Drácula y otros relatos de terror

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Из серии: Colección Oro
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Debí quedarme dormido. En eso confío. Aunque mucho me temo que todo lo ocurrido era escalofriantemente real, tan real, que ahora mismo, acomodado bajo el templado sol de la mañana, no soy capaz de creer que todo se tratara de un simple sueño.

Había alguien más conmigo. La habitación continuaba siendo la misma, todo colocado en idéntico orden que cuando entré. Contemplaba por todo el suelo, gracias a la claridad de la luna, marcas de mis propias huellas, allí donde se acumulaba el polvo; delante de mí, se encontraban tres jóvenes y nobles señoras con elegantes vestidos y exquisitos modales. No dudé que era un sueño por la proximidad de estas, las cuales a pesar de estar de espaldas a la luna, ninguna reflejaba su sombra en el suelo. Se aproximaron a mí y se detuvieron a mirarme durante algún tiempo, acto seguido cuchichearon en voz baja entre ellas. Dos eran morenas, con altas y aguileñas narices, parecidas a la del conde; grandes ojos que parecían completamente rojos en contraste con la palidez de sus rostros. La tercera era rubia, con abundantes y dorados tirabuzones; sus ojos eran como blancos zafiros.


Las tres estaban dotadas de blancos y brillantes dientes, que destacaban como perlas entre el rojo de sus voluptuosos labios. Había algo en ellas que me producía zozobra, algo que deseaba y a la vez temía mortalmente. Mi corazón se estremecía ardientemente, anhelando que aquellos sangrantes labios me besaran. Ahora me siento avergonzado de aquel impulso carnal. No debo anotarlo, pues si algún día lo leyera Mina podría sentirse sinceramente apenada. Pero es la pura verdad. Volvieron a cuchichear entre ellas y a continuación soltaron unas risitas, que eran claras y musicales, pero al mismo tiempo, duras como si ignoraran la ternura del contacto con unos labios humanos. Se trataba de un sonido semejante al insoportable y dulce tintinear de un vaso tocado por una mano experta. La mujer rubia movió la cabeza con coquetería, incitada de algún modo, por las morenas. Una de ellas dijo:

—¡Adelante! Tú serás la primera; después te seguiremos nosotras. Tienes derecho a comenzar el goce.

Y la tercera añadió:

—Es fuerte, muy joven y guarda besos para todas nosotras.

Permanecí inmóvil y mientras, con la mirada perdida, gozaba y temía a la vez de algo que no sabría definir del todo bien. La muchacha rubia se acercó a mí y acto seguido inclinó su rostro, sentía cómo echaba suavemente su aliento sobre mi cuello, lo cual me producía un extraordinario y dulce goce. Las emociones parecían sujetas a un calidoscopio: sentía la idéntica vibración a través de mis nervios que cuando escuché su voz, pero no conseguía evitar el resurgir de una sospecha, que era dolorosa y nauseabunda, igual que el olor a sangre de un matadero. El pánico no me dejaba abrir los ojos, pero bajo mis pestañas podía ver perfectamente. La mujer se arrodilló, de forma que quedó tumbada encima de mí, moviéndose sinuosa y sensualmente; me parecía fascinante y seductora. Su respiración poseía una provocadora voluptuosidad, todo aquello era entre emocionante y repulsivo. La joven doblaba su cuello mientras se relamía como un animal saboreando su presa antes de hora. Entonces pude observar cómo bajo sus labios color escarlata asomaba la saliva sobre su roja lengua que se deslizaba por entre unos afilados colmillos. Su atractiva cabeza empezó a descender hasta que sus labios se detuvieron a la altura de mi barbilla, como si desearan aferrarse a mi cuello. Tan cerca estaba su boca que podía percibir claramente el chasquido de su lengua, relamiéndose dientes y labios. Sentí el ardiente aliento sobre mi carne trémula. Sentí que mi piel se estremecía, al contacto con su carne, que cada vez se aproximaba más.

Mi garganta estaba hipersensible a aquel suave y excitante roce de sus labios, al contacto de unos dientes afilados que parecían penetrar en el interior de mi cuello antes de que lo tocaran. Se detuvieron y entonces yo cerré los ojos totalmente abandonado al placer y aguardé… aguardé con el corazón palpitante.

Pero en aquel mismo instante, de forma brusca, otra emoción me invadió como un relámpago, y dejé de sentir aquellos afilados dientes cerca de mi cuello. Podía notar la presencia del conde. Por último conseguí abrir los ojos y él estaba allí, con el rostro congestionado por una intensa cólera que parecía sobrenatural. Con su potente mano agarraba el esbelto cuello de la muchacha rubia, y con una fuerza sobrehumana. Sus ojos azules se habían teñido de rojo por la ira, se mordía coléricamente los labios con sus blancos dientes y sus pálidas mejillas enrojecieron de excitada indignación. ¡El conde parecía otro! Nunca hubiese imaginado que fuera capaz de mostrar tanta rabia y furor, ni siquiera a los demonios del infierno, les habría atribuido jamás tanta cólera. Los ojos del conde centelleaban; las rojas pupilas aparecían violáceas y lúgubres, como si en ellos ardiesen las llamas del infierno. Su rostro estaba mortalmente blanco, sus rasgos tan duros que parecían de acero; sus pobladas cejas unidas en la parte superior de la nariz ahora parecían una barra de metal móvil e incandescente. De un furioso empujón, lanzó a la muchacha muy lejos y a continuación señaló a las demás con un ademán imperioso y muy significativo. Este era un gesto de poder y mando; el mismo que le vi utilizar la primera noche con los lobos. En voz, baja, casi susurrante, pero al mismo tiempo imperativa, exclamó:

—¿Cómo os atrevéis a tocarle? ¿Queríais poseerle en contra de mi voluntad? ¿Fuera! ¡Este es mío, solo mío! ¡Id con mucho ojo de no mezclaros en su vida, o tendréis que véroslas conmigo!

La muchacha rubia soltó una carcajada repulsiva y lasciva, pero a la vez seductora, y respondió:

—¡Tú no puedes amar! ¡Y jamás lo has hecho!

Las demás mujeres apoyaron la protesta de la anterior, y en la estancia resonaron unas carcajadas tan sumamente destempladas, y desalmadas, que al oírlas estuve a punto de desmayarme. Eran risas demoníacas. Luego el conde se dio la vuelta, se quedó mirándome fijamente y me susurró con mucha dulzura:

—Sí. Yo también sé amar, y vosotras lo sabéis perfectamente, ¿o no? De todas formas, cuando haya acabado con él, podréis hacer lo que queráis con el muchacho, mientras tanto, dejadlo en paz. ¡Marchaos! Tengo que despertarlo, pues hay mucho trabajo por hacer.

—¿No podremos gozar ni un poco esta noche? —preguntó una de las mujeres, mientras indicaba con el dedo un saco que, un poco antes, el conde había arrojado al suelo, el cual se movía como si en su interior hubiese algo con vida.

El conde asintió con la cabeza. Entonces una de las morenas dio un paso hacia delante y cogió el saco. Si mis sentidos son fiables, escuché un jadeo y un débil gemido, como el de un bebé al que le falta el aire. Las mujeres rodearon el saco, mientras a mí me invadía un indescriptible terror. Al momento, cuando volví la vista de nuevo, habían desaparecido las mujeres y la carga. Allí no había ninguna puerta, tampoco habían pasado por mi lado, pues las habría visto, así que la única explicación, no lógica, era que se hubiesen fundido con la luna, a través de la ventana, pues pude percibir, tres negras figuras antes de perderse por completo en medio de la oscuridad de la noche.

Me venció el pavor y a continuación caí al suelo sin sentido.

Capítulo IV

Diario de Jonathan Harker

(Continuación)

Al regresar al mundo de los vivos estaba tumbado en mi cama. Si no ha sido una pesadilla, el conde tuvo que llevarme hasta mi habitación. Intenté poner en orden las ideas, pero fue imposible. Ciertamente, existían indicios de esta última posibilidad: mis ropas bien dobladas y colocadas de forma distinta a como yo suelo hacerlo, el reloj parado; cuando yo tengo la costumbre de darle cuerda cada noche, como mi última misión antes de que muera el día, y muchos otros detalles. Pero no eran pruebas fiables, ya que únicamente representaban indicios de mi posible locura, y que, por el motivo que fuese, estaba muy alterado. Debo estar seguro de ello antes de afirmar nada. De una cosa puedo estar contento: en el caso de que fuera el conde quien se encargó de traerme aquí y de desnudarme, lo hizo muy precipitadamente, pues mis bolsillos continúan intactos. Tengo la total seguridad de que si el conde conociera la existencia de este diario, supondría para él un misterio intolerable. Al mirar a mi alrededor, en esta habitación que antes me causaba tanta angustia, ahora me siento en ella como en un templo, pues nada puede ser más terrorífico que aquellas mujeres que deseaban —que desean— mi sangre.

18 de mayo.— He vuelto a aquella habitación, pero esta vez es de día, pues necesito aclarar lo ocurrido. Me acerqué a la puerta en la zona alta de la escalera, y se encontraba cerrada. Había sido encajada con tanta fuerza que, al abrirla, parte de la madera se astilló. Mucho me temo que lo ocurrido la noche anterior no fue ninguna pesadilla, por lo tanto debo obrar conforme esta creencia.

19 de mayo.— Con toda certeza estoy atrapado. Anoche el conde me rogó, muy cortésmente, que escribiese tres cartas: una que dijera que ya había finalizado mi trabajo y que regresaría a Inglaterra en unos días; otra, anunciando que partiría el día siguiente a la fecha de salida de la carta, y la tercera, después de haber salido supuestamente del castillo, ya desde Bistritz. Al principio quise rebelarme, pero después pensé que sería una locura tener una discusión con el conde tal y como estaba la situación, ya que me tiene totalmente bajo su dominio y negarme a obedecerle solo empeoraría las cosas. Él sabe mis sospechas, y ha determinado que no debo seguir viviendo, pues represento un peligro para él. Mi única salvación está en prolongar mi actual estado de cosas. Quizá algún día se me presente la oportunidad de fugarme de aquí. Pude ver en los ojos del conde la misma cólera con la que arrojó a aquella muchacha al suelo. Me indicó que los servicios de envíos eran escasos y muy poco fiables y que escribir a mis amigos ahora representaría una buena terapia para sosegarme. Me aseguró terminantemente que ordenaría detener el curso de la correspondencia en Bistritz hasta que no fuese el momento más indicado, por si acaso prolongaba mi estancia en el castillo. Para evitar problemas, fingí estar de acuerdo y le pregunté qué fecha debía poner en las cartas, entonces él calculó mentalmente y después dijo:

 

—La primera el 12 de junio, la segunda el día 19 y la tercera el 29 del mismo mes. Ahora sé con exactitud lo poco que me queda de vida. ¡Que Dios me ampare!

28 de mayo.— Una nueva oportunidad para huir de aquí; o al menos para enviar un mensaje a casa. Un grupo de gitanos, de zíngaros para ser exactos, llegaron hace poco al castillo y han acampado en el patio.

Primero escribiré algunas cartas a Inglaterra e intentaré que estos me las lleven al correo. Ya he establecido un primer contacto con ellos desde mi ventana. Se quitaron los sombreros, haciendo una especie de reverencia y después comenzaron a realizar una serie de gestos que a mí me costó interpretar.

He terminado de escribir las cartas. La de Mina está taquigrafiada, explicándole mi situación, elidiendo muchos de los horrores, si le confesara todo lo que siento, se moriría de horror. Si no me contestasen, entonces el conde no sabría realmente cuánto sé.


Los zíngaros ya poseen mis cartas, se las lancé por entre los barrotes de mi ventana acompañados de unas monedas de oro, luego hice gran cantidad de gestos más expresivos que significativos, de manera que comprendieran sin equivocación posible mis deseos. El gitano que las recogió se las llevó fuertemente al pecho e hizo una reverencia, y las metió en su gorra. Ahora solo podía aguardar, así que regresé al estudio y me puse a leer. Viendo que el conde tardaba, comencé a escribir…

El conde ya ha vuelto. Se ha sentado a mi lado y mientras abría las dos cartas, con su más dulce voz me ha comunicado:

—Uno de los zíngaros me ha dado estas cartas y aunque no sé su procedencia, me encargaré de ellas. ¡Vaya sorpresa! —seguro que ya sabía con anterioridad de quién eran ambas cartas—. Una es de usted, dirigida a mi amigo Peter Hawkins. La otra —en aquel momento, como consecuencia de los signos extraños para él; su rostro adquirió una expresión malévola y los labios empezaron a temblarle—, la otra es un insulto a la amistad. No lleva ninguna firma, así que no nos debemos preocupar.

Entonces, con gran serenidad acercó la carta a la llama de la lámpara hasta que el papel quedó convertido en cenizas. Luego dijo:

—La carta al señor Hawkins, como es de usted, haré que la echen al correo, pues sus cartas son sagradas para mí. Espero que perdone mi torpeza al romper el sello, pero le conseguiré un sobre nuevo.

Me entregó la carta y después con una educada reverencia me ofreció otro sobre. No puedo hacer otra cosa que no sea volver a escribir la dirección y devolverle la carta obediente. Cuando el conde salió de mi habitación, percibí cómo giraba la llave muy despacio. Después de un rato, intenté abrir la puerta, pero en efecto, la había cerrado con llave.

Al cabo de unas horas, cuando el conde entró de nuevo en la habitación, me despertó, pues, sin querer, me había quedado dormido en el sofá. Estaba encantador y de buen humor y al darse cuenta que yo había estado durmiendo, me preguntó:

—¿De manera que se encuentra cansado, joven amigo? Váyase a la cama. Es el mejor lugar para descansar. Esta noche no podré tener el gusto de charlar con usted, ya que tengo mucho trabajo. Usted duerma, por favor.

Fui a mi habitación y me tumbé en la cama. Y sucedió algo muy extraño, me dormí pero sin soñar. La desesperación debe traer también algún momento de calma.

31 de mayo.— Al despertarme esta mañana, he decidido buscar papel y sobres. He buscado en mi maleta y en mis bolsillos los papeles, para así poder escribir en cuanto pudiera. Pero de nuevo algo me ha sorprendido, hasta el punto de quedarme paralizado.

No había rastro de los papeles, de mis apuntes, tampoco de los itinerarios de trenes y viajes, ni de la carta de crédito; en resumen, todo aquello que pudiese ser útil en el caso de que escapara de aquí. Me senté para poder pensar mejor, y entonces tuve una corazonada: volví a registrar la maleta y el armario donde tenía guardadas mis cosas. El traje que llevaba el día que llegué al castillo no estaba; tampoco el abrigo ni la gruesa manta. No había rastro de ellos por ningún lado. Una vez más se trataba de una tenebrosa y maliciosa trampa de Drácula.

17 de junio.— Esta mañana, sentado en el borde de la cama, mientras pensaba, escuché fuera restallido de látigos y ruido de cascos de caballos que avanzaban por el camino pedregoso del patio. De pronto, sentí una gran alegría. Corrí hacia la ventana y pude ver cómo ocho potentes animales arrastraban dos grandes carretas. A estos los conducía un eslovaco, que llevaba un sombrero de ala ancha, un cinturón de cuero de oveja claveteado, altas botas y una pelliza sucia. Fui hacia la puerta con el propósito de bajar, pues deseaba alcanzarlos en la entrada principal, pero la gélida sensación de la sorpresa acabó con mis esperanzas: la puerta estaba atrancada por fuera.

Entonces, regresé a la ventana y comencé a gritar. Aquella gente levantó la cabeza y se quedó mirándome con descaro, mientras me señalaban. El jefe de los zíngaros apareció y, al verme con cara de desesperación, dijo algo y los demás carcajearon. A partir de entonces, no volvieron a mirarme, a pesar de mis múltiples gritos de socorro. Estos, con paso decidido, se fueron. Sus carretas transportaban enormes cajones cuadrados de asas de firmes cuerdas, que debían estar vacíos a juzgar por la facilidad con que los movían y por el ruido que hacían al caer. Ya descargados y apilados en un rincón del patio, los zíngaros pagaron a los eslovacos, los cuales empezaron a escupir sobre el dinero, supongo que para darle suerte, después se subieron a sus respectivas carretas y se marcharon. De inmediato, oía cómo se alejaba el chasquido de los látigos.

24 de junio, momentos antes de amanecer.— Esta última noche, el conde me dejó solo y se encerró con llave en su habitación, hecho que aproveché, a la que tuve bastante valor, para subir a la habitación con vistas al sur con la intención de vigilar al conde, pues me temía que estaba preparando algo. Los zíngaros duermen en alguna parte del castillo y trabajan en colaboración con el conde en algo muy misterioso. Estoy seguro, pues de vez en cuando, a lo lejos, oigo ruidos de picos y palas. No sé para qué es tanto trabajo, pero estoy convencido de que no se trata de nada provechoso.

Llevaba más de media hora vigilando por la ventana, cuando percibí que algo salía por las ventanas del conde. Retrocedí un poco pero sin dejar de vigilar con atención. No dejaba nunca de sobresaltarme aquella diabólica imaginación del conde, pues me di cuenta que llevaba puesto mi traje de viaje y llevaba cargado al hombro aquel saco misterioso que se llevaron las tres mujeres consigo la otra noche. Estaba claro lo que pretendía, ¡y encima con mi ropa! Se trataba claramente de un nuevo plan infernal para que los zíngaros crean que soy yo el que salió del castillo, así podrán decir que me han visto en el pueblo depositando las cartas al correo, con lo que cualquier perversidad suya me será atribuida a mí.

Se me acaban las esperanzas, aquí encerrado como un auténtico prisionero, todavía peor, pues no puedo contar con la protección legal, que supone un consuelo hasta para el peor de los criminales.

Decidí esperar a que volviese el conde, así que permanecí sentado junto a la ventana un poco más. Después comencé a ver, gracias al reflejo de la luna, que unas raras partículas flotaban en el aire. Semejaban diminutas motas de polvo que formaban una nebulosa en forma de remolino. Las observé sereno y se adueñó de mí una pacífica calma. Me recliné en el alféizar para estar más cómodo y así disfrutar más intensamente del aquel etéreo torbellino.

Algo me hizo sobresaltar: un apagado y débil aullar de perros, lejano. El sonido parecía resonar en mis oídos con más fuerza. Las motitas de polvo se iban transformando y bailando el compás del sonido bajo la luz de la luna. Me di cuenta que me incitaban a caer a la llamada de mis adormecidos instintos, pero mi alma luchaba y mi sensibilidad, atontada todavía, se afanaba por responder a esa llamada. ¡Algo o alguien me estaba hipnotizando! Los bailoteos del polvo iban cada vez más deprisa, tanto, que parecían tintinear al pasar a mi lado, y luego perderse en la penumbra de la habitación. Más y más partículas acudían a su reunión, hasta transformase en borrosas figuras fantasmales. Entonces di un salto, ya despierto del todo y en plena posesión de mis facultades mentales hui de aquel lugar chillando. Aquellas fantasmales figuras, que poco a poco se iban materializando bajo los destellos de la luna, eran tres misteriosas mujeres a cuyas manos estaba condenado. Una vez en mi alcoba, me encontré algo más seguro; aquí no había luz lunar y la lámpara despedía un brillo intenso. Pasadas unas horas, pude oír cómo se movía algo en la habitación del conde, como un gemido rápidamente sofocado. Sin tiempo para que mi corazón dejase de latir con tanta fuerza, intenté abrir la puerta, pero seguía cerrada no podía hacer absolutamente nada y como fruto de la impotencia y la desesperación, comencé a llorar.

Sentado en la cama, escuché ruidos en el patio: un grito femenino de angustia, así que fui corriendo hacia la ventana y observé a través de los barrotes. Así era, una mujer algo desgreñada, con sus manos haciendo presión sobre el corazón, que parecía estar sin aliento de tanto correr, se hallaba apoyada en un rincón junto a la puerta con los nervios a flor de piel.

La mujer, al percibir mi figura en la ventana, se esforzó en avanzar y a gritos, comenzó a amenazarme:

—¡Monstruo, devuélveme a mi hijo!

Presa de la angustia y del dolor por su imposibilidad de hacer nada, cayó de rodillas, mientras alzaba las manos. No paraba de gritar esas mismas palabras; aquella escena me daba muchísima lástima. Seguidamente comenzó a tirarse del cabello y a darse fuertemente con los puños en el pecho, entregada a la más absoluta y desbordante desesperación. Por último, se dirigió hacia la puerta y, aunque no podía verla, oía cómo la golpeaba con fuerza, destrozándose los nudillos con la sólida madera.

En algún lugar de la parte alta del castillo, por encima de mí, posiblemente en la torre, se escuchó la voz del conde, que llamaba a alguien con su áspero y metálico susurro. Tuve la certeza de que a sus palabras, respondían desde lejos, los perros con sus aullidos. Poco después, una manada de lobos apareció en el patio como las aguas de un río desbordante. No volví a oír a la mujer y el aullido de los lobos fue breve. Al poco rato, se fueron uno tras otro relamiéndose sus ensangrentados hocicos. No compadecí a la mujer, pues imaginando lo que le podía haber pasado a su hijo, estaba mejor muerta.

¿Qué haré ahora? ¿Qué futuro me espera? ¿Cómo puedo huir de esta horrible noche de abatimiento y horror?

25 de junio, por la mañana.— Nadie se puede llegar a imaginar lo dulce que es la llegada de la mañana con el brillo todavía distante del sol que emerge por entre las colinas. La luz del día hacía renacer en mí la confianza, y mis temores se desvanecían igual que una prenda vaporosa al contacto con el calor. Debo actuar con rapidez, aprovechando el valor que me proporciona la luz del día. Anoche fue echada al correo una de mis cartas con fecha posterior a la verdadera: la primera de la serie con el objetivo de borrar de la faz de la tierra cualquier signo de que sigo vivo. Pero, no debo dejarme llevar por estos pensamientos fatalistas, debo concentrar todas mis fuerzas para huir de aquí.

Jamás he visto al conde durante el día. ¿Es posible que duerma mientras los demás mortales velan? ¡Si pudiese entrar en su habitación! Pero es inaccesible. La puerta siempre está cerrada con llave.

Sí, existe una manera, si tengo el valor necesario para hacerlo. ¿No puede entrar alguien por donde él sale? Yo mismo vi reptar al conde por el muro. ¿Y si le imito y entro por su ventana? Es una oportunidad muy arriesgada, pero mi ansia por ser libre es mayor aún. Pienso arriesgarme. Lo peor que me puede suceder es la muerte. Sin embargo, confío en la Providencia. Puede que el temido futuro aún esté abierto para mí. ¡Qué Dios me proteja de cualquier peligro en esta arriesgada misión! ¡Adiós, Mina, si fracaso! ¡Adiós, mi fiel amigo y segundo padre Peter Hawkins! ¡Adiós a todos, pero sobre todo, a ti Mina!

 

El mismo día, por la tarde.— Lo he conseguido. Con la ayuda de Dios he llegado a la habitación del conde. Debo anotar ordenadamente todos los detalles. Caminé, mientras aún me quedaba algo de valor, hacia la ventana del lado sur, desde donde rápidamente salí a la cornisa que rodea todo el castillo. Las piedras eran enormes, desgastadas y sin restos de mortero entre ellas por el paso del tiempo. Me quité las botas y seguí adelante con la peligrosa aventura. De nuevo, miré hacia abajo y para evitar que el vértigo me hiciese caer, no volví a bajar la mirada. No me mareé —supongo que estaba demasiado excitado— y en un tiempo tan corto, que hasta me pareció ridículo, estaba ya frente a la ventana tratando de levantar el bastidor de la misma. Sin embargo, mientras me colaba en el interior de la habitación, no pude evitar sentir escalofríos. Rápidamente miré alrededor buscando al conde, que para mi gran sorpresa y alegría no estaba: ¡El aposento se encontraba vacío! Se hallaba modestamente amueblado con diversas y muy raras piezas, que parecían intactas. Su mobiliario me recordaba al de las habitaciones del sur y este también estaba lleno de polvo. Busqué la llave en alguna de las cerraduras, pero no la encontré. Solo descubrí una cosa: un grandísimo montón de oro en uno de los rincones de la habitación; allí había oro de muchas clases: romano, inglés, austríaco, húngaro, griego y monedas turcas, y cómo no, todo cubierto de una gruesa capa de polvo, que delataba la presencia de toda esa riqueza durante mucho tiempo en aquel rincón. Me detuve un momento a examinar el preciado metal; aquel oro tenía más de trescientos años. También había cadenas y ornamentos, algunos con piedras preciosas, pero todos muy antiguos y echados a perder.

En otro rincón encontré una pesadísima puerta, que intenté abrir, y para mi sorpresa, esta cedió. Atravesé un pasadizo que conectaba con una escalera circular un poco inclinada, por la que descendí, no muy convencido, pues aquel lugar estaba sumido en una oscuridad casi total, a excepción de una débil luz que entraba por una tronera. Al fondo encontré un túnel, de donde procedía un hedor nauseabundo y mortífero, como de cieno recién agitado. A medida que avanzaba por el pasaje, ese nauseabundo olor adquiría una intensidad insoportable. Por fin atravesé una puerta que estaba entornada, la cual daba a una vieja capilla en ruinas, que se había usado como cementerio. El techo se encontraba derruido y en ambos extremos había escaleras que conducían hacia las bóvedas. Alguien había escarbado en aquel suelo, y colocado la tierra en dos grandes cajones de madera, seguramente los que llevaban aquellos eslovacos en sus carretas.

Estaba completamente solo, así que me puse a buscar una salida sin éxito. Entonces comencé a analizar palmo a palmo el suelo; para no desperdiciar ni una sola ocasión. Llegué hasta las criptas del subterráneo en donde penetraba una débil y escasa luz. Mi alma se sentía en aquel lugar. Entré en las dos primeras, en las que solo encontré trozos de ataúdes y grandes montañas de polvo, pero en la tercera descubrí algo.

¡Allí, en una de las grandes cajas, de las que debía haber unas cincuenta más o menos, sobre montones de tierra excavada no hacía mucho, yacía el conde Drácula!

No podía saber si estaba muerto o dormido: con los ojos abiertos y pétreos, sin que estuviera en ellos la vidriosidad de la muerte; las mejillas denotaban el calor de la vida, a pesar de su extrema palidez, y sus labios continuaban estando tan rojos como siempre. No se movía, no se le notaba ni pulso, ni aliento, ni le latía el corazón. Me acerqué más al cuerpo del conde para intentar descubrir alguna señal de vida, pero fue inútil. No podía llevar allí tendido mucho tiempo, porque el olor de tierra aún era intenso. Junto al ataúd se encontraba la tapa agujereada por todas partes. Se me ocurrió que podía tener las llaves encima, entonces al intentar registrarlo, vi en sus ojos abiertos, aunque sin vida, y aún inconsciente de mi presencia, una mirada de odio, por lo que hui rápidamente de allí. Salí de la habitación del conde por su ventana de nuevo, y después trepé por la pared del castillo hasta llegar a la altura de mi habitación, donde me tumbé jadeante sobre la cama e intenté pensar con frialdad…

29 de junio.— Hoy es el día en que es enviada la última de mis cartas. El conde ya ha hecho todo lo posible para que la carta parezca auténtica. Otra vez le he visto salir por la ventana con mis ropas. Mientras reptaba por la pared, igual que un lagarto, pensaba cuánto me hubiera complacido poseer una escopeta para acabar con él. Pero mucho me temo que ninguna arma fabricada por la mano del hombre tendría efecto en él. No tuve el valor suficiente para aguardar su regreso, pues con solo pensar que me podía topar con esas trillizas, se me ponían los pelos de punta, así que volví a la biblioteca y leí hasta que el sueño se apoderó de mí.

Fue el conde quien me despertó, y mirándome con la expresión amenazadora, me comunicó:

—Mañana, joven amigo, tenemos que separarnos. Usted regresará a su hermosa Inglaterra, y yo, a seguir mi trabajo, que puede tener tal fin, que quizá no nos volvamos a ver jamás. Su carta ha salido hoy mismo hacia Inglaterra. Él caminó hacia la ventana, y al girarse me manifestó algo más:

—En pocas horas estaré aquí, y sus cosas ya estarán preparadas para cuando se vaya. Mañana temprano tienen que venir unos zíngaros para terminar un trabajo en el castillo, y también algunos eslovacos, pero cuando se vayan, mi coche vendrá a buscarle y le llevará al Paso de Borgo, donde encontrará la diligencia que va de Bucovina a Bistritz. De todas formas, tengo la esperanza de volver a verle en el castillo de Drácula.

Tanto desconfiaba de él, que quise probar su sinceridad. ¡Sinceridad! Relacionar esa cualidad con semejante monstruo, era un sacrilegio.

Sin embargo, haciendo acopio de valor le pregunté sin tapujos:

—¿Por qué no esta misma noche?

Y con ojos brillantes me respondió:

—Porque, querido señor, mi cochero y mis caballos se encuentran fuera en una misión muy importante.

Pero yo, sin ceder, repliqué:

—No me importa ir andando. Desearía irme ya.

El conde sonrió tan sutil y demoníacamente que entendí al instante que tras su suavidad se escondía un plan algo más diabólico.

—¿Y su equipaje? —me preguntó.

—No importa —respondí—. Mandaría a buscarlo más adelante.

El conde se incorporó, y con tal galante cortesía que hizo que dudara ciertamente de su sinceridad, respondió:

—Ustedes los ingleses usan una frase que cuando la oí por primera vez me llegó al corazón, ya que recuerda al espíritu que rige a nuestros nobles: «Da la bienvenida al huésped que viene y felicita al que se va». Venga conmigo, mi joven amigo. No permanecerá ni un minuto más en mi casa en contra de su voluntad, aunque me apena saber que desea marcharse de forma tan repentina. ¡Vamos!

Con majestuosa gravedad, y una lámpara en sus manos, me precedió escaleras abajo y a lo largo del vestíbulo que conducía hasta la entrada. De pronto, se detuvo.

—¡Escuche!

Una considerable manada de lobos aullaba muy cerca. Era como si aumentase la intensidad de ese sonido cada vez que él movía la mano, como la música de una orquesta bajo la dependencia de la batuta del director. Después de una pequeña pausa, el conde continuó caminando con la misma distinción, hasta llegar a la puerta, descorrió los pesados cerrojos, desenganchó las recias cadenas y comenzó a tirar de aquella pesada puerta principal para abrirla.

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