El amante de Lady Chatterley

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II

Connie y Clifford se establecieron en Wragby en el otoño de 1920. La señorita Chatterley, disgustada aún por la deserción de su hermano, se había mudado a un pequeño piso en Londres.

Wragby era una antigua casona alargada de piedra parda comenzada a mediados del siglo XVIII y con añadidos posteriores, hasta que se convirtió en una madriguera sin distinción. Se hallaba en una elevación en medio de un parque de viejos robles, pero, ¡ay!, a corta distancia podía verse la chimenea de la mina de Tevershall, cercada por nubes de humo y vapor, y entre un húmedo y brumoso ambiente, la tosca aglomeración del poblado de Tevershall, que comenzaba casi a las puertas del parque y extendía su fealdad sin esperanza a lo largo de un par de kilómetros: casas, hileras de casas de ladrillo miserables y pequeñas, con techos de pizarra negra, ángulos agudos y una tristeza obstinada y vacía.

Connie estaba acostumbrada a Kensington, a las colinas de Escocia, a las ondulaciones de Sussex: esa era su Inglaterra. Con la actitud estoica de los jóvenes, le bastó una mirada para asumir la fealdad sin alma de la minería de carbón y hierro de las Midlands, y la tomó como lo que era, algo inconcebible en lo que no valía la pena pensar. Desde las deprimentes habitaciones de Wragby podía escuchar el traqueteo de las cribas del pozo, el zumbido de los motores, los rumores metálicos en el patio de maniobras, el ronco lamento de las locomotoras. El tiradero del pozo de Tevershall estaba ardiendo, había estado ardiendo durante años y costaría una fortuna apagarlo. Así que lo dejaron arder. Y cuando el viento soplaba en su dirección, lo cual ocurría a menudo, la casa se llenaba de la peste de la combustión sulfurosa de los excrementos de la tierra. Incluso en los días sin viento el aire olía a cosa subterránea, azufre, hierro, carbón, ácidos. Y aun en las rosas navideñas las manchas se asentaban con persistencia, inverosímiles, como un maná negro que caía de un cielo de perdición.

Bueno, allí estaba: ¡inevitable como el resto de las cosas! Era espantoso, ¿mas para qué esforzarse? Así era y así seguiría siendo. Era parte de la vida, como todo lo demás. Por la noche, en el bajo techo de nubes ardían temblorosos manchones rojos, hinchándose y contrayéndose como dolorosas quemaduras. Eran los hornos. Al principio este horror fascinaba a Connie, era como si viviera bajo la tierra. Luego se acostumbró. Y por las mañanas llovía.

Clifford decía que Wragby le gustaba más que Londres. La comarca tenía voluntad propia y su gente poseía agallas. Connie se preguntaba qué más tendrían: ciertamente, ni ojos ni mente. Eran personas demacradas, amorfas y tristes como la campiña e igualmente hostiles. Aunque en su profundo farfullar del dialecto y en el restregar de sus claveteadas botas de trabajo contra el asfalto cuando volvían a casa en pandillas, había algo terrible y un tanto misterioso.

No hubo bienvenida para el joven propietario, ni fiestas ni comité de recepción, ni siquiera una flor. Sólo un oscuro trayecto en automóvil por un camino oscuro y húmedo, en medio de árboles sombríos, cruzando la pendiente del parque donde grises y húmedas ovejas se alimentaban, hasta el montículo donde la casa desplegaba su fachada parda y el ama de llaves y su marido merodeaban como inseguros huéspedes sobre la faz de la tierra, listos para musitar unas palabras de bienvenida. No hubo comunicación entre la casa Wragby y Tevershall. Nada. No se tocaron las gorras ni hubo reverencias. Los mineros se limitaron a mirar, los comerciantes levantaron sus gorras hacia Connie como si fuera una conocida y asintieron nerviosos hacia Clifford. Eso fue todo. Un golfo intransitable y una especie de resentimiento silencioso en cada lado. Al principio Connie sufrió la permanente llovizna de resentimiento que venía del poblado. Luego se endureció ante ella y la convirtió en un tónico, algo revitalizante. No que Clifford y ella fueran aborrecidos, sólo que pertenecían a una especie distinta de los mineros. Golfo infranqueable, inefable brecha, tal como quizá no exista al sur de Trento. Pero existe en las Midlands y en el infranqueable golfo del norte industrial, a través del cual no hay comunicación posible. Te quedas en tu lado y me quedo en el mío. Extraña negación del pulso común de la humanidad.

El poblado simpatizaba con Clifford y Connie en abstracto. Pero en la carne concreta: —¡Déjame en paz! —de cada lado.

El párroco era un buen hombre de unos sesenta años, dedicado a su trabajo y personalmente reducido casi a la ausencia de identidad por el silencio —¡Déjame en paz!— del poblado. Las esposas de los mineros eran en su mayor parte metodistas. Los mineros no eran nada. El atuendo oficial que llevaba el clérigo era suficiente para ocultar el hecho de que era un hombre como cualquier otro. No, era el señor Ashby, una especie de institución de rezos y sermones.

El obstinado e instintivo “Somos tan buenos como usted, así sea Lady Chatterley”, confundía y desconcertaba muchísimo a Connie al principio. La extraña y sospechosa falsa amabilidad con la cual las esposas de los mineros acogían sus intentos amistosos; el insólitamente ofensivo tinte de: “¡Oh, Dios mío! Ahora soy alguien, Lady Chatterley me dirige la palabra, pero no tiene por qué pensar que no soy tan buena como ella”, que siempre oía en las voces a medias zalameras de las mujeres, le resultaba insoportable. No había manera de superarlo. Era un acto de rebeldía totalmente ofensivo.

Clifford se desentendió de todos ellos y Connie aprendió a hacer lo mismo; pasaba a su lado sin mirarlos y ellos la veían como si fuera una muñeca de cera andante. Cuando tuvo que tratar con ellos, Clifford se mostró altivo y desdeñoso; de nada servía ser amable. De hecho, se portaba altanero y despreciativo con cualquiera que no fuera de su clase. Mantenía su estatus y no hacía intento alguno de conciliación. Y la gente ni lo quería ni lo rechazaba; formaba parte de las cosas, como el tiradero de la mina o como el mismo Wragby.

Clifford era extremadamente tímido y muy consciente de que era un inválido. Odiaba el trato con la gente excepto sus sirvientes. Porque dependía de una silla de ruedas y una silla de motor. Aun así, seguía vistiéndose con elegancia, gracias a sus sastres caros, y usaba las cuidadas corbatas de Bond Street como antaño y se veía tan inteligente e impresionante como siempre. Nunca había sido uno de esos afeminados jóvenes modernos: era más bien campestre, de rostro rubicundo y hombros anchos. Pero su voz suave y reflexiva, y sus ojos, a la vez audaces y asustados, seguros e indecisos, revelaban su naturaleza. Su comportamiento era a menudo arrogante, y luego volvía a ser sencillo y discreto, casi tembloroso.

Connie y Clifford estaban muy unidos, a la distante manera moderna. A Clifford, el golpe de la invalidez lo había lastimado en lo profundo y le impedía ser relajado y frívolo. Era una cosa herida. Y como tal, Connie se apegaba a él apasionadamente. Aunque de nada servía que percibiera la limitada relación que tenía él con la gente. En cierto sentido, los mineros eran su gente, pero Clifford los veía como objetos más que como hombres, parte de la mina más que de la vida, toscos fenómenos naturales en vez de seres humanos como él. De alguna manera les temía, no soportaba que lo miraran ahora que era un lisiado. Y la extraña y agreste vida de los mineros le parecía tan poco natural como la de los erizos.

Clifford sentía un remoto interés, como el de un hombre que mirara a través de un microscopio o un telescopio. No tenía trato. No trataba con nadie, salvo, por tradición, con Wragby, y mediante el estrecho lazo de la defensa de la familia, con Emma. Más allá, nada le afectaba. Connie se daba cuenta que ella misma no le interesaba; quizá no había nada que rescatar en él; simplemente se negaba al contacto humano.

La verdad es que Clifford dependía totalmente de ella, la necesitaba en todo momento. Aunque era un hombre grande y fuerte, se hallaba indefenso. Podía desplazarse en la silla de ruedas y pasear con lentitud por el parque en la silla motorizada. Y cuando estaba solo era un caso perdido. Necesitaba a Connie para que le confirmara que él existía.

Y aun así era ambicioso. Le había dado por escribir relatos, extraños relatos personales sobre gente que había conocido. Historias ingeniosas, vengativas y, de alguna misteriosa manera, carentes de significado. Su capacidad de observación era extraordinaria y peculiar. Pero no había emoción, ningún contacto real. Era como si todo sucediera en el vacío. Y como en nuestros días el territorio de la vida es por mucho un escenario artificialmente iluminado, los relatos eran fieles a la vida moderna, esto es, a la psicología moderna.

Clifford era morbosamente sensible cuando se trataba de sus relatos. Deseaba que todos los consideraran buenos, los mejores, superiores. Aparecían en revistas muy modernas y eran elogiados o desaprobados, como se acostumbra. A Clifford el rechazo lo torturaba, eran cuchillos que le clavaban. Como si todo su ser estuviera comprometido en esas historias.

Connie le ayudaba tanto como podía. Al principio con gran entusiasmo. Clifford, a su manera monótona, insistente, persistente, le consultaba todo, y ella respondía con su plena capacidad. Como si su alma, su cuerpo y su sexo despertaran y pasaran a los relatos del marido. Esto la emocionaba y la absorbía.

La vida física de la pareja era casi inexistente. Ella tenía que supervisar el manejo de la casa. Aunque el ama de llaves había servido muchos años a Sir Geoffrey, y la anciana casi seca, superlativamente correcta, que apenas podía llamarse sirvienta o incluso mujer, la que servía la mesa, había estado en la casa durante cuarenta años. Incluso las mujeres de la limpieza ya no eran jóvenes. ¡Era horrible! Lo mejor que podía hacerse con ese sitio era dejarlo en paz. ¡Todas esas habitaciones que nadie usaba, la rutina de las Midlands, la limpieza mecánica y el orden mecánico! Clifford había insistido en contratar una nueva cocinera, la mujer con experiencia que le había servido en su piso en Londres. Por lo demás, el lugar parecía gobernado por la anarquía mecánica. Todo funcionaba a la perfección, con estricta limpieza y estricta puntualidad, incluso con estricta honestidad. Para Connie se trataba de una anarquía metódica. No existía el calor de un sentimiento que mantuviera la casa orgánicamente unida. Era tan deprimente como una calle por la que nadie pasa.

 

¿Qué podía hacer Connie sino dejar las cosas como estaban? Así que dejó la casa por la paz. La señorita Chatterley acudía de vez en cuando con su fino rostro aristocrático y, triunfal, se regocijaba al ver que nada había cambiado. Nunca perdonaría a Connie por haberla expulsado de la unión intelectual con su hermano. Era ella, Emma, quien debería ayudar a Clifford a pulir sus relatos, sus libros; las historias de los Chatterley, algo nuevo en el mundo que ellos, los Chatterley, habrían creado. No habría otra categoría. Ninguna relación orgánica con el pensamiento y la expresión de antes. Únicamente algo nuevo en el mundo: los libros Chatterley, enteramente personales.

El padre de Connie, en una fugaz visita a Wragby, confesó a su hija:

—En cuanto a los trabajos de Clifford, son ingeniosos, pero no tienen sustancia. ¡No perdurarán!

Connie miró al corpulento caballero escocés que tan bien se las había arreglado en la vida, y sus ojos, sus azules y siempre azorados ojos, se opacaron. ¡No tienen sustancia! ¿Qué quiso decir con eso? Si los críticos lo elogiaban, el nombre de Clifford era casi célebre e incluso ganaba dinero, ¿qué quería decir su padre con eso de que no había nada en los escritos de Clifford? ¿Qué más podría haber?

Connie había adoptado la pauta de los jóvenes: lo que había en el momento era todo lo que había. Y un momento seguía a otro sin que necesariamente se correspondieran.

Durante su segundo invierno en Wragby, su padre le dijo:

—Connie, espero que no permitas que las circunstancias te conviertan en una demi-vierge.

—¡Una demi-vierge! —dijo vagamente Connie—. ¿Por qué no?

—A menos que así lo prefieras, por supuesto —dijo su padre sin demora. Y a Clifford, cuando se vieron a solas, le dijo lo mismo—: Me temo que a Connie no le sienta ser una demi-vierge.

—Una semivirgen —repuso Clifford, traduciendo la expresión para no equivocarse. Lo pensó un momento y su rostro enrojeció. Se hallaba molesto, se sentía ofendido—. ¿En qué sentido no le sienta? —inquirió con sequedad.

—Está muy delgada, angulosa. No es su estilo. No es una muchacha tipo sardina, sino una robusta trucha escocesa.

—¡Espero que sin las manchas! —dijo Clifford.

Más tarde pensó decir algo a Connie sobre el estado semivirgen de la situación entre ellos. No se atrevió. Gozaba de gran intimidad con ella y a la vez no eran suficientemente íntimos. En su mente y en la de ella, estaban muy unidos, pero en lo corporal no existían el uno para el otro y los dos se resistían a admitir el corpus delicti. Era muy íntimos y al mismo tiempo completamente ajenos.

Connie sospechó que su padre había dicho algo y ese algo rondaba en la cabeza de Clifford. Ella sabía que a él no le importaba que fuera una semivirgen o una mujerzuela, siempre que él no se enterara o no se lo hicieran ver. Lo que los ojos no ven y la mente no conoce, no existe.

Connie y Clifford llevaban casi dos años en Wragby viviendo su vida deficiente y absorbidos por Clifford y su trabajo. Sus intereses nunca habían dejado de fluir en torno a su trabajo. Hablaban y peleaban en torno a la composición, y sentían como si verdaderamente algo estuviera sucediendo, verdaderamente en el vacío.

Y hasta entonces la vida transcurría: en el vacío. Lo demás era una no existencia. Allí estaba Wragby, la servidumbre... como algo espectral, algo que no existía. Connie paseaba por el parque y por los bosques que circundaban el parque, disfrutaba la soledad y el misterio, pisaba la hojarasca otoñal y en primavera cortaba prímulas. Pero todo era un sueño o, mejor, un simulacro de realidad. Las hojas de roble eran para ella hojas de roble reflejadas en un espejo, y ella misma era una silueta sobre la que alguien había leído, recogiendo prímulas que sólo eran sombras o recuerdos, o meras palabras. Sin sustancia para ella, nada... ¡Sin roce, sin contacto! Sólo la vida con Clifford, ese interminable tejido de historias telarañas, minucias de conciencia, esos relatos de los cuales Sir Malcolm había dicho que no tenían sustancia y no prevalecerían. ¿Por qué tendría que haber algo en ellas, por qué tendrían que durar? Basta para cada día su propia maldad. Basta para cada momento la apariencia de realidad.

Clifford tenía numerosos amigos, en realidad conocidos, y los invitaba a Wragby. Invitaba a personas de todas clases, críticos y escritores, gente que ayudaría a promover sus libros. Y se sentían halagados por la invitación a Wragby y se volcaban en elogios. Connie lo entendía perfectamente. ¿Por qué no? Ese era uno de los fugaces reflejos del espejo. ¿Qué había de malo en ello?

Connie era la anfitriona de esa gente, casi todos varones. Incluso era la anfitriona para las ocasionales amistades aristocráticas de Clifford. Era una muchacha dulce, sanguínea, de apariencia campesina, pecosa, de grandes ojos azules, acairelado cabello castaño, voz afable y poderosas caderas, considerada muy “femenina” y algo anticuada. No era una chica “tipo sardina”, como un muchacho de pecho plano y nalgas escasas. Era muy femenina y muy inteligente.

De modo que los hombres, sobre todo los que no eran muy jóvenes, eran muy atentos con ella. Sabiendo la tortura que sufriría el pobre Clifford ante el menor indicio de coqueteo de parte de ella, no animaba a sus admiradores. Permanecía callada y como ausente, y no buscaba el contacto con ellos. Clifford estaba orgulloso de sí mismo.

La parentela de Clifford la trataba con amabilidad. Ella se daba cuenta de que tal amabilidad indicaba que no la temían, y juzgaba que esa gente sólo la respetaría si la asustaba un poco. Pero tampoco tenía contacto con ellos. Los dejaba ser amables y desdeñoso, los dejaba pensar que no había necesidad de desenvainar el acero y ponerse en guardia. No tenía una verdadera relación con ellos.

Pasó el tiempo. Aunque ocurriera cualquier cosa, nada sucedía, porque Connie se mantenía maravillosamente ajena al contacto. Ella y Clifford vivían en sus ideas compartidas y en los libros de Clifford. Connie recibía visitas, siempre había alguien en la casa. El tiempo pasaba como en los relojes, ocho y media en vez de siete y media.

III

Connie era consciente de su creciente intranquilidad. A causa de su falta de relaciones la inquietud iba apoderándose de ella como una locura. Crispaba sus nervios, aunque ella no lo deseara, tensaba su espina dorsal cuando ella no deseaba esforzarse sino reposar confortablemente. Era algo que se agitaba dentro de ella, en el útero, en alguna parte, y Connie sentía que debía saltar al agua y nadar hasta sacudírselo; una locura sin sosiego hacía latir violentamente su corazón, sin motivo. Y adelgazaba.

Pura y simple inquietud. A veces echaba a correr a través del parque, abandonaba a Clifford y se tendía boca abajo entre los helechos. Para escapar de la casa tenía que huir de la casa y de todo el mundo. El bosque era su único refugio, su santuario.

Pero no era un verdadero refugio, un santuario, porque no tenía vínculos con él. Era solamente un lugar donde podía ocultarse del resto. Nunca había comprendido el verdadero espíritu del bosque... si es que existía tal despropósito.

Sabía vagamente que de alguna manera se estaba quebrando. Sabía vagamente que se había desconectado: había perdido la comunicación con el mundo vital y lleno de sustancia. ¡Sólo le quedaban Clifford y sus libros, que no existían, que carecían de contenido! Vacío en el vacío. Lo entendía vagamente. Y era como golpearse la cabeza contra una roca.

Su padre la aconsejó nuevamente.

—¿Por qué no te buscas un novio, Connie? Te haría mucho bien.

Ese invierno Michaelis estuvo de visita unos días. Era un joven irlandés que

había hecho fortuna en Estados Unidos gracias a sus obras de teatro. Por un tiempo fue acogido con entusiasmo por la buena sociedad londinense, porque sus obras abordaban la buena sociedad. Paulatinamente la buena sociedad se dio cuenta de que había sido ridiculizada por esa rata dublinesa de alcantarilla y vino el repudio. Se le tildó de bruto y sinvergüenza. Se descubrió que odiaba lo inglés, y para la clase que lo descubrió ese era el peor de los crímenes. Lo descuartizaron y sus restos fueron arrojados a la basura.

Con todo, Michaelis tenía un apartamento en Mayfair y paseaba por Bond Street la imagen de un caballero, nadie puede lograr que los mejores sastres rechacen a los clientes de la peor calaña si esos clientes pagan.

Clifford había invitado a ese joven de treinta años cuando la carrera del joven pasaba por un mal momento. Clifford no titubeó. Michaelis llegaba quizás a los oídos de un millón de personas; y siendo como era un forastero desesperado, sin duda agradeció la invitación a Wragby en esa coyuntura, cuando la buena sociedad lo repudiaba. Tal agradecimiento sin duda “beneficiaría” a Clifford en Estados Unidos. ¡En buena hora! Un hombre recibe numerosos elogios, sean cuales fueren, si se habla bien de él, especialmente “allá”. Clifford era un recién llegado y era notable el sano instinto publicitario que tenía. Al final Michaelis lo mostró de manera muy noble en una de sus obras y Clifford se vio como un héroe popular. Hasta la reacción final, cuando se dio cuenta de que había sido ridiculizado.

A Connie la sorprendió un poco la imperiosa y ciega necesidad de Clifford de ser conocido: es decir, ser conocido por el vasto y amorfo mundo del que nada sabía y ante el cual sentía un miedo incómodo; conocido como escritor, como un escritor moderno de primera clase. Gracias al competente Sir Malcolm, viejo cordial y fanfarrón, Connie sabía que los artistas deben promoverse y empeñarse en colocar su mercancía. Pero su padre se valía de canales establecidos y usados por los miembros de la Real Academia para vender sus cuadros. Clifford, en cambio, descubría medios de publicidad de todo género. Invitaba a toda clase de gente a Wragby, sin demeritarse ni un ápice. Decidido a construir un monumento a su reputación tan rápido como pudiera, utilizaba todo tipo de escombros para lograrlo.

Michaelis llegó puntual en un coche magnífico, con chofer y sirviente. ¡Ataviado en el más puro estilo Bond Street! Al verlo, algo en el espíritu bucólico de Clifford retrocedió. Michaelis no era exactamente... no exactamente... de hecho, no era del todo lo que... lo que su apariencia intentaba mostrar. Para Clifford esto era suficiente y definitivo. A su pesar se portó amable con él, con el éxito asombroso que lo enaltecía. La diosa meretriz de la Fortuna, como la llamaba, rugiente y protectora, custodiaba a un Michaelis a veces humilde, a veces desafiante, y esto intimidaba a Clifford por completo: él también deseaba prostituirse en el altar de la diosa meretriz, la Fortuna, si ella lo aceptaba.

Michaelis no tenía nada de inglés, a despecho de todos los sastres, sombrereros, barberos y zapateros del mejor distrito de Londres. No, definitivamente Michaelis no era un inglés: tenía un rostro incorrecto, plano y pálido, incorrecto el porte, incorrecta la actitud de hallarse a disgusto. Abrigaba resentimiento y rencor: cosa evidente para cualquier caballero inglés, que jamás se permitiría mostrar algo así en su comportamiento. El pobre de Michaelis había sufrido infinidad de coces y aun ahora parecía vivir con el rabo entre las piernas. Mediante el más puro instinto y la más auténtica desvergüenza, con sus obras teatrales se había abierto paso a los escenarios y a los proscenios. Se había ganado al público. Y supuso que los días de las coces habían llegado a su fin. Ay, no era así. Nunca lo sería. Porque en cierto sentido él pedía las patadas. Anhelaba hallarse en un sitio que no le correspondía, entre las clases altas inglesas. ¡Y cómo disfrutaban los otros las coces que le asestaban! ¡Y cómo los odiaba!

 

Con todo, este bastardo dublinés viajaba con sirviente en un auto magnífico.

Algo en él agradaba a Connie. No era presuntuoso, no se hacía ilusiones acerca de sí mismo. Conversaba con Clifford con buen juicio, de manera breve y práctica, sobre todo lo que Clifford deseaba saber. No era expansivo ni monologaba. Entendía que había sido invitado a Wragby para que lo utilizaran y, como un viejo, astuto y casi indiferente hombre de negocios, o un gran hombre de negocios, se dejaba interrogar y respondía con el mínimo dispendio de sentimientos.

—¡Dinero! —dijo alguna vez—. El dinero es una especie de instinto. Y hacer dinero es el talento natural de un hombre. No es nada que se busque. No es un truco que se practique. Es una especie de accidente de la propia naturaleza; una vez que se empieza a hacer dinero se sigue haciéndolo, supongo que hasta cierto punto.

—De alguna manera se tiene que empezar —dijo Clifford.

—¡Desde luego! Se tiene que participar en el juego. Quien está fuera no consigue nada. Hay que abrirse paso. Y una vez que se logra, nada se puede hacer por evitarlo.

—¿Habría hecho dinero si no fuera por el teatro? —preguntó Clifford.

—Posiblemente no. Podría haber sido un buen escritor o uno muy malo, pero lo que soy es un escritor, un escritor de teatro, y así tenía que ser. No tengo la menor duda.

—¿Cree que estaba destinado a ser un autor de piezas populares? —preguntó Connie.

—¡Ese es exactamente el punto! —dijo Michaelis volviéndose repentinamente hacia ella—. ¡No hay razón alguna! Nada que ver con la popularidad. Nada que ver con el público, si de eso se trata. No hay en mis obras nada que las haga populares. No es eso. Son como el clima, algo que tiene que ser así en ese momento.

Volvió hacia Connie los ojos lentos, muy abiertos, ojos que se hallaban hundidos en una desilusión total, y ella tembló ligeramente. Michaelis se veía muy viejo, infinitamente viejo, construido con capas de desilusión acumuladas sobre él generación tras generación. Como estratos geológicos; y al mismo tiempo se veía desolado como un niño. De cierta manera era un marginado, pero conservaba la bravura desesperada de su existencia de rata.

—Es maravilloso lo que ha conseguido, a su edad —dijo Clifford meditativo.

—Tengo treinta años... Sí, treinta —dijo Michaelis de manera brusca y rápida, con un curiosa risa hueca, triunfal y amarga.

—¿Está usted solo? —inquirió Connie.

—¿Quiere decir si vivo solo? Tengo a mi sirviente. Es griego, o eso dice, y es un inútil. Pero lo conservo. Y voy a casarme, debo casarme.

—Suena como si le fueran a extirpar las amígdalas —dijo Connie y echó a reír—. ¿Será muy difícil?

Michaelis la miró con admiración.

—Mire usted, Lady Chatterley, de alguna manera lo será. Me he dado cuenta, perdone, me he dado cuenta de que no puedo casarme con una inglesa, ni siquiera con una irlandesa...

—Pruebe con una estadounidense —dijo Clifford.

—¡Oh, una estadounidense! —Michaelis echó a reír con una risa hueca—. No. Le pedí a mi sirviente que me busque una turca, algo así, algo oriental.

El extraño y melancólico espécimen de tan extraordinario éxito maravilló a Connie; se rumoraba que sólo de Estados Unidos percibía un ingreso de cincuenta mil dólares. A veces era apuesto; a veces, cuando miraba a los lados y hacia abajo y la luz caía sobre él, tenía la belleza silenciosa y perdurable de una máscara tallada en marfil negro, de ojos plenos, fuertes cejas extrañamente arqueadas, la boca inmóvil y comprimida; una franca inmovilidad momentánea, esa intemporalidad a la cual Buda aspira y que en ocasiones los negros expresan sin siquiera aspirar a ella; ¡algo muy antiguo y congénito a la raza! Eones de formar parte del destino de la raza, en vez de nuestra resistencia individual. Y luego cruzar a nado, como ratas en un río oscuro. Connie sintió un súbito y extraño impulso de simpatía hacia él; un arrebato mezclado con compasión y teñido de repulsión, casi equivalente al amor. ¡El forastero! ¡El forastero! ¡Y lo llamaban sinvergüenza! ¡Mucho más miserable y arrogante parecía Clifford! ¡Mucho más estúpido!

Michaelis se dio cuenta al instante de que la había impresionado. Volvió hacia ella sus luminosos y ligeramente saltones ojos castaños con una mirada indiferente. Estaba evaluándola, midiendo la impresión que le había producido. Con los ingleses nada podía salvarlo de ser el eterno marginado, ni siquiera el amor. Y no escaseaban las mujeres que se apasionaban por él. También las inglesas.

Michaelis sabía en qué situación se encontraba frente a Clifford. Eran dos perros hostiles que hubieran querido mostrarse los dientes y en vez de eso sonreían obligados. Con la mujer, no estaba tan seguro.

El desayuno era servido en las habitaciones. Clifford nunca comparecía antes de la comida, y el comedor era deprimente. Después del café Michaelis, inquieto y lleno de energía, se preguntaba qué podía hacer. Era un hermoso día de noviembre, hermoso para Wragby. Le echó una mirada al melancólico parque. ¡Dios mío! ¡Qué lugar!

Envió un sirviente a preguntar si podía hacer algo por Lady Chatterley: había pensado viajar a Sheffield en coche. La respuesta llegó: ¿le importaría subir al salón de Lady Chatterley?

Connie tenía un pequeño salón en el tercer piso, la parte más alta del centro de la casa. Las habitaciones de Clifford se hallaban, por supuesto, en la planta baja. Michaelis se sintió halagado por la invitación y siguió ciegamente al mensajero; nunca se daba cuenta de las cosas, no tenía contacto con lo que le rodeaba. En el salón lanzó una mirada distraída a las finas reproducciones alemanas de cuadros de Renoir y Cezanne.

—Tiene aquí un hermoso lugar —dijo con su sonrisa extraña, como si le doliera sonreír, mostrando los dientes—. Muy buena idea instalarse en lo más alto.

—Lo mismo pienso —dijo ella.

El salón era lo único alegre y moderno en la casa, el único sitio en Wragby donde la personalidad de Connie se desplegaba. Clifford nunca lo había visto y ella no invitaba a subir a casi nadie.

Connie y Michaelis se sentaron uno a cada lado de la chimenea y conversaron. Ella lo interrogó sobre su vida, su madre y su padre, sus hermanos. Los demás despertaban siempre su interés, y cuando su simpatía se despertaba, perdía el sentido de clase. Michaelis habló con franqueza de su vida, con gran sinceridad, sin afectación, exhibiendo con sencillez su amarga e indiferente alma de perro callejero, y mostrando al final un destello de vengativo orgullo gracias a su éxito.

—¿Por qué es usted un ave solitaria? —preguntó Connie; y de nuevo él le dirigió la mirada radiante e inquisitiva de sus ojos castaños.

—Hay pájaros que son así —replicó Michaelis. Luego, con un toque de ironía familiar, añadió—: Pero, veamos, ¿qué pasa con usted? ¿No es usted también un ave solitaria?

Connie, sorprendida, lo pensó unos instantes.

—Sí, en cierto sentido. No tanto como usted.

—¿Soy por entero un pájaro solitario? —preguntó él, y desplegó la mueca que tenía por sonrisa, como si le dolieran los dientes; una sonrisa burlona, y sus ojos eran permanentemente melancólicos, o estoicos, o desilusionados, o temerosos.

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