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100 Clásicos de la Literatura

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Dick estaba a punto de soltar una carcajada. O sea, que los Warren le iban a comprar un médico a Nicole. (¿No tendrán ustedes un médico que esté bien? ¿Nos lo pueden prestar?). No había que preocuparse por Nicole puesto que ellos podían permitirse el lujo de comprarle un médico joven y presentable con la pintura todavía fresca.

—Pero ¿y el médico? —dijo maquinalmente.

—Muchos habrá que no quieran perderse una oportunidad así.

Los que habían estado bailando regresaban ya, pero Baby tuvo tiempo de decirle en voz baja:

—Ésa es la idea que se me ocurrió. Bueno, y ahora ¿dónde está Nicole? ¿Dónde se habrá metido? ¿Estará arriba en su habitación? ¿Qué debo hacer? Nunca sé si es algo sin importancia o si tengo que ponerme a buscarla.

—A lo mejor sólo quiere estar a su aire un poco. La gente que vive sola se habitúa a la soledad.

Pero al ver que la señorita Warren no estaba escuchando lo que decía, se interrumpió.

—Voy a echar un vistazo.

Afuera todo estaba envuelto en niebla. Por un momento tuvo la sensación de que era como la primavera con las cortinas echadas. Sólo había vida en las proximidades del hotel. Dick pasó por delante de un sótano a través de cuyas ventanas se veía a unos ayudantes de camarero que jugaban a las cartas sentados en literas con una botella de litro de vino español. A medida que se acercaba a la avenida comenzaban a asomar las estrellas sobre las blancas cumbres alpinas. En el paseo en forma de herradura desde el que se dominaba el lago estaba Nicole, inmóvil entre dos veladores, y Dick se acercó por el césped sin hacer ruido. Al volverse a mirarlo, la expresión de su rostro no parecía denotar exactamente que se alegrara de verle allí, y por un instante se arrepintió de haber ido.

—Su hermana estaba preocupada.

— ¡Oh!

Estaba acostumbrada a que la vigilaran. Trató de dar explicaciones, pero no le resultaba fácil.

—A veces me pongo un poco… todo es un poco… demasiado. He vivido tan plácidamente. Esa música que tocaban era demasiado. Me daba ganas de llorar.

—Lo entiendo.

—Ha sido un día tan emocionante.

—Lo sé.

—No quiero ser insociable. Ya he causado bastantes problemas a todos. Pero esta noche tenía que escaparme.

A Dick le vino a la cabeza de pronto —como a un moribundo le podía venir a la cabeza que había olvidado decir dónde estaba su testamento— que Nicole había sido «reeducada» por Dohmler y las generaciones fantasmales que le habían precedido. También se le ocurrió pensar que eran muchas las cosas que se le tendrían que enseñar a Nicole. Pero tras haber registrado estos datos en su mente, decidió hacer frente a la situación tal como insistía en presentarse.

—Usted es una buena persona. No se deje influir por lo que piense que los demás opinan de usted y confíe en su propio criterio.

— ¿A usted le gusto?

—Claro.

— ¿Y habría podido…?

Caminaban hacia el extremo más oscuro de la herradura, que estaba a doscientos metros de distancia.

—Sí no hubiera estado enferma, ¿usted habría podido…? Quiero decir, ¿hubiera sido el tipo de chica de la que usted podría…? Oh, qué tontería. Bueno, ya sabe lo que quiero decir.

Por fin había ocurrido lo que tenía que ocurrir. Dick se sentía poseído por la irracionalidad de todo aquello. La tenía tan cerca que casi no podía respirar, pero una vez más su tan ejercitado aplomo acudió en su ayuda con una risita de adolescente y una observación banal.

—Se está engañando a sí misma, jovencita. Yo conocía a un tipo que se enamoró de su enfermera…

La anécdota seguía y seguía estirándose, acentuada por el ruido de sus pasos. De pronto Nicole la interrumpió con una brusquedad muy de Chicago:

— ¡Qué narices!

—Esa expresión es muy vulgar.

— ¡Y qué! —repuso indignada—. Usted se cree que no tengo sentido común. Tal vez no lo tuviera antes de ponerme enferma, pero ahora sí lo tengo. Usted es el hombre más atractivo que he conocido nunca, y si no me diera cuenta de ello podría pensarse que sigo estando loca. He tenido mala suerte, lo reconozco. Pero no intente hacerme creer que no me entero de nada. Sé perfectamente todo lo que pasa entre usted y yo.

Dick estaba en situación de desventaja por otra razón, además. Se acordó de lo que había dicho la mayor de las Warren de los médicos jóvenes que se podían comprar en el mercado intelectual de la parte sur de Chicago, y por un instante se endureció.

—Es usted encantadora, pero no me puedo enamorar.

—No me da usted ni una oportunidad.

— ¿Qué?

Aquella impertinencia, que parecía dar a entender que tenía derecho a invadirle, le dejó anonadado. Salvo que aceptara la anarquía total, no se le ocurría pensar en ninguna oportunidad que Nicole Warren mereciera.

—Dámela ahora.

A Nicole se le enronqueció la voz hasta hundirse en su pecho, y al acercarse a él, se tensó sobre su corazón el prieto corpiño que llevaba. Dick sintió la frescura de sus labios, su cuerpo que suspiraba de alivio en el abrazo que se hacía más fuerte. Ya no cabía hacer plan alguno, porque era como si Dick hubiera hecho arbitrariamente una mezcla indisoluble al unir unos átomos que ya no se podían separar; se podría desechar la mezcla, pero los átomos ya nunca podrían volver a ocupar el lugar que les correspondía en la escala atómica. Mientras la tenía abrazada y sentía su sabor, y ella se doblaba más y más entregándose a él, entregándole sus labios, que hasta para ella eran nuevos, ahogada y sumida en amor y sin embargo apaciguada y triunfante, se alegraba simplemente de existir, aunque sólo fuera como un reflejo en los ojos húmedos de Nicole.

— ¡Oh Dios! —dijo jadeante—. Qué maravilla besarte.

Eso sólo eran palabras, pero Nicole lo tenía en su poder ya y no lo iba a soltar. De pronto se hizo la coqueta y se apartó, dejándolo tan suspenso como lo había estado en el funicular esa misma tarde. Pensaba: «Así aprenderá a no ser tan engreído; vaya manera de tratarme. Ah, pero fue ¡tan maravilloso! Ya lo tengo: es mío». Ahora le tocaba huir, pero era todo tan tierno y tan nuevo que andaba despacio, como si temiera dejar de sentirlo.

De pronto se estremeció. Allá abajo, a una distancia de seiscientos metros, se veían el collar y la pulsera de luces que eran Montreux y Vevey y, más allá, el oscuro colgante de Lausana. Desde algún lugar de aquel abismo subía el débil sonido de una música de baile. Nicole tenía ya la mente despejada. Lo veía todo con frialdad y estaba tratando de confrontar los recuerdos sentimentales de su infancia con la misma determinación con que va a emborracharse un soldado después de una batalla. Pero seguía temiendo a Dick, que estaba cerca de ella, apoyado, en una de sus posturas características, en la cerca de hierro que bordeaba la herradura; y esto la llevó a decir:

—Recuerdo que solía esperarte en el jardín sosteniendo todo mi ser en los brazos como un cesto de flores. Ésa al menos es la impresión que tenía. Me parecía tan encantador, estar allí esperando para entregarte ese cesto de flores.

Sintió la respiración de Dick en el hombro. La obligó a volverse hacia él y ella le besó varias veces, y cada vez que se acercaba, agarrándose a sus hombros, se le agrandaba el rostro.

—Está lloviendo mucho.

De repente se oyó una detonación que venía de las laderas cubiertas de viñas del otro lado del lago; estaban lanzando cañonazos contra las nubes cargadas de granizo para romperlas. Todas las luces de la avenida se apagaron y luego volvieron a encenderse. Entonces se precipitó la tormenta, que cayó primero del cielo y luego en torrentes de las montañas, arrastrándose estrepitosamente por los caminos y las acequias de piedra. Llegó acompañada de un cielo sombrío y amenazador, rayos feroces y truenos que parecían partir la tierra en dos, mientras las nubes desgarradas pasaban en su huida destructora por encima del hotel. Desaparecieron el lago y las montañas y el hotel se encogió en medio del tumulto, el caos y las tinieblas.

Para entonces Dick y Nicole habían llegado al vestíbulo, donde Baby Warren y los tres Marmora les aguardaban inquietos. Qué sensación tan vivificante haber escapado de la lluvia y la niebla y estar allí, entre aquel golpear de puertas, riendo y temblando de emoción, con el viento aún ululando en sus oídos y las ropas empapadas. En la sala de baile la orquesta tocaba un vals de Strauss y el sonido resultaba demasiado agudo y desconcertante.

«¿Que el doctor Diver se casó con una de sus pacientes? Pero ¿cómo ocurrió? ¿Cómo empezó la cosa?».

— ¿Por qué no se va a cambiar y luego vuelve? —dijo Baby Warren a Dick tras examinarlo detenidamente.

—No tengo nada que ponerme, como no sea unos pantalones cortos.

Mientras caminaba trabajosamente hacia su hotel en un impermeable prestado, no cesaba de reír para sus adentros.

«Qué gran oportunidad, efectivamente. ¡Dios santo! ¿Conque decidieron comprar un médico? Pues bien: más vale que se conformen con lo que puedan encontrar en Chicago».

Pero mostrarse tan implacable le pareció repulsivo y trató de compensar a Nicole recordando que jamás había probado unos labios tan frescos como los suyos, recordando las gotas de lluvia como lágrimas que derramara por él que caían sobre sus suaves mejillas de porcelana… El silencio que se hizo al cesar la tormenta le despertó hacia las tres de la mañana. Se levantó y fue hasta la ventana. La belleza de Nicole subía por la pendiente ondulada, entraba en la habitación y se filtraba por las cortinas con un leve susurro.

A la mañana siguiente trepó los dos mil metros que había hasta Rochers de Naye, muy divertido por el hecho de que el encargado del funicular del día anterior hubiera aprovechado su día libre para trepar también.

 

Luego Dick bajó hasta Montreux para darse un baño y volvió a su hotel a tiempo para la cena. Tenía dos notas esperándole:

No estoy en absoluto avergonzada por lo de anoche. Fue la cosa más bonita que me ha pasado nunca e incluso si no le vuelvo a ver nunca más, mon capitain, me alegro de que haya ocurrido.

El tono era bastante desarmante. La pesada sombra de Dohmler se desvaneció mientras Dick abría el segundo sobre:

QUERIDO DOCTOR DIVER.

Le llamé por teléfono pero había salido. ¿Podría pedirle un inmenso favor? Debido a circunstancias imprevistas he de regresar a París y parece ser que es mucho más rápido si me voy por Lausana. ¿Le importaría que Nicole viajara con usted hasta Zurich, ya que se va usted el lunes, y dejarla luego en el sanatorio? ¿Es mucho pedir?

Le saluda atentamente,

BETH EVAN WARREN

Dick se puso furioso. La señorita Warren sabía que había ido en bicicleta, pero la nota estaba redactada de tal forma que era imposible negarse. ¡Qué fácil nos lo pone! ¡La bendita propincuidad y el dinero de los Warren!

Pero se equivocaba. No era ésa la intención de Baby Warren. Había examinado a Dick con su mirada experta de mujer de mundo, lo había medido con su regla retorcida de anglófila y había llegado a la conclusión de que no estaba a la altura de lo que se hubiera esperado de él; a pesar de que físicamente le parecía muy apetecible. Pero era demasiado «intelectual» para ella y le encasillaba en un tipo de ambiente similar al de cierta gente entre zarrapastrosa y con pretensiones sociales que había tenido ocasión de conocer en Londres. Era demasiado intenso para estar realmente bien. No veía ninguna posibilidad de que se pudiera convertir en lo que ella entendía por aristócrata.

Y encima, era testarudo. Por lo menos seis veces había notado que, mientras ella le hablaba, dejaba de prestarle atención y adoptaba ese aire ausente tan raro que a veces tenía la gente. Nunca le había parecido bien el desenfado con que se comportaba Nicole de niña y ya se había convencido de que lo más sensato era considerarla «un caso perdido». Pero, en todo caso, el doctor Diver no era el tipo de médico que se podía imaginar como miembro de su familia.

Simplemente se servía de él en esa ocasión porque le convenía.

Pero aquel favor que le pedía tuvo las consecuencias que Dick daba por supuesto que ella deseaba. Un viaje en tren puede ser algo terrible, doloroso o divertido; puede ser como un vuelo de prueba o puede ser la prefiguración de otro viaje, del mismo modo que un día concreto con un amigo puede ser largo, desde la excitación de la mañana hasta el momento en que los dos se dan cuenta de que tienen hambre y se ponen a comer. Luego llega la tarde y todo decae, porque se tiene la sensación de que la jornada va a terminar, pero todo se vuelve a animar al final. A Dick le entristecía ver la modesta felicidad de Nicole; y sin embargo, era alivio lo que sentía ella al regresar al único hogar que conocía. Ese día no hubo ninguna escena de amor, pero cuando la dejó ante la puerta desolada al borde del lago de Zurich y ella se volvió a mirarle, comprendió que desde aquel momento y ya para siempre el problema de ella era de los dos.

X

En el mes de septiembre el doctor Diver estaba tomando el té con Baby Warren en Zurich.

—Creo que es una imprudencia —decía ella—. Realmente, no entiendo muy bien qué hay detrás de todo esto. —Será mejor que no nos pongamos desagradables.

—Al fin y al cabo, soy la hermana de Nicole, ¿no?

—Eso no le da derecho a ponerse desagradable. A Dick le irritaba no poder decirle tantas cosas que sabía.

—Nicole será muy rica, pero eso no quiere decir que yo sea un aventurero.

—Ésa es la cuestión —recalcó Baby—. Nicole es rica.

— ¿Cuánto dinero exactamente tiene? —preguntó Dick. Baby se sobresaltó y Dick, riéndose para sus adentros, continuó:

— ¿Ve como todo esto es absurdo? En realidad, debería hablar con algún hombre de su familia.

—Lo han dejado todo en mis manos —insistió ella—. No es que pensemos que sea usted un aventurero. Es que no sabemos quién es.

Soy doctor en medicina —dijo Dick—. Mi padre es clérigo, ya retirado. Vivíamos en Buffalo y no tengo ningún inconveniente en que investiguen mi pasado. Estudié en New Haven y luego gané una beca Rhodes. Mi bisabuelo fue gobernador de Carolina del Norte y soy descendiente directo de Anthony Wayne el Loco.

— ¿Quién era Anthony Wayne el Loco? —preguntó Baby con aire suspicaz.

— ¿Anthony Wayne el Loco?

—Creo que ya hay suficiente locura en toda esta historia.

Dick movió la cabeza con impaciencia y en ese momento Nicole salió a la terraza del hotel y miró alrededor tratando de encontrarlos.

—Estaba demasiado loco para dejar tanto dinero como Marshall Field —dijo Dick.

—Todo eso está muy bien, pero…

Baby tenía razón y lo sabía. Cara a cara, prácticamente ningún clérigo podía estar por encima de su padre. La suya era una familia aristocrática americana sin título. Bastaba que su apellido apareciera en el registro de un hotel o en la firma de una carta de presentación, o fuera utilizado en una situación difícil, para provocar una metamorfosis psicológica en la gente, y eso era lo que había afianzado su sentido de la posición que tenían. Todos esos datos los sabía por los ingleses, que los conocían desde hacía más de doscientos años. Pero lo que no sabía era que Dick había estado dos veces a punto de tirarle a la cara aquel proyecto de boda. Lo que esta vez lo impidió fue que Nicole los encontró al fin y apareció radiante, fresca y pura en aquel atardecer de septiembre.

Qué tal, abogado. Nos vamos mañana a Como por una semana y luego regresamos a Zurich. Por eso quería que lo arreglara usted con mi hermana, porque nos da igual la cantidad que se me asigne. Vamos a llevar una vida muy sencilla en Zurich durante dos años y Dick tiene suficiente para los dos. No, Baby, tengo más sentido práctico de lo que te imaginas. Sólo lo voy a necesitar para ropa y cosas así… ¿Qué? Pero eso es más de lo que… ¿Nos podemos realmente permitir una cantidad así? Desde luego, no voy a poder gastarlo. ¿Tanto tienes? ¿Y por qué tienes más? ¿Es porque se me considera una incapaz? Muy bien pues: que mi parte se vaya amontonando… No. Dick se niega absolutamente a tener que ver con eso. Se me tendrá que subir a mí el dinero a la cabeza por los dos… Baby, no tienes ni idea de cómo es Dick. Lo conoces menos que… Bueno, y ahora dónde firmo. Oh, perdón.

Dick, ¿verdad que es una sensación rara estar juntos, tan lejos de los demás? No tenemos dónde ir, sino el uno al otro.

Vamos a querernos y querernos. Ah, pero yo te quiero más que tú a mí, y noto perfectamente cuando te alejas de mí, aunque sea un poco. Me parece maravilloso ser como los demás, alargar la mano y sentir tu cuerpo cálido junto a mí en la cama… Llame a mi marido al hospital, por favor. Sí, el librito se está vendiendo en todas partes: quieren publicarlo en seis idiomas. Yo iba a hacer la traducción al francés, pero esta temporada me siento muy cansada. Me da miedo caerme, me siento tan pesada y tan torpe… como un budín que se rompe y ya no hay manera de ponerlo derecho. Cuando me ponen el estetoscopio tan frío sobre el corazón lo único que se me ocurre pensar es «Je m’en fiche de tout»… Oh, esa pobre mujer en el hospital con el niño azul. Mucho mejor sería que se muriera. ¿No es estupendo que ahora seamos tres?

… Eso no me parece razonable, Dick. Tenemos motivos de sobra para coger el piso que es más grande. ¿Por qué tenemos que sacrificarnos por el simple hecho de que los Warren tienen más dinero que los Diver? Oh, gracias, cameriere, pero hemos cambiado de idea. Un clérigo inglés nos ha dicho que el vino de aquí de Orvieto es excelente. ¿Que no viaja bien? Debe ser por eso por lo que no lo conocíamos, porque nos encanta el vino.

Los lagos están hundidos en el lodo marrón y las laderas tienen tantos pliegues como un vientre. El fotógrafo nos dio la foto mía en la que estoy con el pelo lacio apoyada en la baranda de la barca que nos llevaba a Capri. «Adiós, Gruta Azul», cantaba el barquero, «vuelve prontooo». Y después recorrimos la espinilla caliente y siniestra de la bota italiana con el viento que susurraba entre aquellos castillos misteriosos y los muertos que nos contemplaban desde lo alto de aquellas montañas.

… Se está bien en este barco, golpeando los dos la cubierta con nuestros tacones al mismo tiempo. Ésta es la esquina donde sopla el viento y cada vez que la doblamos, me inclino haciendo frente al viento y me envuelvo bien en el abrigo sin perder el paso que marca Dick. Cantamos cualquier tontería:

Oh, oh, oh, oh.

no hay más flamencos que yo,

oh, oh, oh, oh.

no hay más flamencos que yo.

La vida con Dick es muy divertida. La gente que está en las hamacas nos mira y una mujer está tratando de entender lo que cantamos. Dick se ha cansado ya de cantar, así que, sigue tú solo, Dick. Solo andarás de otra manera, por una atmósfera más densa, abriéndote paso entre las sombras de las hamacas a través del humo pegajoso de las chimeneas. Notarás tu propio reflejo deslizándose en los ojos de los que te miran. Ya no estás en una isla. Pero supongo que hay que tocar la vida para poder saltar de ella.

Contemplo el mar sentada en el puntal de este bote salvavidas; el viento agita mi pelo y el sol lo hace brillar. Permanezco inmóvil contra el fondo del cielo y este bote fue hecho para transportar mi silueta a la oscuridad azul del futuro. Soy Palas Atenea tallada con veneración en la proa de una galera. El agua está entrando en los retretes y el follaje de espuma verde esmeralda se repliega protestando por la popa.

… Ese año viajamos mucho, de Woolloomooloo Bay a Biskra. Al entrar en el Sahara nos tropezamos con una plaga de langostas y el chófer nos explicó amablemente que eran abejorros. Por las noches el cielo estaba cubierto, preñado con la presencia de un dios extraño que nos vigilaba. ¡Oh, aquella pobrecita Ouled Nail, tan desnuda! La noche era un estruendo: los tambores del Senegal, las flautas, los gemidos de los camellos y el golpeteo incesante de los nativos con sus zapatos hechos de viejos neumáticos.

Pero en esa época yo estaba otra vez mal: los trenes y las playas eran una misma cosa para mí. Por eso me había llevado de viaje, pero después de nacer mi segundo hijo, mi pequeña Topsy, todo se volvió oscuro de nuevo.

… Si pudiera avisar a mi marido, que ha tenido a bien abandonarme aquí, dejándome en manos de incompetentes. ¿Qué dice usted, que mi niña es negra? Eso es ridículo. Es una broma de mal gusto. Fuimos a África exclusivamente para ver Timgad, puesto que lo que más me interesa en la vida es la arqueología. Estoy harta de no saber nada y de que me lo recuerden a cada instante.

… Cuando me ponga bien quiero ser una persona tan completa como tú, Dick. Me pondría a estudiar medicina si no fuera porque es demasiado tarde. Deberíamos gastarnos mi dinero y comprarnos una casa. Estoy harta de pisos y de tener que estar esperándote. Y tú no aguantas ya Zurich y no encuentras tiempo aquí para escribir y siempre dices que el que un científico no escriba equivale a una confesión de debilidad por su parte. Y yo recorreré todo el campo del saber y me decidiré por algo y lo estudiaré realmente bien, de modo que si tengo otra recaída podré tener algo a que agarrarme. Y tú me ayudarás, Dick, para que no me sienta tan culpable. Viviremos cerca de una playa cálida donde podamos broncearnos y seguir jóvenes juntos.

… Esta casita le servirá a Dick de estudio. Ah, la idea se nos ocurrió a los dos al mismo tiempo. Habíamos pasado por Tarmes una docena de veces y nos acercamos hasta aquí y vimos que las casas estaban desocupadas, salvo dos establos. Para la compra utilizamos a un francés de intermediario, pero en cuanto la Marina se enteró de que unos americanos habían comprado parte de un pueblecito en una colina envió aquí a sus espías. Estuvieron rebuscando entre todo el material de construcción convencidos de que iban a encontrar cañones. Y finalmente nos tuvo que echar una mano Baby, que conoce gente en el Ministerio de Asuntos Exteriores en París.

Nadie viene a la Riviera en verano, así que contamos con tener unos pocos invitados y trabajar. Hay algunos franceses aquí. La semana pasada vino Mistinguett y se extrañó de que el hotel estuviera abierto todavía. Y también Picasso y el que escribió Pas sur la bouche.

 

Dick, ¿por qué nos has registrado como señores de Diver en lugar de doctor Diver y señora? No sé. Me pasó por la cabeza y quería preguntártelo. Tú me has enseñado que el trabajo lo es todo y te creo. Siempre decías que un hombre aprende cosas y cuando deja de aprenderlas es como todos los demás, y por eso lo que debe hacer es adquirir poder antes de que deje de aprenderlas. Si quieres volverlo todo patas arriba, me parece muy bien, pero, cariño, ¿tiene que seguirte tu Nicole como un perrito faldero?

Tommy dice que estoy muy callada. La primera vez que me puse bien hablaba muchísimo con Dick hasta las tantas de la noche, los dos sentados en la cama encendiendo cigarrillos, y luego, cuando despuntaba el alba azul, nos hundíamos en las almohadas para que no nos diera la luz en los ojos. Algunas veces me pongo a cantar, o juego con los animales, y también tengo unos cuantos amigos: Mary, por ejemplo. Cuando hablamos Mary y yo, ninguna escucha lo que dice la otra. Hablar es cosa de hombres. Cuando estoy hablando me digo a mí misma que tal vez sea Dick el que habla. He llegado a ser incluso mi hijo, al acordarme de lo juicioso y tranquilo que es. A veces soy el doctor Dohmler y alguna vez, puede que hasta sea un aspecto de ti, Tommy Barban. Creo que Tommy está enamorado de mí, pero de una manera muy tierna, que me conforta. Lo suficiente, sin embargo, para que empiece a notarse cierta hostilidad entre él y Dick. Pero, con todo, nunca han ido tan bien la cosas como ahora. Estoy rodeada de amigos que me quieren. Estoy aquí, en esta playa tranquila, con mi marido y mis dos hijos. Todo es perfecto… o lo será si consigo terminar de traducir al francés esta condenada receta de pollo a la Maryland. ¡Qué calentitos siento los pies en la arena!

—Sí, voy a mirar. Más gente nueva… Ah, sí, esa chica. ¿A quién decís que se parece?… No, no la he visto. No tenemos muchas posibilidades aquí de ver las películas americanas más recientes. ¿Rosemary qué? Realmente, se está poniendo esto muy de moda. ¡Y eso que estamos en julio! ¿No os parece más bien raro? Sí, de acuerdo: es una monada. Pero ya hay gente de sobra.

XI

En pleno mes de agosto, el doctor Richard Diver y la señora Elsie Speers estaban sentados en el Café des Alliés bajo unos árboles polvorientos que les daban sombra. El suelo calcinado empañaba el brillo de la mica y de la costa llegaban, a través del Esterel, unas ráfagas de mistral que balanceaban los barcos de pesca en el puerto y hacían que sus mástiles apuntaran desde diferentes ángulos hacia aquel cielo monótono.

—He tenido carta esta mañana —dijo la señora Speers—. ¡Qué mal rato debieron pasar con todos esos negros! Pero Rosemary dice que se portó usted maravillosamente bien con ella.

—A Rosemary deberían darle una condecoración. Fue todo bastante tremendo. A la única persona a la que no le causó el menor trastorno fue a Abe North. Se fue disparado a embarcarse al Havre y probablemente no se ha enterado todavía de lo que pasó.

—Siento que la señora Diver se llevara un disgusto —dijo cautelosamente.

Rosemary le había escrito:

Nicole parecía que había perdido el juicio. No quise ir al sur con ellos porque bastante tenía ya Dick.

—Ya se encuentra bien —dijo Dick casi con impaciencia—. De modo que se va usted mañana. ¿Y cuándo se embarcan?

—Inmediatamente.

— ¡Qué pena que se vayan!

—Nos alegramos mucho de haber venido. Lo hemos pasado muy bien gracias a ustedes. Es usted el primer hombre que le ha gustado realmente a Rosemary.

Otra ráfaga de viento se coló por entre las colinas purpúreas de La Napoule. Algo en el aire anunciaba que la tierra se estaba precipitando hacia un cambio atmosférico; el momento exquisito, intemporal, de la plenitud del verano había pasado ya.

—Rosemary había estado enamoriscada más de una vez, pero antes o después siempre me pasaba al hombre en cuestión… La señora Speers rio un poco y terminó la frase: —… para que le hiciera la disección.

—Así que yo me libré.

Nada hubiera podido hacer yo. Estaba enamorada de usted antes de que yo le conociera. Le dije que siguiera adelante.

Dick vio que en los planes de la señora Speers no se había tenido en cuenta lo que él pudiera pensar, o Nicole, y también que la causa de su amoralidad estaba en las condiciones de su propia renuncia. Era su derecho, la pensión que cobraba después de haber jubilado sus sentimientos personales. Las mujeres son, por necesidad, capaces de prácticamente cualquier cosa en su lucha por la supervivencia y realmente no se las puede declarar culpables de crímenes artificiales como «la crueldad». Mientras la comedia de amor y dolor no sobrepasara ciertos límites, la señora Speers la podía observar con tanta indiferencia e ironía como un eunuco. Ni siquiera había previsto la posibilidad de que Rosemary saliera malparada. ¿O no sería acaso que estaba convencida de que no existía tal posibilidad?

—Si lo que usted dice es cierto, no creo que la haya afectado mucho.

Seguía pretendiendo a toda costa que podía pensar en Rosemary de una manera objetiva.

—Ya lo ha superado. Aunque, por otra parte, tantas cosas importantes de la vida empiezan por parecer accidentales.

—Esto no fue accidental —insistió la señora Speers—. Usted fue el primer hombre y es como un ideal para ella. Me lo dice en todas las cartas.

—Es muy amable.

—No he conocido a nadie más amable que usted y Rosemary, pero esto ella lo dice en serio.

—Mi amabilidad no es más que un truco del corazón.

Esto era verdad en parte. Dick había aprendido de su padre los buenos modales, más bien intencionales, de los jóvenes sureños llegados al norte después de la guerra civil. Los usaba con frecuencia, pero a la vez los despreciaba, porque no representaban una protesta contra lo desagradable que era el egoísmo intrínsecamente, sino contra lo desagradable que resultaba su apariencia.

—Estoy enamorado de Rosemary —le dijo de pronto—. Sé que decírselo a usted supone un exceso por mi parte.

Aquella confesión le sonó muy extraña y oficial. Era como si hasta las mesas y las sillas del Café des Alliés tuvieran que recordarla para siempre. Ya había empezado a notar la ausencia de Rosemary bajo aquellos cielos: en la playa sólo podía pensar en sus hombros pelados por el sol; en Tarmes borraba con los pies las huellas de sus pisadas cuando cruzaba el jardín; y ahora, la orquesta, que se había puesto a tocar la canción del Carnaval de Niza, un eco de los placeres ya desvanecidos del año anterior, iniciaba la graciosa danza que sólo hablaba de ella. En cien horas Rosemary había llegado a poseer toda la oscura magia del mundo: la belladona, que vuelve ciego; la cafeína, que convierte la energía física en nerviosa; la mandrágora, que impone la armonía.

Haciendo un esfuerzo, llegó a convencerse una vez más de que lo veía todo desde la misma distancia que la señora Speers.

—En realidad, usted y Rosemary no se parecen en nada —dijo—. La sabiduría que usted le transmitió está amoldada a su personaje, a la máscara con que hace frente al mundo. Ella no piensa. En lo más profundo de su ser es irlandesa, romántica, ilógica.

La señora Speers también sabía que Rosemary, a pesar de su apariencia delicada, era como un potro salvaje en el que se podía reconocer al capitán médico Hoyt del Ejército de los Estados Unidos. Si se le hiciera una sección transversal, aparecerían un corazón, un hígado y un alma enormes, bien apretados bajo la deliciosa envoltura.

Mientras se despedía de ella, Dick era consciente de todo el encanto de Elsie Speers, consciente de que para él significaba bastante más que un simple fragmento último de Rosemary del que se desprendía de mala gana. Tal vez hubiera podido inventarse a Rosemary, pero nunca hubiera podido inventarse a su madre. Si la capa, las espuelas y los brillantes que Rosemary se había llevado consigo eran atributos de los que él la había dotado, qué agradable era, por otra parte, observar la elegancia natural de su madre con la certeza de que no era algo que él hubiera evocado. Tenía un aire como de estar esperando. Parecía esperar que un hombre ocupado con algo más importante que ella misma, una batalla o una operación, y al que, por tanto, no se le debía meter prisa ni molestar, terminara de hacer lo que estuviera haciendo. Cuando el hombre hubiera acabado, ella, sin mostrar inquietud ni impaciencia, le estaría esperando en algún lugar sentada en un taburete alto, volviendo las páginas de un periódico.

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