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David Copperfield

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-¡Dios mío! —dijo al vemos entrar—. ¿Qué me traes a casa?

-¡Es Agnes! -le dije.

Habíamos acordado empezar con mucha discreción, y mi tía se desconcertó al decir yo: «Es Agnes»; me había lanzado una mirada llena de esperanza; pero viendo que estaba tan tranquilo como de costumbre, se quitó las gafas, con desesperación, y se frotó vigorosamente la punta de la nariz.

Sin embargo, acogió a Agnes con todo su corazón, y pronto bajamos a comer. Dos o tres veces mi tía se puso las gafas para mirarme; pero se las quitaba enseguida, desconcertada, y volvía a frotarse la nariz. Todo con gran disgusto de míster Dick, que sabía que era mala señal.

-A propósito, tía -le dije después de comer-: he hablado con Agnes de lo que me habías dicho.

-Entonces, Trot -dijo mi tía, poniéndose muy colorada-, has hecho muy mal; debías haber cumplido tu promesa.

-No te enfadarás, tía, cuando sepas que Agnes no tiene ningún cariño que la haga desgraciada.

-¡Qué absurdo! —dijo mi tía.

Y viéndola muy molesta pensé que mejor era terminar de una vez. Cogí la mano de Agnes y fuimos los dos a arrodillarnos delante de su butaca. Mi tía nos miró, juntó las manos y, por la primera y última vez de su vida, tuvo un ataque de nervios.

Peggotty acudió. En cuanto mi tía se repuso se arrojó a su cuello, la llamó vieja loca y la abrazó. Después abrazó a míster Dick (que se consideró muy honrado y no menos sorprendido) y se lo explicó todo. La alegría fue desbordante.

Nunca he podido descubrir si en su última conversación conmigo mi tía se permitió una mentira piadosa, o si se había engañado sobre el estado de mi alma. Todo lo que me había dicho, según me repetía, es que Agnes se iba a casar, y ahora yo sabía mejor que nadie si era verdad.

Nuestra boda tuvo lugar quince días después. Traddles y Sofía, el doctor y mistress Strong fueron los únicos invitados a nuestra tranquila unión. Los dejamos con el corazón lleno de alegría, para irnos en coche. Tenía en mis brazos a la que había sido para mí el manantial de todas las nobles emociones que había sentido, la que había sido el centro de mi alma, el círculo de mi vida… ¡Mi mujer! Y mi cariño por ella estaba tallado en la roca.

-Esposo mío -dijo Agnes-; ahora que puedo darte este nombre, tengo todavía algo que decirte.

-Dilo, amor mío.

-Es un recuerdo de la noche en que Dora murió.

-Ya sabes que te rogó que fueras a buscarme.

-Sí.

-Me dijo que me dejaba una cosa; y ¿sabes lo que era?

Creí adivinarlo, y estreché más fuerte contra mi corazón a la mujer que me amaba desde hacía tanto tiempo.

-Me dijo que me hacía una última súplica y que me encargaba un último deber que cumplir.

-¿Y era?

-Nada más que ocupara el sitio que ella dejaba vacío.

Y Agnes, apoyando su cabeza en mi pecho, lloraba, y yo lloraba con ella, aunque éramos muy dichosos.

Capítulo 23 Un visitante

Llego al fin de lo que me había propuesto relatar; pero hay todavía un incidente en el que mi recuerdo se detiene a menudo con gusto, y sin el cual faltaría algo.

Mi nombre y mi fortuna habían crecido, y mi felicidad doméstica era perfecta, llevaba casado diez años. Una tarde de primavera estábamos sentados al lado del fuego, en nuestra casa de Londres, Agnes y yo. Tres de nuestros niños jugaban en la habitación, cuando vinieron a decirme que un desconocido quería verme.

Le habían preguntado si venía para negocios, y había contestado que no, que venía para tener el gusto de verme, y que llegaba de un largo viaje. Mi criado decía que era un hombre de edad y que tenía un aspecto colonial.

Aquella noticia me produjo cierta emoción; tenía algo misterioso que recordaba a los niños el principio de una historia favorita que a su madre le gustaba contarles, y donde se veía llegar, disfrazada así, bajo una capa, a un hada vieja y mala que detestaba a todo el mundo. Uno de nuestros niños escondió la cabeza en las rodillas de su madre, para estar a salvo de todo peligro, y la pequeña Agnes (la mayor de nuestros hijos) sentó a la muñeca en su silla para que figurase en su lugar, y corrió a esconderse detrás de las cortinas de la ventana, por donde dejaba asomar el bosque de bucles dorados de su cabecita rubia, curiosa de ver lo que sucedería.

-Díganle que pase -dije yo.

Y vimos aparecer y detenerse en la sombra de la puerta a un anciano de aspecto saludable y robusto, con cabellos grises. La pequeña Agnes, atraída por su aspecto bondadoso, corrió a su encuentro; yo no había reconocido todavía bien sus rasgos, cuando mi mujer, levantándose de pronto, me dijo con voz conmovida que era míster Peggotty.

¡Era míster Peggotty! Estaba viejo; pero de esa vejez bermeja viva y vigorosa. Cuando se calmó nuestra primera emoción y estuvo sentado, con los niños encima de las rodillas, delante del fuego, cuya llama iluminaba su rostro, me pareció más fuerte, más robusto, y hasta ¿lo diré? más guapo que nunca.

-Señorito Davy -dijo, y aquel nombre de otro tiempo, pronunciado en el tono de otro tiempo, halagaba mi oído-. Señorito Davy, ¡es un hermoso día para mí este en que vuelvo a verle con su excelente esposa!

-¡Sí, amigo mío; es verdaderamente un hermoso día! -exclamé.

-Y estos preciosos niños -dijo míster Peggotty- parecen florecillas. Señorito Davy, no era usted mayor que el más pequeño de estos tres cuando le vi por primera vez. Emily era lo mismo, y nuestro pobre muchacho también era un chiquillo.

-He cambiado mucho desde entonces -le dije, Pero dejemos a los niños que vayan a acostarse, y como en toda Inglaterra no puede haber para usted por esta noche más albergue que esta casa, dígame dónde puedo enviar a buscar su equipaje, y después, mientras bebemos un vaso de aguardiente de Yarmouth, charlaremos de lo sucedido en estos diez años.

-¿Ha venido usted solo? -preguntó Agnes.

-Sí, señora -dijo, besándole la mano-; he venido solo.

Se sentó a nuestro lado. No sabíamos cómo demostrarle nuestra alegría; y escuchando aquella voz, que me era tan familiar, estaba a punto de creer que vivíamos todavía en los tiempos en que emprendía su largo viaje en busca de su sobrina querida.

-Es un buen charco que atravesar para tan poco tiempo. Pero el agua nos conoce (sobre todo cuando es salada), y los amigos son los amigos, ¡y ya estarnos reunidos! Casi me ha salido en verso -dijo míster Peggotty, sorprendido de aquel descubrimiento—; pero ha sido sin querer.

-¿Y piensa usted volver a recorrer toda esas millas muy pronto? -preguntó Agnes.

-Sí, señora -respondió-; se lo he prometido a Emily antes de partir. Pero, ¿saben ustedes?, los años no me rejuvenecen, y si no hubiera venido ahora es probable que no lo hubiese hecho nunca. Y tenía demasiadas ganas de verlos, señorito Davy, en su casa feliz, antes de hacerme demasiado viejo.

Nos miraba como si no pudiera saciar sus ojos. Agnes le retiró de la frente, con alegría,- los largos mechones de sus cabellos grises para que pudiera vemos mejor.

-Y ahora, cuéntenos usted -le dije- todo lo sucedido.

-No es muy largo, señorito Davy. No hemos hecho fortuna, pero hemos prosperado bastante. Claro que hemos trabajado mucho; y al principio era una vida un poco dura. Sin embargo, hemos prosperado. Hemos criado corderos, hemos cultivado la tierra, hemos hecho un poco de todo, y hemos terminado por estar todo lo bien que podíamos desear. Dios nos ha protegido siempre -dijo, inclinando respetuosamente la cabeza-, y hemos tenido éxito; es decir, a la larga, no en el primer momento; si no era ayer, era hoy, y si no era hoy, era mañana.

-¿Y Emily? —dijimos a la vez Agnes y yo.

-Emily, señora, desde nuestra partida no ha dicho ni una vez su oración de la noche, al irse a acostar, allá en los bosques del otro lado del sol, sin pronunciar su nombre. Cuando usted la dejó y perdimos de vista al señorito Davy, aquella famosa tarde en que partimos, al principio estaba muy abatida, y estoy seguro de que si hubiera sabido entonces lo que el señorito Davy tuvo la prudencia y la bondad de ocultarnos, no hubiese podido resistir el golpe. Pero había a bordo buenas gentes, y había enfermos, y se dedicó a cuidarlos; también había niños en quienes ocuparse, y eso la distraía; y haciendo el bien a su alrededor, se lo hacía a sí misma.

-¿Y cuándo supo la desgracia? -le pregunté.

-Se la he ocultado aun después de saberlo yo —dijo míster Peggotty-. Vivíamos en un lugar solitario, pero en medio de los árboles más hermosos y de rosales que subían hasta nuestro tejado. Un día, mientras yo trabajaba en el campo, llegó un viajero inglés, de nuestro Norfolk o Suffolk (no sé bien cuál de los dos), y, como es natural, le hicimos entrar para darle de comer y de beber; lo recibimos lo mejor que pudimos. Es lo que hacemos todos en la colonia. Llevaba consigo un periódico viejo, donde estaba el relato de la tempestad. Así se enteró. Cuando volví por la noche vi que lo sabía.

Bajó la voz al decir aquello, y su rostro tomó la expresión de gravedad que tan bien le conocía.

-¿Y eso la ha cambiado mucho?

-Sí; durante mucho tiempo, quizá aún ahora mismo. Pero creo que la soledad le ha hecho mucho bien. Tiene mucho que hacer en la granja; tiene que cuidar las aves y muchas cosas más. El trabajo le ha hecho bien. No sé -dijo pensativo- si ahora reconocería usted a nuestra Emily, señorito Davy.

-¿Tanto ha cambiado?

-No lo sé; como la veo todos los días, no puedo saberlo; pero hay momentos en que me parece que está tan delgada -dijo míster Peggotty mirando el fuego- y tan decaída, con sus tristes ojos azules; tiene el aspecto delicado, y su linda cabecita, un poco inclinada, la voz tranquila… casi tímida. ¡Así es mi Emily!

 

Le observábamos en silencio; él seguía mirando al fuego, pensativo.

-Unos creen que es un amor mal correspondido; otros, que su matrimonio ha sido roto por la muerte. Nadie sabe lo que es. Hubiese podido casarse; no le han faltado ocasiones; pero me ha dicho siempre: «No, tío; eso ha terminado para mí». Conmigo está alegre; pero es muy reservada cuando hay extraños; y le gusta ir lejos, para dar una lección a un niño, o cuidar un enfermo, o para hacer un regalo a alguna chica que se va a casar: pues ella ha hecho muchas bodas, pero sin querer asistir nunca a ninguna. Quiere con ternura a su tío; es paciente; todo el mundo la adora, jóvenes y viejos. Todos los que sufren la buscan. ¡Esa es mi Emily!

Se pasó la mano por los ojos, con un suspiro, y levantó la cabeza.

-¿Y Martha, está todavía con usted? -pregunté.

-Martha se casó al segundo año, señorito Davy. Un muchacho, un joven labrador, que pasaba por delante de casa al ir al mercado con las reses de su amo… el viaje es de quinientas millas para ir y volver.. la pidió en matrimonio (las mujeres escasean por allí) para ir a establecerse por su cuenta en los grandes bosques. Ella me pidió que le contara su historia a aquel hombre, sin ocultarle nada. Yo lo hice; se casaron, y viven a cuatrocientas millas de toda voz humana. No oyen más voz que la suya y la de los pajaritos…

-¿Y mistress Gudmige? -le pregunté.

Hay que creer que habíamos tocado una cuerda sensible, pues míster Peggotty se echó a reír y se frotó las piernas con las manos, de arriba abajo, como hacía antes en el viejo barco cuando estaba de buen humor.

-Me creerán si quieren; pero también la han pedido en matrimonio. ¡Si el cocinero de un barco, que ha ido a establecerse allí, señorito Davy, no ha pedido a mistress Gudmige en matrimonio, que me ahorquen! ¿Qué más puedo decirles?

Nunca he visto a Agnes reír de tan buena gana. El entusiasmo súbito de míster Peggotty la divertía de tal modo, que no podía contenerse, y cuanto más reía, más me hacía reír, y más crecía el entusiasmo de míster Peggotty, y más se frotaba este las piernas.

-¿Y qué le ha contestado mistress Gudmige? -pregunté cuando recobré un poco de serenidad.

-Pues bien; en lugar de contestarle: « Muchas gracias, se lo agradezco mucho, pero no quiero cambiar de estado a mi edad», mistress Gudmige cogió una jarra llena de agua, que tenía a su lado, y se la vació en la cabeza. El desgraciado cocinero empezó a pedir socorro con todas sus fuerzas.

Y míster Peggotty se echó a reír, y nosotros con él.

-Pero debo decir, para hacer justicia a esa excelente criatura -prosiguió, enjugándose los ojos, que le lloraban de tanto reír—, que ha cumplido todo lo prometido, y más todavía. Es la mujer más amable, más fiel y más honrada que existe, señorito Davy. No se ha quejado ni una sola vez de estar sola y abandonada, ni siquiera cuando hemos tenido que trabajar tanto al desembarcar. En cuanto al «viejo», ya no piensa en él, se lo aseguro, desde su salida de Inglaterra.

-Ahora —dije-, hablemos de míster Micawber. ¿Sabe usted que ha pagado todo lo que debía aquí, hasta el pagaré de Traddles? ¿Lo recuerdas, mi querida Agnes? Por consecuencia, debemos suponer que ha tenido éxito en sus empresas. Pero denos usted noticias suyas.

Míster Peggotty metió, sonriendo, la mano en el bolsillo de su chaleco y, sacando un paquete muy bien doblado, desplegó con el mayor cuidado un periódico chiquito, de aspecto muy cómico.

-Tengo que decirle, señorito Davy, que hemos dejado el bosque y que ahora vivimos cerca del puerto de Middlebay, donde hay lo que podríamos llamar una ciudad.

-¿Y míster Micawber, estuvo con ustedes en el bosque?

-Ya lo creo -dijo míster Peggotty-, y de muy buena gana. Nunca he visto nada semejante. Le veo todavía, con su cabeza calva, inundada de sudor de tal modo, bajo un sol ardiente, que me parecía que se iba a derretir. Ahora es magistrado.

-¿Magistrado? -dije.

Míster Peggotty señaló con el dedo un párrafo del periódico, donde leí lo que sigue, del Port Middlebay Times:

« El banquete ofrecido a nuestro eminente colono y conciudadano Wilkins Micawber, magistrado del distrito de Port Middlebay, ha tenido lugar ayer, en la gran sala del hotel, donde había una multitud ahogante. Se calcula que no había menos de cuarenta y seis personas en la mesa, sin contar a todos los que llenaban corredores y escaleras. La sociedad más escogida de Middlebay se había dado cita para honrar a este hombre tan notable, tan estimado y tan popular. El doctor Mell (de la Escuela Normal de Salem House Port Middlebay) presidía el banquete; a su derecha estaba sentado nuestro ilustre huésped. Cuando, después de quitar los manteles y de ejecutar de una manera admirable nuestro himno nacional de Non nobis, en el cual se ha distinguido principalmente la voz metálica del célebre aficionado Wilkins Micawber, hijo, se ha brindado, según costumbre de todo fiel ciudadano, entre las aclamaciones de la asamblea, de asentimiento, el doctor Mell lo ha hecho por la salud de nuestro ilustre huésped, ornato de nuestra ciudad: «¡Ojalá no nos abandone, si no es para engrandecerse todavía mas, y ojalá su éxito entre nosotros sea tal que resulte imposible elevarle más alto! ». Nada podrá describir el entusiasmo con que fue recibido este brindis. Los aplausos crecían, rodando con impetuosidad, como las olas en el océano. Por fin se consiguió el silencio, y Wilkins Micawber se levantó para dar las gracias. No trataremos, dadas las malas condiciones acústicas del local, de seguir a nuestro elocuente conciudadano en los diferentes períodos de su respuesta, adornada con las flores más elegantes de la oratoria. Nos bastará decir que era una obra maestra de elocuencia, y que las lágrimas llenaron los ojos de todos los asistentes cuando, aludiendo al principio de su feliz carrera, ha suplicado a los jóvenes presentes entre el auditorio que nunca se dejasen arrastrar a contraer compromisos pecuniarios que les fuera imposible cumplir. Se ha vuelto a brindar por el doctor Mell y por mistress Micawber, que ha dado las gracias, con un gracioso saludo, desde la gran puerta, donde una gran cantidad de jóvenes bellezas estaban subidas en las sillas para admirar y embellecer a la vez el conmovedor espectáculo. También se brindó por mistress Pidger Begs (antes, miss Micawber), por mistress Mell, por Wilkins Micawber, hijo (que ha hecho reír a toda la asamblea al pedir permiso para expresar su agradecimiento con una canción mejor que con un discurso), por la familia entera de míster Micawber (bien conocido en su madre patria, es inútil nombrarla, por lo tanto), etc., etc. Al fin de la sesión, las mesas desaparecieron como por encanto, para dejar sitio a los aficionados al baile. Entre los discípulos de Terpsícore, que no han dejado de bailar hasta que el sol les ha recordado la hora de retirarse, se ha podido observar a Wilkins Micawber, hijo, y a la encantadora miss Helena, la cuarta hija del doctor Mell.»

Leí con gusto el nombre del doctor Mell, y estaba encantado de descubrir en tan brillante situación a míster Mell, el maestro, el antiguo sufrelotodo del funcionario de Middlesex, cuando míster Peggotty me indicó otra página del mismo periódico, donde leí

«A DAVID COPPERFIELD

EL EMINENTE AUTOR

Mi querido amigo:

Han pasado muchos años desde que podía contemplar con mis ojos los rasgos, ahora familiares a la imaginación, de una considerable porción del mundo civilizado.

Pero, amigo mío, aunque esté privado, por un concurso de circunstancias que no dependen de mí, de la compañía del compañero de mi juventud, no he dejado de seguirle con el pensamiento en el rápido impulso que ha tomado su vuelo. Nada ha podido impedirme, ni aun el océano, que nos separa tempestuoso

(BURNS.)

el que participara de las fiestas intelectuales que nos ha prodigado.

No puedo dejar salir de aquí a un hombre que estimamos y respetamos los dos, mi querido amigo, sin aprovechar esta ocasión pública de darle las gracias en mi nombre, y, no temo decirlo, en el de todos los habitantes de Port Middlebay, por el placer de la ciudad de que es usted poderoso agente.

Adelante, amigo mío. Usted no es desconocido aquí; su talento es apreciado. Aunque relegado en un país lejano, no hay que creernos por eso, como dicen nuestros detractores, ni indiferentes ni melancólicos. ¡Adelante, amigo mío; continúe su vuelo de águila! Los habitantes de Port Middlebay le seguirán a través de las nubes, con delicia y con afán de instruirse.

Y entre los ojos que se levantarán hacia usted desde esta región del globo, mientras tengan luz y vida, estará los pertenecientes a WILKINS MICAWBER,Magistrado.»

Recorriendo las otras páginas del periódico descubrí que míster Micawber era uno de los corresponsales más activos y más estimados. Había otra carta suya relativa a la construcción de un puente. Había también el anuncio de una nueva edición de la colección de sus obras maestras epistolares, en un bonito volumen, considerablemente aumentado; y, o mucho me equivoco, o el artículo de fondo era también de su mano.

Mientras míster Peggotty estuvo en Londres hablamos muchas veces de míster Micawber; pero sólo estuvo un mes. Su hermana y mi tía vinieron a Londres para verle, y Agnes y yo fuimos a decirle adiós, a bordo del navío, cuando se embarcó. Ya no volveremos a decirle adiós en la tierra.

Pero antes de dejar Inglaterra, fue conmigo a Yarmouth para ver la lápida que yo había hecho colocar en el cementerio, en recuerdo de Ham. Mientras que, a petición suya, copiaba yo la corta inscripción que estaba grabada en ella, le vi inclinarse y coger de la tumba un poco de musgo.

-Es para Emily -me dijo, guardándoselo en el pecho-; se lo he prometido, señorito Davy.

Capítulo 24 Última mirada retrospectiva

Y ahora que ha terminado mi historia, vuelvo por última vez mi vista atrás, antes de cerrar estas páginas.

Me veo con Agnes a mi lado, continuando nuestro viaje por la vida. Nos rodean nuestros hijos y amigos, y a veces, a lo largo del camino me parece oír voces que me son queridas.

¿Cuáles serán los rostros que más me atraen entre esa multitud de voces? Aquí están, se me acercan para contestar a mi pregunta.

Primero, mi tía, con sus gafas, un poco más gordas. Tiene ya más de ochenta años; pero sigue tan tiesa como un huso, y aun en invierno anda sus seis millas a pie, de un tirón.

Con ella está siempre mi querida y vieja Peggotty, que también lleva gafas; y por la noche se pone al lado de la lámpara, con la aguja en la mano, y no coge nunca la labor sin poner encima de la mesa su pedacito de cera, su metro dentro de la casita y su caja de labor, cuya tapa tiene pintada la catedral de Saint Paul.

Las mejillas y los brazos de Peggotty, antes tan duros, que en mi infancia me sorprendía el que los pájaros no los picasen mejor que a las manzanas, se han empequeñecido; y sus ojos, que oscurecían con su brillo todo el resto de la cara, se han empañado algo (aunque brillan todavía). Sólo su dedo índice, tan áspero, es siempre el mismo, y cuando veo al más pequeño de mis hijos agarrarse a él, tambaleándose, para it de mi tía a ella, recuerdo nuestro gabinete de Bloonderstone y los tiempos en que apenas yo mismo sabía andar. Mi tía, por fin, se ha consolado de su desilusión; es madrina de una verdadera Betsey Trotwood de carne y hueso, y Dora (la que viene después) pretende que la tía la mime.

Hay algo que abulta mucho en el bolsillo de Peggotty. Es nada menos que el libro de los cocodrilos; está en bastante mal estado; muchas hojas están arrancadas y vueltas a sujetar con un alfiler; pero Peggotty se lo enseña todavía a los niños como una preciosa reliquia. Nada me divierte tanto como ver en la segunda generación mi rostro de niño, levantando hacia mí sus ojos maravillados con las historias de los cocodrilos. Eso me hace acordarme de mi antiguo amigo Brooks de Shefield.

En medio de mis hijos, en un hermoso día de verano, veo a un anciano que lanza cometas, y las sigue con la mirada, con una alegría que no se puede expresar. Me acoge radiante y me hace una multitud de señas misteriosas:

-Trotwood, sabrás que cuando no tenga otra cosa que hacer acabaré la Memoria, y que tu tía es la mujer más admirable del mundo.

¿Quién es esa señora que anda encorvada apoyándose en un bastón? Reconozco en su rostro las huellas de una belleza altiva que ya pasó, y que trata de luchar todavía contra la debilidad de su inteligencia extraviada. Está en un jardín. A su lado hay una mujer brusca, sombría, ajada, con una cicatriz en los labios. Oigamos lo que dicen:

 

-Rosa, he olvidado el nombre de este caballero.

Rosa se inclina hacia ella y le anuncia a míster Copperfield.

-Me alegro mucho de verle, caballero, y siento mucho observar que está usted de luto. Espero que el tiempo le traerá algún consuelo.

La persona que la acompaña la regaña por su distracción

-No está de luto; fíjese usted -y trata de sacarla de sus sueños.

-¿Ha visto usted a mi hijo, caballero? ¿Se han reconciliado ustedes?

Después, mirándome con fijeza, lanza un gemido y se lleva la mano a la frente; exclama con voz terrible:

-¡Rosa, ven aquí; ha muerto!

Y Rosa, arrodillada delante de ella, le prodiga a la vez sus caricias y sus reproches; o bien exclama, con amargura: «Yo le amaba más de lo que usted le amaba»; o se esfuerza en hacerla dormir sobre su pecho, como a un niño enfermo. As ílas he dejado, y así las encuentro siempre; así de año en año transcurre sus vidas.

Un barco vuelve de la India. ¿Quién es esa señora inglesa casada con un viejo creso escocés? ¿Será, por casualidad, Julia Mills?

Sí; es Julia Mills, siempre esbelta, con un hombre negro que le entrega las cartas en un platillo dorado, y una mulata vestida de blanco, con un pañuelo brillante en la cabeza, que le sirve su Tiffin en su sala de estar. Pero Julia no escribe ya su diario, no canta ya el funeral del amor; no hace más que pelearse sin cesar con su viejo creso escocés, una especie de oso amarillo. Julia está sumergida en dinero hasta el cuello; nunca habla ni sueña con otra cosa. Me gustaba más «en el desierto de Sahara».

Mejor dicho, ahora es cuando está en el desierto de Sahara. Pues Julia, aunque tiene una casa preciosa, aunque tiene escogidas amistades y da todos los días magníficas comidas, no ve a su alrededor retoños verdeantes ni el más pequeño capullo que prometa para un día flores o fruto. Sólo ve lo que llama « su sociedad». Míster Jack Maldon, que desde lo alto de su grandeza pone en ridículo la mano que le ha elevado y me habla del doctor como de una antigualla muy divertida. ¡Ah, Julia! Si la sociedad sólo se compone para ti de caballeros y damas semejantes; si el principio sobre el que reposa es ante todo una indiferencia confesada por todo lo que puede avanzar o retrasar el progreso de la humanidad, hubieses hecho mejor, yo creo, perdiéndote «en el desierto de Sahara»; al menos habrías tenido la esperanza de salir de él.

Pero aquí está el buen doctor, nuestro anciano amigo; trabaja en su Diccionario (está en la letra d). ¡Qué dichoso es entre su mujer y sus libros! También está con él el Veterano; pero ha perdido poder y está muy lejos de tener la influencia de antes.

Y este otro hombre atareado, que trabaja en el Templo, con los cabellos (por lo menos los que le quedan) más recalcitrantes que nunca, gracias al roce constante de su peluca de abogado, es mi buen, mi antiguo amigo Traddles. Tiene la mesa cubierta de papeles, y le digo, mirando a mi alrededor:

-Si Sofía fuera todavía tu escribiente, Traddles, tendría un trabajo terrible.

-Es verdad, mi querido Copperfield; pero ¡qué buenos días los de Holtorn Court!, ¿no es cierto?

-Cuando ella lo aseguraba que un día serías juez, aunque no fuera aquella la opinión más general.

-De todos modos, si eso llegara a suceder…

-Ya sabes que no has de tardar mucho.

-Pues bien, querido Copperfield, cuando sea juez traicionaré el secreto de Sofía, como le he prometido.

Salimos del brazo; voy a comer a casa de Traddles, en familia. Es el cumpleaños de Sofía, y en el camino Traddles me habla de su felicidad presente y pasada.

-He conseguido, mi querido Copperfield, todo lo que deseaba. En primer lugar, el reverendo Horace ha sido elevado a un cargo donde tiene cuatrocientas cincuenta libras. Además, nuestros dos hijos reciben una excelente educación y se distinguen en sus estudios por su trabajo y su éxito. Hemos casado muy bien a tres hermanas de Sofía; todavía hay otras tres, que viven con nosotros; las otras tres están con su padre desde la muerte de mistress Crewler, y son felices como reinas.

-Excepto… —dije.

-Excepto la Belleza -dijo Traddles-, sí. Es una desgracia que se haya casado con tan mala persona. Tenía cierto brillo que la sedujo; pero, después de todo, ahora que está en casa y que nos hemos desembarazado de él, espero que recobre su alegría.

La casa de Traddles es una de aquellas que Sofía y él examinaban y hacían mentalmente su distribución en sus paseos de la tarde. Es una casa grande; pero Traddles guarda sus papeles en el tocador, con las botas. Sofía y él viven en la buhardilla para dejar las habitaciones bonitas a la Belleza y a las otras hermanas. No hay nunca una habitación de más en la casa, pues no sé cómo siempre, por una razón o por otra, hay una infinidad de hermanitas a quienes alojar, y no ponemos el pie en una habitación sin que se precipiten todas a un tiempo hacia la puerta, y ahoguen, por decirlo así, a Traddles con sus besos. La pobre Belleza está ya para siempre con ellos, viuda, con una niña. En honor del cumpleaños de Sofía han ido a comer las tres hermanas casadas, con sus tres maridos; además, el hermano de uno de los maridos, el primo de otro, y la hermana de otro, que me parece muy dispuesta a casarse con el primo. A la cabecera está sentado Traddles como un patriarca, bueno y sencillo como siempre. Frente a él, Sofía lo mira radiante, a través de la mesa, con un servicio que brilla lo bastante para no confundirlo tomándolo por metal inglés.

Y ahora ha llegado el momento de terminar mi tarea. Me cuesta trabajo arrancarme a mis recuerdos; pero las figuras se borran y desaparecen. Sin embargo, hay una que brilla como una luz celestial y que ilumina todos los demás objetos que me rodean, dominándolos, y que permanece.

Vuelvo la cabeza y la veo a mi lado, con su belleza serena. Mi lámpara va a apagarse, ¡he trabajado hasta tan tarde esta noche!; pero la presencia querida, sin la que no soy nada, me acompaña.

¡Oh Agnes, alma mía! ¡Ojalá tu rostro esté así presente cuando llegue el verdadero fin de mi vida! ¡Quiera Dios que cuando la realidad se desvanezca ante mis ojos como sombras, lo encuentre todavía a mi lado, señalándome el cielo!

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