerlo bastantes veces.

“Hubiera arruinado todo”, pensó Riley.

Habían sido inteligentes en no hacerlo. Perder su amistad hubiera sido demasiado difícil, ni siquiera se lo podía imaginar. Él era su mejor amigo en el mundo.

Después de unos momentos, Bill dijo: “Gracias por venir, Riley. Realmente necesito tu ayuda esta vez. No creo que pudiera manejar este caso con cualquier otro compañero. Ni siquiera con Lucy”.

Riley lo miró y se quedó callada. No tenía que preguntarle lo que tenía en mente. Sabía que finalmente iba a decirle la verdad sobre lo que le había sucedido a su madre. Entonces entendería cuán importante e inquietante este caso realmente era para él.

Él miró hacia adelante, perdido en sus recuerdos.

“Te he hablado de mi familia”, dijo. “Te dije que mi papá fue profesor de matemáticas de la escuela secundaria, y que mi mamá trabajó como cajera de un banco. Con tres hijos, estábamos cómodos, aunque tampoco éramos ricos. Fue una vida muy feliz para todos nosotros. Hasta que...”.

Bill pausó por un momento.

“Sucedió cuando tenía nueve años”, continuó. “Justo antes de Navidad, el personal del banco en el que trabajaba mi mamá organizó su fiesta anual de Navidad, intercambiando regalos y comiendo torta y todo lo demás. Cuando mamá llegó a casa esa tarde, supimos que se había divertido bastante y que todo estaba bien. Pero comenzó a comportarse rara esa noche”.

Bill hizo una mueca ante la triste memoria.

“Se mareó, estaba confundida y estaba balbuceando. Era casi como si estuviera borracha. Pero mamá nunca bebía mucho y, además, no habían servido alcohol en la fiesta. Nosotros no teníamos ni la menor idea de lo que estaba sucediendo. Las cosas empeoraron rápidamente. Empezó a sentir náuseas y a vomitar. Papá la llevó rápidamente a la sala de emergencias. Nosotros fuimos con ellos”.

Bill se quedó en silencio de nuevo. Riley podía notar que se le estaba haciendo cada vez más difícil contar lo que había sucedido.

“Cuando llegamos al hospital, tenía taquicardia y estaba hiperventilando, y su presión sanguínea estaba muy elevada. Entonces cayó en coma. Sus riñones comenzaron a fallar, y tuvo insuficiencia cardíaca congestiva”.

Los ojos de Bill estaban cerrados y su rostro estaba anudado de dolor. Riley se preguntaba si tal vez sería mejor si no le contaba el resto de su historia. Pero sintió que interrumpirlo no sería lo correcto.

Bill dijo: “A la mañana siguiente, los médicos descifraron lo que estaba mal. Sufría de un envenenamiento severo con etilenglicol”.

Riley negó con la cabeza. La sustancia sonaba familiar, pero no podía recordar exactamente qué era.

Bill le explicó rápidamente: “Alguien le había agregado anticongelante al ponche de la fiesta”.

Riley jadeó.

“¡Dios mío!”, dijo. “¿Cómo es posible? Digo, el sabor no...”.

“Es que la mayoría de los anticongelantes son dulces”, explicó Bill. “Es fácil de mezclar con bebidas azucaradas sin que nadie lo note. Es terriblemente fácil de usar como veneno”.

Riley estaba luchando por entender lo que estaba oyendo.

“Pero si el ponche estaba contaminado, entonces las demás personas también fueron envenenadas, ¿cierto?”, dijo.

“Esa es la cosa”, dijo Bill. “Nadie más fue envenenado. No envenenaron todo el recipiente para ponche. El anticongelante solo fue añadido a las bebidas de mamá. Alguien específicamente quiso matarla a ella”.

Se quedó callado de nuevo por otro momento.

“Para ese entonces ya era demasiado tarde”, dijo. “Permaneció en coma y murió en Nochevieja. Estuvimos con ella hasta el final”.

Bill logró no romper en llanto. Riley supuso que ya había llorado bastante por eso a lo largo de los años.

“No tenía sentido”, dijo Bill. “Mamá le agradaba a todo el mundo. No tenía un enemigo en el mundo. La policía investigó y llegó a la conclusión que ninguno de los trabajadores del banco eran responsables. Pero varios compañeros recordaron a un hombre extraño en la fiesta. Parecía amable, y todo el mundo asumió que él era el invitado de alguien, un amigo o un pariente. Se fue antes de que se acabara la fiesta”.

Bill negó con la cabeza amargamente.

“El caso se enfrió. Sigue así. Supongo que siempre lo estará. Después de tantos años, nunca será resuelto. Fue terrible nunca descubrir quién lo hizo, nunca llevar a la persona ante la justicia. Pero lo peor fue jamás descubrir el por qué. Parecía tan cruel. ¿Por qué mamá? ¿Qué hizo para que alguien le hiciera algo tan horrible? O tal vez ella no hizo nada. Tal vez fue solo una especie de broma cruel. No saberlo fue una tortura. Lo sigue siendo. Y, por supuesto, esa es una de las razones por las que decidí...”.

No terminó su oración. No necesitaba hacerlo. Riley se había enterado hace mucho tiempo que el misterio no resuelto de la muerte de su madre era la razón por la cual Bill había decidido trabajar en esto.

“Lo siento mucho”, dijo Riley.

Bill se encogió de hombros débilmente, como si tuviera un peso enorme sobre sus hombros.

“Fue hace mucho tiempo”, dijo. “Además, tú bien sabes cómo se siente, creo que más que cualquiera”.

Las palabras de Bill conmocionaron a Riley. Sabía exactamente lo que quería decir con eso. Y tenía razón. Le había contado su historia hace mucho tiempo, así que no era necesario repetirla ahora. Él ya lo sabía. Pero eso no hacía que el recuerdo doliera menos.

Riley tenía seis años, y mamá la había llevado a una tienda de dulces. Riley estaba emocionada y pidiendo todos los dulces que veía. A veces mamá la reprendía por actuar así. Pero hoy mamá estaba siendo amable con ella y la estaba consistiendo, comprándole todos los dulces que quisiera.

Justo cuando estaban en la fila de la caja registradora, un hombre extraño caminó hacia ellas. Llevaba algo en su cara que aplanaba su nariz, labios y mejillas y lo hacía ver cómico y aterrador a la vez, como un payaso de circo. Le tomó a Riley un momento darse cuenta de que llevaba una media de nailon sobre su cabeza, las mismas que mamá llevaba en sus piernas.

Sostenía un arma. La pistola parecía enorme. Estaba apuntando a mamá con ella.

“Dame tu cartera”, dijo.

Pero mamá no lo hizo. Riley no entendió el por qué. Sabía que mamá tenía miedo, tal vez demasiado miedo como para hacer lo que el hombre le estaba pidiendo que hiciera, y probablemente Riley también debería estar asustada, así que lo estuvo.

Le dijo algunas malas palabras a mamá, pero aún no le entregó su cartera. Todo su cuerpo estaba temblando.

Entonces vino una explosión y un flash, y mamá cayó al suelo. El hombre dijo más malas palabras y huyó. El pecho de mamá estaba sangrando, y ella abrió la boca y se retorció por un momento antes de quedarse completamente inmóvil.

La pequeña Riley comenzó a gritar. Siguió gritando por mucho tiempo.

El toque suave de la mano de Bill trajo a Riley de nuevo al presente.

“Lo siento”, dijo Bill. “No quise hacerte recordar todo eso de nuevo”.

Obviamente había visto la lágrima en su mejilla. Ella apretó su mano. Estaba agradecida por su comprensión y preocupación. Pero la verdad era que Riley nunca le había contado a Bill sobre una memoria que la atormentaba aún más.

Su padre había sido coronel de la infantería, un hombre severo, cruel, insensible e implacable. Durante todos los años que siguieron, había culpado a Riley por la muerte de su madre. No le importaba que solo había tenido seis años de edad.

“Es como si le hubieses disparado tú misma. No la ayudaste en nada”, le había dicho.

Había muerto el año pasado sin haberla perdonado.

Riley se limpió la mejilla y miró el paisaje por la ventana.

Entró en cuenta de nuevo de todo lo que ella y Bill tenían en común, y cuán atormentados estaban por tragedias e injusticias pasadas. Durante todos los años que habían sido compañeros, ambos habían sido motivados por demonios similares, atormentados por fantasmas similares.

Riley ahora sabía que tomar este caso junto a Bill había sido lo correcto, a pesar de sus preocupaciones con Jilly y su vida familiar. Cada vez que trabajaban juntos, su vínculo se afianzaba más. Esta vez no sería la excepción.

Resolverían estos asesinatos, Riley estaba segura de ello. Pero ¿qué ganarían o perderían en el proceso?

“Tal vez ambos sanaremos un poco”, pensó Riley. “O quizás nuestras heridas se abran y duelan más”.

Se dijo a sí misma que no importaba. Siempre trabajaban juntos para cerrar casos, sin importar lo duro que fuera.

Ahora podrían estar enfrentándose a un crimen particularmente siniestro.

CAPÍTULO SIETE

Cuando el avión de la UAC aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Seattle-Tacoma, estaba lloviendo bastante. Riley miró su reloj. Eran las dos de la tarde en su casa ahora, pero aquí eran las once de la mañana. Les daría tiempo para avanzar un poco en el caso hoy.

Cuando ella y Bill se acercaron a la salida, el piloto salió de su cabina y les entregó un paraguas a cada uno de ellos.

“Los necesitarán”, dijo con una sonrisa. “El invierno es el peor momento para estar en este rincón del país”.

Cuando llegaron a la parte superior de las escaleras, Riley vio que tenía razón. Le alegraba el hecho de que tuvieran paraguas, pero deseaba haberse colocado ropa más caliente. Era frío y lluvioso.

Un VUD se detuvo en el borde de la pista. Dos hombres con impermeables se apresuraron hacia el avión. Se presentaron como los agentes Havens y Trafford de la oficina de campo del FBI en Seattle.

“Los llevaremos a la oficina del médico forense”, dijo el agente Havens. “El líder del equipo de esta investigación está esperándolos allí”.

Bill y Riley se metieron en el carro, y el agente Trafford comenzó a conducir a través de la lluvia. Riley apenas pudo ver los hoteles que estaban cerca del aeropuerto, y más nada. Sabía que había una ciudad vital por ahí, pero era prácticamente invisible.

Se preguntó si siquiera iba a conocer Seattle mientras estuviera aquí.

*

El minuto en el que Riley y Bill se sentaron en la sala de conferencias del edificio del médico forense de Seattle, sintió que se avecinaban problemas. Intercambió miradas con Bill, y ella notó que él también sentía la tensión.

El líder de equipo Maynard Sanderson era un hombre grande con una mandíbula sobresaliente y una presencia como la de un oficial del ejército y un predicador evangélico al mismo tiempo.

 

Sanderson estaba estudiando a un hombre corpulento cuyo bigote de morsa grueso lo hacía parecer como si siempre estuviera frunciendo el ceño. Se había introducido como Perry McCade, el jefe de policía de Seattle.

El lenguaje corporal de los dos hombres y los lugares que habían tomado en la mesa decían mucho. Por cualquier razón, lo último que querían era estar en la misma sala juntos. Y también se sentía segura de que ambos hombres especialmente odiaban tener a Riley y a Bill aquí.

Recordó lo que Brent Meredith les había dicho antes de salir de Quántico.

“Pero no esperen una bienvenida acogedora. Ni la policía ni los federales estarán encantados de verlos”.

Riley se preguntaba en qué clase de campo minado habían entrado.

Había tremenda lucha de poder, y ni hacía falta que nadie dijera ni una sola palabra. Y, en pocos minutos, sabía que se volvería verbal.

Por el contrario, el médico forense Prisha Shankar se veía cómoda y despreocupada. La mujer de piel oscura y pelo negro era más o menos de la edad de Riley y parecía ser estoica e imperturbable.

“Ella está en su territorio, después de todo”, concluyó Riley.

El agente Sanderson se tomó la libertad de comenzar la reunión.

“Agentes Paige y Jeffreys, me alegra que hayan podido venir de Quántico”, les dijo a Riley y a Bill.

Su voz helada le dijo a Riley que lo opuesto era la verdad.

“Encantados de poder servirles”, dijo Bill, sonando un poco inseguro.

Riley solo sonrió y asintió con la cabeza.

“Caballeros, estamos todos aquí para investigar dos asesinatos”, dijo Sanderson, ignorando la presencia de las dos mujeres. “Un asesino en serie podría estar haciendo de las suyas aquí en Seattle. Tenemos que detenerlo antes de que mate otra vez”.

El jefe de la policía McCade gruñó audiblemente.

“¿Tienes algún comentario, McCade?”, preguntó Sanderson bruscamente.

“No es un asesino en serie”, dijo McCade. “Y no es un caso del FBI. Mis policías tienen esto bajo control”.

Riley estaba empezando a entender las cosas. Recordó que Meredith les había dicho que las autoridades locales estaban luchando con este caso. Y ahora podía ver el por qué. No estaban en sintonía, y tampoco lograban ponerse de acuerdo.

McCade estaba enojado por el hecho de que el FBI estaba trabajando en un caso de asesinato local. Y a Sanderson le molestaba que el FBI había enviado a Bill y a Riley de Quántico para enderezarlos a todos.

“La tormenta perfecta”, pensó Riley.

Sanderson se volvió hacia el médico forense y dijo: “Dra. Shankar, quizás quieras resumir lo que actualmente sabemos”.

Aparentemente al margen de las tensiones subyacentes, la Dra. Shankar hizo clic en un control remoto para que apareciera una imagen en la pantalla de la pared. Era una foto de la licencia de conducir de una mujer con pelo liso color marrón.

Shankar dijo: “Hace mes y medio, una mujer llamada Margaret Jewell falleció en su casa de lo que pareció ser un ataque al corazón. Había estado quejándose el día anterior de dolores en las articulaciones, pero, según su esposa, eso no era inusual. Ella sufría de fibromialgia”.

Shankar hizo clic en el control remoto de nuevo. Apareció otra foto de un hombre de mediana edad con un rostro bondadoso, pero melancólico.

Ella dijo: “Hace un par de días, Cody Woods fue al Hospital South Hill, quejándose de dolores en el pecho. También se quejó de dolores en las articulaciones, pero eso tampoco era sorprendente. Había tenido artritis, y se había sometido a una cirugía de reemplazo de rodilla una semana antes. Luego de horas en el hospital, él también murió de lo que pareció ser un ataque al corazón”.

“Muertes totalmente desconectadas”, murmuró McCade.

“¿Así que ahora estás diciendo que ninguna de esas muertes fue asesinato?”, dijo Sanderson.

“La de Margaret Jewell, probablemente”, dijo McCade. “Cody Woods, ciertamente no. Estamos dejando que su muerte sea una distracción. Estamos enredando las cosas. Si nos dejaran las cosas a nosotros, lo solucionaríamos en un santiamén”.

“Llevan mes y medio en el caso de Jewell”, dijo Sanderson.

La Dra. Shankar sonrió algo misteriosamente cuando McCade y Sanderson siguieron discutiendo. Luego hizo clic en el control remoto de nuevo. Dos fotos más aparecieron en la pantalla.

Toda la sala quedó en silencio, y Riley sintió una sacudida de sorpresa.

Los hombres en ambas parecían ser del Oriente Medio. Riley no reconoció a uno de ellos, pero al otro sí.

Era Saddam Hussein.

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