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David Copperfield

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Al verle sentado en mi sofá, con sus largas piernas juntas sosteniendo la taza, con el sombrero y los guantes en el suelo, a su lado, y moviendo suavemente el azúcar; al verle con sus ojos de un rojo vivo, que parecían tener quemadas las pestañas, y las aletas de su nariz dilatándose y cerrándose como siempre cada vez que respiraba, y las ondulaciones de serpiente que corrían a lo largo de su cuerpo desde la barbilla hasta las botas, pensé que me era soberanamente antipático. Sentía verdadero malestar al verle en mi casa, y como era joven todavía, no tenía la costumbre de ocultar lo que sentía vivamente.

-Digo que habrá oído usted hablar con seguridad de un cambio en mi porvenir, señorito Copperfield, quería decir mister Copperfield -repitió Uriah.

—Sí, he oído hablar.

-¡Ah! -respondió con tranquilidad-. Ya me figuraba yo que miss Agnes lo sabía; me alegro mucho de saber que miss Agnes esté enterada. Gracias, señorito… míster Copperfield.

Tuve que contenerme para no tirarle a la cabeza mi calzador, que estaba allí al lado delante de la chimenea, para castigarle por haberme sonsacado un dato concerniente a Agnes, por insignificante que fuera; pero me contenté con beberme el café.

-¡Qué buen profeta fue usted, míster Copperfield! -prosiguió Uriah-. Sí, amigo mío, ¡qué buen profeta ha sido usted! ¿No se acuerda cuando me dijo por primera vez que quizá llegara a ser asociado en los negocios de míster Wickfield y que entonces se llamaría Wickfield y Heep? Usted quizá no lo recuerde; pero cuando una persona es humilde, señorito Copperfield, conserva esos recuerdos como tesoros.

-Recuerdo haber hablado de ello -dije-, aunque, en realidad, no me parecía nada probable entonces.

-¿Y quién habría podido creerlo probable, míster Copperfield? -dijo Uriah con entusiasmo-. No sería yo. Recuerdo haberle dicho yo mismo en aquella ocasión que mi situación era demasiado humilde; y le decía verdaderamente lo que sentía.

Miraba al fuego con una mueca de poseído, y yo le miraba a él.

-Pero los individuos más humildes, señorito Copperfield, pueden servir de instrumento para hacer el bien. Yo, por ejemplo, me considero muy dichoso por haber podido servir de instrumento a la felicidad de míster Wickfield y espero poderle ser más útil todavía. ¡Qué hombre tan excelente, míster Copperfield; pero cuántas imprudencias ha cometido!

-Me apena mucho lo que me dice -le contesté, y no pude por menos de añadir significativamente-: me apena en todos los sentidos.

-Ciertamente, míster Copperfield -replicó Uriah-, en todos los sentidos. Y sobre todo a causa de miss Agnes. Usted no se acordará de su elocuente expresión, míster Copperfield; pero yo la recuerdo muy bien, cuando me dijo usted un día que todo el mundo debía de admirarla, y cómo le di yo las gracias por ello. Pero usted lo ha olvidado, no me cabe duda, míster Copperfield.

-No -dije secamente.

-¡Oh, cómo me alegro —exclamó Uriah- cuando pienso que es usted el primero que encendió una chispa de ambición en mi humilde persona, y que no lo ha olvidado! ¡Oh! ¿Me permite usted pedirle otra taza de café?

Había algo en el énfasis que había puesto al recordar «las chispas» que yo había encendido, algo en la mirada que me había lanzado al hablar de ello, que me hizo estremecer como si le hubiera visto de pronto el pensamiento al descubierto. Vuelto a la realidad por la pregunta que me hacía en un tono tan diferente, hice los honores del puchero de estaño, pero con una mano tan temblorosa, con un sentimiento tan repentino de mi impotencia para luchar contra él, y con tanta inquietud por lo que podría llegar a suceder, que estaba seguro de que se daba cuenta.

No decía nada; movía su café y bebía un traguito; después se acariciaba la barbilla con su mano descarnada, miraba al fuego, lanzaba una ojeada a la habitación, me hacía una mueca que quería ser una sonrisa, se retorcía de nuevo en su deferencia servil, movía y bebía el café de nuevo, y me dejaba que fuera yo quien reanudase la conversación.

-Así -le dije por último-, míster Wickfield, que vale más que quinientos como usted… o como yo (ni por mi vida creo que habría podido dejar de interrumpir aquella parte de la frase con un gesto de impaciencia), ¿ha cometido imprudencias, míster Heep?

-¡Oh! Muchísimas imprudencias, señorito Copperfield -repuso Uriah suspirando con modestia-, muchísimas, muchísima. Pero haga el favor de llamarme Uriah; ¡que sea como en otros tiempos.

-Bien, Uriah -dije pronunciando el nombre con alguna dificultad.

-Gracias -contestó él con calor-, muchas gracias, señorito Copperfield. Me parece sentir la brisa y oír las campanas como en los días de mi juventud cuando le oigo llamarme Uriah. Pero ¡perdón! ¿Qué estaba yo diciendo?

-Hablaba usted de míster Wickfield.

-¡Ah, sí, es verdad! -contestó-. ¡Grandes imprudencias, míster Copperfield! Es un asunto al que no haría alusión delante de otra persona que no fuera usted. Y hasta con usted sólo puedo hacer una ligera alusión. Si cualquiera que no fuera yo hubiera estado en mi lugar desde hace unos años, en este momento tendría a míster Wickfield (¡oh, y es un hombre de valor, sin embargo, míster Copperfield!) le tendría en sus manos. «En sus manos» -dijo Uriah muy despacio y apretando sus manos de tal modo que la mesa y la habitación temblaron.

Si hubiera sido condenado a verle apretar con su horrible pie la cabeza de míster Wickfield creo que no habría podido odiarle más.

-Sí, sí, querido míster Copperfield-dijo en un tono que formaba el contraste más chocante con la presión de su mano-, no hay duda. Habría sido su ruina, su deshonor; no sé qué habría sido, y míster Wickfield no lo ignora. Yo soy el humilde instrumento destinado a servirle humildemente y él me ha elevado a una situación que yo no me habría atrevido a esperar nunca. ¡Cuánto tengo que agradecerle!

Su rostro estaba vuelto hacia mí, pero no me miraba; quitó su mano de la mesa y frotó lentamente, con aire pensativo, su mandíbula descarnada, como si se afeitase.

Recuerdo la indignación que sentía al ver la expresión de aquel rostro astuto, que a la luz rója de la llama se preparaba a decir alguna cosa más.

-Míster Copperfield -me dijo—, ¿no le estaré entreteniendo?

-No es usted quien me entretiene; me acuesto siempre tarde.

-Gracias, míster Copperfield. He subido algunos grados en mi humilde situación desde los tiempos en que usted me conoció, es verdad; pero sigo lo mismo de humilde. Y espero serlo siempre. ¿No dudará usted de mi humildad si le hago una pequeña confidencia, míster Copperfield?

-¡Oh, no! -dije con esfuerzo.

-Gracias.

Sacó su pañuelo del bolsillo y empezó a restregarse las palmas de las manos.

-Miss Agnes, míster Copperfield…

-¿Sí, Uriah?

-¡Oh, qué alegría oírle llamarme Uriah espontáneamente! -exclamó dando un salto casi convulsivo-. ¿La ha encontrado usted muy bella esta noche, míster Copperfield?

-La he encontrado, como siempre, superior en todos los conceptos a cuantos la rodeaban.

-¡Oh, gracias! Es la verdad; muchas gracias por ello.

-Nada de eso -respondí con altanería-; no hay motivo para que me dé usted las gracias.

-Es que, míster Copperfield, la confidencia que voy a tomarme la libertad de hacerle se refiere a ella. Por humilde que yo sea (y frotaba sus manos más enérgicamente, mirándolas de cerca, y déspués mirando el fuego); por humilde que sea mi madre; por modesto que sea nuestro pobre hogar, no tengo inconveniente en confiarle mi secreto. Míster Copperfield, siempre he sentido ternura por usted desde el momento en que tuve la alegría de verle por primera vez en el coche. La imagen de miss Agnes habita en mi corazón desde hace muchos años. ¡Oh, míster Copperfield, si supiera usted el afecto tan puro que me inspira! ¡Besaría las huellas de sus pasos!

Creo que tuve por un momento la loca idea de coger de la chimenea las tenazas candentes y de correr tras de él; pero volvió a salir de mi cabeza como la bala del rifle; sin embargo, la imagen de Agnes ultrajada por la innóble audacia de los pensamientos de aquel animal rojo permanecía en mi pensamiento todo el tiempo mientras le miraba, sentado retorciéndose como si su alma hiciera daño a su cuerpo, y me daba vértigo. Me parecía que se agrandaba y se hinchaba ante mis ojos y que la habitación resonaba con los ecos de su voz; y el extraño sentimiento (que quizá no es extraño a todos) de que aquello había sucedido ya antes en un tiempo indefinido y que sabía de antemano lo que iba a decirme, se apoderó de mí.

Me di cuenta a tiempo de que su rostro respiraba la confianza en el poder que tenía entre las manos, y aquella observación contribuyó más que todo lo demás, más que todos los esfuerzos que hubiera podido hacer, a recordarme la súplica de Agnes en toda su fuerza, y le pregunté, con una apariencia de tranquilidad que no me habría creído capaz un momento antes, si había comunicado sus sentimientos a Agnes.

-¡Oh no, míster Copperfield! -me contestó-. ¡Dios mío, no; no he hablado de esto a nadie más que a usted! Usted comprenderá que empiezo a salir apenas de la humildad de mi situación, y fundo en parte mi esperanza en los servicios que me verá hacer a su padre, pues espero serle muy útil, míster Copperfield. Ella verá cómo le facilito las cosas a ese buen hombre para mantenerle en el buen camino. Ama tanto a su padre, míster Copperfield (¡y qué bella cualidad en una muchacha!), que espero que quizá llegue; por afecto a él, a tener alguna bondad conmigo.

Sondeaba la profundidad de su proyecto y comprendía por qué me lo confiaba.

-Si usted tuviera la bondad de guardarme el secreto, míster Copperfield -prosiguió- y sobre todo de no ir en contra mía, se lo agradecería como un favor enorme. Usted no querría causarme molestias. Estoy convencido de la bondad de su corazón; pero como me ha conocido usted en una situación tan humilde (en la más humilde de las situaciones debiera decir, pues todavía es muy humilde), podría, sin querer, perjudicarme un poco respecto de mi Agnes. La llamo mía ¿sabe usted, míster Copperfield? porque hay una canción que dice: La llamaré mía… Y espero hacerlo pronto.

 

¡Querida Agnes! Ella, para quien no conocía yo a nadie digno de su corazón, tan amante y tan bueno, ¿era posible que estuviera destinada a ser la mujer de semejante ser?

-Por el momento no hay que apresurarse, ¿sabe usted, míster Copperfield? -continuo Uriah, mientras yo le veía retorcerse ante mí con aquellos pensamientos-. Mi Agnes es muy joven todavía, y mi madre y yo tenemos mucho camino que recorrer y muchas determinaciones que tomar antes de que eso sea por completo conveniente. Por lo tanto, habrá tiempo para familiarizarla con mis esperanzas a medida que se presenten las ocasiones. ¡Oh y cómo le agradezco su confianza! ¡Oh!, no sabe usted, no puede saber toda la tranquilidad que siento al pensar que comprende usted nuestra situación y que no quería perjudicarme con la familia llevándome la contraria.

Me cogió la mano, sin que yo me atreviera a negársela, y después de estrecharla en su «pata húmeda» miró el pálido cuadrante de un reloj.

-¡Dios mío! -dijo-, más de la una. El tiempo pasa tan deprisa en las confidencias entre antiguos amigos, míster Copperfield, que es casi la una y media.

Le respondí que creía que era más tarde, no porque lo creyera realmente, sino porque estaba harto y ya no sabía lo que decía.

-Dios mío -dijo reflexionando-; en la casa en que paro, una especie de hotel particular, cerca de New River, estará todo el mundo en la cama hace dos horas, míster Copperfield.

-Siento mucho no tener aquí más que una sola cama, y que…

-¡Oh!; no hable siquiera de la cama, míster Copperfield -respondió en tono suplicante levantando una de sus piernas-. Pero ¿,tendría usted inconveniente en dejarme acostar en el suelo delante de la chimenea?

-Si es así -contesté-, tome mi cama y yo me acostaré delante del fuego.

Su negativa a aceptar mi ofrecimiento fue casi tan escandalosa, en el exceso de su sorpresa y de su humildad, como para penetrar en los oídos de mistress Crupp, que dormía en una habitación lejana, situada al nivel de la calle, y arrullada en su sueño probablemente por el tictac de un reloj implacable, al cual apelaba siempre cuando teníamos alguna discusión sobre cuestiones de puntualidad y que atrasaba tres cuartos de hora, aunque siempre lo ponía bien por la mañana y guiándose de las autoridades más competentes.

Ninguno de los argumentos que se me ocurrían en mi turbación causaba efecto sobre su modestia; por lo tanto, renuncié a persuadirle de que aceptase mi lecho; pero me vi obligado a improvisarle, lo mejor que pude, una cama cerca del fuego. El colchón del diván (exageradamente corto para aquel cadáver), los almohadones del diván, una colcha, el tapete de la mesa, un mantel limpio y un grueso gabán, todo esto componía un lecho, del que me estaba plenamente agradecido. Yo le presté un gorro de dormir, que se encasquetó al momento y con el que estaba tan horrible que nunca he podido ponérmelo yo después. Por último, le dejé descansar en paz.

¡Nunca olvidaré aquella noche! ¡Nunca olvidaré la de vueltas que di en mi cama; la de veces que me desperté pensando en Agnes y en aquella criatura odiosa; la de veces que me preguntaba lo que podría y debería hacer; todo para llegar siempre a la conclusión de que lo mejor para la tranquilidad de Agnes era no hacer nada y guardar para mí lo que había sabido. Si me dormía un momento, la imagen de Agnes, con sus ojos tan dulces, y la de su padre mirándola tiernamente, se presentaban ante mí suplicándome que les ayudase y llenándome de vagos temores. Cada vez que me despertaba la idea de que Uriah durmiera en la habitación de al lado me oprimía como una pesadilla y me hacía sentir sobre el corazón como un peso de plomo, como si tuviera de huésped al demonio.

Las tenazas candentes también me venían a la memoria en mis sueños sin poder desecharlas. Mientras estaba medio dormido y medio despierto me parecía que continuaban todavía rojas y que acababa de cogerlas para atravesarle con ellas el cuerpo. Esta idea me perseguía de tal modo que, aunque sabía que no tenía ninguna solidez, me deslizaba en la habitación de al lado para tener la seguridad de que estaba allí, en efecto, tendido, con las piernas extendidas hasta el otro extremo de la habitación, y roncando. Debía estar constipado, y dormía con la boca abierta como un hurón; en fin, era, en realidad, muchísimo más horrible de lo que mi imaginación enferma se figuraba, y mi asco mismo hacía que me atrajera y me obligaba a volver poco más o menos cada media hora para mirarle. Así, aquella larga noche me pareció más lenta y más sombría que ninguna, y el cielo, cargado de nubes, se obstinaba en no dejar aparecer ninguna señal del día.

Cuando por la mañana temprano le vi bajar las escaleras (pues gracias al cielo no quiso quedarse a desayunar) me pareció como si la noche se marchara con él. Y al salir para el Tribunal de Doctores encargué a mistress Crupp muy particularmente que dejara las ventanas de par en par abiertas para que mi gabinete se airease bien y se purificara de su presencia.

Capítulo 6 Caigo cautivo

No volví a ver a Uriah Heep hasta el día de la partida de Agnes. Había ido a las oficinas de la diligencia para decirle adiós, y me encontré con que también él se volvía a Canterbury en la misma diligencia que ella. Sentía como una pequeña satisfacción al ver su chaqueta raída, demasiado corta de talle, estrecha y mal hecha, en unión de su paraguas, que parecía una tienda de campaña, plantados en el borde del asiento, en la parte trasera de la imperial, mientras que Agnes, como es natural, tenía su asiento en el interior; pero bien me merecía aquella pequeña revancha, aunque sólo fuera por el trabajo que me costaba estar amable con él mientras Agnes podía vemos. En la portezuela de la diligencia, lo mismo que en la comida de mistress Waterbrook, rondaba a nuestro alrededor sin cansarse, como un gran vampiro, devorando cada palabra que yo decía a Agnes o que ella me decía a mí.

En el estado de confusión en que me había dejado su confidencia de aquella noche había reflexionado mucho sobre las palabras que Agnes había empleado al hablar de la asociación: «Espero haber hecho lo que debía. Sabía que era necesario para la tranquilidad de papá que se llevara a cabo el sacrificio, y le he animado a consumarlo». Desde entonces me perseguía el presentimiento de que cedería a todo lo que quisieran y sacaría fuerzas para ejecutar cualquier sacrificio por cariño a su padre. Conocía su afecto por él, conocía su abnegación espontánea. Le había oído decir a ella misma que se creía la causa inocente de los errores de míster Wickfield, y que tenía contraído por ello una deuda que deseaba ardientemente pagar. Y no me consolaba el darme cuenta de la diferencia existente entre ella y el miserable personaje, con su chaqueta marrón, pues sentía que el mayor peligro estribaba precisamente en aquella diferencia, en la pureza y la abnegación del alma de Agnes y la bajeza sórdida de la de Uriah. Él también lo sabía, y sin duda lo tenía en cuenta en sus cálculos hipócritas.

Sin embargo, estaba tan convencido de que ni aun la perspectiva lejana de semejante sacrificio sería lo bastante para destruir la felicidad de Agnes, y estaba tan seguro, al verla, de que no sospechaba todavía que aquella sombra no había caído sobre ella aún, que lo mismo pensaba en enfadarme con ella como en advertirle del peligro que la amenazaba. Nos separamos, por lo tanto, sin la menor explicación; ella me hacía gestos y me sonreía desde la ventanilla de la diligencia para decirme adiós, mientras yo veía sobre la imperial a su genio del mal que se retorcía de gusto, como si ya la tuviera entre sus garras triunfantes.

Durante mucho tiempo aquella última mirada con que los despedí no cesó de perseguirme. Cuando Agnes me escribió anunciándome su feliz llegada, su carta me encontró tan desesperado con aquel recuerdo como en el momento de su partida. Todas las veces que pensaba en ello estaba seguro de que aquella visión reaparecería redoblando mis tormentos. No dejaba de soñar una sola noche. Aquel pensamiento era como una parte de mi vida, tan inseparable de mi ser como mi cabeza de mi cuerpo.

Y tenía tiempo para torturarme a mi gusto, pues Steerforth estaba en Oxford, según me escribió, y yo, cuando no estaba en el Tribunal de Doctores, estaba casi siempre solo. Creo que empezaba ya a sentir cierta desconfianza de Steerforth. Contestaba a sus cartas de la manera más afectuosa; pero me parecía que al fin y al cabo no estaba descontento de que no pudiera venir a Londres por el momento. A decir verdad, supongo que, al no ser combatida la influencia de Agnes con la presencia de Steerforth, aquella influencia obraba sobre mí con tanta más potencia porque Agnes era la causa de mis preocupaciones.

Sin embargo, los días y las semanas transcurrieron. Ya había entrado de hecho en casa de míster Spenlow y Jorkins. Mi tía me daba noventa libras esterlinas al año, pagaba mi alojamiento y otros muchos gastos. Había alquilado mis habitaciones por un año, y aunque todavía las encontraba tristes por la tarde y se me hacían largas las veladas, había terminado por acostumbrarme a una especie de melancolía continua y por resignarme al café de mistress Crupp, y hasta a tragarlo no a tazas, sino a cubos, según recuerdo en aquel período de mi existencia. En aquella época fue cuando hice poco más o menos tres descubrimientos: primero, que mistress Crupp era muy propensa a una indisposición extraordinaria, que ella llamaba «espasmos», generalmente acompañados de inflamación en las fosas nasales, y que exigía como tratamiento un consumo perpetuo de menta; segundo, que debía de haber algo extraño en la temperatura de mi despensa, pues se rompían todas las botellas de aguardiente; y, por último, descubrí que estaba muy solo en el mundo, y me sentía profundamente inclinado a recordarlo en fragmentos de versificación inglesa.

El día de mi incorporación definitiva con míster Spenlow y Jorkins lo celebré invitando a los empleados de las oficinas a sándwiches y jerez y yendo por la noche yo solo al teatro. Fui a ver El extranjero, pensando que no desmerecía mi dignidad de pertenecer al Tribunal de Doctores el verla, y volví en tal estado, que no me reconocí en el espejo. Míster Spenlow me dijo que habría tenido mucho gusto en invitarme a pasar la velada en su casa de Norwood, en celebración de las relaciones que se establecían entre nosotros; pero que su casa estaba algo en desorden porque esperaba de un momento a otro la llegada de su hija, que había terminado su educación en París. Añadió, sin embargo, que cuando llegara su hija esperaba tener el gusto de recibirme. Yo sabía, en efecto, que era viudo, con una hija única, y le, expresé mi agradecimiento.

Míster Spenlow cumplió fielmente su palabra, y quince días después me recordó su promesa, diciéndome que si quería hacerle el honor de ir a Norwood el sábado siguiente y quedarme hasta el lunes me lo agradecería mucho. Yo respondí, naturalmente, que estaba dispuesto a complacerle, y quedó convenido que me llevaría y me traería en su coche.

Cuando llegó aquel día, hasta mi equipaje era un objeto de veneración para los empleados subalternos, los cuales pensaban en la casa de Norwood como en un misterio sagrado. Uno de ellos me dijo que había oído contar que el servicio de mesa de míster Spenlow era exclusivamente de plata y porcelana de China y, además, que se bebía champán durante toda la comida como se bebe cerveza en otras partes. El viejo abogado de la peluca, que se llamaba míster Tiffey, había estado muchas veces en Norwood en el transcurso de su carrera y había podido entrar hasta el comedor, que describía como una habitación de lo más suntuosa, tanto más porque había bebido en ella jerez de la Compañía de las Indias, de una calidad tan especial que causaba sorpresa.

El Tribunal de Doctores se ocupaba aquel día de un asunto atrasado: condenar a un panadero que se había negado a pagar el impuesto de adoquinado, y como la causa era dos veces más larga que Robinson Crusoe (según un cálculo que hice), aquello terminó algo tarde. Condenamos al panadero a mes y medio de prisión y a pagar daños y perjuicios; después de esto, el procurador del panadero, el juez y los abogados de ambas partes, que eran todos parientes, se fueron juntos hacia la ciudad, y míster Spenlow y yo nos fuimos en su faetón.

 

Era un coche muy elegante; los caballos levantaban la cabeza y movían las patas como si supieran que pertenecían al Tribunal de Doctores.

Había mucha competencia entre los doctores sobre cualquier cosa, y teníamos algunos coches muy cuidados, aunque yo siempre había considerado y consideraré que en mi época el gran artículo de competencia era el almidón de los cuellos, pues los procuradores hacían tal consumo de él que no creo que la naturaleza humana pudiera soportar más.

Por el camino íbamos muy contentos y míster Spenlow me dio algunos consejos relativos a mi profesión. Decía que era la profesión más distinguida del mundo y que no debía confundirse con el oficio de abogado, pues eran cosas completamente distintas, infinitamente más exclusiva, menos mecánica y de más provecho la de procurador. Tratábamos las cosas mucho más cómodamente allí que en ninguna parte, y esto hacía de nosotros una clase aparte, privilegiada. Me dijo que no podía por menos de reconocer el hecho desagradable de que casi siempre nos utilizaban los abogados; pero me dio a entender que eran una raza inferior de hombres, universalmente mirados de arriba abajo por todos los procuradores que se respetaban.

Pregunté a míster Spenlow qué negocios profesionales le parecían los mejores, y me dijo que una buena causa de testamento, donde se trate de un pequeño estado de treinta o cuarenta mil libras, era quizá lo mejor de todo. En un caso así, decía, no solamente hay a cada momento una buena cosecha de ganancias, por vía de argumentación, sino que además los papeles se van amontonando con los testimonios, los interrogatorios, los contrainterrogatorios (y no hay que decir nada si apelan primero a los delegados y después a los lores, pues como tienen asegurado el pago con el valor de la propiedad, ambas partes siguen con valor hacia adelante sin preocuparse del gasto). Después se lanzó a elogiar al Tribunal. Decía que lo más digno de admirar en él era su concentración. Era el mejor organizado del mundo; se tenía todo a mano. Por ejemplo: llevaban una causa de divorcio, o una causa de restitución al Consistorio. Muy bien. Se intentaba en el Consistorio, y se hacía como un juego en familia y con toda tranquilidad. Supongamos que no quedasen satisfechos con el Consistorio. ¿Qué se hace? Pues se lleva a los Arcos. ¿Y qué es el Tribunal de los Arcos? Pues el mismo Tribunal, en la misma habitación, con el mismo foro y los mismos consejeros, pero con otro juez; pero el del Consistorio puede it allí cuando le conviene como abogado. Bien; allí vuelve a empezar el juego. ¿Todavía no se está satisfecho? Muy bien. ¿Qué se hace entonces? Pues lo pueden llevar a los delegados. ¿Y quiénes son los delegados? Pues verá usted. Los delegados eclesiásticos son los abogados sin causas, que han visto el juego de los dos Tribunales, que han visto dar las cartas, echarlas y cortarlas; que han hablado con todos los jugadores, y que después de esto se presentan como jueces completamente extraños al asunto para arreglarlo todo a la mayor satisfacción general. Los descontentos podrán hablar de la corrupción del Tribunal, de la insuficiencia del Tribunal, de la necesidad de reformas en el Tribunal; pero así y todo -terminó solemnemente míster Spenlow-, cuando el precio del trigo por áridos está alto, el Tribunal tiene más trabajo, y si un hombre sincero se pone la mano en el corazón, no podrá por menos de decir al mundo entero: «Si llega a tocarse al Tribunal de Doctores, se acabó el país».

Yo le escuchaba con atención, aunque debo confesar que tenía mis dudas respecto a que la nación tuviera tanto que agradecerles como míster Spenlow decía. Sin embargo, acepté respetuosamente sus opiniones. En cuanto a la gestión del precio del trigo, sentía modestamente que aquello estaba por encima de mi inteligencia. Todavía ahora no he podido comprenderlo, y muchas veces después, a través de mi vida, ha surgido para aniquilarme.

Todavía no sé lo que aquello tendría que ver conmigo ni con qué derecho se mezclaba en mis cosas; pero en cuanto mi antiguo conocido el « árido» aparecía en escena, podía dar el asunto por perdido.

Pero esto es una digresión; yo no era hombre para tocar el Tribunal de Doctores ni para revolucionar el país; humildemente expresé, con mi silencio, que asentía a todo cuanto había dicho mi superior en edad y conocimientos y nos pusimos a hablar de El extranjero, del drama en general y del tronco de caballos que nos arrastraba, hasta que llegamos ante la puerta de míster Spenlow.

La casa de míster Spenlow tenía un bonito jardín, y aunque no era buena época para verlo, estaba tan cuidado, que me entusiasmó totalmente. Era un sitio delicioso, con el césped, los árboles y aquella perspectiva de senderos que se perdían en la oscuridad de los arcos, cubiertos sin duda de flores y plantas trepadoras en la primavera. «Por aquí paseará miss Spenlow», pensé.

Entramos en la casa, que estaba alegremente iluminada, y me encontré en un vestíbulo lleno de sombreros, gabanes, guantes, fustas y bastones.

-¿Dónde está miss Dora? -dijo míster Spenlow al criado.

« Dora, pensé, ¡qué nombre tan bonito! »

Entramos en una habitación (contigua al comedor en que el antiguo empleado había bebido jerez de la Compañía de las Indias) y oí que decían:

-Míster Copperfield: mi hija Dora y la amiga de confianza de mi hija.

No tenía duda; era la voz de míster Spenlow; pero yo no me daba cuenta, y además me tenía sin cuidado. Todo había terminado; mi destino estaba cumplido. Estaba cautivo y esclavo. Amaba a Dora Spenlow con locura.

Me pareció una criatura sobrehumana, un hada, una sílfide, no sé qué, algo que nunca había visto y que todos deseamos siempre. Desaparecí en un abismo de amor, sin detenerme en el borde, sin mirar adelante ni atrás; me lancé de cabeza antes de haber podido decirle una palabra.

-Ya conocía a míster Copperfield -me dijo otra voz muy conocida, cuando me inclinaba murmurando algo.

La que hablaba no era Dora, no; era su amiga de confianza, miss Murdstone.

No me sorprendí demasiado; había perdido la facultad de sorprenderme. ¡No había nada en la tierra ni en el mundo material que mereciese sorprenderme fuera de Dora Spenlow! Dije: «¿Cómo está usted, mis Murdstone? Espero que siga usted bien». Ella me contestó: «Muy bien». Y yo dije: «¿Cómo está míster Murdstone?». Y me contestó: «Mi hermano está en perfecta salud, muchas gracias».

Míster Spenlow, que se había sorprendido al ver que nos conocíamos mutuamente, dijo:

-Me alegro mucho, Copperfield, de ver que usted y miss Murdstone se conocen de antes.

-Míster Copperfield y yo -dijo miss Murdstone con severa compostura- nos conocemos desde los días de su infancia. Las circunstancias nos han separado después, y yo no lo habría reconocido.

Yo contesté que la habría reconocido en cualquier parte, y era verdad.

-Mis Murdstone ha tenido la bondad -me dijo míster Spenlow- de aceptar el oficio, si puedo llamarlo así, de amiga de confianza de mi hija Dora. Mi hija tiene la desgracia de haber perdido a su madre, y miss Murdstone se dedica a acompañarla y protegerla.

Pensé que miss Murdstone, como esas pistolas de bolsillo que llaman « protectoras», estaba más hecha para atacar que para defender; pero aquella idea no hizo más que atravesar rápidamente por mi espíritu, como todas las que no se relacionaban con Dora, a quien no dejaba de mirar; y me pareció ver en sus gestos monísimos, un poco tercos y caprichosos, que no estaba muy dispuesta a poner su confianza en aquella compañera y protectora. Pero sonó una campana, y míster Spenlow dijo que era la primera llamada para la comida, y me condujo a mi habitación por si quería arreglarme.

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