Hombre Tigre

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Из серии: Narrativa #13
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Hombre Tigre
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EKA KURNIAWAN

Hombre Tigre

Traducción de Jacinto Pariente

www.armaeniaeditorial.com

Título original: Man Tiger (Verso, 2015)

Primera edición: junio 2018

Segunda impresión: octubre 2018

Tercera impresión: noviembre 2018

Primera edición ebook: agosto 2021

Copyright de la fotografía del autor © Muhammad Fadli, 2013

Copyright de la ilustración de cubierta © AdobeStock, 2018

Copyright de la traducción © Jacinto Pariente, 2018

Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L., 2018, 2021

Armaenia Editorial, S.L.

www.armaeniaeditorial.com

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas por las leyes,

la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 978-84-18994-11-1


Uno

La tarde que Margio mató a Anwar Sadat, el kyai1 Jahro estaba trabajando alegremente en su estanque de peces. Un aroma marino flotaba entre los cocoteros, el océano gemía con tono agudo y una suave brisa agitaba las algas, los árboles del coral y las lantanas. El estanque se hallaba en el centro de una plantación de cacao, los árboles estériles por la falta de cuidado, los frutos resecos y marchitos como guindillas. Las hojas solo eran útiles a los fabricantes de tempeh,2 que las recolectaban por las noches. Por la plantación corría un arroyo lleno de anguilas y peces de cabeza de serpiente que, al desbordarse, anegaba la zona pantanosa que había en sus márgenes. Poco después de que la plantación se hubiese declarado en bancarrota, los lugareños habían puesto lindes, arrancado los jacintos de agua y los espesos matorrales de kangkong y convertido el pantano en un arrozal. El kyai Jahro estaba entre ellos, pero solo cultivó el arroz una temporada. Requería demasiado tiempo y atención. Jahro, que jamás había oído hablar del arroz orión, la variedad de crecimiento rápido, se pasó al cultivo de cacahuetes, más resistentes y menos engorrosos. Cuando llegó la cosecha, sus tierras rindieron dos sacos de vainas que le hicieron preguntarse cómo iba a comérselas todas. Así que convirtió su parcela de pantano en un estanque y arrojó en él un puñado de alevines de peces mujair y nila. Desde entonces, su pasatiempo favorito era alimentar a los peces antes de la caída del sol y verlos mordisquear la agitada superficie del agua.

Estaba echando salvado de arroz y hojas de mandioca y papaya al agua, en la que los peces aleteaban animadamente, cuando una motocicleta rugió en la distancia. Conocía tan bien aquel sonido que ni se molestó en alzar la cabeza. Era incluso más familiar que el sonido del tambor del surau,3 que se escuchaba cinco veces al día. Se trataba de la Honda 70 roja y brillante del comandante Sadrah, que transportaba a su dueño al surau o llevaba a su esposa al mercado, y en otras ocasiones, cuando Sadrah no tenía nada mejor que hacer, simplemente recorría las esquinas desiertas del barrio a la caída de la tarde.

El comandante Sadrah tenía más de ochenta años, pero se mantenía en buena forma. Aunque hacía ya mucho tiempo que se había jubilado del ejército, todos los años desfilaba con sus camaradas veteranos en el Día de la Independencia. Se decía que el ayuntamiento de la ciudad le había concedido una parcela en el cementerio de los héroes en recompensa por sus servicios, cosa que él interpretaba como una invitación a morirse pronto. Hizo un viraje con la motocicleta y se detuvo junto al estanque. Después de apagar el motor, se secó la boca, sobre la que pendía un oscuro bigote, gesto sin el cual no se sentía él mismo. Jahro no levantó la vista hasta que el comandante Sadrah llegó hasta su lado. Hablaron de la tormenta de la noche anterior, que por suerte había comenzado después de la película patrocinada por la compañía de tónico de hierbas que proyectaban en el campo de fútbol, aunque sin duda había dejado desolados a los dueños de los estanques.

Hacía unos meses, se había desatado una tormenta similar que había durado una semana. El caudal del arroyo, por el que normalmente corría más fango que agua, había subido dos metros, arrastrando montones de gansos corriente abajo, y se había tragado los estanques de la ribera. Los peces, que habrían llenado las panzas de los lugareños y sus hijos, desaparecieron casi por completo. Cuando bajó el nivel del agua, solo quedaban caracoles y tallos de plátano. Jahro miró al comandante Sadrah y le dijo que había preparado unas redes para cubrir sus estanques y proteger a los peces en el futuro.

En ese momento, un anciano montado en una bicicleta, agachándose para evitar las ramas de los árboles de cacao, llamó a Jahro. Ma Soma, que enseñaba a los niños a leer el Corán en el surau, saltó justo a tiempo de evitar que la bicicleta chocara con el dique. Con ambas manos en el manillar, la bicicleta piafó como un caballo al que tiraran de las riendas. Les contó jadeante que Margio había asesinado a Anwar Sadat. Lo dijo de una forma que sugería que Jahro debía acudir rápidamente a oficiar las oraciones fúnebres, pues esa había sido una de sus obligaciones durante los últimos años.

—Por Dios —dijo el comandante Sadrah. Intercambiaron miradas perplejas durante un momento, como si se tratara de una broma que no lograban comprender—. Lo he visto esta misma tarde. Llevaba en la mano una vieja espada samurái oxidada. Dichoso crío, espero que no recuperara esa maldita reliquia de la guerra después de que yo se la confiscara.

—No lo hizo —dijo Ma Soma—. Le ha mordido la yugular a Anwar Sadat.

Nadie había oído nunca una cosa semejante. En los últimos diez años se habían cometido en la ciudad una docena de asesinatos, y en todos se habían utilizado machetes o espadas. La causa de la muerte nunca había sido un arma de fuego o un kris y desde luego, jamás una mordedura. A veces la gente se atacaba a dentelladas, sobre todo las mujeres cuando peleaban entre sí, pero nadie moría de esa forma. Las identidades del asesino y su víctima hacían que el asunto fuera aún más extraño. Conocían perfectamente al joven Margio y al viejo Anwar Sadat. Era impensable que esos dos personajes protagonizasen semejante tragedia, por muchos deseos que Margio tuviera de matar a alguien y por muy odioso que fuera el hombre llamado Anwar Sadat.

Se sumieron en sus cavilaciones unos minutos, perdidos en pensamientos de sangre rancia brotando de un cuello agujereado y un adolescente paralizado por el pánico, atónito ante su propia monstruosidad, la boca y los dientes rojos como el hocico de un cuón4 después de acabar con su presa matutina. Aquellas escenas imaginarias eran completamente inverosímiles. Incluso el devoto kyai Jahro se olvidó de pronunciar el Innalillahi,5 mientras que, por su parte, Sadrah musitaba palabras inconexas y estaba tan asombrado que por una vez no se acordó de limpiarse la boca. Ma Soma se estaba cansando de estar allí de pie y le dio la vuelta a la bicicleta haciéndoles señas de que se apresuraran, así que se marcharon de allí más asustados aún, como si el asesinato no se hubiera producido y ellos se dirigieran a evitarlo.

Lo cierto era que, a su vuelta de las oraciones del principio de la tarde en el surau, Sadrah, que llevaba puesto su sarong, había visto al joven cargar la espada de samurái desde la garita donde montaba guardia el vigilante nocturno. Todo el mundo hablaba ya de la espada como si fuera la prueba de que hacía mucho tiempo que el joven albergaba intenciones asesinas. La garita del vigilante nocturno estaba en el centro del pueblo, frente a una difunta fábrica de ladrillos cubierta de malas hierbas. El joven caminaba lentamente con la espada de samurái colgando de la mano mientras la punta arañaba el suelo. Después se sentó en un banco y se dedicó a empuñar la espada y golpear con ella el tambor de hendidura hecho de madera que se utilizaba para dar la alarma. Varias personas lo vieron, pero no le dieron mayor importancia. La espada estaba tan vieja y oxidada que no se podía decapitar con ella ni al más raquítico de los pollos.

Décadas después del fin de la guerra, los montones de espadas que los japoneses habían dejado tras de sí se habían convertido en objetos de decoración o en talismanes. Según recordaba Sadrah, la mayoría no eran ya más que trastos abandonados y comidos por el salitre del aire. Quizá Margio la hubiera encontrado en el basurero o escondida en la fábrica de ladrillos. Sadrah decidió no pasar por alto el hecho de que, por muy estropeada que estuviera, una espada era una espada, si bien no sospechaba que Margio tuviera la intención de acabar con la vida de Anwar Sadat. Hasta donde los vecinos sabían, nada indicaba que estuvieran enemistados.

Le había confiscado la espada a Margio sobre todo porque le preocupaba que hubiera bebido demasiado licor de arroz glutinoso y anduviera buscando pelea. A los jóvenes les gustaba emborracharse, lo cual era la causa de innumerables problemas. Desde luego, el joven no iba a matar a nadie con aquel cacharro oxidado, pero quién sabe qué podía pasar si con la borrachera se le ocurría golpear al perro de un vecino y este le respondía con una pedrada y las cosas terminaban por salirse de madre. Además, la noche anterior se había congregado una multitud en el campo de fútbol para la proyección de la película patrocinada por la compañía de tónico de hierbas, ocasión propicia para que se escapara el demonio de las peleas que acechaba a los muchachos. La violencia podía prolongarse hasta el día siguiente y a menudo hasta varios días después. En todo caso, Sadrah tenía razón en preocuparse por el hecho de que alguien se pasease por ahí con una espada de samurái desnuda, por muy inofensiva que pareciera.

 

—¿Por qué? —preguntó Margio, al que no le apetecía entregar su juguete—. Mírelo, no es más que un trozo de metal viejo que no sirve para nada.

—Sí, pero puedes matar a alguien con él —replicó Sadrah.

—Eso es justo lo que estoy planeando.

A pesar de que el joven había manifestado claramente que tenía la intención de cometer un asesinato, Sadrah no le hizo caso. Después de intentar convencerle y de amenazarle con encerrarlo en el cuartel, le quitó la espada, se la llevó a su casa y la lanzó encima de la perrera del patio trasero.

Se olvidó rápidamente de la espada de samurái oxidada y no vio venir el desastre que se avecinaba. Quizá se hubiera vuelto autocomplaciente con la edad. Ahora lamentaba haberla confiscado. De no haberlo hecho, quizá Anwar Sadat seguiría aún con vida. Por mucho que le hubiera golpeado con ella, no le habría causado más que contusiones y huesos rotos. El comandante se estremecía al imaginarse al joven sujetando a Anwar Sadat mientras le clavaba los dientes en el cuello.

Esa tarde les había dicho a los muchachos que se tomaran un descanso y se dedicaran a ir detrás de las chicas si les apetecía, y que se aseguraran de tener alguien con quien divertirse ese fin de semana. Al día siguiente, como era habitual, los llevaría a cazar jabalíes. Durante la temporada de caza, los jóvenes se portaban bien y no se emborrachaban los sábados por la noche, pues de lo contrario Sadrah no los invitaba a la cacería o, peor aún, podían acabar atravesados por los colmillos de un jabalí. Se iban a la playa en grupos, arrastrando con ellos a las chicas salvajes o saludando a las señoras respetables con bolsas de naranjas y tímidas sonrisas. Volvían a casa antes de las diez, dóciles y obedientes, y dormían a pierna suelta hasta que la llamada a la oración los despertaba al alba. Condenado muchacho, maldijo el comandante Sadrah al pensar en Margio, que en vez de descansar y prepararse para la próxima cacería de jabalíes había ido a la casa del peludo y porcino Anwar Sadat y lo había asesinado.

La caza del jabalí era el pasatiempo favorito de los hombres del pueblo desde hacía muchos años, cuando Sadrah era aún la autoridad militar del lugar. El mismo Anwar Sadat siempre había sido un entusiasta de las cacerías, cuando terminaba la cosecha y la gente dejaba la tierra en barbecho un tiempo. Aunque jamás había empuñado una lanza o corrido por las colinas, siempre contribuía con cajas de comida llenas de arroz y huevos fritos, y una camioneta para transportar a los cazadores hasta el borde de la jungla. Disfrutaban de la caza tres veces al año, los domingos de la estación lluviosa en que no llovía. Entre una jornada de cacería y otra domesticaban a los cuones y los enseñaban a seguir un rastro.

De todos los cazadores que habían estado al mando de Sadrah, Margio era el campeón. Llevaba en la espalda la cicatriz de un afilado colmillo de jabalí y sus amigos sabían cuántos cochinos había doblegado su lanza antes de conducirlos hasta la trampa y encerrarlos vivos en ella. Los jabalíes muertos no les interesaban. Incluso cuando se enfrentaban a un jabalí enfurecido, los muchachos evitaban matarlo. Lo herían un poco y lo obligaban a meterse en la trampa. Los querían vivos para organizar peleas de jabalíes y cuones al final de la temporada de caza. Durante las cacerías de estos estúpidos animales, Margio se había ganado el título de jefe de batidores debido a su poderoso paso y a su lanza despiadada. No todos tenían el valor de asumir esa función, que exigía correr a la par del jabalí igualando su velocidad. Era una hazaña que le había granjeado a Margio la admiración de sus compañeros.

Unas semanas antes, Sadrah se quedó consternado al enterarse de que Margio había desaparecido. Se había largado y nadie sabía dónde. Algunos de sus amigos lo buscaron por la playa, donde a veces se le veía echando las redes o atrapando rayas con los pescadores, pero nadie sabía nada. Durante las dos semanas previas había acampado un circo cerca del campo de fútbol, así que la gente concluyó que lo más probable era que Margio se hubiera unido a la compañía y anduviera por ahí de pueblo en pueblo. A Sadrah, que ya tenía listos a los feroces cuones, le entró el pánico. El jefe de batidores era irremplazable. La semana anterior, la primera cacería había sido un desastre. Solo habían atrapado dos jabalíes, sobre todo gracias a la agilidad de los cuones. Ese mismo día se supo que el padre de Margio había muerto.

Se llamaba Komar bin Syueb y su muerte trajo a su desaparecido hijo de vuelta a casa. Nadie estaba más contento de su retorno que Sadrah, frustrado por el fracaso de la cacería, pero no se atrevió a invitarle a volver a la jungla el domingo siguiente por respeto al periodo de luto. Margio apareció cuando los cazadores se bajaban del camión con dos jabalíes chillando en una jaula y docenas de cuones atados con correas de cuero. Los saludó alegremente, a pesar de que su padre estaba aún por enterrar.

Poco después del funeral, Margio visitó a Sadrah. Acarició con cariño a los cuones en el patio trasero de su casa. Se acuclilló y los abrazó uno a uno, sacándoles la cera de las orejas y permitiéndoles mordisquearle las chanclas y el dobladillo de los pantalones. No había en su cara rastro alguno de tristeza. Por el contrario, parecía increíblemente feliz, como si hubiera ganado una apuesta inesperada.

El comandante Sadrah sabía muy bien que el muchacho no se llevaba bien con su padre e incluso sospechaba que lo quería muerto. Conocía a la familia desde que habían llegado al pueblo y Margio no era más que un mocoso con una bolsa de canicas con la que se camelaba a los otros niños para que jugaran con él. Sadrah llegó a conocer bien al padre, y más de una vez lo había visto golpear brutalmente a Margio por las faltas más insignificantes. Ahora que ya no estaba, el astuto muchacho era incapaz de ocultar su contento, pensaba Sadrah, así que cuando Margio lo vio acercarse no se lo pensó dos veces y le preguntó si habría cacería la semana siguiente. Deseaba participar incluso si tenía que llevarse su propio almuerzo y cederle el puesto de jefe de batidores a otro.

Por supuesto, Sadrah le devolvió su puesto.

Lo que era evidente ahora era que Margio no sería jefe de batidores en la cacería del domingo. Maldito crío, pensó Sadrah. Hasta el día que le quitó la espada y se la llevó a su casa apoyada sobre el hombro con las piernas envueltas en un sarong, sintiéndose como si viviera en la belicosa época de los califas, nunca había creído que Margio se metiera en peleas. Tanto sobrios como borrachos, los jóvenes se peleaban con frecuencia. Siempre estaban dispuestos a enzarzarse a puñetazos a la más mínima provocación: un tropezón involuntario durante un concierto de dangdut,6 una cabeza que tapaba la pantalla durante una película, o si se enteraban de que una chica que les gustaba salía con otro. Vivir en una época más o menos tranquila de la historia de la república, en la que los asuntos de la guerra estaban reservados a los militares, volvía temeraria a la juventud. En la época en que Sadrah estaba al mando de los soldados del pueblo, su ocupación principal era sofocar estos altercados. Pero hasta donde él sabía, Margio nunca había participado en la violencia, aunque era famoso por su fuerza.

Era un chico al que no le gustaba quedarse en casa, pero sabía comportarse. No era tan tonto como para perder el tiempo armando bronca, así que durante el día se ganaba la vida haciendo trabajillos y se gastaba el dinero que ganaba en cerveza y tabaco. Tenía mal genio, pero era amable. Todos sabían que odiaba a su padre y creían que era capaz de acabar con él, pero nunca lo había intentado. No era pendenciero. Cuando se enteró de que había matado a Anwar Sadat, Sadrah no daba crédito.

Estaba tan convencido de que el chico era inofensivo que había olvidado inmediatamente que Margio le había dicho que planeaba matar a alguien. Cuando caía la noche, después de dar de comer restos de carnicería fritos a los cuones, sacó la Honda 70. Se la había regalado un comisario de policía local hacía años y aunque no tenía papeles ni matrícula, por suerte nunca le habían puesto una multa. Posiblemente, el comisario se la habría confiscado a algún delincuente y como después de unos meses nadie la había reclamado, pasó a ser propiedad de Sadrah. Había muchas motocicletas requisadas y después de la Honda 70 el comisario le había ofrecido otros modelos más modernos, pero Sadrah permanecía fiel a su vieja favorita. Quizá le gustara su aspecto anticuado, aunque se estropeara con frecuencia e hiciera más ruido que un molino de arroz.

Se paseaba rugiendo con ella sin casco y en chanclas por los callejones en dirección a la playa y los arrozales por el camino que atravesaba la plantación. Le gustaba sentir la brisa de la tarde, contemplar el paisaje y saludar a la gente con la que se cruzaba por la carretera. De vez en cuando iba al taller a que le hicieran una puesta a punto y otras veces se paraba en un chiringuito a tomar café, antes de continuar su ruta con una pipa en la boca que soltaba más humo que el tubo de escape. Iba a detenerse tan solo un momento cuando vio a Jahro junto a su estanque, pero la noticia que traía Ma Soma acabó con su paseo vespertino.

El comandante Sadrah corrió hasta su motocicleta, que estaba apoyada contra un cocotero, se montó en ella e intentó ponerla en marcha, lo cual nunca era fácil. Logró arrancar varias veces, pero el motor se calaba. Finalmente, aprovechando que funcionaba, dio un acelerón que hizo que la motocicleta sonara como un tambor de lata. Por señas, indicó al kyai, el profesor de Corán, que se subiera él también, preocupado por que el motor se calara de nuevo. El kyai Jahro se sentó firmemente detrás del comandante después de arrojar el resto del salvado al estanque y lavarse las manos y los pies en el caño. Mientras recorrían el camino lleno de baches, aún resbaladizo por la lluvia de la noche anterior, la motocicleta parecía más frágil que un burro con fiebre. El peso de los dos hombres era un esfuerzo tan grande para el motor que tenían que ayudarle de vez en cuando empujando con los pies. Al llegar a la carretera recta y llana que pasaba frente al campo de fútbol, la moto empezó a coger velocidad; Ma Soma les seguía a distancia en su antigua bicicleta.

—Lo único que ese crío ha hecho de malo en su vida ha sido robar pollos —dijo Jahro—. Y encima eran de su padre.

No era ningún secreto. Todo el pueblo sabía que Margio le robaba los pollos a su padre. No porque lo necesitara, sino por venganza. —No tengo ni idea de cómo se le puede haber ocurrido arrancarle la cabeza a mordiscos a alguien —dijo Sadrah.

Anwar Sadat yacía inmóvil bajo una tela de batik de color marrón en el suelo de su habitualmente luminoso salón, ahora ensombrecido por la inconsolable pena y el ululante gemir de las mujeres. La tela estaba empapada de rojo y se había pegado al contorno del cadáver, mientras la sangre aún corría por el suelo. Oscura y coagulada. Nadie se atrevía a descorrer la cortina que separaba el mundo de los vivos del de los muertos, pues todos eran conscientes de la enorme herida, más pavorosa que cualquier fantasma. Solo pensar en ella provocaba náuseas y hacía que la gente se apartase del cuerpo.

Dos policías llegaron en un coche patrulla. La luz roja siguió girando después de que la sirena hubiera enmudecido. Permanecieron inmóviles en la puerta, eran las dos únicas personas que habían tenido la oportunidad de apartar la tela brevemente antes de volver a dejarla en su sitio. Aunque no tenían motivos para estar allí, se sentían parte del suceso. La mujer de Anwar Sadat no les permitió llevarse el cuerpo para que le practicaran la autopsia, lo cual era razonable. No había ningún misterio en cuanto a la causa de la muerte o la identidad del asesino. Anwar Sadat no necesitaba que lo examinasen, lo único que necesitaba era el lavado ritual, algodón para cubrir la herida y un entierro inmediato.

Lo más seguro era que no lo enterraran hasta la mañana siguiente. Maharani, su hija menor, estaba en la universidad y no llegaría al pueblo antes del amanecer. El hecho de que la hija se encontrara en casa la noche anterior aumentaba el dramatismo. Había pasado allí toda su semana de vacaciones antes de marcharse de buenas a primeras aquella misma mañana. La gente se imaginaba cómo la tragedia se extendía hasta la lejana habitación de Maharani, donde la joven, aún agotada, deshacía el equipaje. Tendría que volver a meter sus pertenencias en la bolsa o dejarlas allí y partir entre lágrimas y con mil preguntas en la cabeza, ya que cuando se había marchado su padre estaba perfectamente. No le dijeron que lo habían asesinado. Solo le enviaron un breve mensaje comunicándole su muerte, y ahora la chica estaría corriendo a toda prisa hacia el próximo tren o autobús que la trajera de vuelta a casa.

 

Por el jardín y la terraza de la casa del difunto había grupos de mujeres cuchicheando unas con otras y pergeñando sus propias versiones de lo sucedido. Decoraban el espacioso jardín cinco palmeras aceiteras y un carambolo, de una de cuyas ramas colgaba un neumático en el que se columpiaban los niños. Junto a la carretera, un majestuoso flamboyán sembraba de pétalos una alfombra de hierba japonesa en la que los niños jugaban a las peleas y daban volteretas y por la que deambulaba una familia de pavos. En dos de las esquinas había estanques con grandes carpas y flores de loto y pequeñas fuentes cantarinas. Los bordes y el centro de los estanques estaban adornados con estatuillas de piedra de lavanderas semidesnudas y niños nadando esculpidas por las hábiles manos de Anwar Sadat.

Otra de sus obras populares entre el vecindario era un tambor de hendidura con forma de pene colgado delante de la casa. Hacía las veces de timbre para las visitas. Anwar Sadat había llegado al pueblo hacía años. Antes de casarse y establecerse en el lugar se había licenciado en Bellas Artes y vendía cuadros por la playa. Siempre decía que era un gran admirador de Raden Saleh, y colgaba por la casa sus propias reproducciones de las obras del gran pintor, cuya técnica imitaba descaradamente, incluyendo el famoso cuadro de la batalla entre el tigre y el bisonte. No le preocupaba lo más mínimo que su reputación artística fuera conocida solo por los que vivían cerca de su casa.

Se casó con una aprendiz de comadrona que le había encargado un retrato. Anwar Sadat la pintó mucho más hermosa de lo que nunca había sido y ella se enamoró de él. Como no quería romperle el corazón, se casaron rápidamente, después de lo cual descubrió que se había hecho muy rico, ya que la joven era la heredera de la mitad de las tierras del pueblo. A partir de entonces, debido a la herencia de su esposa, que también trabajaba de comadrona en el hospital, dejó de perseguir la fama como artista. Pero, por supuesto, siguió pintando y haciendo esculturas, sobre todo retratos de personas que conocía y copias perfectas de las obras maestras de Raden Saleh. Excepto por un retrato del comandante Sadrah en su hogar, sus lienzos eran la exposición colectiva de una miríada de hermosas mujeres.

Nunca tuvo un verdadero empleo después de abandonar la profesión de pintor. Se pasaba su ilimitado tiempo libre jugando al ajedrez con Sadrah, patrocinando al equipo de fútbol local y seduciendo chicas. Al último de esos hábitos, la persecución y seducción de chicas, y ocasionalmente de viudas jóvenes o esposas dispuestas, le ponía mucha más pasión de la que jamás le había dedicado a la pintura. Esto tampoco era un secreto, porque los secretos no duraban mucho en las bocas de sus vecinos. Aun así, su reputación de inmoral nunca eclipsó el respeto que la gente sentía por él, y en las reuniones siempre le permitían pronunciar largos discursos, con los que demostró ser un elocuente orador. Tenía encanto, y la gente se lo perdonaba todo. Además, hay que considerar el hecho de que pocos de sus amigos podían afirmar con honestidad tener mejores modales.

Nadie vio a la Parca sentada sobre su hombro aquella mañana. Anwar Sadat era un diablillo risueño, siempre alegre como si la muerte no pudiera tocarle. Como de costumbre, fue a desayunar al puesto de tortitas, donde se apretujó en la cola con colegiales de uniforme que esperaban a que sonara la campana de la escuela con cara de preocupación. Los allí presentes lo oyeron bromear con la boca llena de tempeh frito y tortitas. Estaba sentado en el banco frente a los fogones mientras el vendedor vertía la masa en la plancha y revolvía los buñuelos en un wok lleno de aceite. Pellizcó las barbillas de las niñas de uniforme hasta que su indecencia las hizo protestar y se echaron a un lado para evitar sus súbitos intentos de besarlas en la cara.

Todos lo recordaban claramente con sus shorts blancos y una camiseta de tirantes con el logo de la joyería abc. Era rollizo y algo indolente debido a la edad y la falta de ejercicio, pero no por ello dejaba de presumir de que se le ponía la polla tan dura como una piedra, y jamás se había molestado en ocultar su explosiva lujuria. Aquella mañana habló mucho; estaba preocupado por su hija menor, que había decidido marchase de buenas a primeras, aunque aún estaba de vacaciones, y se había ido sola a la estación con su bolsa, negándose a que la acompañaran.

La noche anterior, después de ver la película en el campo de fútbol, no había querido hablar con nadie. No quiso cenar ni ver la televisión como siempre, y en toda la noche no se oyó ni un pitido de la radio que normalmente escuchaba. Ni siquiera había ido al baño, y a Anwar Sadat le sorprendió que, siendo una chica tan religiosa, no hubiera hecho las oraciones del amanecer. Por la mañana salió de su habitación aún sin hablar y con los ojos llenos de lágrimas. Anwar Sadat no tenía ni idea de qué le habría pasado y temía que le soltara un grito si intentaba averiguarlo. Se preguntaba si sería él la causa de su enfado. La chica simplemente pasó por delante con su toalla camino del baño. Y además sucedió otra cosa fuera de lo normal: salió del baño apenas un momento después. Volvió a su habitación y se maquilló levemente, como si creyera que estaba todo lo hermosa que tenía que estar. Después salió con una bolsa, no desayunó nada y dijo bruscamente, «tengo que irme».

Retrospectivamente, parecía que sus ojos abatidos y su semblante sombrío eran un presagio de que su padre iba a morir esa misma tarde. Salió de casa con prisas, insistiendo en irse sola a la estación de autobuses, como si les sobrara tiempo para verse en el futuro. En el puesto de tortitas, Anwar Sadat no paraba de refunfuñar sobre Maharani, pero en realidad no estaba enfadado; era solo una excusa para presumir de hija.

Anwar Sadat tenía tres hijas, nacidas en los primeros años de su matrimonio, cuando su mujer y él aún tenían fuego suficiente para agotarse el uno al otro en la cama. Años después, cuando su amor se había enfriado, la gente empezó a olvidar el nombre de su esposa, Kasia, y la llamaban simplemente Señora Comadrona. Anwar Sadat tenía suerte de no haber dejado embarazada a ninguna de sus amantes. Los hijos bastardos eran siempre mayor problema para la familia del padre que para la de la madre. Sus hijas habían heredado tanto su promiscuidad como su atractivo.

Su aspecto había cautivado a muchas mujeres a lo largo de los años, y Anwar Sadat seguía siendo guapo incluso en su vejez, cuando su cuerpo se había hinchado y solo le quedaba pelo en algunas zonas de la cabeza. Incluso entonces seguía llamando la atención de alguna que otra atrevida amante en potencia. El buen aspecto de Anwar Sadat contrastaba asombrosamente con el de Kasia. Con su nariz de loro, su mandíbula ancha y sus fríos modales aristocráticos, parecía más una bruja que una princesa. No es que fuera excepcionalmente fea, sino que la mayoría de los hombres no la encontraba atractiva en absoluto. La opinión general era que Anwar Sadat se había casado con ella por su dinero, y gracias a su dinero podía permitirse acostarse con tantas mujeres, de lo cual su esposa estaba al corriente en la mayor parte de los casos, si bien elegía no enterarse, siempre y cuando no dejara a ninguna embarazada.

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