El amante de Lady Chatterley

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El amante de Lady Chatterley


El amante de Lady Chatterley (2020) D. H. Lawrence

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Noviembre 2020

Imagen de portada: Sarah Goodridge. Original from The MET museum. Digitally enhanced by rawpixel.

Traducción: Benito Romero

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Lady Chatterley o la Gran Bretaña frente al espejo

2  I

3  II

4  III

5  IV

6  V

7  VI

8  VII

9  VIII

10  IX

11  X

12  XI

13  XII

14  XIII

15  XIV

16  XV

17  XVI

18  XVII

19  XVIII

20  XIX

Lady Chatterley o la Gran Bretaña frente al espejo

Prólogo

El amante de Lady Chatterley no sólo es la historia de Constance Chatterley, su marido el baronet Clifford Chatterley y el guardabosques Oliver Mellors, también es una aguda radiografía de la idiosincrasia de una Gran Bretaña en tránsito entre dos épocas y enfrentada consigo misma, que se debatía entre los últimos vestigios señoriales propios del paisaje bucólico y rural, ensuciado ya por la extracción de carbón, necesaria para el funcionamiento de las grandes máquinas, y las ciudades cosmopolitas fruto de la Revolución Industrial. Era un tiempo incierto para un país aturdido por los aires de cambio que tenía un pie en el pasado y otro en la modernidad, que aún estaba herido por la Primera Guerra Mundial y sostenía precariamente las añejas costumbres y estructuras sociales heredadas del siglo XIX que se hallaban a punto de derrumbarse.

Quizá por ello esta novela de David Herbert Lawrence, una de las más escandalosas de su tiempo, resultó demasiado para un Reino Unido roto y en transición: no sólo por las descripciones explícitas del intercambio carnal, sino también por retratar la decadencia de la vieja Inglaterra, encarnada por Clifford Chatterley, y su metamorfosis en una nación mecanizada, con un nuevo estilo de belleza urbana, ajena a la fealdad de la pobreza rural y abierta a valores liberales que constituían un atentado ideológico y moral contra la “organicidad natural” del antiguo régimen, como la movilidad de clases que representa Oliver Mellors y el vivo deseo de Constance por un sirviente de su marido. Así, El amante de Lady Chatterley vio la luz en Florencia en 1928, en una edición privada, y sólo fue publicada en la Gran Bretaña en 1960.

Si bien desde la perspectiva de nuestra actualidad la narración parece ingenua, incluso en sus momentos más eróticos, y exagerada la conmoción que causó, vista con los ojos de los años veinte del siglo pasado es fácil advertir por qué fue tan incómoda. Además de profundizar en la insumisa sexualidad de Constance, abundando en las razones psicológicas de su desencanto, Lawrence también lanzó dardos de ironía contra la escena literaria e intelectual de su momento —la misma que lo calificó de pornógrafo e impidió la publicación del libro—, sostuvo un discurso antibelicista y añadió una sutil representación de la homosexualidad masculina como algo casi natural. A la vez, dentro de una sociedad en la que el feminismo iba en ascenso y Freud todavía era una moda, ofreció buenas razones para la rebeldía de la protagonista y su desobediencia conyugal, y acabó por ponerse de su parte, en el polo contrario del rancio conservadurismo de la aristocracia terrateniente.

La novela no sólo es un espejo de su tiempo, sino un continuo juego de contrastes y reflejos opuestos que van más allá de los registros paisajísticos: Constance Chatterley es una mujer educada, moderna, capaz de sostener opiniones y tomarse libertades íntimas y de clase; está muy consciente de sus inquietudes sexuales y de su necesidad de satisfacerlas, pero también conoce la abnegación, la abstinencia y el placer derivado del intelecto: de ahí su conexión con Clifford, su marido discapacitado, para quien el sexo es una urgencia poco importante en comparación con sus preocupaciones artísticas y su voraz apetito de éxito; por eso mismo, no le molesta la posibilidad de que su mujer sea infiel siempre que, de preferencia, lo sea con alguien de su misma clase y con algo de inteligencia.

De igual forma, en oposición a la defensa de los valores puritanos de la vieja Inglaterra que comparten los amigos de Clifford, el bolchevismo —término que en la novela resume las luchas sociales de las masas tras el triunfo de la Revolución de Octubre— es definido, en medio de charlas ilustres en la augusta propiedad de los Chatterley, como una máquina que absorbe al ser humano impulsado por el odio a la burguesía, que a su vez es el paradigma del individualismo. Para Clifford ese odio, esa desconexión orgánica que mueve a la crítica literaria de la que se burla acremente, es la misma fuerza visceral que devasta los campos envenenados y consume los antiguos castillos solariegos como lo consume a él; un odio físico que obtiene su alimento de los aires de cambio y que, sin que Clifford lo sepa, forma parte de él mismo.

A su vez, en el extremo más distante de Clifford y su afectado refinamiento está Oliver Mellors, antiguo miembro del ejército que ha elegido el oficio de guardabosques y la austera soledad de su cabaña. Miembro de la clase baja, pero hombre culto hecho de lecturas y siervo altivo, retador, uno de los que no inclinan la cabeza, Mellors es un hombre a caballo entre el régimen que agoniza y el reinado de la máquina, aunque ha renunciado a ambos. Carente de ambiciones, sólo la pasión es capaz de sacudir su tedio: ese será su vínculo con Constance Chatterley.

Más allá de este entramado de contrastes y reflejos sociales, y de su incisivo análisis psicológico, histórico y contextual, Lawrence —observador mordaz— tuvo la sorpresiva capacidad de prever asuntos muy lejanos a su época, como la fertilización in vitro, que proponía como una opción para que las mujeres dejaran de preocuparse por la maternidad, y la internet. Cito: “En nuestros días los confines del mundo están a cinco minutos de Charing Cross. Mientras las conexiones inalámbricas están activas, en la tierra no hay lugares lejanos”. Esa oración podría haber sido escrita en la Inglaterra de hoy, y ser aún su reflejo.

No es de extrañar entonces que El amante de Lady Chatterley resultara una novela escandalosa y adelantada a su tiempo. No fue, tampoco, la primera obra de Lawrence que pasó por manos censoras —su publicación en el Reino Unido tuvo lugar tras un largo juicio casi cuarenta años después de la primera edición italiana—; su tercera novela, El arco iris (1915), corrió la misma suerte tras una investigación por obscenidad. Muchos años más tarde, tras la prohibición de El amante..., Lawrence respondió a sus detractores con una serie de versos satíricos y un ensayo sobre el tema: Pornografía y obscenidad.

David Herbert Richard Lawrence nació el 8 de septiembre de 1855 en el pueblo minero de Eastwood, Inglaterra, punto de referencia al que solía regresar en su trabajo literario. Fue hijo de Arthur John Lawrence, un minero casi analfabeto, y de la docente Lydia Beardsall. Obtuvo su primer reconocimiento al ganar un concurso de relatos breves del diario Nottingham Guardian. Posteriormente, en 1908, se trasladó a Londres y se dedicó a la enseñanza hasta 1911, año en que, tras una grave neumonía, dejó su trabajo como profesor para entregarse por entero a la escritura.

Amigo de Katherine Mansfield y de Aldous Huxley, y elogiado a contrapelo de la crítica por E. M. Foster, quien lo llamó “el novelista imaginativo más grande de nuestra generación”, pasó gran parte de su vida en un intenso peregrinaje con la salud quebrantada por la neumonía, la malaria y la tuberculosis. A pesar de ello, y del hostigamiento que sufrió por su obra, se movía cómodamente en varios géneros: lo mismo escribió novelas, libros de cuento, ensayo y poesía, obras teatrales y crónicas de viaje que ejercicios de crítica literaria y traducciones. El amante de Lady Chatterley es su novela más conocida.

 

I

La nuestra es esencialmente una época trágica, así que nos negamos a asumirla de manera trágica. Ha ocurrido el cataclismo, nos hallamos entre las ruinas y comenzamos a construir pequeños hábitats, a crear nuevas esperanzas. Es un trabajo pesado, no hay un camino terso hacia el futuro: pero rodearemos los obstáculos o pasaremos sobre ellos. Hemos de vivir, no importa cuántos firmamentos se hayan desplomado.

Esta era a grandes rasgos la posición de Constance Chatterley. La guerra había derribado el techo sobre su cabeza y ella cayó en la cuenta de que había que vivir y aprender.

Se había casado con Clifford Chatterley en 1917, cuando él volvió a casa con un mes de permiso. La luna de miel duró un mes. Luego él retornó a Flandes, de donde fue enviado de nuevo a Inglaterra más o menos en trozos. Constance, su esposa, tenía por entonces veintitrés años; él, veintinueve.

El apego de Clifford a la vida era maravilloso. No murió y los trozos parecieron unirse de nuevo. Durante dos años estuvo en manos de los médicos. Luego lo dieron de alta y retornó a la vida con la mitad inferior del cuerpo, de las caderas para abajo, paralizada para siempre.

Esto ocurrió en 1920. Clifford y Constance volvieron a su hogar, Wragby, la casona familiar. El padre de Clifford murió y Clifford se convirtió en baronet, Sir Clifford, y Constance en Lady Chatterley. Comenzaron a su vida doméstica y conyugal en la más bien desolada casa de los Chatterley, con un ingreso insuficiente. Clifford tenía una hermana, que había abandonado la casa. Por lo demás, no había parientes cercanos. El hermano mayor había muerto en la guerra. Clifford, inválido para siempre, y sabiendo que no tendría hijos, volvió al hogar en las brumosas Midlands para, mientras pudiera, mantener vivo el nombre de los Chatterley.

No se hallaba abatido. Podía moverse en una silla de ruedas y tenía otra silla impulsada por un pequeño motor, de modo que podía pasear sin prisas por el jardín y visitar el melancólico parque del cual estaba orgulloso, aunque fingía que no le interesaba.

Como había sufrido mucho, la capacidad de sufrimiento casi lo había abandonado. Permanecía ajeno, brillante y jovial, casi podría decirse que chispeante, con el rostro sonrosado y de apariencia sana y los ojos de un azul pálido luminosos y desafiantes. Eran sus hombros anchos y fuertes, sus manos poderosas. Vestía ropa cara y usaba elegantes corbatas de Bond Street. Aun así, en su rostro podía advertirse la mirada vigilante y el aire ausente de un inválido.

Casi había perdido la vida y lo que quedaba era inapreciable para él. En el ansioso brillo de sus ojos era notorio cuán orgulloso estaba de seguir vivo después de la catástrofe. Herido en lo profundo, algo dentro de él había perecido y una parte de sus sentimientos se había esfumado. Quedaba un vacío de insensibilidad.

Constance, su esposa, era una mujer de buen color y aspecto campesino, pelo castaño y un cuerpo fuerte, movimientos pesados, llena de una excepcional energía. Tenía unos ojos grandes e inquisitivos, una voz dulce y suave, y parecía recién llegada de su pueblo natal. Nada de esto era cierto. Era hija del viejo Sir Malcolm Reid, en otros tiempos muy conocido como miembro de la Real Academia de Pintura. Su madre había sido una fabiana culta de los días venturosos del prerrafaelismo. Educadas entre artistas y socialistas cultos, Constance y su hermana Hilda habían gozado de lo que podría llamarse una formación estética nada convencional. Habían sido llevadas a París, Florencia y Roma para respirar arte, y también en otra dirección, a grandes congresos socialistas en La Haya y Berlín, donde los oradores hablaban en todas las lenguas civilizadas y a nadie le extrañaba.

En consecuencia, desde temprana edad las dos chicas no se sentían intimidadas ni por el arte ni por las ideas políticas. Constituían su ambiente natural. Eran a la vez cosmopolitas y provincianas, con el provincianismo cosmopolita del arte fusionado con las ideas sociales puras.

Fueron enviadas a Dresde a la edad de quince años, entre otras cosas para aprender música. Y la pasaron muy bien allí. Vivían su libertad entre estudiantes, discutían sobre temas filosóficos, sociológicos y artísticos con los hombres, y eran tan competentes como los hombres: mejores aún, puesto que eran mujeres. Vagabundeaban por los bosques con vigorosos jóvenes provistos de guitarras, ¡cling, clang! Cantaban las canciones de los Wandervogel, jóvenes amantes de la naturaleza, y eran libres. ¡Libres! Qué palabra tan grande. Al aire libre, en las mañanas de los bosques, con jóvenes lujuriosos y de voces magníficas, libres de hacer lo que quisieran y, sobre todo, de decir cuanto les viniera en gana. Era la charla la materia suprema: un apasionado intercambio de palabras. El amor era un ingrediente menor.

Hilda y Constance habían tenido tímidas aventuras amorosas a la edad de dieciocho años. Los jóvenes con quienes charlaban tan apasionadamente y cantaban con tanto brío y acampaban con entera libertad bajo los árboles, deseaban por supuesto el contacto amoroso. Las muchachas dudaban, pero se hablaba tanto del asunto que sin duda era muy importante. Y los hombres se mostraban ávidos y humildes. ¿Por qué una chica no podía ser como una reina y ofrendarse como un regalo?

De modo que se regalaron, cada una al joven con quien sostenía las discusiones más íntimas y sagaces. Tales discusiones eran lo esencial: hacer el amor y relacionarse eran sólo una suerte de reversión primitiva con una pizca de anticlímax. Luego, la chica se hallaba menos enamorada del muchacho y algo dispuesta a odiarlo, como si él hubiese invadido la vida privada y la libertad interior de ella. Porque, por supuesto, si se era una chica. toda la dignidad y el sentido de la vida consistían en poseer una libertad absoluta, perfecta, pura y noble. ¿Qué otra cosa significaba la vida de una chica? Sacudirse las viejas relaciones y sometimientos.

Por mucho que se abonara con sentimientos, el asunto del sexo implicaba una de las más antiguas y sórdidas relaciones y sumisiones. Los poetas que lo glorificaban eran hombres en su mayoría. Las mujeres siempre habían sabido que existía algo mejor, algo más alto. Y ahora lo sabían con mayor certidumbre que nunca. La inmaculada y hermosa libertad de una mujer era infinitamente más portentosa que el amor sexual. El único inconveniente era que los hombres estuvieran tan rezagados de las mujeres en este asunto: insistían como perros en la cuestión del sexo.

Y una mujer tenía que ceder. Un hombre era como un niño con apetitos. Y la mujer tenía que concederle lo que deseaba o él, como un niño, se tornaría desagradable y escaparía y estropearía lo que era una relación muy grata. La mujer podía ceder ante un hombre sin someter su yo interior, libre. Eso que los poetas y los lenguaraces del sexo no parecían tomar en cuenta lo suficiente. Una mujer podía tomar a un hombre sin entregarse verdaderamente. Podía tomarlo sin someterse a su poder. Más bien, podía usar la cuestión del sexo para ejercer poder sobre él. Le bastaba con contenerse en las relaciones sexuales y dejar que el chico finalizara y se desgastara sin que ella llegara al punto crítico: entonces ella podía prolongar la relación y alcanzar su orgasmo usándolo como una mera herramienta.

Las dos hermanas habían tenido ya experiencias amorosas cuando llegó la guerra y las apresuraron a volver a casa. Ninguna se había enamorado de joven alguno, a menos que él y ella fueran verbalmente muy cercanos: es decir, a menos que estuvieran profundamente interesados en conversar. Qué asombrosa, profunda e increíble emoción se percibía al hablar apasionadamente con un joven de verdad inteligente durante horas, y seguir haciéndolo día tras día durante meses... ¡Y no se daban cuenta de ello hasta que sucedía! La promesa del paraíso: “Tendrás hombres con quienes hablar”, nunca fue formulada. Y se cumplió antes de que ellas supieran lo que significaba una promesa así.

Y si después de la intimidad estimulada por estas discusiones vívidas e intensificadas por el alma el sexo era más o menos inevitable, pues que así fuera. Fin del capítulo. Tenía una emoción propia: una extraña emoción que vibraba dentro del cuerpo, un espasmo final de autoafirmación, excitante como la última palabra, y muy semejante a la hilera de asteriscos que podía ponerse para señalar el final de un párrafo y romper con el tema.

Cuando las chicas volvieron a casa durante el verano de 1913, Hilda de veinte años y Connie de dieciocho, a su padre no le quedó duda de que habían vivido la experiencia amorosa.

L’amour avait passe par la, como alguien dijo. Pero el padre era un hombre de experiencia y dejó que la vida siguiera su curso. En cuanto a la madre, una inválida nerviosa en los últimos meses de su vida, deseaba que sus hijas fueran “libres” y “se realizaran”. Ella nunca había logrado ser ella misma, se le había negado. Sabría el cielo por qué, pues era una mujer con ingresos propios y determinación. Culpaba al marido. La verdad es que dependía de una vieja huella de autoridad que dominaba su mente o su alma y de la que nunca pudo deshacerse. Nada que ver con Sir Malcolm, quien permitía que su independiente, hostil y nerviosa cónyuge viviera a su modo, mientras él seguía su particular camino.

De modo que las chicas eran libres y volvieron a Dresde y la música y la universidad y los jóvenes. Amaba cada una a su respectivo joven y cada joven las amaba con la pasión de la atracción mental. Todas las admirables cosas que los jóvenes pensaban, declaraban y escribían, lo pensaban, declaraban y escribían para ellas. El joven de Connie era musical, el de Hilda, técnico. Y ellos simplemente vivían para las chicas. En sus cerebros y en sus emociones mentales, claro. En otros aspectos mostraban cierto rechazo, aunque no lo sabían.

Era evidente que el amor había pasado por ellos: es decir, la experiencia física. Era curiosa la delicada e inconfundible transformación que experimentaban los cuerpos de hombres y mujeres: la mujer florecía, se redondeaba sutilmente, sus ángulos de juventud se suavizaban y su expresión era nerviosa o triunfal; el hombre se tornaba tranquilo, introvertido, la forma de sus hombros y sus nalgas era menos firme, más difuminada.

En el auténtico entusiasmo sexual dentro del cuerpo, las hermanas casi sucumbieron ante el extraño poder masculino. Pronto se recuperaron, tomaron tal entusiasmo como una mera sensación y permanecieron libres. Los hombres, en gratitud a la mujer por la experiencia sexual, permiten que sus almas escapen hacia ellas. Y después era como si hubieran perdido dos monedas y recuperado una. El hombre de Connie podía estar enfurruñado y el de Hilda mostrarse un tanto burlón. ¡Así son los hombres! Ingratos y jamás satisfechos. Cuando no los aceptas te odian porque no los quieres; y cuando los acoges de nuevo te odian por cualquier otra razón. O sin razón alguna, son niños descontentos y es imposible satisfacerlos, aunque la mujer haga cuanto pueda.

Como quiera que sea, estalló la guerra. Hilda y Connie volvieron apresuradamente a casa, donde habían estado en mayo para los funerales de su madre. Antes de la Navidad de 1914 sus jóvenes alemanes habían muerto y las hermanas los lloraron, los amaban apasionadamente y pronto los olvidaron. Ya no existían.

Las dos jóvenes vivían en la casa paterna —en realidad materna— de Kensington y alternaban con el grupo de jóvenes de Cambridge, el grupo que se pronunciaba por la “libertad”, los pantalones de franela, las camisas de franela de cuello abierto, una muy cultivada especie de anarquía sentimental, una voz susurrante y unos modales extremadamente sensibles. Inesperadamente, Hilda se casó con un hombre diez años mayor, el miembro más antiguo del grupo de Cambridge, hombre al que no le faltaba el dinero y gozaba de un confortable empleo hereditario en el gobierno: para más, escribía ensayos filosóficos. Se fue a vivir con él a una modesta casa en Westminster y se codeó con esa sociedad de gente del gobierno que no ocupa los puestos más altos pero que es, o podría ser, el auténtico poder intelectual de la nación, gente que sabe de qué habla o habla como si lo supiera.

Connie realizaba una forma atemperada de trabajo bélico y se reunía con los intransigentes de pantalón de franela de Cambridge, que por el momento se reían de todo. Su “amigo” era Clifford Chatterley, un joven de veintidós años que abandonó a toda prisa Bonn, donde estudiaba los aspectos técnicos de la minería del carbón. Antes había pasado dos años en Cambridge. Ahora era teniente en un regimiento elegante y, gracias al uniforme, podía burlarse de todo de manera encantadora.

 

Clifford Chatterley era de clase más alta que Connie. Connie pertenecía a la intelectualidad acomodada, pero él era un aristócrata. No de los más elevados, pero lo era. Su padre era baronet y su madre era hija de un vizconde.

Si bien Clifford era de más noble cuna que Connie, de más “alta sociedad”, a su manera resultaba provinciano y tímido. Se sentía confortable en el limitado “gran mundo”, es decir, en la sociedad aristócrata terrateniente, pero lo intimidaba y lo ponía nervioso ese otro gran mundo constituido por las vastas hordas de las clases medias y bajas y los extranjeros. La verdad sea dicha, lo asustaba un poco la humanidad de las clases medias y bajas, y los extranjeros que no pertenecían a su clase. De alguna manera paralizante, era consciente de su indefensión, aunque poseía la defensa del privilegio. Curioso fenómeno de nuestros tiempos.

De allí que la indulgente seguridad de una chica como Constance Reid lo hubiera fascinado. En el caótico mundo exterior, ella era mucho más dueña de sí que Clifford dueño de sí mismo.

Aunque Clifford también era un rebelde, incluso se rebelaba contra su clase. Quizá rebelde sea una palabra excesiva. La verdad es que estaba atrapado en el rechazo general y popular de los jóvenes de todo convencionalismo y de cualquier clase de autoridad. Los padres eran ridículos: el suyo, tan obstinado, el que más. Los gobiernos eran ridículos: en especial el nuestro, de esos que siempre esperan ver qué pasa. Los ejércitos eran ridículos, y lo eran los viejos generales mediadores, sobre todo el congestionado Kitchener. También la guerra fue ridícula, aunque mató mucha gente.

De hecho, todo era un poco ridículo o muy ridículo. Todo lo relacionado con la autoridad en el ejército, el gobierno o las universidades, era ridículo hasta cierto punto. Y también eran ridículas las aspiraciones de la clase gobernante a gobernar. Sir Geoffrey, el padre de Clifford, era intensamente ridículo, talando árboles y sacando a los hombres de su mina para lanzarlos a la guerra; y él mismo era prudente y patriótico, aunque gastaba en su país más dinero del que obtenía.

Cuando la señorita Chatterley —Emma— llegó de las Midlands a Londres para realizar labores de enfermería, hacía constantes comentarios, de manera discreta, sobre Sir Geoffrey y su resuelto patriotismo. Herbert, el hermano mayor y heredero, se reía con ganas, aunque eran sus árboles los que talaban para apuntalar trincheras.

Clifford se limitaba a sonreír nerviosamente. Todo era ridículo, en verdad. ¿Y si se estaba muy cerca uno devenía ridículo también? Al menos la gente de otra clase, como Connie, era sincera acerca de algo. Creía en algo.

Eran más sinceros acerca de los Tommies y la amenaza de la conscripción, y la escasez de azúcar y caramelos para los niños. En todos esos temas las autoridades eran ridículamente culpables. Pero Clifford no se lo tomaba en serio. Para él las autoridades eran ridículas por naturaleza, no por los caramelos o los Tommies.

Las autoridades se sentían ridículas y se comportaban de manera ridícula y entretanto todo era como una fiesta del sombrerero loco. Hasta que las cosas empeoraron y Lloyd George vino a salvar la situación. Esto sobrepasaba el ridículo, y el joven rebelde dejó de reír.

En 1916 Herbert Chatterley murió en combate y Clifford se convirtió en heredero. Cosa que lo aterrorizaba. Sin embargo, su importancia como hijo de Sir Geoffrey y muchacho de Wragby le fueron inculcados de tal modo que nunca pudo escabullirse. Sabía que también esto, a los ojos del vasto y crispado mundo, era ridículo. Heredero ahora y responsable de Wragby. ¿Acaso no era terrible? Y al mismo tiempo espléndido y, quizá, sencillamente absurdo.

Nada tenía Sir Geoffrey de absurdo. Era mediocre y nervioso, introvertido y obstinadamente determinado a salvar a su país y su propia posición, con Lloyd George o con quien fuera. Así de aislado estaba, tan divorciado de la Inglaterra que era en verdad Inglaterra; tan profundamente incapaz que se permitía tener una buena opinión de Horatio Bottomley Sir Geoffrey defendía Inglaterra y a Lloyd George, como sus antepasados habían defendido Inglaterra y a San Jorge, y jamás entendió la diferencia. De modo que talaba árboles y apoyaba a Lloyd George e Inglaterra, a Inglaterra y a Lloyd George.

Y quería que Clifford se casara y tuviera un heredero. Clifford sentía que su padre era un anacronismo sin esperanza. ¿Pero en qué le iba él por delante, excepto en la penosa sensación de que todo era ridículo, y en el supremo ridículo de su propia posición? Así y todo, tomo su baronía y Wragby con gran seriedad.

La alegre excitación había salido al fin de la guerra... muerta. Demasiada muerte, demasiado horror. Un hombre necesitaba apoyo y consuelo. Un hombre necesitaba tener un ancla en el mundo seguro. Un hombre necesitaba una esposa.

Los Chatterley, dos hermanos y una hermana, habían vivido curiosamente aislados, encerrados uno con otro en Wragby, a pesar de sus relaciones. La sensación de aislamiento intensificó los lazos familiares, el sentido de la debilidad de su posición, un sentido de indefensión, a pesar de, o a causa de, el título y la tierra. Se hallaban al margen de las Midlands industrializadas en las que transcurrían sus vidas. Y se habían marginado de su clase social a causa de la naturaleza taciturna, obstinada y solitaria de Sir Geoffrey, su padre, de quien hacían escarnio, pero a quien debían su naturaleza sensible.

Los tres afirmaban que podrían vivir juntos para siempre. Y ahora Herbert había muerto Y Sir Geoffrey deseaba que Clifford se casara. Sir Geoffrey casi no lo mencionaba, pero su muda y lúgubre insistencia dificultaba la resistencia de Clifford.

Pero Emma dijo ¡no! Era diez años mayor que Clifford y sostenía que el matrimonio constituiría una deslealtad, una traición a lo que habían defendido los jóvenes de la familia.

A pesar de todo Clifford se casó con Connie y pasó un mes de luna de miel con ella. Corría el año terrible de 1917 y estaban tan unidos como dos personas juntas en un barco que se hunde. Clifford era virgen cuando se casó y la parte sexual no significaba mucho para él. Con exclusión de esto, él y ella se entendían a la perfección. Y a Connie la contentaba esa intimidad que iba más allá del sexo, más allá de la satisfacción masculina. Por su parte, Clifford no parecía empeñado únicamente en buscar su satisfacción, como sucede con tantos hombres. No, la intimidad era más profunda, más personal. Y el sexo era un simple accidente, un agregado, uno de esos curiosos procesos orgánicos obsoletos que persistían en su propia torpeza, pero no eran realmente necesarios. Connie deseaba tener hijos, aunque sólo fuera para fortalecerla ante su cuñada Emma.

Pero a principios de 1918 Clifford fue enviado a casa destrozado y no hubo hijos. Y Sir Geoffrey murió de vacuidad.

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