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David Copperfield

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Después, envolviéndose en su chal, ocultó el rostro en él y se acercó a la puerta llorando ardientes lágrimas. Se detuvo un momento antes de salir, como si quisiera decir algo; pero no dijo nada, y salió lanzando un gemido sordo y doloroso.

Cuando la puerta se cerró, la pequeña Emily nos miró a todos, después ocultó la cabeza entre las manos y se puso a sollozar.

-Vamos, Emily -dijo Ham dándole con dulzura en el hombro-, vamos; no llores así.

-¡Oh! —exclamó ella con los ojos llenos de lágrimas-; no soy todo lo buena que debía ser, Ham; no soy todo lo agradecida que debía.

-Sí que lo eres -dijo Ham-; estoy seguro.

-No -contestó la pequeña Emily sollozando y sacudiendo la cabeza-; no soy tan buena como debiera, ni mucho menos, ¡ni mucho menos!

Y seguía llorando como si su corazón fuera a romperse.

-Abuso demasiado de tu amor, lo sé; te llevo la contraria; soy desigual contigo. ¡Cuando debía ser tan distinta! ¡No serías tú quien se portara así conmigo! ¿Por qué soy mala entonces, cuando sólo debía pensar en demostrarte mi agradecimiento y en tratar de hacerte dichoso?

-Me haces completamente dichoso -dijo Ham-. ¡Soy tan dichoso cuando te veo, querida mía! Y también soy feliz todo el día pensando en ti.

-¡Ah! ¡Eso no es bastante! -exclamó ella-, pues eso proviene de tu bondad y no de la mía. ¡Oh! Habrías podido ser mucho más feliz, Ham, queriendo a otra muchacha, a una criatura más sensata y más digna de ti, a una mujer que fuera tuya por completo, y no vana y caprichosa como yo.

-¡Pobre corazoncito! —dijo Ham en voz baja-. Martha la ha trastornado por completo.

-Te lo ruego, tía -balbució Emily-; ven aquí para que apoye mi cabeza en tu hombro. Soy muy desgraciada esta noche, tía; me doy cuenta muy bien de que no soy todo lo buena que debiera ser.

Peggotty se había apresurado a sentarse al lado del fuego. Emily, de rodillas a su lado, con los brazos alrededor de su cuello, la miraba suplicante.

-¡Oh, te lo ruego, tía, ayúdame! ¡Ham, amigo mío, trata también de ayudarme tú! ¡Señorito Davy, por el recuerdo del tiempo pasado, ayúdeme también! Quiero ser mejor de lo que soy. Quiero sentirme mil veces más agradecida. Querría recordar a todas horas la felicidad de ser la mujer de un hombre tan bueno y de poder llevar una vida tranquila. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi corazón! ¡Ay de mi corazón!

Ocultó la cabeza en el pecho de mi antigua niñera y, cesando en sus súplicas que, en su angustia, eran a la vez de mujer y de niña, como toda su persona, como el carácter mismo de su belleza, continuó llorando en silencio, mientras Peggotty la tranquilizaba como a un niño que llora.

Poco a poco se fue normalizando y pudimos consolarla hablándole al principio, dándole valor después, para terminar con un poco de broma. Emily empezó por levantar la cabeza y hablar también; después llegó a sonreír, y después a reír y, por fin, a sentirse un poco avergonzada; entonces Peggotty arregló sus bucles revueltos y le enjugó los ojos por temor a que su tío, al verla entrar, preguntase por qué había llorado su niña querida.

Aquella noche la vi hacer lo que no la había visto hacer nunca. La vi besar a su prometido en la mejilla y, después, estrecharse contra aquel tronco robusto, como buscando su más seguro apoyo. Cuando se alejaban, yo los miraba a la claridad de la luna, comparando en mi espíritu esta partida con la de Martha, y vi que Emily le tenía agarrado el brazo con las dos manos y seguía estrechamente unida a él.

Capítulo 3 Corroboro la opinión de Mr. Dick y me decido por una profesión

A la mañana siguiente, cuando me desperté, pensé mucho en la pequeña Emily y en su emoción de la noche anterior después de la partida de Martha. Me parecía que, al haber sido testigo de aquellas debilidades y ternuras de familia, había entrado en una confidencia sagrada y no tenía derecho a revelarla ni aun a Steerforth. Por ninguna criatura del mundo experimentaba un sentimiento más dulce que el que me inspiraba la preciosa criaturita que había sido la compañera de mis juegos y a quien había amado tan tiernamente entonces, como estaba y estaré convencido hasta mi muerte. Me habría parecido indigno de mí mismo, indigno de la aureola de nuestra pureza infantil, que yo veía siempre alrededor de su cabeza, el repetir a los oídos de Steerforth lo que ella no había podido callar en el momento en que un incidente inesperado la había forzado a abrir su alma delante de mí. Tomé, pues, la decisión de guardar en el fondo del corazón aquel secreto, que daba -según me parecía- una gracia nueva a su imagen.

Durante el desayuno me entregaron una carta de mi tía. Como trataba de una cuestión sobre la que pensaba que los consejos de Steerforth valdrían tanto más que los de cualquiera otro, decidí discutirlo con él durante nuestro viaje, radiante de poder consultarle. Por el momento teníamos bastante con despedirnos de todos nuestros amigos. Barkis no era el que menos sentía nuestra partida, y yo creo que de buena gana habría abierto de nuevo su cofre y sacrificado otra moneda de oro si hubiéramos querido a ese precio permanecer dos días más en Yarmouth. Peggotty y toda su familia estaban desesperados. La casa entera de Omer y Joram salió a decimos adiós, y Steerforth se vio rodeado de tal multitud de pescadores en el momento en que nuestras maletas tomaron el camino de la diligencia, que si hubiéramos poseído el equipaje de un regimiento los mozos voluntarios no habrían faltado para transportarlo. En una palabra, nos fuimos llevándonos el sentimiento y el afecto de todos los conocidos y dejando tras de nosotros no sé cuántas personas afligidas.

-¿Va usted a permanecer mucho tiempo aquí, Littimer? -le dije mientras esperaba a que partiese la diligencia.

-No, señor -repuso-; probablemente no estaré mucho tiempo.

-Por el momento no lo sabe -dijo Steerforth en tono indiferente-; sólo sabe lo que tiene que hacer, y lo hará.

-Estoy seguro -le respondí.

Littimer acercó la mano a su sombrero para darme las gracias por mi buena opinión, y en aquel momento me pareció que yo no tenía más de ocho años. Nos saludó de nuevo deseándonos un buen viaje, y le dejamos allí en medio de la calle, a aquel hombre respetable y tan misterioso como una pirámide de Egipto.

Durante un rato permanecimos sin decir nada, pues Steerforth estaba sumido en un silencio desacostumbrado, y yo me preguntaba cuándo volvería a ver todos aquellos lugares testigos de mi infancia, y qué cambios tendríamos que sufrir en el intervalo ellos y yo. Por fin, Steerforth, recobrando de pronto su alegría y animación -gracias a la facultad que poseía de cambiar de tono a capricho-, me tiró de la manga.

-Y bien, ¿no me cuentas nada, Davy? ¿Qué decía esa carta de que me hablabas en el desayuno?

-¡Oh! -dije sacándola del bolsillo-. Es de mi tía.

-¿Y te dice algo interesante?

-Me recuerda que he emprendido esta excursión con objeto de ver mundo y de reflexionar.

-Y supongo que no habrás dejado de hacerlo.

-Me veo obligado a confesarte que, a decir verdad, no me he acordado mucho; es más, tengo miedo de haberlo olvidado por completo.

-Pues bien; mira a tu alrededor ahora -dijo Steerforth- y repara tu negligencia. Mira hacia la derecha, y verás un país llano y bastante pantanoso; mira hacia la izquierda, y verás otro tanto, y hacia delante, y no hay diferencia, lo mismo que hacia atrás.

Me eché a reír diciéndole que no descubría profesión adecuada para mí en el paisaje, lo que quizá era debido a su monotonía.

-¿Y qué dice tu tía del asunto? -preguntó Steerforth mirando la carta que tenía en la mano, ¿Te sugiere alguna idea?

-Sí -respondí-. Me pregunta si me gustaría ser procurador del Tribunal de Doctores. ¿Qué te parece?

-No sé —dijo Steerforth con tranquilidad, Me parece que igual puedes hacerte procurador que otra cosa cualquiera.

No pude por menos de reírme al oírle poner todas las profesiones al mismo nivel, y le demostré mi sorpresa.

-¿Y qué es un procurador, Steerforth? -añadí.

-Es una especie de curial -replicó Steerforth- que actúa en el anticuado Tribunal de Doctores, en un rincón abandonado cerca del cementerio de Saint Paul, donde vienen a ser lo que los procuradores en los Tribunales de justicia. Es un funcionario cuya existencia, según el curso natural de las cosas, debía haber desaparecido hace más de doscientos años; pero voy a hacértelo comprender mejor explicándote lo que es el Tribunal de Doctores. Es un lugar retirado, donde se aplica lo que se llama la ley eclesiástica y donde se hacen toda clase de trampas con los antiguos monstruos de actas del Parlamento, de los que la mitad del mundo ignora la existencia y el resto supone que están ya en estado fósil desde los tiempos del rey Eduardo. Este Tribunal goza de un antiguo monopolio para las causas relativas a testamentos, a contratos matrimoniales y a las discusiones que surgen en las cuestiones de la Marina.

-Vamos, Steerforth -exclamé-, no querrás hacerme creer que hay la menor relación entre los asuntos de la Iglesia y los de la Marina.

-No tengo esa pretensión, Florecilla; sólo quiero decirte que tanto una cosa como otra se tratan y se juzgan por las mismas personas y en el mismo Tribunal. Vas un día, y les oyes emplear todos los términos de marina del diccionario de Yung a propósito de «La Nancy, que ha echado a pique a la Sarah Jane», o a propósito de « míster Peggotty y los pescadores de Yarmouth, que durante una galerna han lanzado un áncora o un cable al Nelson, de la India, en peligro», y si vuelves algunos días después estarán examinando los testimonios en pro y en contra de un eclesiástico que se ha portado mal, y te darás cuenta de que el juez del proceso marítimo es al mismo tiempo abogado de la causa eclesiástica, y viceversa. Son como los actores, que hoy hacen de jueces y mañana no; pasan de un papel a otro, cambiando sin cesar; pero siempre es un asunto muy lucrativo el de esta comedia de sociedad representada ante un público extraordinariamente elegido.

 

-Pero los abogados y los procuradores, ¿no son la misma cosa? -pregunté confuso.

-No -replicó Steerforth-, porque los abogados son hombres que han tenido que doctorarse en la Universidad; esa es la causa de que yo esté algo enterado. Los abogados emplean a los procuradores; reciben en común buenos honorarios y se dan allí una vidita muy agradable. En resumen, Davy, te aconsejo que no desprecies el Tribunal de Doctores. Además, te diré, por si puede halagarte, que presumen de ejercer una profesión de lo más distinguida.

Descontando la ligereza con que Steerforth trataba el asunto y reflexionando en la antigua importancia que yo asociaba en mi espíritu con el viejo rinconcito cercano al cementerio de Saint Paul, me sentí bastante dispuesto a aceptar la proposición de mi tía, sobre la que me dejaba en absoluta libertad, diciéndome con toda franqueza que se le había ocurrido yendo a ver últimamente a su procurador al Tribunal para arreglar su testamento a mi favor.

-Eso sí que es digno de alabanza por parte de tu tía -dijo Steerforth cuando le comuniqué aquella circunstancia- y merece alientos. Florecilla, mi opinion es que no desdeñes su idea.

También fue lo que yo decidí. Le dije a Steerforth que mi tía me esperaba en Londres. Había tomado habitaciones para una semana en un hotel muy tranquilo de los alrededores de Lincoln's Inn Fields, decidiéndose por aquella casa en vista de que tenía una escalera de piedra y una puerta que daba al tejado; pues mi tía estaba convencida de que no había precaución inútil en Londres, donde todas las casas debían incendiarse por la noche.

Terminamos el viaje insistiendo de vez en cuando sobre la cuestión del Tribunal de Doctores y pensando en los tiempos lejanos en los que yo quería ser procurador; perspectiva que Steerforth presentaba bajo una infinidad de aspectos a cual más grotescos, que nos hacían llorar de risa. Cuando llegamos al término de nuestro viaje, él se dirigió a su casa, prometiéndome una visita a los dos días, y yo me encaminé a Lincoln's Inn Fields, donde encontré a mi tía todavía levantada y esperándome para cenar.

Si hubiera dado la vuelta al mundo desde que nos separamos, creo que no nos habríamos sentido más dichosos al volvemos a ver. Mi tía lloraba de todo corazón abrazándome, y me dijo, haciendo como que reía, que si mi pobre madre estuviera todavía en el mundo no dudaba de que la pequeña inocente habría vertido lágrimas.

-Y ¿ha abandonado usted a míster Dick, tía -le pregunté-. ¡Cuánto lo siento! ¡Ah Janet! ¿Cómo está usted?

Mientras que Janet me hacía una reverencia y me preguntaba por mi salud, observé que el rostro de mi tía se ensombrecía considerablemente.

-Yo también lo siento -dijo mi tía frotándose la nariz-, y no tengo un momento de reposo desde que estoy aquí, Trot.

Antes de que pudiera preguntar la razón, me la dijo.

-Estoy convencida -dijo apoyando su mano encima de la mesa con una fuerza melancólica-; estoy convencida de que el carácter de Dick no es bastante enérgico para expulsar a los asnos. Decididamente, le falta energía. Debí dejar a Janet en su lugar; habría estado más tranquila. Hoy mismo, estoy segura que si alguna vez ha pasado un asno por mi césped ha sido esta tarde a las cuatro -continuo vivamente-, pues he sentido un estremecimiento de la cabeza a los pies, y estoy segura de que era un asno.

Traté de consolarla, pero rechazaba todo consuelo.

-Estoy segura de que era un asno, y además ese asno inglés que montaba la hermana de aquel Murderin el día que vino a casa (desde entonces, en efecto, mi tía no llamaba de otro modo a miss Mourdstone), y si hay un asno en Dover cuya audacia me sea insoportable -continuó dando un puñetazo en la mesa-, es ese animal.

Janet sugirió que quizá hacía mal mi tía preocupándose, pues creía que el burro en cuestión estaba por el momento ocupado en transportar arena, lo que no le dejaría tiempo para it a cometer delitos en su pradera. Pero mi tía no quería convencerse.

Nos sirvieron una buena cena, calentita, a pesar de lo lejos que estaba la cocina de las habitaciones de mi tía, situada en el último piso. Si la había escogido así para mayor seguridad de su dinero o por estar cerca de la puerta del tejado, no lo sé. La comida se componía de pollo asado, rosbif y legumbres; todo excelente, y le hice honor. Mi tía, que tenía sus prejuicios sobre los comestibles de Londres, no comía apenas.

-Apuesto cualquier cosa a que este pollo ha sido criado en una cueva, donde habrá nacido -dijo mi tía-, y que no ha tomado el aire más que en el mercado después de muerto. La carne supongo que será de buey, pero no estoy segura. Aquí no se encuentra nada natural más que el lodo.

-¿Y no cree usted que este pollo pueda haber venido del campo, tía?

-Seguramente no -replicó mi tía- Para los comerciantes de Londres sería un disgusto vender algo bajo su verdadero nombre.

No traté de contradecir aquella opinión, pero comí con buen apetito, lo que le satisfacía plenamente. Cuando quitaron la mesa, Janet peinó a mi tía, la ayudó a ponerse su cofia de dormir, que era más elegante que de costumbre (por si había fuego), según decía. Después se remangó un poco la falda para calentarse los pies antes de acostarse, y yo le preparé -siguiendo las reglas establecidas, de las que jamás, bajo ningún pretexto, había que alejarse -un vaso de vino blanco caliente mezclado con agua, y le corté en tiras largas y delgadas pan para tostar. Nos dejaron solos para terminar la velada. Mi tía estaba sentada frente a mí y bebía su agua con vino, mojando una después de otra sus tostadas antes de comérselas, y mirándome con ternura desde el fondo de los adornos de su cofia de dormir.

-Y bien, Trot -me dijo-, ¿has pensado en mi proposición de hacerte procurador, o todavía no has tenido tiempo?

-He pensado mucho, tía, y he hablado mucho de ello con Steerforth. Me encanta la idea.

-Vamos -dijo mi tía-, me alegro mucho.

-Sólo veo una dificultad, tía.

-¿Cuál, Trot?

-Quería preguntarle si mi admisión en el Tribunal de Doctores, que según creo se compone de un número muy limitado de miembros, no será exageradamente cara.

-Sí es muy caro. Para que te hagas una idea son mil libras justas.

-¿Ve usted, tía? Eso es lo que me preocupaba -dije acercándome a ella- ¡Es una suma considerable! Ha gastado usted ya mucho en mi educación, y ha sido en todo igual de generosa. Nada puede dar idea de su bondad conmigo. Pero seguramente hay carreras a las que me podría dedicar, sin gastar apenas, por decirlo así, y teniendo al mismo tiempo esperanzas de éxito por medio del trabajo y la perseverancia. ¿Está usted segura de que no sería mejor intentarlo? ¿Está usted segura de poder hacer todavía ese sacrificio y de que no sería mejor evitarlo? Solamente le pido que lo piense.

Mi tía terminó sus tostadas, mirándome a la cara, y después depositó su vaso sobre la chimenea, y apoyando sus manos cruzadas sobre la falda me contestó lo siguiente:

-Trot, hijo mío; yo tengo un solo objetivo en la vida, y es hacer de ti un hombre bueno, sensible y dichoso. A ello me dedico, lo mismo que Dick. Yo querría que algunas personas oyeran las conversaciones de Dick sobre ese asunto. Su sagacidad es sorprendente; nadie conoce los recursos de la inteligencia de ese hombre más que yo.

Se detuvo un momento, y cogiendo mi mano entre las suyas, continuó:

-Es en vano, Trot, recordar el pasado, a menos que influya algo en el presente. Yo quizás podía haberme portado mejor con tu pobre padre. Quizá podía haber sido mejor amiga de aquella pobre niña que era tu madre, aun después de haberme defraudado con tu hermana Betsey Trotwood. Cuando llegaste a mí, pobre chiquillo errante, cubierto de polvo y agotado, quizá lo pensé así. Desde entonces hasta ahora, Trot, tú has sido para mí un motivo de orgullo, satisfacciones, cariño. Nadie más que tú tiene derecho sobre mi fortuna, es decir… (aquí, con gran sorpresa mía, dudó y pareció confusa… ) no; nadie más tiene derecho sobre mi fortuna, pues tú eres mi hijo adoptivo. Únicamente te pido que también seas tú para mí un hijo cariñoso y que soportes mis extravagancias y caprichos; de ese modo harás más por esta pobre vieja -cuya juventud no ha sido lo feliz que hubiera debido ser- de lo que ella haya podido hacer por ti.

Era la primera vez que oía a mi tía referirse a su vida pasada. Y había tanta nobleza en el tono tranquilo con que lo hacía y en no explayarse, que aumentaba mi respeto y cariño por ella, si es que eso era posible.

-Ahora ya estamos de acuerdo, Trot -dijo mi tía-, y no necesitamos volver a hablar de ello. Dame un beso, y mañana, después de almorzar, iremos al Tribunal de Doctores.

Todavía permanecimos largo rato charlando delante del fuego antes de acostarnos. Me retiré a una habitación contigua a la de mi tía, quien no me dejó dormir en toda la noche llamando a mi puerta en cuanto le preocupaba el ruido distante de coches y carros, para preguntarme si no oía a las bombas de incendios. Cuando amanecía consiguió dormir mejor y me permitió a mí hacerlo también.

A eso de las doce nos dirigimos a las Oficinas de los señores Spenlow y Jorkins. Mi tía, que también pensaba que en Londres todo hombre que veía era un ratero, me dio su portamonedas para que se lo llevara, y vi que llevaba en él diez guineas y algo de plata.

Nos detuvimos ante la tienda de juguetes de Fleet Street para mirar los gigantes de Saint Dunstan tocando las campanas (habíamos calculado el tiempo para llegar a verlos a las doce en punto), y después nos dirigimos a Ludgate Hill y al cementerio de Saint Paul. Cuando llegábamos al primero de estos sitios observé que mi tía aceleraba el paso y parecía asustada.

Al mismo tiempo me di cuenta de que un hombre de mal aspecto, que se había parado para mirarnos al pasar un momento antes, nos seguía tan de cerca que rozaba el traje de mi tía.

-¡Trot, mi querido Trot! -exclamó mi tía en un murmullo de terror y apretándome el brazo-. ¡No sé qué hacer!

-No se asuste, tía; no merece la pena que se asuste. Entre en una tienda, y yo me encargo de ese individuo.

-No no, hijo mío -repuso ella-, no le hables por nada del mundo. Te lo pido, te lo ordeno.

-Por Dios, tía -dije yo-, si no es más que un mendigo descarado.

-Tú no sabes lo que es -replicó mi tía-. Tú no sabes quién es. ¡No sabes lo que tú dices!

Mientras sucedía esto nos habíamos detenido en un portal, y el hombre se había detenido también.

-¡No le mires! -dijo mi tía, pues yo volvía la cabeza con indignación-. Búscame un coche, hijo mío, y espérame en el cementerio de Saint Paul.

-¿Esperarla? -repetí.

-Sí -insistió mi tía- Yo ahora tengo que irme; tengo que irme con él.

-¿Con quién, tía? ¿Con ese hombre?

-No estoy loca, y te digo que debo hacerlo. Búscame un coche.

A pesar de lo sorprendido que estaba, me daba cuenta de que no tenía derecho a negarme a lo que tan perentoriamente me ordenaba. Di con precipitación varios pasos y llamé a un coche que pasaba. Apenas había bajado el estribo, cuando mi tía ya estaba dentro y el hombre la siguió. Ella me hizo seña con la mano de que me alejara, con tal seriedad, que, a pesar de mi confusión, me alejé de ellos al momento. Mientras lo hacía la oí decir al cochero: «A cualquier sitio, siga adelante». Un momento después el coche pasaba por mi lado.

Lo que mister Dick me había contado y que yo había supuesto serían fantasías de las suyas me vino a la memoria. No cabía duda; aquél era el hombre de quien me había hablado tan misteriosamente, aunque la naturaleza de sus derechos sobre mi tía no los podía imaginar. Después de esperar media hora en el cementerio, vi llegar el coche. El cochero paró delante de mí. Mi tía estaba sola.

Todavía no se había repuesto lo bastante de su emoción para presentarse donde nos dirigíamos; así es que me hizo subir con ella al coche, ordenando al conductor que diera una vuelta despacio. Únicamente me dijo:

-Hijo mío, no me preguntes nunca nada ni hagas referencia a esto.

Un momento después había recobrado todo su aplomo y me dijo que ya estaba repuesta por completo y podíamos despedir el coche. Al pagar al cochero vi que todas las guineas habían desaparecido y que sólo quedaba la plata.

 

Se entra en el edificio del Tribunal de Doctores por un arco pequeño y bajo. Apenas habíamos dado algunos pasos por su recinto cuando el ruido de la ciudad se apagaba ya en la lejanía, como por encanto; los patios oscuros y tristes, las galerías estrechas, nos llevaron pronto a las oficinas de Spenlow y Jorkins, que recibían la luz Genital. En el vestíbulo de aquel templo, en el que los peregrinos podían penetrar sin cumplir la ceremonia de llamar a la puerta, había dos o tres escribientes trabajando. Uno de ellos, un hombrecito seco, que estaba sentado solo en un rincón, llevaba peluca y parecía estar hecho de pan moreno, se levantó para recibir a mi tía y nos introdujo en el despacho de mister Spenlow.

-Mister Spenlow está en el Tribunal, señora -dijo el hombrecito-; pero voy a mandar a buscarle al momento.

Nos quedamos solos, y aproveché la oportunidad para mirarlo todo. La habitación estaba amueblada a la antigua, y todo estaba lleno de polvo; el tapete verde de la mesa había perdido el color y estaba arrugado y pálido como un mendigo viejo. La tenían llena de una cantidad enorme de carpetas. En el dorso de unas ponía: «Alegaciones» ; en otra, con gran sorpresa mía, lei: «Libelos»; unos eran para el Tribunal del Consistorio; otros, para el de los Arcos, y otros, para el de Prerrogativas. También los había para el del Almirantazgo y para la Cámara de Diputados. Y yo pensaba cuántos Tribunales serían entre todos, y cuánto tiempo haría falta para entenderlos. Había también gruesos volúmenes manuscritos de «Declaraciones» , sólidamente encuadernados y atados juntos por series enormes. Una serie para cada causa, como si cada causa fuera una historia en diez o veinte volúmenes. Todo aquello debía de ocasionar muchos gastos, y me dio una agradable idea de lo que ganarían los procuradores. Paseaba mi vista con creciente complacencia por todos aquellos objetos y otros semejantes, cuando se oyeron pasos rápidos en la habitación de al lado, y mister Spenlow, con traje negro guarnecido de pieles blancas, entró rápidamente, quitándose el sombrero.

Era un hombre pequeño y rubio, con unas botas de un brillo irreprochable, una corbata blanca y un cuello muy duro. Llevaba el traje abrochado hasta la barbilla, muy ceñido el talle, y parecía que debía de haberle costado mucho trabajo el rizado de las patillas, que también era impecable. Su cadena de reloj era tan maciza, que se me ocurrió pensar que para sacarla del bolsillo necesitaría un brazo de oro tan robusto como los que se ven en las muestras de los batidores de oro. Estaba tan compuesto y tan estirado, que apenas podía moverse, viéndose obligado, cuando miraba los papeles de su pupitre -después de sentado en su silla-, a mover todo el cuerpo de un lado a otro como una marioneta.

Fui presentado al momento por mi tía, y me recibió cortésmente. Me dijo:

-¿Así es, míster Copperfield, que desea usted entrar en nuestra profesión? El otro día, cuando tuve el gusto de ver a miss Trotwood (con otra inclinación de su cuerpo, actuando nuevamente como una marioneta) le hablé casualmente de que había aquí una vacante. Miss Trotwood fue lo bastante buena para decirme que tenía un sobrino a quien no sabía a qué dedicar. Este sobrino tengo ahora el placer de… (otra inclinación).

Hice un saludo de agradecimiento, y dije que mi tía me había hablado de aquella vacante y que, como me parecía que había de gustarme mucho, había aceptado inmediatamente la proposición. Sin embargo, no podía comprometerme formalmente sin conocer mejor el asunto, y, aunque no fuese más que por asegurarme, me gustaría tener la ocasión de probar para ver si me gustaba como creía antes de comprometerme irrevocablemente.

-¡Oh, sin duda, sin duda! -dijo míster Spenlow-. Nosotros, en esta casa, siempre proponemos un mes de prueba. Y yo, por mi parte, tendría mucho gusto en proponerle dos o tres, o un plazo indefinido; pero como tengo un socio, míster Jorkins…

-Y la prima, caballero -repuse-, ¿es de mil libras?

-La prima, incluido su registro, es de mil libras -dijo míster Spenlow-. Como ya le he dicho a miss Trotwood, no obro por consideraciones mercenarias; creo que habrá pocos hombres más desinteresados que yo; pero míster Jorkins tiene sus opiniones sobre estos asuntos, y yo estoy obligado a respetarlas. En una palabra, míster Jorkins opina que mil libras no es mucho.

-Supongo, caballero -dije todavía, deseoso de salvar el dinero de mi tía-, que cuando un empleado se haga muy útil y esté completamente al corriente de su profesión (no pude por menos de enrojecer, parecía que aquello era elogiarme a mí mismo), supongo que entonces quizá sea costumbre conceder algún…

Míster Spenlow, con un gran esfuerzo, consiguió sacar su cabeza del cuello de la camisa lo bastante para sacudirla y contestarme anticipándose a la palabra «sueldo», que yo iba a decir.

-No. No sé lo que yo haría tocante a este punto, míster Copperfield, si estuviera solo; pero míster Jorkins es inconmovible.

Yo estaba muy asustado pensando en aquel terrible Jorkins. Más adelante descubrí que era un hombre dulce, algo aburrido y cuyo puesto en la asociación consistía en permanecer en segunda línea y en prestar su nombre para que le presentaran como el más endurecido y cruel de los hombres. Si alguno de los empleados quería aumento de sueldo, míster Jorkins no quería oír hablar de semejante proposición; si algún cliente tardaba en arreglar su cuenta, míster Jorkins estaba decidido a hacérsela pagar, y por penoso que pudiera ser y fuera aquello para los sentimientos de míster Spenlow, míster Jorkins hacía su gravamen. El corazón y la mano del buen ángel de Spenlow siempre habrían estado abiertos sin aquel demonio de Jorkins, que le retenía. Conforme he sido más viejo creo haber entendido que otras muchas casas de comercio se rigen por el principio de Spenlow Jorkins.

Quedamos de acuerdo en que empezaría mi mes de ensayo tan pronto como quisiera, y que mi tía no necesitaba seguir en Londres ni volver cuando expirase el plazo, pues era fácil enviarle a firmar el contrato necesario. Después de arreglar eso, míster Spenlow se ofreció a enseñarme el edificio para que conociera los lugares. Como lo estaba deseando, acepté y salimos dejando a mi tía, que no tenía ganas -según dijo- de aventurarse por allí, pues, si no me equivoco, tomaba todos los Tribunales judiciales por otros tantos depósitos de pólvora, siempre a punto de estallar. Míster Spenlow me condujo por un patio adoquinado y rodeado de casas de ladrillo de aspecto imponente que tenían inscritas encima de sus puertas los nombres de los doctores; eran, al parecer, la morada oficial de los abogados de los cuales me había hablado Steerforth. De allí entramos, a la izquierda, en una gran sala, bastante triste, que me parecía una capilla. El fondo de aquella habitación estaba separado del resto por una balaustrada y allí, a cada lado de un estrado en forma de herradura, vi, instalados en cómodas sillas, a numerosos caballeros revestidos de rojo y con pelucas grises: eran los doctores en cuestión. En el centro de la herradura había un anciano sentado en un estrado que parecía un púlpito. Si hubiera visto a aquel señor en una jaula le habría tornado por un búho; pero supe que era el juez presidente. En el espacio libre del interior de la herradura, a nivel del suelo, se veían muchos personajes del mismo rango que mister Spenlow, vestidos como él, con trajes negros guarnecidos de piel blanca; estaban sentados alrededor de una gran mesa verde. Sus cuellos eran por lo general muy tiesos, y su aspecto también me lo pareció; pero no tardé en darme cuenta de que respecto a eso no les hacía justicia, pues dos o tres de ellos tuvieron que levantarse para responder a las preguntas del dignatario que les presidía, y no recuerdo haber visto nadie más humilde en mi vida. El público estaba representado por un chico con una bufanda y un hombre de raído indumento que mordisqueaba a hurtadillas un mendrugo de pan que sacaba de su bolsillo y se calentaba al lado de la estufa que había en el centro de la sala. La tranquila languidez de aquel lugar no era interrumpida más que por el chisporroteo del fuego y por la voz de uno de los doctores, que vagaba con pasos lentos a

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