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100 Clásicos de la Literatura

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Ella le escuchaba turbada, con asombro y al mismo tiempo como si resonaran en sus oídos las notas de una flauta griega o de una cítara. Le parecía a veces que Vinicio entonaba una extraña canción que, al penetrar en sus oídos, agitaba su sangre e inundaba su corazón de temor, llevando hasta él una sensación de desmayo y una delectación hasta entonces nunca sentida. Le parecía que Vinicio le decía algo presentido, pero de lo que no podía darse cuenta. Comprendía que despertaba en su alma algo que hasta entonces había estado adormecido, y que en aquel momento el sueño nebuloso adquiría cada vez formas más definidas, agradables y hermosas.

El sol, entretanto, hacía tiempo que había pasado más allá del Tíber y descendía tras la colina del Janículo. Su luz rojiza caía sobre los inmóviles cipreses, y todo el ambiente estaba impregnado de ella. Ligia alzó sus ojos azules mirando a Vinicio como si despertara de un sueño, y al verle inclinado ante ella, en los reflejos de la tarde, con expresión suplicante en los ojos, le pareció el más hermoso de todos los hombres, más hermoso que todos los dioses griegos y romanos, cuyas estatuas había visto en las fachadas de los templos. Vinicio oprimió ligeramente con los dedos su brazo, más arriba de la muñeca, y le preguntó:

—Ligia, ¿no adivinas por qué te hablo así?

—No —murmuró en voz tan baja que Vinicio apenas logró oírla.

Mas él no lo creyó, y oprimiéndole la mano cada vez con más fuerza, la hubiera atraído sobre su corazón, que latía a martillazos bajo la influencia del deseo que despertaba en él la maravillosa doncella, y le hubiera dirigido un torrente de palabras ardientes, si por el sendero bordeado de mirtos no hubiese aparecido el anciano Aulo, que, acercándose a ellos, les dijo:

—El sol se pone, y conviene preservarse del fresco de la tarde. No hay que bromear con Libitina.

—No —contestó Vinicio—; a pesar de estar sin toga no he sentido hasta ahora frío alguno.

—Mirad —dijo Aulo—: Apenas se ve ahora la mitad del disco solar detrás de la colina. Esto me recuerda lo templado que es el clima de Sicilia, donde la gente se reúne al ponerse el sol en las plazas para despedir cantando en coro al Febo poniente.

Y olvidándose de que pocos momentos antes él mismo los había estado poniendo en guardia contra Libitina, comenzó a hablar de Sicilia, donde tenía sus propiedades y una gran casa de labor, a la que tenía mucho apego.

Recordó también que había pensado varias veces trasladarse a Sicilia para terminar allí apaciblemente sus días.

—A los que la nieve de los años nos ha blanqueado la cabeza —dijo— nos cansan ya las escarchas invernales. Todavía las hojas no se han desprendido de los árboles, y sobre la ciudad el sol parece sonreír amoroso; pero cuando las hojas de la vid empiecen a ponerse amarillas, caiga la nieve sobre los montes Albanos y los dioses envíen a la Campania un vientecillo penetrante, ¡quién sabe si entonces no me trasladaré con toda mi familia a mi apacible residencia de campo!

—¿Te gustaría marcharte de Roma, Plaucio? —preguntó Vinicio con súbita inquietud.

—Hace mucho tiempo que lo deseo —contestó Aulo—, porque allí se está más tranquilo y más seguro.

Y empezó de nuevo a elogiar sus jardines, sus ganados, su casa oculta en la verdura, rodeada de colinas cubiertas de tomillo y de ajedrea, en las que zumbaban enjambres de abejas. Pero Vinicio no prestaba atención a la nota bucólica, y pensando únicamente que podría perder a Ligia, miraba a Petronio como si de él dependiera su salvación.

Petronio, entretanto, sentado cerca de Pomponia, se extasiaba contemplando el espectáculo del sol poniente, del jardín y de las personas que se hallaban junto al estanque; sus blancas vestiduras resaltaban sobre el oscuro fondo de los mirtos, iluminadas por el oro que despedían los últimos rayos de sol. El cielo se teñía de púrpura y violeta con reflejos opalinos. Las oscuras siluetas de los cipreses se recortaban con mayor claridad que en pleno día. En las personas, en los árboles y en el jardín todo reinó la paz de la tarde.

A Petronio le impresionó esta calma, singularmente en lo que se refería a las personas. Los rostros de Pomponia, del anciano Aulo, del muchacho y de Ligia reflejaban algo que no estaba habituado a ver en los rostros de las personas que le rodeaban todos los días, o, mejor dicho, todas las noches. Había en ellos cierta luz, cierta calma, reveladora de un reposo producido por la vida que aquellos seres llevaban. Y con cierto asombro pensó que podían existir una belleza y una dulzura que él no había logrado conocer todavía, a pesar de que su vida transcurría acechando la dulzura y la belleza.

No le fue posible reservarse este pensamiento, y dirigiéndose a Pomponia, dijo:

—Estoy examinando desde el fondo de mi alma lo diferente que es vuestro mundo del mundo que gobierna Nerón.

Ella alzó su rostro de rasgos menudos hacia el crepúsculo y replicó sencillamente:

—No es Nerón, sino Dios, quien gobierna el mundo.

Sucedió un momento de silencio. Cerca del triclinium resonaron los pasos del anciano caudillo. Vinicio, Ligia y el pequeño Aulo le seguían. Petronio volvió a preguntar:

—Según eso, ¿tú no crees en los dioses, Pomponia?

—Creo en un Dios único, justo y todopoderoso —contestó la esposa de Aulo Plaucio.

III

—Cree en un Dios único, todopoderoso y justo —repitió Petronio, al encontrarse de nuevo en la litera a solas con Vinicio—. Si su Dios es todopoderoso, también dispone de la vida y de la muerte, y si es justo, envía justamente la muerte. ¿Por qué, entonces, Pomponia lleva luto por su hija? Al llorar a Julia culpa a su Dios. Tengo que exponerle este razonamiento a nuestro mono Barbas de Cobre; creo que en dialéctica puedo compararme a Sócrates. En cuanto a las mujeres, estoy conforme con que posean tres o cuatro almas, pero ninguna de ellas es racional. ¡Que Pomponia medite con Séneca o con Cornuto lo que es un gran Logos, que juntos evoquen las sombras de Jenófanes, Parménides, Zenón y Platón, que seguramente se estarán aburriendo en las regiones de Cimeria como jilgueros enjaulados! Pero yo quería hablar con Plaucio y con ella de otra cosa. ¡Por el sagrado vientre de Isis! Si les hubiera revelado de repente el motivo de nuestra visita, supongo que su virtud hubiera resonado como un escudo de bronce golpeado por un bastón. ¡Y no me he atrevido! ¿Querrás creer, Vinicio, que no me he atrevido? Los pavos reales son aves muy hermosas, pero sus gritos son muy molestos. Y yo me asusté de ellos. Sin embargo, debo elogiar tu elección. Es una verdadera Aurora de rosados dedos. ¿Sabes lo que principalmente me recordaba? La primavera; pero no la nuestra de Italia, donde el manzano apenas se recubre de flores y los olivares se tornan cenicientos, sino la primavera que conocí en Helvecia, joven, fresca y verde. ¡Por esa pálida Selene!, no me sorprende tu deseo! Pero ten presente que te has enamorado de Diana, y que Aulo y Pomponia son capaces de despedazarte, como en otros tiempos lo hicieron con Acteón sus propios perros.

Vinicio guardó silencio durante unos instantes, sin levantar la cabeza. Luego habló con la voz quebrada por la pasión:

—Si antes la deseaba, la deseo ahora mucho más. Cuando cogí su mano, me abrasaba el fuego… Ha de ser mía. Si yo fuera Zeus, la envolvería en una nube, como envolvió a Io, o caería sobre ella convertido en lluvia, como lo hizo con Dánae. ¡Quisiera besar sus labios hasta que me dolieran los míos de tanto besar! ¡Quisiera oírla gemir entre mis brazos! ¡Matar a Aulo y a Pomponia, y a ella arrancarla de su hogar y llevármela a mi casa! Esta noche no dormiré. Daré orden de azotar a uno de mis esclavos y escucharé sus alaridos…

—¡Cálmate! —dijo Petronio—. Tienes deseos dignos de un carpintero del Suburra.

—Eso me es indiferente. He de tener a Ligia. Acudí a ti en busca de ayuda; pero si no me la prestas, la encontraré yo solo. Si Aulo considera a Ligia como hija suya, ¿por qué habría de considerarla yo como esclava? Así que, como no hay otro remedio, que venga a adornar la puerta de mi casa, que la unte con grasa de lobo y se siente como esposa junto a mi hogar.

—¡Cálmate, insensato descendiente de cónsules! No traemos a los bárbaros atados detrás de nuestros carros para casarnos con sus hijas. Guárdate de las exageraciones. Agota los medios naturales y decorosos, y déjanos tiempo para pensar. En otro tiempo me parecía Crisotemis hija del propio Júpiter, y, sin embargo, no me casé con ella. Nerón tampoco se casó con Actea, aunque la llamaban hija del rey Atalo. ¡Tranquilízate! Piensa que si ella quiere abandonar la casa de Plaucio por tu amor, aquél no tiene derecho a detenerla. Debes saber que no sólo tú ardes; en ella también Eros ha encendido una hoguera. Yo lo he visto, puedes estar seguro. Ten paciencia. Para todo hay arreglo. Pero hoy ya he pensado demasiado, y esto me cansa. En cambio, te prometo que mañana pensaré en tu amor, y Petronio dejaría de ser Petronio si no hallara algún remedio.

De nuevo callaron ambos. Por último, Vinicio dijo, ya más tranquilo:

—Te doy las gracias y que la Fortuna sea generosa contigo.

—Ten paciencia.

—¿Adónde has ordenado que te conduzcan?

—A casa de Crisotemis.

—Feliz tú, que posees a la que amas.

—¿Yo? ¿Sabes lo que me divierte de Crisotemis? Pues que me engaña con uno de mis propios libertos, el flautista Teocles, y cree que yo no lo veo. En un tiempo la amé; pero ahora me divierten sus embustes y su necedad. Ven conmigo a su casa. Cuando empiece a coquetear contigo y a escribir sobre la mesa con el dedo mojado en vino, ten por seguro que no estaré celoso.

Al bajar de la litera, Petronio apoyó una mano en el hombro de Vinicio y dijo:

 

—Espera, me parece que he encontrado un plan.

—¡Que todos los dioses te recompensen!

—Sí, me parece que el plan es inmejorable. ¿Sabes una cosa, Marco?

—Te escucho, mi Atenea.

—Dentro de pocos días, la divina Ligia compartirá en tu hogar el grano de Demeter.

—¡Eres más grande que el César! —exclamó Vinicio con entusiasmo.

IV

En efecto, Petronio cumplió su promesa. Al día siguiente de su visita a Crisotemis durmió durante todo el día, pero al anochecer se hizo conducir al Palatino y tuvo con Nerón una conversación confidencial, cuyo resultado fue que al tercer día se presentó ante la casa de Plaucio un centurión a la cabeza de un pelotón de soldados pretorianos.

En aquella época reinaban la incertidumbre y el terror, y los mensajeros de esta índole eran frecuentemente mensajeros de muerte. Cuando el centurión llamó a la puerta de Aulo y el vigilante del atrium anunció que en el pasillo se hallaban soldados, el pánico invadió toda la casa. Toda la familia rodeó al viejo caudillo, ya que nadie dudaba de que el peligro era ante todo para él. Pomponia, abrazada a su cuello, le estrechaba con todas sus fuerzas, mientras que sus amoratados labios se movían diciendo frases ahogadas. Ligia, con el rostro pálido como la cera, besaba su mano; el pequeño Aulo se asía a su toga; de los corredores y cuartos situados en el piso y destinados a la servidumbre, de los baños, de las viviendas situadas en la parte inferior, salieron enjambres de esclavas y esclavos. Se oyeron gritos de: «¡Ay! ¡Ay! ¡Mísero de mí!». Las mujeres lloraban ruidosamente, algunas se arañaban las mejillas o se cubrían con pañuelos la cabeza.

Tan sólo el anciano jefe, acostumbrado durante largos años a mirar la muerte cara a cara, permanecía sereno, y su ancho rostro de águila parecía tallado en piedra. Luego, acallando los gritos y ordenando a la servidumbre que se retirase, dijo:

—Déjame marchar, Pomponia; si ha llegado mi hora, aún tendremos tiempo para despedirnos.

Y la apartó suavemente.

—¡Quiera Dios que tu suerte sea la mía! —exclamó Pomponia.

Y postrándose de hinojos, se puso a rezar con el fervor que únicamente puede infundir el temor de perder al ser amado.

Aulo se dirigió al atrium, donde le esperaba el centurión. Éste era el viejo Cayo Asta, antiguo subordinado suyo y compañero de las guerras de Britania.

—¡Salud, jefe! —le dijo—. Te traigo una orden y un saludo del César. He aquí las tablillas y el sello que demuestran que vengo de su parte.

—Agradezco al César su saludo y cumpliré su orden —respondió Aulo—. ¡Salud, Asta! Y comunícame qué objeto te trae.

—Aulo Plaucio —comenzó Asta—, el César ha sabido que se aloja en tu casa la hija del rey de los ligios, que fue entregada por dicho rey, en vida del divino Claudio, a los romanos, como rehén en señal de que los ligios nunca violarían las fronteras del Imperio. El divino Nerón te agradece, ¡oh, jefe!, la hospitalidad que le has dado durante tantos años; pero no queriendo seguir gravándote por más tiempo, y considerando, además, que la doncella, por su calidad de rehén, debe hallarse bajo la custodia del propio César y del Senado, te manda que me la entregues.

Aulo era demasiado soldado y estaba demasiado curtido para dar rienda suelta a su dolor con palabras vanas y quejas. Sin embargo, en su frente se dibujó una arruga que expresaba su dolor y enfado. Ante aquel ceño habían temblado en otros tiempos las legiones britanas, e incluso en aquel momento el temor se reflejó en el rostro de Asta. Pero ahora, ante la orden, Aulo Plaucio se sentía impotente. Durante algún tiempo miró las tablillas y el sello, y luego, alzando los ojos y mirando al viejo centurión, dijo tranquilamente:

—Aguarda en el atrium hasta que el rehén te sea entregado.

Y pronunciadas estas palabras, se dirigió al otro extremo de la casa, a la sala llamada oecus, donde Pomponia Grecina, Ligia y el pequeño Aulo le aguardaban impacientes y alarmados.

—Nadie está amenazado de muerte ni de ser desterrado a lejanas islas —dijo—. Y, sin embargo, el mensajero del César es portador de infortunio. Se trata de ti, Ligia.

—¡De Ligia! —exclamó Pomponia con asombro.

—Sí —respondió Aulo, y volviéndose a la doncella, dijo—: Ligia, has sido educada en nuestra casa como si fueras nuestra hija, y como a tal te queremos Pomponia y yo. Pero ya sabes que no eres nuestra hija. Eres un rehén entregado por tu pueblo a Roma, y al César le corresponde custodiarte. Y ahora el César te saca de nuestra casa.

El caudillo habló tranquilamente, pero con una extraña e insólita inflexión en la voz. Ligia le escuchaba parpadeando y como si no comprendiera de qué se trataba; Pomponia palideció, y en las puertas que conducían del corredor al oecus comenzaron a mostrarse los rostros atemorizados de los esclavos.

—Ha de cumplirse la voluntad del César —dijo Aulo.

—¡Aulo! —exclamó Pomponia, abrazando a la muchacha como si quisiera protegerla—. Más le valdría morir.

Ligia, refugiándose en su pecho, repetía:

—¡Madre, madre! —sin poder hallar otras palabras entre sus sollozos.

El rostro de Aulo expresó de nuevo la ira y el dolor.

—Si estuviera solo en el mundo —dijo sombríamente—, no la entregaría viva, y mis parientes en ese día podrían presentar por mí sus ofrendas a Júpiter Liberator; pero no tengo derecho a perderte a ti y a nuestro hijo, que puede llegar a conocer tiempos mejores. Hoy mismo me presentaré al César y le rogaré que revoque la orden. ¿Me escuchará? Lo ignoro. Entretanto, adiós, Ligia, y ten presente que Pomponia y yo bendecimos el día en que viniste a nuestro hogar.

Al pronunciar estas palabras, colocó la mano sobre su cabeza, y a pesar de los esfuerzos que hacía por conservar la calma, cuando Ligia le miró con los ojos empañados de lágrimas y comenzó a besar su mano, tembló su voz, agitado por un dolor profundo, paternal:

—¡Adiós, alegría y luz de nuestros ojos! —dijo.

Y se volvió presuroso al atrium para no dejarse dominar por la emoción, indigna de un romano y de un jefe.

Entretanto, Pomponia condujo a Ligia al cubiculum y procuró tranquilizarla, consolarla y darle ánimos, diciendo palabras que resonaban de un modo extraño en aquella casa, en cuya capilla existía aún el lararium y el altar en donde Aulo Plaucio, fiel a las antiguas costumbres, hacía ofrendas a los dioses lares.

—En tiempos pasados —le decía Pomponia—, Virgilio había atravesado el pecho de su hija para salvarla de las manos de Apio, y aún antes Lucrecia pagó con la vida su deshonor. La casa del César era un antro de infamia, maldad y crimen. Pero nosotros, Ligia —añadió—, sabemos por qué no tenemos derecho a disponer de nuestras vidas… ¡Sí! La ley que nos gobierna es otra más grande y más sagrada, que nos permite defendernos del mal y del deshonor, aunque haya que pagar esa defensa con la vida y el martirio. Es mayor el mérito del que salga limpio de la morada de la corrupción; pero, afortunadamente, la vida no es más que un parpadeo fugaz y la resurrección sólo comienza con la muerte y más allá de ésta ya no impera Nerón, sino la misericordia; en lugar de dolor hay alegría, y en lugar de lágrimas, goces.

Luego se puso a hablar de sí misma. ¡Sí! Parecía que estaba tranquila, pero en su corazón había heridas dolorosas. Una venda cubría aún los ojos de Aulo, y todavía no le había inundado la fuente de luz; así que no podía educar a su hijo en la Verdad. Y al pensar que las cosas podían continuar así hasta el final de sus días, y que podría llegar el momento de la separación espiritual, cien veces más dolorosa y terrible que la temporal, por la que ahora ambas sufrían… No, era capaz de concebir de qué manera podría gozar en el cielo de la felicidad. Había pasado muchas horas llorando y pidiendo gracia y misericordia. Pomponia ofrecía a Dios sus dolores, y en Él esperaba y confiaba. Ahora, al recibir otro nuevo golpe, cuando la orden del tirano le arrebataba a su querida niña, a la que Aulo había llamado luz de sus ojos, seguía creyendo que existía una fuerza superior a la de Nerón y una misericordia más fuerte que su maldad.

Y estrechó aún con más fuerza la cabeza de la muchacha contra su pecho. Ligia se acercó a sus rodillas y, ocultando su rostro entre los pliegues del peplum de Pomponia, se quedó así, en silencio, durante largo rato. Cuando al fin se levantó, en su cara se advertía ya cierta serenidad.

—Me aflijo por ti, madre, por mi padre y por mi hermano; pero sé que la resistencia no serviría para nada y os perdería a todos. Te juro que en casa del César nunca olvidaré tus palabras.

Le echó de nuevo los brazos al cuello, y cuando ambas salieron al oecus, se despidió del pequeño Aulo, del anciano griego que había sido su maestro, de su camarera, que en otros tiempos había sido su aya, y de todos los esclavos.

Uno de éstos, un ligio alto y fornido, llamado Urso, que en unión de otros sirvientes había acompañado a Ligia y a su madre al campamento de los romanos, se arrodilló a sus pies, y luego, postrándose ante Pomponia, dijo:

—¡Oh domina! Permíteme que acompañe a mi señora y vele por ella en casa del César.

—No eres siervo nuestro, sino de Ligia —replicó Pomponia Grecina—; pero ¿crees que te dejarán traspasar los umbrales de la casa del César?

—No lo sé, domina; sólo puedo decirte que el hierro se quiebra en mis manos como si fuera madera.

Aulo Plaucio, que entraba en aquel momento, al enterarse de lo que se trataba, no solamente no se opuso al deseo de Urso, sino que manifestó que no tenían derecho a retenerle. Al devolver a Ligia como un rehén reclamado por el César, estaban también obligados a devolver su séquito, que junto con ella quedaba bajo la protección del César. Y en voz baja le dijo a Pomponia que con el pretexto del séquito podían agregar los esclavos que creyeran oportunos, pues el centurión no podía negarse a recibirlos.

A Ligia esto le proporcionaba cierto consuelo, y a Pomponia le alegraba pensar que podría rodearla con servidumbre de su elección. Así que, además de Urso, designó para que la acompañaran a su antigua camarera, dos doncellas de Chipre, hábiles peinadoras, y dos germanas que la servían en los baños. Su elección recaía principalmente sobre los adictos a la nueva fe, que el propio Urso profesaba desde hacía años. Pomponia podía contar con la fidelidad de estos sirvientes, y a la vez se alegraba al pensar que sembrarían la simiente de la Verdad en la casa del César.

Además escribió a Actea, liberta de Nerón, recomendándole a Ligia. Pomponia no la había visto nunca en las reuniones de los adeptos de la nueva doctrina, pero había oído decir que Actea jamás les había negado un favor y que leía con avidez las cartas de Pablo de Tarso. Sabía también que la joven liberta vivía en una continua tristeza y que era totalmente diferente de las demás mujeres de Nerón. Era, en suma, el buen espíritu del palacio.

Asta se ofreció a entregar personalmente la carta a Actea. También le pareció muy natural que la hija de un rey llevara consigo su séquito; así que no opuso la menor dificultad para llevarlos al Palatino, extrañándose únicamente de lo reducido del cortejo. En cambio, les rogó que se dieran prisa, por temor a que pudiera tachársele de falta de celo en el cumplimiento de las órdenes.

Llegó la hora de la separación. A Pomponia y a Ligia se les llenaron de nuevo los ojos de lágrimas; Aulo volvió a colocar la mano sobre su cabeza. A continuación salieron los soldados, llevándose a Ligia a casa del César, seguidos por los gritos del pequeño Aulo, que en defensa de su hermana amenazaba a los centuriones con sus pequeños puños.

El viejo caudillo mandó que le preparasen la litera, y entretanto, encerrándose con Pomponia en la pinacoteca, situada junto al oecus, le dijo:

—Escúchame, Pomponia: voy a ver al César, aunque creo que inútilmente, y a pesar de que las palabras de Séneca ya nada significan para él, iré a ver a Séneca. Hoy día tienen más influencia Sofonio, Tigelino o Vatinio. En cuanto al César, puede que no haya oído hablar en su vida del pueblo ligio, y si ha ordenado la entrega de Ligia como rehén, lo ha hecho inducido por alguien. Fácil es adivinar quién pudo hacerlo.

—¿Petronio?

—El mismo —tras una breve pausa, prosiguió el caudillo—: He aquí las consecuencias de recibir en nuestra casa a gente sin honor y sin conciencia. ¡Maldito sea el momento en que Vinicio traspasó estos umbrales! Él introdujo a Petronio en nuestra casa. ¡Pobre Ligia, no buscan en ella el rehén, sino la concubina!

 

Y su voz se hizo más silbante que de costumbre, a consecuencia de la ira impotente y del dolor que sentía por su hija adoptiva. Únicamente los puños apretados revelaban la dura batalla que en él se estaba librando.

—Hasta ahora he tenido fe en los dioses —dijo—; pero ahora pienso que ellos no gobiernan el mundo, y que sólo existe uno, loco, monstruoso y malvado, llamado Nerón.

—¡Aulo —exclamó Pomponia—, Nerón no es más que un puñado infecto de polvo ante Dios!

Pero Aulo empezó a dar grandes pasos sobre el mosaico de la pinacoteca. Su vida estaba llena de grandes hechos, pero no de grandes infortunios. Así que no estaba acostumbrado a ellos. El viejo soldado quería a Ligia más de lo que él mismo sospechaba, y no podía familiarizarse con la idea de perderla. Además, se sentía humillado: sentía el peso de una mano que despreciaba y ante cuyo poder el suyo nada significaba.

Cuando por fin logró dominar la cólera que le trastornaba las ideas, dijo:

—No creo que Petronio nos la haya arrebatado para llevársela al César; no querría ofender a Popea. Así que la quiere para él o para Vinicio… Hoy mismo me enteraré.

Y al poco tiempo le condujo la litera en dirección al Palatino.

Cuando Pomponia se quedó sola se reunió con el pequeño Aulo, que no cesaba de llorar por su hermana ni de amenazar al César.

V

Aulo no andaba descaminado al suponer que no sería admitido en presencia de Nerón. Le respondieron que el César se hallaba ocupado cantando con el tocador de laúd Terpnos, y que en general sólo recibía a aquellas personas que había mandado llamar. Lo que significaba que en lo sucesivo no debía intentar verle.

En cambio, Séneca, aunque enfermo con fiebres, recibió al viejo caudillo con la debida consideración; mas después de oír de lo que se trataba, sonrió amargamente y dijo:

—Sólo un servicio puedo prestarte, noble Plaucio, y es no mostrar nunca al César que mi corazón comparte tu dolor y que quisiera ayudarte, porque si al César llegara la menor observación en ese sentido, lo más probable es que no te devolviera a Ligia, sin tener para ello más motivos que el placer de mortificarme.

Tampoco le aconsejó que fuera a ver a Tigelino, ni a Vatinio, ni a Vitelio. Tal vez con dinero consiguiera algo de ellos, tal vez lo hicieran para molestar a Petronio con objeto de destruir su influencia. Pero lo más seguro es que le traicionaran ante el César, diciéndole el afecto que Plaucio profesaba a Ligia, y el César por eso mismo no se la devolvería.

Y el anciano sabio comenzó a hablar con mordiente ironía, dirigiéndose a sí mismo:

—Has estado silencioso, Plaucio; silencioso durante largos años, y al César no le gustan los que callan. ¿Cómo no te has extasiado ante su belleza, su virtud, sus cantos, sus declamaciones, su forma de guiar y sus versos? ¿Cómo no has celebrado la muerte de Británico, ni has hecho el panegírico del matricida, ni presentado tus felicitaciones con motivo de haber hecho ahogar a Octavia? Te falta previsión, Aulo; nosotros, los que vivimos en el Palatino, la poseemos en grado adecuado.

Séneca cogió un vasito que llevaba colgado del cinturón, lo llenó con agua de la fuente del impluvium, refrescó sus ardientes labios y dijo:

—Pero, eso sí, Nerón es agradecido. Te quiere porque has servido a Roma y has hecho famoso su nombre hasta los confines del mundo. A mí también me quiere porque he sido el maestro de su juventud. Por eso estoy seguro de que esta agua no está envenenada y la bebo tranquilo. El vino en mi casa no merece tanta confianza. Pero si tienes sed, bebé tranquilamente esta agua; la traen los acueductos desde los montes Albanos, y si quisieran envenenarla tendrían que envenenar todas las fuentes de Roma. Como ves, todavía puede uno considerarse seguro en este mundo y tener una vejez tranquila. Ciertamente estoy enfermo, pero más bien es mi alma la que está enferma, no mi cuerpo.

Así era, en efecto. Séneca carecía de la entereza de alma que poseían Cornuto y Tráseas, por ejemplo, ya que su vida era una serie de concesiones ante los crímenes cometidos por el César. El mismo se daba cuenta de ello, y comprendía que el propagador de los principios de Zenón de Zitio debía seguir otros derroteros. Y esto le hacía sufrir más que el temor a la muerte.

Aulo interrumpió sus mordaces reflexiones.

—Noble Anneo —dijo—, no ignoro cómo te paga el César los cuidados de que le hiciste objeto en sus años juveniles; pero el que nos arrebató a nuestra hija es Petronio. Indícame los medios y las influencias a que se halla sujeto, y emplea con él toda la elocuencia que nuestra antigua amistad pueda inspirarte.

—Petronio y yo —contestó Séneca— militamos en campos opuestos. Ignoro los medios que podemos emplear, y sé que no cede ante la influencia de nadie. Acaso, con toda su depravación, vale más que todos esos bribones de que Nerón se rodea. Pero demostrarle que ha cometido una mala acción es perder el tiempo. Petronio hace mucho que ya no posee la facultad de distinguir el bien del mal. Demuéstrale que ha cometido una acción fea, y entonces se avergonzará. Cuando le vea le diré: «El acto que has ejecutado es digno de un liberto». Y si con esto no se soluciona el asunto, no se soluciona con nada.

—Gracias también por eso —respondió el anciano jefe.

A continuación mandó que le condujeran a casa de Vinicio, al que encontró haciendo tranquilamente ejercicios de esgrima con su maestro particular. A Aulo, el espectáculo del joven entregado tranquilamente a sus ejercicios cuando se había perpetrado aquel atentado contra Ligia le llenó de una cólera terrible, que estalló, apenas cayó la cortina detrás del maestro de esgrima, en amargos insultos y reproches. Mas al enterarse Vinicio de que Ligia había sido arrebatada, palideció tan terriblemente, que ni por un instante dudó Aulo de que Vinicio hubiera intervenido en el atentado. La frente del joven se inundó de sudor, y la sangre que por un momento le había afluido al corazón, volvió a golpear su rostro con una oleada caliente. Sus ojos despidieron chispas, y sus labios formularon preguntas desordenadas. Los celos y la cólera se apoderaban alternativamente de él, sacudiéndole como una tempestad. Creía que Ligia, una vez pisados los umbrales de la casa del César, estaba irremisiblemente perdida para él. Y cuando Aulo pronunció el nombre de Petronio, cruzó como un rayo por la mente del joven soldado la sospecha de que Petronio se había burlado de él y que con la entrega de Ligia quería conseguir nuevos favores del César o guardarla para sí. No le cabía en la cabeza que se pudiese ver a Ligia sin desearla.

La impetuosidad, rasgo distintivo de su familia, le arrastraba como a un potro indómito, haciéndole perder su presencia de ánimo.

—Jefe —dijo con voz entrecortada—, vuelve a tu casa y ten presente que aunque Petronio fuese mi padre vengaría en él el agravio inferido a Ligia. Vuelve a tu casa y espérame. Ligia no será ni de Petronio ni del César —y apretando los puños, se encaró con las figuras de cera que había en el atrium y exclamó en un estallido—: ¡Por esas máscaras mortales, juro que antes la mataría y luego me daría la muerte!

Diciendo estas palabras, y repitiendo una vez más a Aulo: «Espérame», salió corriendo como un loco del atrium, dirigiéndose a casa de Petronio, y dando empellones a los transeúntes que hallaba en el camino.

Aulo regresó a su casa algo más tranquilo. Creía que si Petronio había inducido al César a que reclamara a Ligia para entregársela a Vinicio, éste la devolvería a su casa. También le servía de consuelo pensar que, aun en el caso de que Ligia no pudiera ser salvada, sería vengada y la muerte la protegería del ultraje. Confiaba en que Vinicio cumpliría cuanto había ofrecido. Había presenciado su cólera y conocía la irritabilidad peculiar de aquella familia. El mismo, aunque amaba a Ligia como si fuera su propia hija, hubiera preferido matarla antes que entregársela al César, y así lo hubiera ejecutado, a no ser por consideración hacia su hijo, último descendiente de su estirpe. Aulo era un soldado, y apenas había oído hablar de los estoicos; pero su carácter no se hallaba muy alejado de ellos y de sus conceptos. Para su orgullo, la muerte era preferible a la deshonra.

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