Velocidad de los jardines

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Velocidad de los jardines
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Eloy Tizón
Velocidad de los jardines
Edición revisada por el autor

Eloy Tizón, Velocidad de los jardines

Primera edición digital: febrero de 2017


ISBN epub: 978-84-8393-599-6


© Eloy Tizón, 2017

© De la fotografía de cubierta: Paloma Navares, VEGAP, Madrid, 2017

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2017


No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.


Colección Voces / Literatura 237


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Zoótropo
(Biografía de un libro)

a Almudena



Todos caemos en la batalla,

pero todos volvemos a casa.

Djuna Barnes

La marca de nuestro frigorífico era Kelvinator. El televisor era Telefunken: una caja lúgubre y panzuda, de tecnología germana, con un contrachapado de imitación madera, que se reducía a sintonizar dos cadenas estatales; no había otras. Existía una talla especial de ropa, para esa edad nebulosa que se extiende entre el fin de la infancia y el comienzo de la adolescencia, denominada cadete: un calificativo humillante. Crecer era verte entrar y salir desdoblado del espejo del probador con la etiqueta del precio en el cuello, entre un garabato de perchas. Los coches aparcados en la calle estaban amortajados en una funda gris monja. La bruma no llegaba a disiparse del todo. Algunos atardeceres, sin saber por qué, apoyábamos la frente en el cristal de la ventana y nos quedábamos así, ausentes y repartidos, durante mucho rato. El mundo nos hacía temblar. Siempre hacía frío o nosotros siempre teníamos algo de frío.

En esos años vivíamos como drogados de amor, y no teníamos a nadie a quien amar sin condiciones. Y tampoco a quien encomendarnos o recurrir si necesitábamos ayuda, consejo o rendir cuentas por nuestros actos. Vivíamos, por decirlo con un verso intocable de Chesterton, «para ver cómo Dios rompía sus amargos hechizos». Los ovnis existían y abducían personas. Los aviones se volatilizaban sin dejar rastro en el Triángulo de las Bermudas, con todos sus pasajeros a bordo, sus azafatas y sus bolsitas de cacahuetes. La bomba atómica pendía del cielo, apuntando sobre nuestras cabezas revueltas, sin decidirse a caer. El sexo era un laberinto complicadamente simple: como tener un alien incrustado entre los muslos. Robin de los Bosques era un pálido fantasma en la pantalla del comedor, entre cortinas y apliques. Nuestro padre se bebía todas las noches, antes de acostarse, un vaso de bicarbonato para prevenir la acidez de estómago. Los discos de vinilo giraban en sus órbitas con disciplina, una y otra vez: pasaron de largo por nuestras leoneras de estudiantes y ya no volverían nunca. ¿Cuándo, dónde? Nacimos y crecimos en un mundo de oportunidades fallidas, de regalos para otros, de narraciones falsas. No future era el grito de guerrilla que nos llegaba desde otro idioma, más bien un alarido colectivo, vociferado por gargantas de nuestra edad o con pocos años más, vándalos con crestas teñidas de colores y correas de perro en el cuello, parados en alguna esquina remota llamada Picadilly Circus.

Estábamos solos. El perro de Paulov se hizo viejo y hubo que sacrificarlo. No future. El moho nunca duerme. Vivíamos para ver cómo Dios rompía sus amargos hechizos. Habíamos caído al otro lado de la historia. Un espectro de vulgaridad recorría los escaparates, desnudando a los maniquíes, contaminándolo todo en aquel barrio madrileño donde crecimos, junto a dos hermanas maravillosas, inteligentes y bellas, al otro lado del río, lejos del centro.

Era un río pobre, para pobres, un río cacofónico, salpicado de islitas de espuma sucia y anillos de detritus, al que algunos domingos por la tarde, segundos antes de apagarse, el ocaso prendía fuego aparatosamente con un linternazo de sol, incendiando la basura, hasta que aquella luz marciana parecía a punto de explotar y desenfocarnos de amarillo, rojo y verde, en una colisión de supernovas.

Vida de frontera. Bloques de pisos baratos sin calefacción ni ascensor. Suelos de sintasol y paredes de gotelé, con textura de rallador de tomate. Bajo nuestras ventanas no navegan góndolas venecianas, sino el caramillo del afilador. Hay más bingos que bibliotecas. Más salones de bodas que galerías de arte. Más billares que luciérnagas. El campo de fútbol al que nos llevan a trotar durante la hora reglamentaria de gimnasia, ya sea invierno o verano, tiene el suelo de tierra; al removerla con nuestras carreras, desprende un intenso aroma a café. En agosto, los cines Kursal y Canadá publicitan el frescor del aire acondicionado de sus salas con marquesinas gigantescas en las que aparece la pintura de un oso polar entre glaciares: una hipérbole disculpable. Almacenes Saldaña, maletas Imperator, Saldos Bombín, La Casa de las Tartas con su empacho de merengue. La cubeta de agua hirviendo en la que el practicante esteriliza la jeringuilla, antes de clavártela en la nalga. Si eras hijo del carnicero, tenías grandes probabilidades de ser también carnicero.

Un anuncio en las páginas color salmón del periódico recomienda: «Hazte protésico dental». El porvenir estaba en la ofimática, que nadie sabía muy bien lo que era. O en estudiar oposiciones, que siempre es algo seguro. Todo eso nos angustiaba, nos repelía por instinto. No teníamos vocación de subordinados, lo descubriste pronto. Ni tampoco de mariditos ni de padres de familia que lavan el coche el domingo y abrillantan los cromados, con su juego de gamuzas. Habrías querido huir lejos, a Berlín, o aprender cine. Puestos a fracasar, mejor fracasar a lo grande.

Casi siempre estabas solo y sin dinero, cavilando. Un test de personalidad del instituto te diagnosticó: «Piensas mucho, pero no llegas a ninguna conclusión». Aunque en su momento te escoció, tienes que reconocer que era cierto. Dedicas más tiempo a soñar despierto que a ninguna otra actividad, las manos en los bolsillos, patadas a las piedras. ¿Encontraría alguna vez un amigo de verdad, una ocupación estable o la calma despeinada de una novia? Lo dudas. Y la idea de escribir un libro y verlo un día publicado, tuyo, expuesto entre otros libros –sin saber en el fondo qué era un libro, algo que imaginas como un repertorio de temperaturas o un rasguño del ánimo–, era un sueño tan enorme que, sencillamente, te dejaba sin aliento.

Sueñas que un compañero de clase te envía por correo una tabla de planchar.

Un anuncio de bolígrafos de esos años: «La vida es corta. Escríbela».

Se trataba de eso: de vivir para escribir. Un día sin escritura es un día defectuoso en el que te sientes vacío por dentro, impostor y nadie. Un gran día es un día mecanográfico, pasado a limpio, convertido en huella dactilar, en impronta, con su prosa morada de carmín o uva prensada. Con esa mezcla de gracia y de bricolaje que es la escritura.

No estás orgulloso de nada de lo que escribes (lo rompes todo), pero sí de la fe con que lo escribes.

Te deslumbra la Gran Vía: es una grieta de luz. Lugar sagrado. Allí estrenan esas películas que, según la bella expresión de un crítico francés, «miraron nuestra infancia».

Primeras impresoras matriciales, con su cacareo traumático. Sarampión amarillo de la pegatina inocente de Smiley, en carpetas de estudiantes y carrocerías de coches. La cara satinada y andrógina de Boy George, el cantante de Culture Club, mirándote desde la carátula de un disco, en el escaparate de una tienda de barrio llamada Eme Efe (MF): un óvalo virgen de una delicadeza oriental, una madame Butterfly como de aerógrafo, maquilladísimo, con imitadores y clones por todas partes de la ciudad, al igual que Siouxsie, al igual que Nina Hagen, al igual que Michael Jackson (alguien, como en sueños, baila el moonwalk), al igual que Robert Smith, el vocalista de The Cure, con quien podías tropezarte un sábado por la noche, sentado en el andén, aguardando el mismo metro que tú.

Y dentro del vagón había dos más.

Aún no se había inventado el Alzheimer. Cuando nuestros abuelos perdían la memoria lo hacían por demencia senil o demasiados años encima o causas desconocidas. Fuera triunfaban toda clase de enfermedades modernas y aerodinámicas, dispuestas a ser ensayadas con éxito. Pero nosotros, aquí en la periferia sur de Europa, que no leíamos revistas científicas ni estábamos al día de las últimas y novedosas tendencias mortuorias, seguíamos yendo a los asilos a morir de las mismas decrépitas y lentas enfermedades de siempre, que ya no se estilaban: insuficiencia renal, rubeola, escarlatina, tos ferina, peritonitis, cólico miserere.

Un día, en un museo del cine, viste un antiguo aparato óptico denominado zoótropo, que te fascinó. Un carrusel con fotografías y espejos montado en un cilindro, que al girar producía una bella ilusión de movimiento: el galopar de un corzo. Ningún corzo real, sorprendido en medio de la espesura, en plena naturaleza, te ha acelerado tanto las pulsaciones, después, como ese juguete proustiano, gracias al cual entendiste el espejismo del arte y su galopada fantasma. Hacer arte era volar sin moverte de tu sitio.

 

Del vértigo de la velocidad al vértigo de la quietud: entre esos dos extremos te lo jugabas todo, en un solo párrafo.

Tenías la corazonada, entonces, de que morirías joven. En un accidente de automóvil, tal vez. Antes de soplar treinta velas. Ese era el plazo. Ya no recuerdas si era un deseo simbólico o un síntoma de ansiedad ante el futuro. No te daba pena abandonar este escenario después del primer acto. Los minutos volaban. Nunca pasaba nada. El periódico de hoy trae las mismas noticias que el periódico de ayer. Las tartas se agotaban, tendrías que administrar bien el calendario, no malgastarlo en virutas. Escribir un libro o dos: eso era todo. Imagínate que saltas al vacío y no se te abre el paracaídas. Había que concentrarse a fondo para exprimir algo digno. Sí, pero ¿qué páginas? ¿Qué páginas?

Sueñas que estás en la cárcel. En el patio con soportales, casetas de libros.

Colores anfetamínicos de los 80, con sus tribus urbanas de plástico. Explosión de polaroids. Cubo de Rubik, manos borrosas como anticipo del Parkinson. Ada o el ardor. Poeta en Nueva York. Los niños terribles de Cocteau. Greguerías de Ramón. Versos apátridas de Vallejo y Rilke. ¿Quién habla de victorias? / Sobreponerse es todo. Lecturas desordenadas de los filósofos presocráticos, ya desde entonces tus favoritos. Los cortometrajes de Iván Zulueta y, por supuesto, Arrebato, que se convierte en tu biblia. Esa emoción de la pausa y el punto de fuga. Arte era permitir que el arte te fagocite. Quien lograba eso, se ganaba el derecho a desaparecer. La tentación del silencio es grande. El escritor solo tiene dos caminos: o se lanza, dispuesto a llegar hasta el final, o da la espantada al mundo y se abisma en las arenas de Abisinia.

Tus primeros poemas (escritos a escondidas: siempre a escondidas), cojos y mancos, por falta de recursos. Es preferible contar sílabas que contar bajas. Tu hermana mayor es tu primera lectora y tu única confidente.

Una niña descalza vende tabaco en la puerta de los bares. Durante un concierto en Rock-Ola, ves cómo el público arroja puñados de pastillas al escenario (anfetaminas, supones), que el cantante atrapa al vuelo y engulle sin inmutarse ante lo que estaba ingiriendo: una imagen que sirve para caracterizar a la época, cuya ferocidad no era una pose.

El video mató a la estrella de la radio. La cara demacrada de Rock Hudson, reconociendo en la portada de una revista: «Tengo sida». El primer valiente que se atrevió a admitirlo en público. Un ciudadano chino desarmado impide él solo, a pie firme, el avance de una fila de tanques: la inacción también podía ser un tesoro. Elogio de la asimetría: las chicas que te dejan confusa el alma, en aquellos bailes de los viernes en el gimnasio del instituto, lucían un solo guante, un solo pendiente, una sola media, un solo ojo (el otro se lo tapaba el flequillo). Llevar dos prendas conjuntadas habría supuesto una herejía al espíritu de la época, que era el desequilibrio y la neurosis química.

Relojes de pulsera transparentes, con el mecanismo interior a la vista. El ingenio fácil de un titular de periódico, cuando muere Andy Warhol: «El corazón le hizo pop». Esta noche tampoco besarás a nadie. Nadie te besará a ti. El primer grafitero, Muelle, que va esparciendo regueros de espray con su rúbrica por tapias de garajes y alturas de difícil acceso como torres de agua, lo cual te obliga a levantar la vista del suelo para preguntarte cómo demonios habrá logrado escalar hasta allí. Y esa es la utilidad del grafiti: que te obliga a elevar la mirada.

Pero estaba la muerte. Omnipresente. No la muerte divina, pintada en tablas flamencas, azul o roja, sino la muerte pequeña, tercermundista y casual, la muerte en un cordón de los zapatos, la muerte en un botón del ascensor cuyo número se ha borrado de tanto pulsarlo, la muerte en un vaso de agua algo turbia, la muerte en medio de un bostezo, la muerte en un sobrecito de azúcar con su sonido granulado de maraca diminuta, la muerte en la rueda iluminada de una noria o en la entreplanta de unos grandes almacenes, con sus torsos degollados, en un tenedor al que le falta una púa, en la campana extractora de la cocina, en la viudez de una manopla, en la estela de gas de un avión, la muerte en la palabra muerte, en un único copo de aguanieve, cayendo, cayendo.

Pensabas entonces –y sigues pensando ahora– que el éxtasis es superior a la erudición. Que es mejor tener fiebre que tener bibliografía.

Primeros tanteos serios de prosa narrativa, al filo de tus veintidós años. El hormigueo de un cuento. ¿Cómo se escribe un cuento, si puede saberse, en el pliegue entre dos siglos? Porque a ti te parece algo imposible, peligroso.

Pinceles y diccionarios, aguarrás y metáforas. Tus primeros relatos, escritos mientras cursas Bellas Artes, bastante a ciegas, de manera instintiva, con mucha tensión nerviosa: «Los viajes de Anatalia», «Carta a Nabokov», «Los puntos cardinales». Este último lo improvisas a partir de una primera frase que te golpea de repente: «Soy un viajante de comercio taciturno», sin saber nada más, al tiempo que escuchas sin pausa «Take This Waltz» de Leonard Cohen, para entrar en su ritmo y adoptar su cadencia. Lo ves todo: los edificios ruinosos del extrarradio, las grúas, la intemperie emocional de la que deseas librarte.

¿Son cuentos? ¿O anticuentos? ¿Poemas en prosa? ¿Cómo calificarlos?

Te preocupa la exactitud, ser preciso en el manejo del lenguaje, evitando tanto los lugares comunes como la sobreactuación de la prosa. No siempre lo consigues, claro. Cometes muchos errores. Todavía estás buscándote. Hablas poco y lo que no hablas te lo guardas en algún rincón secreto, muy trabajado, donde macera y fructifica, entre semillas y agua. En cierto momento, todo aquello tiene que explotar y salir a la superficie. Saldrá. De esa mudez proceden estos primeros cuentos, o lo que sean.

Esos personajes tuyos. ¿Quiénes son? ¿Adónde van? Ni idea. Fulguran un instante y desaparecen, entre dos oscuridades. Te gusta contemplarlos. Aprendes de ellos. Los quieres. Ellos te leen a ti. Un buen cuento es un acelerón de la mente.

Escribir: salir de un coma profundo. Nunca sabes si será el último cuento que escribas o si habrá otros. Después de crear un cuento te sientes, no sabes por qué, un poco culpable y avergonzado. Como si escribir fuese algo malo, un largo rodeo para ganar tiempo, esquivar la madurez y aplazar la toma de decisiones adultas. Cuando escribes te fugas, entras en trance: estás en la Zona. Te gustaría, si pudieses, pedir perdón por esos cuentos. Por faltar a tu obligación de ser un ciudadano de provecho. En tu entorno, escribir es una pérdida de tiempo: lo urgente es ganarse la vida. El pánico de cualquier familia ante la perspectiva de un hijo descarriado por la tarea inútil de una vida irregular (cierto), socavada por ingresos irregulares (más cierto aún). Lo prudente es no escribir. Sin embargo, tú perseveras sin rendirte en tu vocación de animal tozudo; nada ni nadie te apartará de escribir, eso lo sabes ya. Para ti se ha convertido en una necesidad, o un vicio. Es lo más íntimo que tienes, el lugar en el que te refugias, tu habitación del pánico. Algún día –sueñas– escribiré un cuento de adolescentes en el instituto: te dolía dentro. Sombras de ficciones.

Escribir lo cambia todo. Un escritor se infiltra en territorio enemigo; se hace pasar por otro. Escribir no significa cumplir un destino, sino escapar de un destino. Escribir es siempre una traición.

Un cuento atrae a otro cuento. Después del terremoto principal, suelen presentarse dos o tres réplicas, a veces más. Lo que te sale es un híbrido entre prosa y poesía, entre narración y sonambulismo. Deudor de la literatura y de la fotografía y el cine, que tanto amas. No te interesan mucho los hechos (que son la épica), sino más bien las conjeturas e interpretaciones sobre los hechos (su lírica). Las enumeraciones caóticas son tu manera de inventariar lo existente, mediante libres asociaciones de ideas. Congelar la imagen para congelar el tiempo («La imagen como la última de las historias posibles», leíste a Lezama Lima). La locura está en los detalles. Loco es aquel que mira el mundo con demasiada atención, se pasa de fijeza compulsiva, con exceso de sentido, hasta que salta el resorte. Aprender a escribir es aprender a interrumpirse, a no cerrar, a mantenerse en vilo. La elipsis como arma arrojadiza. Un agujero se abre en el corazón sucio de la narrativa. Ningún cuento está completo si no le falta algo.

Sueñas con fieras salvajes que te persiguen en el interior de un hotel.

Recibes una notificación del gobierno militar: preséntese usted en tal sitio, a tal hora. Vas. Te desnudan y someten a un reconocimiento médico: estás sano. Te vacunan. Te registran los bolsillos y examinan tus pertenencias. Te rapan la cabeza con maquinilla. Te disfrazan de verde oliva, te empujan a un tren y te arrojan a un limbo gélido, allá en el norte, cuerpo a tierra, en la provincia de Z, donde los relojes han dejado de latir. Mala suerte. Tus derechos civiles han quedado suspendidos. Nada que hacer, ningún sitio a donde ir, la biblioteca universitaria como último salvavidas. Qué frío insoportable. La comida se mueve sola en la bandeja. Los barracones, con su hilera de catres helados y mantas rígidas donde pernoctan cien, doscientos reclutas. Los baños comunes, donde ves ducharse a un soldado con los calcetines puestos. Las taquillas forradas de penaltis y porno duro, erecciones descomunales y mujeronas con repecho. Las drogas circulan en abundancia, a la vista de todos. A ti te parece que no es la mejor idea dejar las llaves de la armería –con todo su arsenal de fusiles, cinturones de explosivos y abetos navideños de granadas– en manos de gente que se ducha en calcetines. La casa de la pólvora. Comprendes esta sentencia de Jean-Paul Sartre: «Cuando hay muchos hombres juntos, hay que separarlos por los ritos si se quiere evitar que se maten unos a otros».

Cumplido el mes de instrucción, te trasladan a la unidad geográfica del ejército, te fastidias, podría haber sido peor aún. Acabas hasta la coronilla de tanto milico. Tal vez no fueses el peor recluta de la historia, pero sí uno de los peores: escribo esta frase, ahora, con cierto orgullo retrospectivo. La única orden aceptable para tus oídos es: «Rompan filas».

Un día, por error, casi estuviste a punto de cumplir con tu obligación; por suerte, lograste evitarlo a tiempo. Por la mañana, en la oficina del cuartel, dibujas mapas, es tu trabajo. Rotulas nombres a rotring en papel cebolla. Pasas a limpio afluentes de ríos. De vez en cuando, al romper el día, excursiones en camión para hacer trabajo de campo, cargando un teodolito, en la sierra de tomillo.

Te nombran enlace del ejército. Enlace significa: correo. De modo que vas y vienes con un salvoconducto entre cuarteles para entregar sobres y paquetes, a sus órdenes. Viajas mucho en tren con tu petate, hablas mucho con desconocidos, caras nerviosas, niños con gafas, menores embarazadas de cuatro meses y medio, fulanas y delincuentes con tupé rockabilly, adeptos al Hare Krishna, por alguna razón la gente se psicoanaliza contigo y te describe sin rubor toda clase de intimidades de alcoba, secretos de muñones y cuchillas de afeitar, cochinadas en el asiento trasero del coche o en el suelo de la cocina, entre látigos y merluzas, que te dejan conmocionado. Tras ese desahogo ferroviario recogen su maleta, bajan del tren y desaparecen para siempre de tu vida.

No te dejan intervenir, no puedes hacer nada, ni escapar del tren, estás condenado a la locuacidad sinfónica de las bocas que te hablan todas al mismo tiempo.

Aprendes por experiencia, no lo sabías, que uno de los resortes principales del ser humano es el ansia de confesión. La búsqueda de un oído, el que sea, no importa cuál. El hambre sensual de desahogo. Verterse en otra mente. Todos somos barítonos. El erotismo de un aliento fortuito. Dos soledades se rozan. El mar ruge en el tímpano.

Toda la literatura es epistolar: necesita del otro para existir.

Una mañana soleada, después de una guardia nocturna en la garita, sin dormir, abandonas el cuartel, cruzas un puente y pasas tu día de permiso a solas en un parque público de Z. Te parece escuchar una especie de radiofrecuencia a lo lejos: un canto en tu cabeza. Algo auditivo, sonoro, filarmónico. Eso es la literatura. Más que escrita: retransmitida. Aprender a escribir o aprender a sintonizar. Con todo el cuerpo alerta. Como esos pueblos fantasma sumergidos por una presa hidraúlica en los cuales un día, de repente, bajo las aguas, entre bancos de peces, se escuchan campanadas.

Eres un campanario de voces. Al principio desconfías. Un poco. Al principio, tú solo, siempre te resistes un tanto a abandonarte, a rendirte a la prosa, al ritmo, te asusta dejarte arrastrar con facilidad por esa tos de palabras, encuentras en los preámbulos cierta voluptuosidad agridulce.

 

Al fin cedes, el cansancio físico te hace ceder. En ese parque de Z, borracho de sueño y brutalidad del cuartel, entre castaños de Indias, ves cómo tu mano anota en una libreta los primeros acordes de «Villa Borghese» –lugar que visitaste en un fugaz viaje de mochilero a Roma, años atrás–, enhebrando en un mismo hilo todos o casi todos los jardines que te vienen a la memoria, desde tu infancia hasta hoy (la memoria siempre te ha jugado buenas pasadas).

A tu alrededor bulle una letanía de palomas y niños, en el centro exacto del estanque muge alguna estatua, ecuestre o no. Consumes aquí el día entero, fumas, comes no importa qué, incorporas a tu texto lo que está ocurriendo a tu lado. En la vida real los niños juegan a perseguirse con pistolas de agua y en la literatura se ahogan. Estás metido en la Zona. Dentro y fuera a la vez. El tiempo se estira y se comprime, vigilado de reojo por el espacio, que se mantiene expectante. Hay una competición entre diferentes brisas, para ver cuál de ellas sacude las hojas más despacio. Una sombra fría de color té va descolgándose desde los hombros de los árboles hasta el amarillo humillado de las margaritas. Tu pensamiento disociado te permite distinguir incluso el crepitar de la luz. Vas cambiando de banco a medida que tu cuento crece y adquiere forma. Te echas a reír tú solo, no tienes remedio. Tu mano escribe. No estás. Te has marchado al lenguaje.

Empieza a anochecer, tú también empiezas a anochecer.

Sueñas con un océano hecho de latas de refresco que refulgen al sol.

Escribes la primera versión a mano, la corriges, la pasas a máquina (una Continental antigua y pesada, de tipos desnivelados, procedente del remate de un negocio en quiebra), vuelves a corregirla, mecanografias esa segunda versión, sigues corrigiéndola. Para ahorrarte el hartazgo de mecanografiarla tantas veces, al final recortas con unas tijeras y pegas con engrudo los párrafos que consideras válidos sobre un folio en blanco, armas una suerte de hojaldre de páginas.

Tu segunda máquina de escribir es una Olympia Carrera eléctrica, regalada por tus padres, qué diferencia, cuyo suave teclado aligera y facilita el proceso de editar. Así, poco a poco, al cabo de varios años de obcecación y tropiezos (y también de grandes dosis de ilusión y deseo), vas completando relatos: «Austin», «Familia, desierto, teatro, casa», «Cubriré de flores tu palidez».

Acodado en tu escritorio, con vistas a una pared de ladrillo visto y antenas. Robando horas a empleos pantanosos de ocho horas de oficina: estudios de diseño gráfico, agencias de publicidad. Nadie te asegura que vayan a ser publicados. La posibilidad de que tu empeño termine en el vertedero te aterra y te impulsa a seguir, sobre todo en esas épocas en que la prosa acalambrada de la vida se veía desbordada por el vuelo del arte.

No será fácil, lo sabes; te preparas mentalmente para una larga contienda. En la radio suena «Smells Like Teen Spirit» de Nirvana. El cenicero está lleno. Escribes a mano, a rachas, entre continuas interrupciones, no uno, sino dos cuentos de adolescentes en el instituto: Olivia Reyes existió y tú la quisiste, pero con otro nombre.

Nevermind. Paciencia. Un cuento se escribe con un poco de música y un poco de sangre. No se necesita mucho más. Intuyes que la fórmula del cuento puede ser esta:

Cuento = rigor técnico + compasión humana.

Los libros son puntuales. Llegan cuando uno los merece, nunca antes. El último cuento, el que da título al libro, lo escribiste en dos fines de semana consecutivos, separados por el parón obligado de un infierno laboral. Es un cuento escrito conteniendo la respiración, casi en éxtasis, para no perder el tono. No sabes cómo terminarlo, si serás capaz, te parece un reto y una responsabilidad estar a la altura y ser justo con tus días de instituto. El segundo domingo piensas que te enfrentas a un trabajo considerable, que quizá te lleve la jornada entera, o más. Sin embargo, lo terminas en veinte minutos y el resto del día te quedas anonadado, sin saber qué hacer, vagando por la casa soleada y tranquila, con la conciencia feliz y asustada de haber concluido ya (¿Sí? ¿No?) tu libro.

Lo más difícil de escribir, como siempre, es no escribir; saber qué hacer cuando no escribes. Ese vacío, con qué se llena.

Un libro. Lo acabas justo antes de marcharte de casa de tus padres y alquilar tu primer piso frente al parque del Retiro, fuera del barrio y la novela familiar. Lo titulas Velocidad de los jardines. Esa fue tu despedida de un tiempo y una edad; de ahí su nostalgia premonitoria. Recibe el visto bueno de su primer lector: el crítico literario Rafael Conte. Te sugirió un par de cambios de cirugía menor –que tú aplicaste– y el resto le pareció bien. Qué alivio. Lo fotocopias, encuadernas y envías por correo a una sola editorial, Anagrama, esperas una respuesta de Barcelona, esperas más, no te hagas ilusiones. Al cabo de cuatro meses lo aceptan. Recibes el contrato de edición junto a un anticipo mínimo. Corriges pruebas. Escoges, para la foto de solapa, un retrato tuyo en sombras en el que apenas se te distingue. Cuando unos meses más tarde, en una fiesta, te presenten a tu editor, este no te reconocerá.

En el momento en que se publica, en octubre de 1992, tú ya estás a punto de volar a un apartamento distinto, en Chamartín. Tienes 28 años. Te has quedado sin empleo. Eres un parado más, uno de tantos. La ostentación por la Expo de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona te resulta ajena. La caja con el logotipo de la editorial se confunde con las demás cajas marrones y precintadas de la mudanza.

Termina un ciclo y empieza otro. Salen unas cuantas reseñas aquí y allá, un par de entrevistas radiofónicas, tampoco sucede mucho más, las calles anegadas de otoño en los bajos de los coches. No hubo presentación. Durante el primer año se vendió la cifra exacta de 898 ejemplares, de una tirada inicial de 2000. La primavera siguiente, en la caseta de la feria del libro del Retiro (sin redes sociales ni email ni teléfonos móviles; el mundo todavía era analógico), durante toda la mañana firmaste dos ejemplares, uno de ellos a una semiconocida. ¿Esto era todo? Esperabas otra cosa, algo mejor. Se supone que has alcanzado tu sueño, pero tu sueño sigue estando allá lejos, a una distancia telescópica.

Demasiado moderno para los clásicos y demasiado clásico para los modernos, te has quedado en tierra de nadie. Lo escribió un poeta: «Un libro que tú has escrito y que, como todos los tuyos, jamás dejará de vengarse de ti».

Tu primer último libro.

Después, de manera espontánea y sin contar con el beneplácito de nadie, sin la menor promoción, al margen del autor y los editores, a lo largo de muchos años, incluso décadas, tu librito va abriéndose paso con extrema cautela, encontrando él solo a sus lectores, a sus oídos cómplices, que a su vez lo recomiendan a otros lectores. Todo sucede muy lento, muy parsimonioso, acorde con el título del libro: como oír crecer la hierba. Una cosa subterránea y casi clandestina, a cuentagotas, parece que está quieto pero si te fijas con atención verás cómo sí se mueve, igual que aquel zoótropo.

Ante tu asombro se convierte en una especie de contraseña para iniciados, de título secreto, susurrado, sshhhh, ¿tú lo has leído?, a mí me han comentado que sshhhh, de modo que no llega a borrarse por completo de la memoria lectora (ese otro mapa del tesoro que entintamos entre todos), por suerte la llamita no se extingue y sigue irradiando, aún resplandece, comienzas a recibir en los buzones de tus diferentes pisos de alquiler por los que sigues rodando un goteo de mensajes de gratitud, de ánimo, de afecto, gracias a lo cual el libro resucita y tiene una segunda vida. Y ahora, veinticinco años después, con la complicidad cariñosa de Juan Casamayor y Páginas de Espuma, ¿una tercera?

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