Читать книгу: «Los incendiarios», страница 3

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Comparaba a mis amigos con los de la televisión y sabía que no les llegaban ni a la suela del zapato. Había confiado en que algún día tendría amigos y amantes increíbles. Llegué al último año de universidad sin haber conseguido ninguna de las dos cosas. Aun así, no estaba todo perdido. Se podían intentar algunas cosas. Podíamos esforzarnos más en eso de ser jóvenes. Podíamos lucir mejores cortes de pelo, acostarnos con gente, bañarnos en sitios donde normalmente no estuviera permitido bañarse. Podíamos hablar más alto. Quizá eso bastaría para redimirnos. Sin embargo, no sabía cómo decirles esto con delicadeza, así que no dije nada y me fui retrayendo en silencio. Perdí el contacto con todos ellos en cuanto acabé la carrera.

Cuando me fui acercando a los treinta, de vez en cuando me ponía a pensar en mi adolescencia y en los primeros años de mi veintena y se me llenaban los ojos de lágrimas con esa clase de decepción que es como estar triste por otra persona aunque en realidad esa persona es uno mismo. Yo no había ido a fiestas de disfraces, no me había desmadrado en viajes en coche con amigos y no había tenido romances de verano. Ya nunca iba a volver a ser joven ni a tener la oportunidad de hacer locuras. No tenía a nadie con quien compartir aquella tristeza. Jamás había estado enamorado. No podía imaginarme a mí mismo estando lo bastante relajado. Echaba la culpa de esto a mis padres. De vez en cuando, si me había tomado un par de copas, dejaba a un lado a mis padres y reconocía que el causante de aquella decepción había sido yo mismo. Que la culpa era mía por ir por la vida como un armario cerrado, por no soltarme lo suficiente para ponerme a bailar o para arriesgarme a rodearle la cintura con el brazo a una desconocida. Tomar conciencia de esto no sirvió de nada. Para cuando cumplí los treinta, vivía encerrado en mí mismo. Era como una persona olvidada por el mundo. Me costaba creer que aquello fuera a cambiar con el tiempo o con las circunstancias. No era lo suficientemente valiente para intentar cambiarlo.

Por las noches veía la televisión como si fuera otra persona que estuviera conmigo en la habitación. A veces hablaba con la pantalla. Pagaba las facturas mucho antes de la fecha límite e iba todos los días a trabajar en algo que ni me gustaba ni me disgustaba especialmente. Comía los mismos platos todas las semanas en los mismos días y nunca bebía más de dos copas, por miedo a convertirme en la clase de hombre que bebe solo. Corría cinco kilómetros todas las mañanas en una cinta en la habitación de invitados. Habría sido agradable correr en la calle, con los ciclistas y la gente que sacaba a los perros temprano, pero no soportaba la idea de que me miraran y me consideraran ridículo. No me permitía sentir lástima de mí mismo. Una vez que lo hiciera, sería el fin. El fin no siempre me parecía la opción más horrible. A veces me parecía una opción muy sensata.

Dos años antes, mientras atravesaba esa tierra de nadie que es la semana entre Navidad y Año Nuevo, un día me llevé del trabajo un botecito marrón de un medicamento que se administraba con receta. Se pasó una semana en mi mesilla de noche, donde su color marrón de botella de cerveza resplandecía a la luz de la lámpara. Me estaba llamando a gritos y al final dejé de resistirme. Sujeté el bote con el puño izquierdo y lo tuve ahí toda la noche, bien agarrado. Me dejó una marca rectangular en la palma de la mano. Dormí con la mano cerca de la cara, aunque sin llegar a tocarla. Antes de quedarme dormido, estuve pensando cosas como «Tardarían semanas en encontrar mi cuerpo» o «¿Y si alguien me encuentra a tiempo?». Pensé que soñaría cosas estridentes, de la angustia, pero solo soñé que estaba durmiendo. Durante la noche el bote se destapó y a la mañana siguiente las sábanas estaban salpicadas de pastillas blancas. Como aún estaba casi soñando, al principio pensé que eran dientes. Recogí las pastillas, todas las que encontré, las eché al váter del baño del dormitorio y tiré de la cadena. Tuve que tirar tres veces y esperar a que se llenara la cisterna cada vez.

Me alegré de no haber hecho aquello con las pastillas, fuera lo que fuese. Era incapaz de pronunciar las palabras. Tenía esa sensación que se tiene en el estómago después de evitar una caída por los pelos.

«Esto no puede seguir así», decidí esa mañana. Lo dije en voz alta mirando al rostro fantasmagórico de mi reflejo en el espejo del baño.

«Todavía eres joven —me dije—, y eres razonablemente atractivo. Y no es demasiado tarde para cambiar las cosas».

El artículo había aparecido esa misma mañana en el Belfast Telegraph. Me costó un rato digerirlo, después de lo que acababa de ocurrir la noche anterior. Lo leí un montón de veces y subrayé algunos fragmentos. Al final acepté que se trataba de una especie de señal, aunque no pude atribuírsela a Dios.

«Belfast, ciudad del amor», rezaba el titular. Al principio me llamó la atención la frase porque me pareció que era de broma, pero no pretendía ser humorística. Seguí leyendo. La Consejería de Turismo de Irlanda del Norte quería que Belfast pudiera competir con las otras ciudades románticas por excelencia: París, Venecia, Berlín (antes de la caída del Muro). Sabían que Belfast no sugería precisamente pasión (armas y tambores aparte), de modo que habían decidido crear su propio romance de manera artificial. Iban a contratar a personas con quienes formar parejas que resultaran verosímiles. Chicas altas con chicos altos. Almas con pinta de ratón de biblioteca juntas, que se verían mejor a través de sus gafas. Solo chico con chica, nada demasiado moderno. Seguía siendo Belfast, al fin y al cabo.

Por ciento cincuenta libras al día, estas parejas artificiales pasarían un fin de semana cogiéndose de la mano o besándose en el Jardín Botánico y junto a los Muros de la Paz, en treinta lugares distintos frecuentados por los turistas. Al ver parejas de enamorados por todas partes, los turistas enseguida creerían que Belfast era una ciudad verdaderamente europea. Disculparían la lluvia y que los domingos las tiendas no abrieran hasta la hora de comer. Quizá hasta sacarían fotos para convencer a los escépticos cuando volvieran a casa. «Mirad —dirían, colocando sus fotografías reveladas sobre mesas de cocina de estilo rústico en Francia o en España—, Belfast es un lugar muy seguro. Es un sitio lleno de esperanza y de amor. De muchísimo amor, como San Francisco en los sesenta». Los de la Consejería de Turismo estaban convencidos de que surtiría efecto. Solo necesitaban un poco de ayuda de los jóvenes, pues la mayoría eran señores de mediana edad con trajes y camisas de rayas, demasiado mayores para besarse con nadie en público.

Inmediatamente supe que aquello estaba hecho para mí. Rodeé el artículo entero con un gran círculo rojo. La idea me aterrorizaba. Yo estaba bien como estaba. Lancé una mirada al bote de pastillas vacío que descansaba en el aparador con el resto de residuos para reciclar. No estaba bien como estaba. Tenía que producirse un cambio sustancial y tenía que producirse casi de inmediato. Pero tampoco había por qué contemplar algo tan drástico. Había cien mil cosas más seguras que podía probar antes: visitar una agencia de contactos, apuntarme a un club de senderismo, ir a la iglesia, salir a tomar algo. Nunca había contemplado ninguna de esas actividades en serio y sabía que tampoco iba a hacerlo en el futuro. Aquella mañana era posible tomar una medida desesperada. Se me había presentado una oportunidad excepcional. Si no la aprovechaba, no tendría otras iguales en el futuro. Diez años más tarde seguiría en aquella silenciosa casa, durmiendo.

La decisión estaba tomada.

En el artículo venían los datos de contacto. Apunté el número de teléfono en un pósit. Debajo anoté la dirección de correo electrónico. Sería más fácil enviar un correo. Así no tendría que hablar. Al principio pensé que no sería capaz de contactar con la Consejería de Turismo; más tarde, cuando ya había presentado mi solicitud, estaba convencido de que no iba a asistir a la reunión informativa, e incluso una vez allí, en una sala con decenas de veinteañeros y treintañeros sentados en sillas apilables, era incapaz de imaginarme a mí mismo en el invernadero del Jardín Botánico, abrazando a Stephanie bajo los plataneros.

Cuando quise darme cuenta estaba allí, con sus labios en mis labios y sus ojos fijos en los míos. Miré hacia arriba y vi las grandes hojas verdes, como paraguas, encima de nosotros. Esto es fácil, pensé. ¿Cómo es que nunca he estado en esta situación hasta ahora? Stephanie tenía un sabor ligeramente salado que me recorría la boca. Sentía calor por todo el cuerpo y me estaba derritiendo. No recordaba cómo había acabado allí, rodeado de turistas haciendo fotos y del hedor menstrual del caluroso invernadero, todo sudado bajo mi jersey.

Empecé a imaginarme pasando las navidades y los festivos con otro ser humano, no necesariamente Stephanie sino alguien parecido, aunque Stephanie también valdría. Aquello ya no era una fantasía absurda. Ese pensamiento me hizo coger confianza y le metí la lengua en la boca, a pesar de que no me había dado permiso para hacerlo. Le cogí la mano antes de que me la cogiera ella y noté con alivio que entrelazaba sus dedos con los míos. Cuando, según el programa establecido, nos tocaba mantener breves conversaciones mientras seguíamos comportándonos como dos tortolitos, nos apoyábamos en la pared y charlábamos. Descubrí que hablar con una chica no era tan difícil. Stephanie me hacía preguntas y yo las contestaba. Al contestarlas, se me ocurrían preguntas que quería hacerle yo y se las hacía.

El fin de semana se pasó como un esprint cuesta abajo y de repente era domingo por la tarde. Me cogió por sorpresa. Me dolía la mandíbula de besarla, pero por lo demás quería seguir haciendo lo mismo toda la semana. A las cinco en punto llegó al invernadero un señor de la Consejería de Turismo. Nos hizo una foto oficial para la campaña de promoción y nos dio trescientas libras a cada uno en unos sobres blancos.

—Bueno, pues vosotros ya estáis —dijo—. Gracias por ayudarnos.

—¿Y el fin de semana que viene? —pregunté.

Pero «Belfast, ciudad del amor» era un proyecto piloto. Solo había financiación para una sesión y quedaría suspendido hasta que se consiguieran más fondos.

El hombre se marchó. Faltaba poco para el final de la jornada y aún tenía que ir al Museo del Úlster, al Pabellón Tropical y a la explanada central de la Queen’s University.

—Ha sido un placer —dijo Stephanie.

—Igualmente —contesté—, gracias por todo.

A continuación, como todavía estaba muy suelto después de todos esos besos, añadí:

—¿Te apetece ir a cenar algo?

—¿Ahora?

—Ahora estaría fenomenal. Bueno, o cualquier día que te venga bien.

—Tengo novio, Jonathan. No creo que le hiciera gracia que quedara para cenar con otro chico.

—Te has pasado dos días besando a otro chico. ¿Qué opina tu novio de eso?

—Solo estaba actuando, por el dinero. Estamos ahorrando para irnos de vacaciones. Sabe que he estado aquí.

—Ah —dije. Me sentí como cuando alguien se ha inclinado demasiado hacia delante y ya no puede evitar caerse de bruces. Ahora iba a hacerle un comentario inapropiado a Stephanie. Ya tenía el comentario inapropiado en la boca, preparándose para echar a volar—. No me ha dado la sensación de que estuvieras actuando todo el fin de semana.

—Estaba actuando, Jonathan. Por el dinero.

Su voz fue como un cuchillo.

—¿No te ha gustado?

Mi voz fue igual de firme.

—No ha estado mal.

—¿He hecho algo mal?

—No, no has hecho nada mal, pero esto no es un servicio de citas. Es un trabajo en el que había que actuar. Es de mentira.

—Bueno —contesté—, ¿y si seguimos fingiendo un poco más?

Más tarde reproduciría la conversación en mi cabeza y me avergonzaría de mi propia desesperación, como la de un niño pequeño intentando camelar a alguien para que le comprara caramelos.

—Tengo novio, Jonathan.

—No hay por qué contárselo. Podríamos hacerlo a escondidas, o podrías decirle que los de la Consejería de Turismo nos han vuelto a contratar para lo mismo, en Bangor o en alguna otra ciudad.

—¿Por qué iba a hacer eso? Ni siquiera me atraes.

—No importa. Puedes fingir. Con eso bastaría.

—Qué cosa más triste. ¿Por qué ibas a querer estar con alguien a quien no le gustas de verdad? ¿Nunca has estado enamorado, Jonathan?

—No —respondí—. No sé si soy capaz.

En mi vida había sido tan sincero con otro ser humano. Solo decir aquello me provocó una sensación incómoda en la nariz. Me empezó a salir una lágrima del ojo izquierdo. Stephanie levantó el brazo y me la secó con el puño de la manga. Era buena persona. Se notaba en su forma de mirarme, fijamente y sin reírse. Me rodeó con los brazos como si fueran un cinturón y atrajo mi cuerpo hacia el suyo. Sentí sus pechos contra mis costillas, como dos suaves puños. En aquel momento fue una maravilla ser yo. No estaba acostumbrado a aquella felicidad y empecé a sollozar con movimientos convulsivos.

—Ay, Jonathan —dijo, dejando escapar un suspiro húmedo—, esa es de las cosas más tristes que he oído en mi vida. Debes de sentirte muy solo. ¿Por qué no te vienes a cenar con nosotros un día la semana que viene?

—No quiero ir a cenar contigo y con tu novio —mascullé, con la boca sobre su coronilla. Desde ahí pude ver que por arriba tenía mechas castañas entre el pelo rubio. Olía como un árbol de Navidad recién cortado—. Quiero que estés enamorada de mí.

—No puedo —contestó Stephanie apartándose de mí—. Ya te lo he dicho, tengo novio.

—Puedo pagarte —dije—. La misma tarifa que hoy.

Entonces fue cuando me abofeteó. Cuando su mano se acercó a mi cara, me fijé en que el gesto compasivo de antes se había borrado de su rostro. Su boca era una línea recta, sus cejas estaban inclinadas y se notaba que estaba absolutamente furiosa.

3. COCHES EN LLAMAS

Sammy lleva cerca de tres horas caminando por Belfast Este. Lleva la cabeza gacha y las manos en los bolsillos y va recorriendo la sucesión de callecitas del barrio, como los travesaños de una escalera de mano, subiendo por una y bajando por la paralela. Camina zigzagueando con aire derrotado en dirección a Castlereagh Hills, hacia su chalé pareado y hacia su hijo, que vive en la buhardilla y que está orquestando el apocalipsis sin moverse siquiera de su habitación. Su casa ya no le parece un hogar ahora que ha visto el vídeo del Incendiario. Ahora que ha empezado a reconocer algo familiar en la figura que mira a la cámara y lanza tétricos mensajes terroríficos. En realidad, hace años que su casa no le parece un hogar. Cada vez que cruza la puerta le parece más pequeña, como si las paredes se estuvieran desplazando poco a poco hacia el interior y el techo pronto fuera a rozarle la cabeza. Hoy no tiene ganas de ir a casa. Está dejando que la calle lo lleve, como la corriente de un río o una persona cayendo desde una altura considerable.

Por encima de él no dejan de pasar aviones comerciales que acaban de despegar o que van a aterrizar en el aeropuerto City. No son conscientes de la presencia de Sammy ni de la silueta que dibuja su cuerpo en movimiento. Es demasiado pequeño para ser visto desde el cielo. Es un grano de arena, un punto, un alfiler, un signo de puntuación mal puesto. Hasta Dios tendría que aguzar la vista. Si se le pudiera ver desde tan arriba, sin embargo, por ejemplo con unos prismáticos o con alguna otra lente capaz de ampliar la imagen, su figura llamaría la atención, arrastrando los pies de una calle a la siguiente, dando patadas a una botella vacía de Coca-Cola. Estaría claro que Sammy se encuentra fuera de lugar en esas calles por las que anda vagando.

A varios kilómetros de la ruta de los aviones, Sammy tiene los pies bien pegados a la tierra y no levanta la vista del suelo. Sus piernas suben y bajan sin parar, derecha, izquierda, derecha, izquierda, como el cabeceo de los pistones de un motor antiguo. Se detiene un momento en la esquina de una de las calles más anchas y busca un cigarro en los bolsillos. Llevaba años sin fumar, pero hoy se ha comprado una cajetilla. No le ha quedado más remedio. Mientras el cigarro prende entre sus manos ahuecadas, Sammy repara en las estelas de humo de los aviones del verano, que se alejan de Belfast en dirección al resto del país y del mundo. Les envidia sus alas, su capacidad de alzar el vuelo y largarse de allí. Para eso hace falta una ligereza que él perdió hace mucho tiempo. Sigue caminando mientras da caladas al cigarro. En las calles donde hay coches aparcados encima de las aceras y no queda sitio para pasar, camina por el medio de la calzada. Nadie lo detiene. Nadie le sonríe ni levanta la barbilla para decirle «Hola» o «Qué buen día hace». Lleva una cara como si viniera de un entierro en fin de semana. Hasta las palomas lo rehúyen.

Cada dos o tres manzanas, la acera está levantada en forma de cráteres con los bordes ondulados, como las costras negras de una tortita quemada. Son restos de incendios. Algunos son recientes y todavía echan humo. Otros se han solidificado y, al hacerlo, han formado ciudades minúsculas, con montículos, depresiones y troncos calcinados que asoman entre la ceniza, como Hiroshima o Nagasaki en miniatura. Tienen una belleza muy particular. Algunos ocupan toda la anchura de la calle y no hay forma de sortearlos, por lo que Sammy tiene que pasar por encima. Las hebras de alquitrán derretido se le pegan a las suelas de los zapatos y se estiran cuando sigue caminando. Después se sueltan y, sin hacer ruido, recuperan rápidamente su posición anterior. Tendrá que tener cuidado para no ensuciar la moqueta de la entrada de casa. No quiere enfadar a su mujer.

Pasa por delante de una tienda calcinada, de varios coches todavía humeantes y de un buzón que solo ha ardido por dentro, como una estufa de hierro. Por fuera aún conserva su forma de bala, pero el calor ha levantado la pintura roja, ha formado ampollas y ha dejado el emblema de la Casa Real hecho un estropicio. Está claro que los jóvenes están haciendo caso omiso de las normas. Ninguno de estos fuegos se ha encendido en el segundo piso. Ya están empezando a desmadrarse y a quemar todo lo que pillan. Lo que más entristece a Sammy son los árboles quemados, así que no los mira. Espera que su hijo haya visto esos árboles y la desagradable estampa de sus ramas calcinadas en alto. Le recuerdan a los quemados que salen corriendo de los incendios con los brazos levantados y los rostros boquiabiertos, derritiéndose, como aquel cuadro de Edvard Munch que los estudiantes aún cuelgan en las paredes de sus dormitorios. Sammy espera que Mark haya visto los daños que está provocando. Espera que se sienta fatal, aunque algo le hace sospechar que Mark es incapaz de sentir arrepentimiento alguno. Sammy mantiene la mirada en sus pies, que siguen subiendo y bajando. La preocupación lo tiene completamente ensimismado. No ve al anciano hasta que casi lo está pisando.

El anciano está delante de su casa, sentado en un cubo dado la vuelta. A su lado hay un perro, un terrier Jack Russell tan viejo que tiene la misma tripa flácida y la misma barba desgreñada que su dueño. Se le ve gordo y a la vez débil, igual que al anciano. Los años han acallado sus ladridos. Cuando mira a Sammy y abre la boca, el sonido que emite es como el estertor artrítico de la bomba de un acuario a punto de morir. No es la clase de perro que uno querría tocar sin guantes, pero el anciano lo tiene abrazado como si fuera su primogénito.

—Pero bueno, ¿qué hace ahí sentado? —exclama Sammy, parándose en seco—. Casi me caigo encima de usted.

—Estoy mirando mi casa —contesta el anciano.

No se levanta, de modo que Sammy tiene la cabeza mucho más alta que él, al menos medio metro. Ve la constelación de manchas marrones de la edad en la calva del anciano, como un halo. Percibe su olor a persona mayor, como a papel y a tostada quemada, que le penetra hasta el fondo de la nariz. El perro levanta la cabeza como si fuera a morderle, pero es demasiado esfuerzo. Está muy mayor. El anciano le pone una mano en la cabeza y el perro se queda dormido casi al instante.

Sammy mira hacia la casa que tienen delante. Es el típico adosado con dos habitaciones arriba y dos abajo y un jardín minúsculo delante. Solo en esta calle hay otra treintena de casas idénticas en fila. Lo único por lo que destaca es por el fuego. El interior de la vivienda está ardiendo. A través de las ventanas del piso de abajo, Sammy ve las llamas ascender por las cortinas como largas lenguas rojas. El tresillo Chester, un modelo de poliéster marrón y naranja, ya está siendo devorado por el fuego, que hace juego con el estridente estampado setentero. Sammy siente el calor en las mejillas y los brazos incluso estando en la acera.

—Oiga, se le está quemando la casa —dice—. ¿Ha llamado a los bomberos?

—Aún no —contesta el anciano—. Voy a esperar unos minutos, solo para asegurarme de que ha prendido del todo.

—¿Lo ha provocado usted?

—Claro que no. Han sido unos chavales.

—Qué cabrones. Si es que ya no saben lo que hacen, provocando incendios por todas partes. ¿Usted se encuentra bien? Podría haber muerto. Estas casas prenden como la gasolina.

—Ah, yo estoy estupendamente. Estaba aquí fuera con Towsie cuando ha empezado.

—Le podría haber pillado dentro, durmiendo. De verdad que estos chavales… Hay que estar tonto para ir por ahí prendiendo fuego a las casas de la gente.

—No, no, hijo. No lo has entendido. Les he pedido yo que lo hicieran. Les he pagado cien libras para que quemaran la casa.

Sammy mira fijamente al anciano. Irradia tranquilidad, la clase de calma que se puede apreciar en la superficie de un charco cuando no hay viento y el reflejo del cielo resplandece igual que el cielo que está encima. No parece nada afectado por lo de la casa.

—¿Es para cobrar el dinero del seguro? —pregunta, aunque nunca ha oído que nadie fuera detrás del dinero del seguro con una casa de este tipo. No merecería la pena.

—No, qué va, el seguro me importa un pepino. Mañana me mudo a una de esas viviendas de Fold para gente mayor y no quiero que el Gobierno se quede con mi casa. Cuando te vas a una residencia, se apropian de todos tus bienes para pagarla. Es un robo a mano armada, eso es lo que es.

Sammy no expresa ninguna opinión. Quiere irse de allí. Se le está achicharrando la espalda y le preocupan los materiales sintéticos del jersey, que enseguida van a empezar a derretirse. Cree que el anciano ha perdido la cabeza, pero sería indecente dejar a una persona mayor sentada en un cubo mientras se quema su casa.

—¿Seguro que no quiere que llame a los bomberos? —pregunta.

En lugar de responder, el anciano dice:

—Se la he colado, ¿verdad, hijo? —Empieza a reírse como loco, balanceando el cuerpo adelante y atrás sobre el cubo, como un chiflado al que hubieran dejado pasar el día fuera del manicomio—. Se la he metido doblada a esos cabrones.

—Desde luego —dice Sammy.

Siente un cansancio muy profundo, la clase de cansancio que no se pasa durmiendo.

La risa del anciano despierta al perro, que empieza a aullar como si estuviera poseído. A continuación, se levanta de la acera, se coloca detrás de su dueño y se pone a orinar, con chorros intermitentes, contra el cubo. Sammy siente que le va a explotar la cabeza. Se mete detrás de un seto para llamar a los bomberos en privado. No quiere faltar al respeto al anciano, pero le preocupan las casas de los lados y las personas, mascotas y enseres de dentro, que se están calentando por momentos.

La chica de la centralita del número de emergencias tiene un acento cerrado de Fermanagh. Es difícil entender las palabras que tienen varias vocales. Tampoco pronuncia muy claramente las consonantes, pero Sammy consigue captar que no le preocupa demasiado el incendio del anciano.

—¿Hay algún herido? —pregunta la operadora—. ¿Puede apagarlo usted mismo con una manta? ¿Es un edificio catalogado o uno normal? Ahora mismo estamos teniendo que dar prioridad a los edificios antiguos e importantes, como el ayuntamiento o los castillos.

El tiempo de espera para un camión de bomberos (y no le va a engañar, dice la chica, tratándose de un incendio de ese tamaño igual no va más que una furgoneta con cubos y extintores) es de unos veinte minutos, lo cual, continúa, «no está muy mal» y es «mucho menos de lo que va a ser esta noche, cuando los incendiarios se pongan en serio».

Sammy cuelga el teléfono y va a avisar a los vecinos de que, aunque sus casas aún no estén ardiendo, seguramente deberían ir llamando a los servicios de emergencias. Informar a los bomberos de que su casa va a estar en llamas dentro de unos veinticinco minutos puede suponer la diferencia entre conseguir apagar el fuego o ver cómo se propaga por toda la fila de casas.

Mientras camina hasta el final de la calle, esperando ingenuamente ver aparecer un camión de bomberos antes de lo previsto, Sammy piensa en los fuegos de su juventud: las hogueras, las casas calcinadas, la tienda de muebles del final de Newtownards Road que rociaron con gasolina cuando los dueños no pagaron el impuesto revolucionario, los negocios que quemó por el dinero del seguro y todos esos coches a los que prendieron fuego solamente por la perversa euforia que sentían al sembrar el caos.

En aquellos tiempos los volvía locos quemar coches.

Sammy recuerda concretamente la noche que salieron de la ciudad y recorrieron unos cincuenta kilómetros en dirección norte, hasta uno de los pueblecitos agrícolas de las afueras de Ballymena, en medio del campo. En el asiento trasero de su Ford Cortina iban arracimados varios tipos fortachones, así que fue conduciendo por aquellas carreteras rurales con los bajos del coche pegados al suelo, chirriando cada vez que la parte trasera tocaba los montículos y baches embarrados. Era el año 1986 y todos llevaban pistola. Sammy tenía la suya guardada en la guantera. Lo había visto en una película americana, Malas calles o Harry el Sucio. Le bastaba saber que la pistola estaba ahí para sentirse como un gánster. A veces, en los semáforos, abría la guantera y dejaba que sus dedos acariciaran el frío metal gris. Pensaba en disparar al conductor que estuviera parado a su lado en el semáforo. Podía hacerlo si quería. No los separaba nada más que cristal. Sammy nunca disparó a nadie en un semáforo, pero solamente de pensar en ello le hervía la sangre. La sentía correr por las venas y los pulmones, cálida como el whisky.

Esa noche en concreto fue en febrero o principios de marzo. En el campo, sin farolas que interrumpieran la negrura, a las cinco ya era noche cerrada. Sammy entró marcha atrás en un prado a las afueras de Cullybackey y dejó el Cortina allí aparcado, con el capó todavía despidiendo vapor hacia el aire invernal. Habían escogido expresamente una carretera por la que no pudiera circular más de un coche a la vez. La gente conducía despacio por aquellas carreteras, por miedo a las curvas y al ganado suelto. Cuando pasaba un coche, Sammy y sus amigos lo paraban haciendo señas con linternas, apuntaban al conductor a la cabeza con sus pistolas y gritaban: «Canta La banda o apretamos el gatillo y te volamos los sesos. A ti y a todos los del asiento de atrás».

El objetivo era meter el miedo en el cuerpo a todos los católicos que encontraran. El objetivo enseguida se había distorsionado, con el subidón de gritar a desconocidos en medio de la oscuridad. Se sentían como dioses cuando las mujeres se ponían a llorar, cuando los hombres suplicaban y cuando notaban el sudor de las pistolas en las frías manos. Se sentían intocables. No hacía falta uno de esos papistas de mierda para sentir aquello: valía cualquier pobre diablo con un Skoda.

Algunos de los coches llevaban niños dentro y a esos los dejaban pasar, haciéndoles gestos con las manos (con las pistolas bien visibles) para que siguieran circulando. No eran unos degenerados. No habrían hecho daño a niños a propósito, aunque no tenían la misma paciencia con los ancianos. Los republicanos mayores eran casi peores que los jóvenes, con su jerigonza incomprensible y su manía de meter al papa en todas las conversaciones. Los viejos curas tampoco les daban ningún miedo. Al lado del bosque de Portglenone había un monasterio donde vivían unos cuantos, y Sammy y los demás se pasaron toda la noche bromeando entre ellos: «¿A que sería buenísimo presentarnos allí, prender fuego al monasterio y asustar a todos esos meapilas como Dios manda?». Otra cosa eran las monjas. Las monjas siempre les habían dado pánico. No habrían sabido qué hacer con una en una carretera desierta a esas horas de la noche. Habría sido como encontrarse con un fantasma.

Cada vez que paraban un coche se tapaban la cara con pasamontañas, que volvían a subirse cuando no venía nadie por la carretera para poder fumar. Seguramente habría sido suficiente con los pasamontañas, sin las armas. La gente de la zona sabía lo que significaba una cara tapada. Aun así blandían sus pistolas y, de vez en cuando, se volvían hacia la oscuridad y disparaban un par de balas en dirección a los campos. El estruendo de los disparos, seguido de un eco que se adentraba en la negrura, era de locos, como algo propio de una película. Al oírlo, la gente gritaba y después se tapaba la boca con las manos para volver a meter el grito dentro, como intentando impedir que saliera el pánico.

Hubo un chico joven que se meó encima en cuanto Sammy levantó la pistola. La mancha, que se fue extendiendo desde la entrepierna hasta cubrir toda la pernera, era oscura, como vino derramado en un sofá. Ni siquiera consiguió llegar hasta el final de la primera estrofa de La banda, aunque juró y perjuró que era protestante. Si hubieran querido, podrían haber mirado su carné de conducir y habrían comprobado que, efectivamente, se llamaba William y se apellidaba Rodgers. Los cuatro hombres armados se rieron de él, señalando los pantalones mojados y haciendo gestos con la cabeza a su novia, que lloraba silenciosamente en el asiento del copiloto, como diciendo: «¿Tú estás viendo la pinta de este? ¿Qué haces saliendo con un tipo que se mea encima en plena calle?».

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9788416537945
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