Drácula y otros relatos de terror

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Capítulo VI

Diario de Mina Murray

Whitby, 24 de julio.— Lucy vino a buscarme a la estación, guapísima y atractiva como nunca, y fuimos a la casa del Crescent, donde se hallan alojadas ella y su madre. Aquello es maravilloso. El Esk es un pequeño río que fluye por un profundo valle, y se ensancha a medida que se acerca a su desembocadura y un impresionante viaducto lo cruza. El valle presenta un verde hermosísimo. Sobre el conjunto de casas de rojos tejados que constituyen el pueblo se emplazan las ruinas de lo que hace tiempo fue la abadía de Whitby. Son conocidísimas, de enormes proporciones y con muchísimos rincones bellos y románticos; recoge una leyenda que en uno de sus balcones aparece una dama vestida de blanco. El puerto queda debajo del pueblo, con una larga muralla de granito penetra en el mar, trazando una curva, en medio de la cual se levanta un faro; y algo más allá, otro.

Guardo siempre esa imagen preciosa de la marea alta. Fuera del puerto se eleva una extensión de media milla, con un gran arrecife, cuyo abrupto borde queda recortado por detrás del faro sur. En la punta, siempre se encuentra la boya con su campana, que se balancea cuando hay mala mar y su sonido triste lo arrastra el viento. Dicen que de esta forma, cuando algún marinero se pierde en alta mar, puede guiarse por el sonido de la campana. Tengo que preguntárselo a un viejo lobo de mar que vive aquí…

Es un anciano muy simpático, de muchísimos años, pues su cara es nudosa y retorcida como la corteza de un árbol. Él dice que tiene más de cien años. Creo que es una persona un poco escéptica, pues al preguntarle sobre las campanas de la boya y la Dama de blanco de la abadía, me contestó sin remilgos:

—Yo no preocuparía demasiado por esas historias gastadas por el tiempo, señorita. Yo no digo que no sean verdad; solo que no sucedieron durante mi vida en este mundo. Todo eso está muy bien para los turistas y la gente que se encuentra de paso pero no para una linda damita como usted. Pensé que el anciano era la persona adecuada para preguntarle acerca de mil curiosidades, así que le pregunté si podía contarme algo acerca de la pesca de la ballena, sobre los métodos más antiguos.

En el preciso instante en que comenzaba a narrar tan interesante historia, en el reloj de la iglesia tocaron las seis, después de lo cual se puso de pie y dijo:

—Debo marcharme, encantadora señorita. Mi nieta se molesta cuando me tiene que esperar con el té servido en la mesa. El viejo se fue cojeando escalinata abajo. Yo también tendría que marcharme a casa, pues Lucy y su mamá ya habrán vuelto de las visitas que debían hacer por obligación.

1 de agosto.— Ya hace una hora que estamos aquí con Lucy y hemos tenido una conversación de lo más interesante. Nos acompañaban mi viejo amigo y dos más que siempre van con él. Desde luego, de los tres, él es el centro de interés, y creo que de joven tuvo que ser de armas tomar, pues no admite ninguna sugerencia y lleva la contraria a todo el mundo. Si no puede convencerte por las buenas, intenta coaccionarte y luego hace un silencio absoluto, que sentencia la polémica a su favor. Abrí el debate de las leyendas y el viejo, inmediatamente, empezó con una especie de sermón. Intentaré ser lo más fiel posible a sus palabras:

—Todo eso no son más que estupideces. Esas historias de duendes y aparecidos no hacen más que asustar a los niños y a las mujeres impresionables. Es cierto que se conservan señales, dibujos, huesos y otras cosas, pero el resto, todo fue inventado por los curas, los malévolos pedantes y los embusteros del ferrocarril para sacar dinero y provocar a la gente a hacer cosas que no harían de ninguna otra forma. Todo este montaje me asquea profundamente. El viejo hizo un silencio repentino; parecía orgulloso, mirando y buscando a su alrededor la aprobación de los demás contertulios. Pero yo intervine para animarle a que siguiera la conversación.

—Señor Swales, seguramente no está hablando en serio. Todo el mundo cree estas leyendas como auténticas, como parte de su pasado y de su historia.

—¡Bah! Solo son verborrea ¡Uy! Acaban de dar las seis en el campanario. Me voy. A su disposición, señoritas.

Y el viejecito se marchó con su cojera.

Lucy y yo nos quedamos un rato más allí sentadas y comenzó a hablarme de Arthur y de su próxima boda, lo cual me apenó algo, pues me hacía pensar en todo el tiempo que llevaba sin saber nada de Jonathan.

El mismo día.— He subido sola, porque me siento un poco triste. Continúa sin haber carta para mí. Deseo que no le haya ocurrido nada malo. Han dado las nueve y desde aquí, veo las lucecitas salpicando todo el pueblo, a veces en forma de hileras señalando las calles; otras, muy distanciadas y solitarias, que ascienden hasta el río Esk y desaparecen en la curva del valle. A mi izquierda la visión queda limitada por la oscura silueta del tejado de una vieja casa cercana a la abadía. Ahora, las ovejas y los corderos balan en los campos que quedan detrás de mí. Percibo el ruido de cascos de un burro en el pavimento de abajo. La banda toca un vals en el rompiente; más allá del muelle, el ejército de salvación se encuentra en plena manifestación y ninguna de las dos bandas se escucha entre ellas, pero yo, desde este lugar privilegiado, puedo gozar de ambas. Me pregunto dónde estará Jonathan y si piensa en mí. ¡Ojalá ahora mismo estuviese a mi lado!

Diario del Doctor Seward

5 de junio.— El caso Renfield, cada día es más apasionante y con el tiempo he aprendido a entenderle mejor. Tiene algunas cualidades muy acentuadas, como el egoísmo, la discreción o la tenacidad, y no sé con qué función esta última, y estoy convencido de que existe, pero hasta ahora no he podido hallar cuál.

La cualidad que le redime es su amor por los animales, aunque posee cambios tan extraños que no sé si no se tratará de otra cruel anormalidad. Sus animales favoritos, normalmente coinciden con los más raros. Hasta ahora, el deporte que más le gusta es la caza de moscas y coleccionarlas. Actualmente posee tan enorme cantidad que me he visto obligado a reñirle. Él, para mi sorpresa, no se encolerizó, como yo esperaba, sino que tomó el asunto con absoluta seriedad. Reflexionó durante unos minutos y a continuación me indicó:

—Si me da tres días, me desprenderé de ellas.

Desde luego concedí su petición. Debo atarle corto.

18 de junio.— Ahora ha enfocado su atención en las arañas y guarda en una caja varios ejemplares de enormes dimensiones. Las alimenta con moscas, así que estas están padeciendo un exterminio masivo; aunque ha llegado a utilizar su propia comida para atraer más a su habitación.


1 de julio.— Sus arañas son ahora tan molestas como sus moscas. Hoy le he dicho que tiene que deshacerse de ellas de una vez por todas, y al oírlo se ha quedado bastante triste; así que le he permitido que conserve unas pocas. Él ha asentido con alegría y le he dado el mismo plazo que la vez anterior. En una ocasión que estaba con él, me repugnó muchísimo algo: penetró una coromina en la habitación; una mosca enorme, carnívora, que pone sus huevos en la carne putrefacta. Volaba hinchada de alimento, con su zumbido que se escuchaba por toda la habitación, y él la atrapó con el índice y el pulgar y después, antes de que pudiese reaccionar, se la metió en la boca y se la comió. Le reprendí por ello y él argumentó sosegadamente que estaba muy rica, y que era muy sana; que estaba llena de vida y que le transmitía a él su vitalidad. Esto me hizo pensar que debía vigilarle mientras se deshacía de sus asquerosos insectos, ya que seguro que tramaba algo. Lleva una libreta donde siempre toma algún apunte; contiene páginas enteras llenas de cifras, generalmente números simples sumados en grupos, luego los totales los vuelve a sumar en columnas, lo mismo que hacen los contables.

8 de julio.— Es un loco metódico. He dejado de vigilarle unos cuantos días para comprobar si se producía algún cambio en él, pero sigue igual; no ha tenido ningún cambio. Se ha separado de alguno de sus animales favoritos y ha adquirido uno nuevo. Consiguió cazar un gorrión al que ha domesticado casi por completo, ya que utiliza una técnica muy simple. Ya no hay tantas arañas, pero, las que quedan están muy bien alimentadas, ya que continúa cazando moscas para que estén bien nutridas.

19 de julio.— Paulatinamente vamos progresando. Ahora tiene una valiosa colección de gorriones y moscas, mientras que las arañas constituyen ya un grupo minoritario. Al entrar en su habitación vino corriendo hacia mí y me dijo que tenía que pedirme algo, algo muy especial. Mientras hablaba, me acariciaba, igual que a un perro. Le pregunté de qué se trataba. Él, con una especie de arrobamiento en la voz y en el gesto, me respondió:

—¡Un gatito, un bonito gatito, zalamero y juguetón, con quien yo pueda divertirme y al que pueda enseñar y alimentar!, ¡alimentar!, ¡alimentar! Tal petición no me cogió por sorpresa, ya que había estado observando de qué forma sus animales favoritos aumentaban y crecían en tamaño y vitalidad. Como no me seducía la idea de que aquella familia de mansos gorriones fuese exterminada de la misma manera que lo habían sido moscas y arañas, le dije que estudiaría el asunto. Le pregunté porqué preferiría a un gato, un gatito y la ansiedad le hizo contestar:

—¡Oh, sí, me gustaría un gato! Solo le dije un gatito por miedo a que me negara uno más grande. No pueden prohibirme el derecho a compartir mi vida con un gatito, ¿verdad, doctor? De pronto puso una cara muy seria y en sus ojos vi una señal de peligro, ya que surgió en ellos una feroz mirada de reojo que implicaba el ansia de matar. Este hombre es un maníaco homicida en potencia. Pondré a prueba su carácter obsesivo, y observaré su reacción, así sabré algo más sobre él.

 

Diez de la noche.— He vuelto a visitarlo y estaba sentado en un rincón, con cara de seria preocupación. Nada más entrar se arrodilló, suplicándome que le dejase tener un gato, pues su felicidad y su vida dependían solo de mí. Me mantuve firme, diciéndole que su petición no podrá ser atendida. Entonces, sin decir más, se sentó en el mismo rincón donde le encontré, y comenzó a morderse los dedos. Volveré mañana temprano.

20 de julio.— Fui a verle a primera hora de la mañana, cuando el ayudante aún no había efectuado su última ronda. Se encontraba muy despierto y canturreaba una canción. Estaba extendiendo en la ventana el azúcar que había estado guardando. Enseguida me di cuenta que se estaba preparando para una muy cuidadosa caza de moscas, lo hacía muy alegremente. Di un vistazo por si veía el lugar donde guardaba los pájaros, pero no los encontré, así que le pregunté dónde estaban. Replicó, sin volver la cabeza para mirarme que habían salido volando. Observé que había algunas plumas por el suelo y en su almohada una gota de sangre, pero no hice ningún comentario. Marché de la habitación y le ordené a su guardián que me llamara si durante el día observaba alguna anormalidad en él.

Once de la mañana.— El enfermero me ha dicho que Renfield se ha encontrado mal todo el día, vomitando muchísimas plumas.

—Doctor, mucho me temo que se ha comido los pájaros —me dijo el guardián—, y que además ¡se los ha tragado crudos!

Once de la noche.— Le he administrado un fuerte sedante, lo suficiente para que duerma tranquilo. Mientras dormía, saqué la libreta de su bolsillo para analizarla con calma. La idea que ha estado rondándome últimamente, confirma mi teoría. Mi maníaco homicida es un caso muy especial, así que habré de inventar una nueva clasificación para él, pues no coincide con el cuadro médico de ninguno de los otros enfermos; le llamaré maníaco zoófago (come-vidas), ya que lo que quiere es engullir cuántas vidas puede y conseguirlo de una forma acumulativa. Dio muchas moscas a una araña y muchas arañas a un pájaro; por eso, quería un gato, para que se comiese a los pájaros. ¿Qué animal habría querido después? Reconozco que sería muy interesante completar el experimento. Podría haberse llevado a cabo, con tal que hubiese una causa suficiente. La gente se burlaba de la vivisección y en cambio los resultados han sido magníficos. Si pudiese revelar el misterio de una mente así, si lograra descubrir la clave de las fantasías de un cerebro aunque fuese el de un loco corriente..., ¿por qué no contribuir al avance de la ciencia en la especialidad más difícil y de vital importancia: el conocimiento de la mente humana, como hicieron Burdon-Sanderson o Ferrier? ¡Con tan solo un signo de algo! Pero esto no debe obsesionarme, pues corro el riesgo de caer en la tentación. Un buen motivo, es un argumento de peso, podría darme la razón… ¿Es que no poseo yo también un cerebro excepcional?

¡Qué bien razona este enfermo! Los locos siempre lo hacen bien en su escenario. ¿En cuántas vidas valorará él a un hombre, si es que le concede alguna? He estado ojeando su libreta otra vez y he visto que el cierre del último balance es exacto. Hoy ha abierto una nueva cuenta. ¿Cuántos de nosotros no abrimos una nueva cuenta o balance cada día de nuestras vidas? Creo que fue ayer cuando todo mi pasado acabó con una nueva esperanza; hoy inicio una nueva etapa, partiendo de cero. Así será hasta que el Gran Juez me evalúe y cierre el libro mayor de mi cuenta con un balance a favor o en contra. ¡Ay, Lucy, Lucy, no estoy enfadado contigo ni con mi amigo, ya que su felicidad es la tuya! Conservo las esperanzas y trabajo… ¡Trabajo! ¡Solo trabajo!

Si al menos tuviese una razón de peso para hallarme en el mismo estado de mi pobre amigo loco, un motivo generoso por el que trabajar, eso me complacería sobremanera.

Diario de Mina Murray

26 de julio.— Me siento angustiada y alarmada y escribir en este diario parece sosegarme; es como si conversara conmigo misma. Los símbolos taquigráficos también influyen, ya que es muy diferente de la escritura normal. Sufro por Lucy y por Jonathan, pues no tengo noticias de él desde hace mucho tiempo. Ayer el siempre tan amable señor Hawkins me remitió una carta suya porque yo ya le había escrito antes preguntándole si había sabido algo de él, así que me mandó esta carta nada más recibirla. Tan solo son unas líneas que ha escrito desde el castillo del conde Drácula, diciendo que ya volvía. No parecen de Jonathan; no las comprendo y eso me intranquiliza. Además, Lucy, aunque está muy bien de salud, vuelve a pasearse sonámbula por las noches. Su madre me lo ha contado y hemos acordado que yo cerraré con llave la puerta de nuestra alcoba para que no corra ningún peligro de los que la señora Westenra dice: subirse a los tejados de las casas; andar junto a los acantilados o precipicios y luego, de pronto, despertarse y caer al vacío con un grito de angustia que se oiga por todas partes. Pobrecilla, debe ser que está obsesionada por su hija y me ha confesado que su marido, el padre de Lucy, hacía lo mismo; se levantaba por las noches, se vestía y salía, siempre que nada se lo frenase. Lucy se casa el próximo otoño y anda preparando su ajuar y buscando una casa. La comprendo muy bien, pues yo estoy haciendo lo mismo; con la diferencia de que Jonathan y yo comenzaremos nuestra vida de una manera más sencilla; ambos tendremos que trabajar para vivir. El señor Holmwood —el honorable Arthur Holmwood, el hijo único de lord Godalming— estará aquí muy pronto, cuando pueda dejar Londres, pues su padre está muy delicado de salud. Y me parece que Lucy está contando los días, las horas y los minutos que restan para que llegue su príncipe azul.

27 de julio.— Continúo sin saber nada de Jonathan y la intranquilidad me vence. ¡Deseo tanto que me escriba, me conformo con tan solo una línea!

El estado de Lucy es peor cada día. Me despierto todas las noches cuando la oigo andar por el cuarto. Por suerte, no hace frío y así al menos, no corre peligro de coger alguna pulmonía. Pero, esta angustia y la premonición de que van a despertarme en cualquier momento está empezando a alterarme y cada vez estoy más excitada. Gracias a Dios, que la salud de Lucy está perfectamente. Han llamado con urgencia al señor Holmwood para que vaya a Ring a ver a su padre, que ahora se halla gravemente enfermo. Lucy está desolada por esta situación, pero la preocupación no afecta a su belleza. Está un poco más gordita y sus mejillas presentan un atractivo color rosado. Ha perdido ese aspecto anémico que antes tenía. Rezo por que continúe de igual forma.

3 de agosto.— Otra semana sin noticias de Jonathan, ni tan solo el señor Hawkins no sabe nada de que me hubiera vuelto escritor. ¡Espero que no esté enfermo! Releo su última carta una y otra vez; y sigue habiendo algo en ella que no me cuadra. No es para nada su estilo, pero en cambio, no cabe la menor duda de que se trata de su letra. El sonambulismo de Lucy no ha sido tan fuerte como la semana anterior, aunque observo en ella un extraño ensimismamiento que no me gusta; hasta dormida parece vigilarme. Cuando se levanta, en sueños, intenta abrir la puerta y, al encontrarla cerrada, se pasea de un lado a otro de la habitación en busca de la llave.

6 de agosto.— Han pasado tres días más y continúo sin noticias. Esta incerteza me tiene en vilo. Si al menos supiese dónde escribirle o dirigirme, me sosegaría. Nadie sabe nada de Jonathan desde su última carta. Solo me queda rogar a Dios que me conceda fe y paciencia. Mi amiga Lucy está más excitable que nunca, aunque por lo demás no me preocupa, pues la veo bien. Anoche hizo un tiempo horroroso y los pescadores predijeron tempestad. Tengo que fijarme, a ver si aprendo algo de los signos del tiempo. Hoy el cielo se presenta gris; mientras escribo, nubes oscuras impiden que luzca el sol. En todo aquello que miro, predomina una tonalidad grisácea, salvo la hierba que conserva su verde intenso. Nubes grises, coloreadas por la presencia del sol en el extremo, se abaten sobre un mar plomizo, en el que los bancos de arena se extienden como cinco enormes dedos de idéntico color. El mar invade la orilla con sus estruendosas olas. La niebla lo cubre todo lentamente. El horizonte se disuelve en la bruma gris. Todo es inmenso; las nubes se arremolinan unas encima de otras cual gigantescas rocas y sobre el mar, se oye un viento ronco que anuncia un trágico final. A ambos lados de la playa se ven figuras borrosas, que en ocasiones, entre nieblas, parecen «hombres como árboles que caminan». Por allí llega el viejecito señor Swales y por el modo en se quita el sombrero, comprendo que desea hablarme.

El cambio que ha experimentado el anciano me ha conmovido; ahora parece algo angustiado. Nada más sentarse a mi lado, me susurró muy suavemente:

—Quiero decirle algo, señorita…

Pude ver rápidamente que se encuentra muy nervioso, así que para tranquilizarle un poco cogí su arrugada mano y le supliqué que hablara sin temor. El viejecito, posó su mano sobre la mía, y dijo:

—Señorita, temo haberla escandalizado por todos mis comentarios sobre los difuntos, pues hablaba en broma. Deseo que lo recuerde cuando yo ya no esté entre los vivos. A nosotros los viejos, con un pie en la tumba, no nos gusta hablar de ellos, ya que nos asusta algo que vemos tan cercano. Me siento muy triste, quizá se deba a este viento sordo que anuncia penas y calamidades, tristezas y corazones angustiados. ¡Escuche, escuche! —exclamó de repente—. Hay algo en ese viento que suena, huele y respira muerte. Se palpa en el aire; siento que se aproxima. ¡Señor, permite que yo responda alegremente cuando venga a por mí!

El anciano alzó los brazos con devoción, quitándose el sombrero y mientras movía los labios como si rezara. Al rato de permanecer en silencio, se levantó y me estrechó la mano, me bendijo y diciéndome adiós se alejó con su fiel y leal cojera. Aquello me desconcertó bastante.

Me complació encontrarme al guardacostas con los anteojos de largo alcance debajo del brazo. Se paró a hablar conmigo, como hace normalmente, pero sin perder de vista a un extraño barco.

—No lo percibo bien —me indicó—. En apariencia es un buque ruso, pero se balancea de una forma muy extraña, como si no supiese qué rumbo tomar. Parece que ven cómo se avecina tormenta y no han decidido qué hacer, si seguir hacia el norte o detenerse aquí. ¡Fíjese! Lo dirigen de una forma bastante anormal; cualquiera diría que alguien lleva el timón. Las ráfagas de viento lo llevan de un lado a otro. Mañana, a esta misma hora, tendremos noticias de él.

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