La vuelta al mundo del rey Zibeline

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Из серии: Narrativa #15
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El asunto estaba prácticamente resuelto. Polonia, arruinada por sus divisiones, había visto cómo Rusia, con la complicidad de Prusia y de Austria que esperaban su parte, le imponía una tutela política despiadada. Los polacos no soportaban esa imposición extranjera. Estaban ligados apasionadamente a esa libertad que tan caro les había costado. En la ciudad de Bar se formó una confederación, destinada a resistir a los rusos y a todos los otros. Me asocié a ella. Los confederados me exigieron que estuviera listo.

Cuando me llamaron para combatir, dejé los barcos, abandoné mis proyectos de navegación y me uní a la confederación con entusiasmo.

Mis ideas sobre la guerra habían madurado. Me había iniciado en el oficio de las armas solamente por el gusto de los ejercicios físicos, el encanto de la aventura fraternal de las armas, una suerte de necesidad instintiva de darle a mi sangre muy viva el medio para descargar la energía que tenía de sobra. A eso se le había unido el pesar de haber perdido a Bachelet y la voluntad de dejar el castillo lo más pronto posible.

Las primeras batallas me habían hecho abandonar esos sueños. Había visto la crueldad y la sangre y me sentía indignado por la barbarie del combate. Pero al pensarlo, y tenía todas las posibilidades de hacerlo durante las largas horas de guardia transcurridas en la toldilla de mis barcos, había realizado una diferenciación. Lo que me había indignado de lo salvaje del combate era precisamente su sinrazón. Mis soldados degollaban a sus adversarios sin saber por qué. Lo hacían porque era la función que una sociedad perversa les había asignado. En suma, en el oficio de las armas, lo que me indignaba no eran las armas, sino el oficio.

Al contrario, y tal había sido el caso en Praga, si la fuerza estuviera puesta al servicio de un ideal, si buscara combatir un mal y reemplazarlo, si no por un bien al menos por uno mejor, las armas se convertirían, entonces, en un instrumento de civilización. La libertad representaba para mí ese ideal, en todo caso el combate contra la tiranía. Un combate semejante supondría el empleo de la fuerza. Como ya lo había escrito Jean-Jacques Rousseau en una frase que me resultó oscura durante mucho tiempo y que siempre continúa generando preguntas en mí: «Hay que forzar a los hombres a ser libres». Al unirme a la confederación de Bar y al participar en el combate contra la tiranía rusa, me sentía con legitimidad para emplear la fuerza e incluso para matar.

Con ese estado de ánimo llegué a Cracovia, donde los confederados se habían sublevado. Lo hice el mismo día en que los rusos atacaban. Me nombraron coronel general y comandante de la caballería. Fui a buscar un regimiento de seiscientos hombres a una guarnición vecina y lo hice entrar combatiendo hasta la ciudad asediada. Los pormenores de esta guerra no merecen ser contados aquí. Solo diré que me batí sin remordimientos y tanto que mis compañeros como mis enemigos me hicieron el honor de reconocer en mí cierta bravura. Entrenaba a mis hombres utilizando los mismos métodos inspirados por Bachelet, los cuales ya había experimentado al servicio de Austria. Esta vez, podía ofrecerles algo mejor que una simple amabilidad fraternal. La igualdad entre nosotros tenía un sentido, aunque fuera su jefe y lo aceptaran por voluntad propia. Sobre todo, nos unían la causa de la libertad y el odio a la tiranía. Les leí extensas páginas de Voltaire, que traducía en polaco por la noche. Se exaltaban con esas ideas, que les daban fuerzas morales para combatir como seres humanos y ya no como bestias.

El peligro estaba en todas partes y no siempre donde se lo esperaba. Si bien con los hombres los asuntos se desarrollaban mejor, aún me era necesario cuidarme de las mujeres. Frente a ellas, todavía no me sentía armado e incluso estuve a punto de dejarme atrapar por una de ellas, mucho antes de que los rusos intentaran seducirla.

Hay que reconocer que si bien hasta aquí mi educación me había endurecido y me había dado el dominio de todos los empleos del cuerpo, había un campo que tenía que seguir desarrollando, el del amor.

Mis relaciones con las mujeres en el castillo consistían esencialmente en la adoración lejana que tenía por mi madre, en la indiferencia despectiva que me demostraban mis hermanas y en la sumisión temerosa y peligrosa de nuestras criadas. Bachelet, que vivía en la soledad y en una aparente abstinencia, no era un ejemplo en ese aspecto. Me había hablado bastante sobre los amores de Diderot, sobre las nobles protectoras de Jean-Jacques. Pero, allí parecía evocar más bien a las musas que a los seres de carne y hueso. La turbulencia de mis humores, en la adolescencia, me condujo un momento a mirar con un amor particular a las campesinas que nos cruzábamos durante nuestras escapadas. Bajo la vigilancia austera de Bachelet, no había manera para mí de seguirlas. Mi padre, por cierto, no lo habría tolerado, él que se ausentaba, sin embargo, una o dos veces al mes para saciar sus necesidades, lo supe más tarde, en un burdel apartado en lo más lejano de nuestros burgos.

En definitiva, puse todas mis fuerzas en el juego de las armas y allí encontré una paz suficiente, a falta de conocer otra. Como coronel valiente, respetado por sus tropas y al mismo tiempo menos que un niño respecto de los asuntos del sexo, no podía dejar de provocar los deseos de varias mujeres. Algunas permanecían mudas y esperaban un gesto de mi parte. Ellas siempre esperan. Otras fueron más ofensivas y me tendieron trampas. Escapé por mi propia ingenuidad, que no me dejaba ver nada. No obstante, una vez estuve cerca de no salir indemne.

Durante el invierno, enfermé de los pulmones. Un pequeño noble de campo de los alrededores del regimiento me recibió en su casa. Me prodigó cuidados atentos y le delegó a su última hija el ocuparse de mí. La fiebre, el sueño que tanto me había faltado y me agobiaba en esa cama caliente, una debilidad extrema que me venía con la enfermedad, todo eso que nunca antes había conocido me hacía sentir como si me estuviera hundiendo. Tenía pesadillas. Estaba en un barco en el mar Báltico, el agua helada subía inexorablemente e iba a hundirme. Temblaba en mis sábanas empapadas de sudor. Agarré la mano de mi providencial enfermera. Ella tocaba mi frente, acercaba una taza de agua fresca a mis labios. Un día, en las primeras horas de la mañana, tuve la sensación de que ella estaba acostada en la cama a mi lado. Luego, me hundía de nuevo y, al despertarme, ella ya no estaba.

Terminé por curarme. El gentilhombre, cuando estuve de pie y nuevamente vestido con mi uniforme, ahora grande pues había adelgazado, me invitó solemnemente a cenar. Estábamos solos en un comedor adornado con tapices comidos por polillas. Incluso en esta importante ocasión, solo estaban encendidas la mitad de las velas de las arañas. Un horrible vino de mala calidad debía de esperar desde hacía mucho tiempo en las jarras en cuyas paredes había dejado su color. Mientras masticábamos los pedazos de un cordero famélico sin esperanza de ablandarlos, el padre de familia me preguntó en qué fecha planeaba fijar la ceremonia.

Hice pasar el bocado de carne en un trago de vino cortado y pregunté:

—¿Qué ceremonia, marqués?

—La boda, por supuesto.

Intenté resistir con el mismo vigor que la carne mala que me habían servido. El gentilhombre me hizo comprender, primero con dulzura, luego más amenazante, que habíamos ido muy lejos en la intimidad, su hija y yo, durante esos días de fiebre, y que por eso se la podía considerar, con todo derecho, deshonrada. Como mis recuerdos eran confusos, entre ellos erraban vagas imágenes de seno desnudo y de cabellera deslizándose bajo mi mano, me encontraba muy poco armado para contestarle. En esos momentos de gran confusión, me aferraba siempre a la idea de lo que habría hecho Bachelet en un caso semejante. Se me vino a la memoria una cita de Maquiavelo que él repetía a menudo: «Lo que no se puede impedir, hay que quererlo».

—Bueno, marqués, su propuesta me resulta oportuna —dije levantando mi vaso rutilante—. Precisamente, no sabía cómo hacerle mi declaración.

—¡Enhorabuena, mi querido conde! —exclamó saltando sobre sus pies.

Sin duda, temía de mi parte una defensa más arisca. Entrechocó nuestros vasos por encima de la mesa y luego gritó con una voz contenta:

—Marthe, Katarzina, reúnanse rápido con nosotros.

Su mujer y su hija, que esperaban detrás de la puerta del despacho, entraron con una gran sonrisa en la habitación. La marquesa era de una fealdad extrema y estaba mal vestida, pero esos inconvenientes no me concernían. Desafortunadamente, no me di cuenta de que le había donado a su hija todas sus desgracias y le había enseñado a la perfección el mismo arte que ella poseía: el de vestirse mal. La pobreza verdadera puede ser armoniosa e incluso elegante. En cambio, la pobreza de los ricos, que se llama avaricia, provoca en mí una excesiva repugnancia. La mencionada Katarzina era tan desagradable como las malas telas que la cubrían. Ahora que la fiebre no perturbaba más mi visión, podía advertir la crueldad de sus rasgos. Bachelet tenía razón suficiente para entregarse a la verdad de nuestros sentidos, pero a condición de que no fueran alterados en absoluto. Junté suficientes fuerzas desde lo profundo de mi desolación para formar una expresión de sonrisa. La muchacha, no tan joven por cierto, entreabrió sus labios tan delgados como hilos y descubrió unos dientes dañados.

—Vamos —dijo el marqués con ternura—, dele la mano.

Tomé la de mi prometida. Era huesuda y fría.

Entonces, el marqués y su esposa entraron en una larga conversación para fijar la fecha del casamiento como también sus condiciones. Acepté todo. Por suerte, cuando me propusieron establecerme en su casa hasta la ceremonia, un último vistazo a mi futura esposa me dio coraje para reaccionar.

 

—Lamentablemente —respondí fingiendo la mayor contrariedad—, primero debo reunirme con mi regimiento y tomar disposiciones para que este sea dirigido en mi ausencia.

Aclaré que me faltaba dar esas órdenes sin más tardar y agregué, lo que aún hoy no me perdono, que cuanto más rápido partiera, más rápido tendríamos de nuevo la dicha de hallarnos reunidos.

Sobre la ruta, a caballo, examiné mis recuerdos con angustia. ¿Podía la enfermedad haberme hecho perder a tal punto la conciencia de que hubiese…? No, decididamente, era imposible. El aire vivo, el blanco de los árboles escarchados destacándose sobre un cielo índigo, el sol del invierno sobre el pelaje brillante de los caballos con los que me cruzaba, todo me hacía volver al corazón una alegría de vivir, un apetito de libertad. Me moví sobre la silla de montar, piqué con las espuelas los ijares de mi caballo y llegué a mi acantonamiento. Dos días después, a la cabeza de mil cuatrocientos hombres, me lancé bajo las órdenes del príncipe Lubomirscy al ataque de la fortaleza de Lanckorona. Sentía menos temores ante sus murallas erizadas de cañones que los que había experimentado frente a la idea de desposar a esa horrible mujer.

Todavía tenía que progresar en algunos aspectos para ser completamente un hombre.

vi

Durante esa guerra de Polonia y mientras defendíamos la ciudad de Cracovia sin demasiada esperanza, descubrí la variedad de culturas y de pueblos. Tenía la impresión de escribir un nuevo capítulo de las Conversaciones acerca de la pluralidad de los mundos, de Fontenelle. ¡Todo lo que descubría en torno a mí era tan diferente de lo que había sido el paisaje de mi infancia! Cada día, veíamos unírsenos nuevos voluntarios, provenientes de diversos rincones de Europa. Ya sirviendo en el ejército de Austria, había tenido la ocasión de frecuentar combatientes de variadas nacionalidades. Sin embargo, la situación era completamente diferente. A las órdenes del imperio y a merced de sus alianzas, los príncipes que gobernaban sus Estados nos enviaban soldados. El oleaje de la tiranía llevaba delante de sí, como peñascos arrastrados en el curso de un torrente, todo un magma de hombres sometidos a la servidumbre. Al contrario, la defensa de Polonia era la de una idea, una elección voluntaria en favor de la libertad. Algunos individuos, que seguían su divina conciencia, dejaban todo para abrazar ese combate, pese a que pudieran sentir perfectamente cuán desesperado era este.

Entre ellos, me uní particularmente a un sueco de mi edad, llamado Oleg Wynbladth. Era nativo de Estocolmo y se había embarcado en la carrera de las armas solo para complacer a sus padres, provenientes de dos linajes de militares. Prisionero en Rusia durante la guerra con Suecia, se había escapado y se había unido a las tropas confederadas para combatir el absolutismo del zar. Era tan diferente de mí físicamente como era posible. De estatura pequeña, casi enfermizo, muy miope, demostraba poca destreza, pero una gran resistencia. Lo que nos acercó fue el francés, lengua que él había aprendido solo durante su cautiverio, que leía y comprendía perfectamente, pero que hablaba con un marcado acento y una gran lentitud. Nos intercambiamos libros. Los míos eran los que conservaba de Bachelet. Él había dado con los suyos gracias al pillaje de diversos fuertes, en el cual había intervenido.

A medida que el cerco se cerraba alrededor de las tropas polacas confederadas, las posibilidades de leer eran cada vez menos. Necesitábamos hallar víveres a toda costa y desviar la atención para permitir la entrada de provisiones. El peligro era cada vez más grande y de ese juego mortal nacía para mí un placer inesperado. Con Oleg y algunos otros, hicimos competencias de audacia y de bravura, franqueando en las últimas las puertas de Cracovia, perseguidos por soldados de caballería rusos después de nuestros ataques. Los cosacos sabían apreciar ese tipo de desafíos. Reconocían en estos un rasgo de su propia locura, el mismo gusto por una vida vivida en los últimos parajes de la muerte. Creo que su respuesta de hombres de honor fue salvarnos la vida. El juego, para ellos, consistía en capturarnos vivos.

Y, por supuesto, lo lograron.

Era el mes de agosto, en una cálida e interminable jornada. Habíamos forzado el pasaje para abandonar la ciudad con un importante destacamento de caballería. El combate al retornar empezó mal. Nuestros primeros caballos cayeron, arrastrando la caída de otros de las tropas. El calor agobiante, la fuerte luz del sol en el cénit, la sed que intensificaban el polvo y la sequedad del suelo, todo contribuía a debilitarnos. Al intercambiar sablazos con el enemigo, sentí en reiteradas ocasiones cómo las hojas penetraban en mi carne. La sangre corría a través de mi camisa y pegaba mi chaqueta. Las heridas eran importantes, pero nada que pudiera impedirme seguir combatiendo. La batalla se desarrollaba en las inmediaciones de Cracovia. Se oía cómo sonaban las horas en los campanarios de la ciudad. A las cinco, experimenté un violento dolor en el estómago y casi al mismo tiempo mi caballo se desplomó. Los dos cosacos que habían disparado con pistolas se apoderaron de mi sable, vaciaron las alforjas de mi silla de montar y me hicieron prisionero. Para indicármelo, uno de ellos colocó su temible mano sobre mi hombro. Era un gesto de estima entre guerreros. Atenuó un poco mi vergüenza de verme así despojado de mis armas y me condujo, primero hacia el coronel Brinken, luego, a algunas leguas de allí, al general ruso en jefe que dirigía el ejército.

Pensé que lo había perdido todo cuando me despojaron de mi herencia paterna. Aún me quedaba descender un escalón para alcanzar el último grado del infortunio. Ese escalón, acababa de cruzarlo. Iban a quitarme los dos últimos bienes de los que disponía: el honor y la libertad. Creí que mi vida estaba terminada. En verdad, esta comenzaba.

*

La existencia de un prisionero está completamente sometida a los estados de ánimo de sus carceleros. Algunos se mostraron con una gran crueldad para conmigo, otros con más clemencia. Debo decir que en este primer periodo de mi cautiverio, me gustaba bastante estar en manos de gente sin piedad. Con ellos, las cosas son claras y uno tiene menos dificultades para habituarse a su nuevo estado, mientras que algunos amos considerados y amables hacen venir a la cabeza una nostalgia terrible. Al suavizar la vida cotidiana, la vuelven casi parecida a la vida de antes, de modo tal que solo queda una diferencia, cegadora y cruel: la libertad perdida.

Fui tratado con inclemencia y, en lugar de pensar en mi cautiverio, estuve completamente ocupado en curar mis heridas a las cuales se les negaban los cuidados, en resistir al hambre y a la incomodidad de los calabozos donde me habían arrojado. Luego, poco a poco, mientras las heridas de mi brazo cerraban y las carnes evacuaban la metralla que había recibido en el vientre, fui embarcado hacia las profundidades de Rusia. Después de varias etapas más o menos penosas, llegué a Kiev, luego a Kazán, mi destino final. La ciudad servía como prisión abierta para muchos millares de soldados y de oficiales capturados particularmente durante la guerra de Polonia. Se me impuso arresto domiciliario en la casa de un orfebre. Allí, fui tratado bien y terminé de reponerme de mis heridas. En esa apacible morada y recuperando una vida casi normal, me sumergí en primer lugar en la más terrible tristeza. A los casi veintiocho años, no me veía ningún futuro y, a falta de conocer el término de mi detención, pensaba con desesperación que mi juventud estaría perdida en vano en este exilio.

Afortunadamente, cuando me restablecí y pude salir por la ciudad, volví a encontrarme con mi amigo Oleg Wynbladth. Él había sufrido la misma suerte que yo y vivía en una casa cercana. Retomamos nuestras conversaciones y nuestras caminatas. Los habitantes rusos de la ciudad no nos eran hostiles y Oleg me introdujo en varios salones donde se desarrollaban cálidas cenas. Pronto, llevamos una existencia casi mundana, aunque extraña puesto que, si bien teníamos toda la libertad de salir, de trabar amistades, de participar en fiestas, por la noche debíamos volver a la casa que nos estaba asignada. En suma, teníamos la impresión de que nuestro espíritu era libre, pero que nuestro cuerpo estaba cautivo. Nuestro espíritu, en realidad, no era tan libre como parecía, ya que el gobernador mantenía en la ciudad una red de espías que nos obligaba a ser prudentes.

Nos habíamos dado cuenta rápidamente de que muchos rusos que frecuentábamos estaban imbuidos por el mismo odio a la tiranía que nos había hecho tomar las armas. Mantenían discursos severos respecto de la zarina. Los escuchábamos con una prudente benevolencia. Algunos nos confiaron que tenían planes para sublevarse y que muchas ciudades, hasta Moscú misma, se preparaban para eso. Demasiado poco numerosos para esperar vencer solos a las fuerzas imperiales, esos conjurados rusos contaban con nosotros, prisioneros extranjeros, para sumar nuestras fuerzas a las suyas. También esperaban mucho de algunos tártaros que no iban a tardar en marchar hacia la ciudad. El reciente inicio de la guerra de Turquía contra el ejército ruso había terminado por convencer a esos musulmanes de rebelarse. Navegamos en ese ambiente peligroso, deseosos de aportar nuestros ánimos a esos hombres apasionados por la misma libertad que nosotros, pero obligados a vigilar nuestras intenciones, que seguramente llegaban a oídos de la policía. En ese asunto yo estaba en primera línea, delegado por los prisioneros para mantener el contacto con los jefes de la conjuración.

Desgraciadamente, desde que salí del castillo de mi infancia, tuve la posibilidad de darme cuenta de la dimensión de mi carácter. La naturaleza me dio este gran cuerpo que usted ve y una amabilidad fraternal para todos, que sin duda debo mucho a Bachelet. Esta complexión tiene algo bueno: conduzco sin esfuerzo a aquellos que están bajo mis órdenes, atraigo una simpatía natural en los grupos, soy rápidamente impulsado, en la acción, a caminar hacia adelante y a hablar por los otros. El inconveniente es que yo no podría pasar inadvertido. Y cuando, como en Kazán, avanzo en un lugar vigilado, ineluctablemente es a mí a quien se observa y se identifica como un líder.

Cuando la conjuración hubo sido denunciada al gobernador, en realidad por querellas personales, este decidió cortar cabezas y puso la mía en primer lugar. Dio la orden de que se me atrapara. Estábamos en noviembre. Era de noche. El orfebre, quien me alojaba, estaba acostado. Yo había hecho encender un buen fuego y leía, por décima vez tal vez, una traducción polaca de Robinson Crusoe que Oleg había podido conservar con él. Alguien llamó. Bajé a abrir, vestido con una bata y ropa interior de franela.

Un oficial me preguntó si el conde Benyovszky se encontraba allí. Por un momento dudé, luego le respondí que dormía en lo alto, en su habitación. El oficial tomó la vela que tenía en la mano y se lanzó hacia la escalera con su guardia. Aproveché para salir corriendo. Fui a despertar a Oleg. Se vistió apresuradamente, me prestó una chaqueta demasiado pequeña y, así vestido, lo acompañé por las calles desiertas hasta la salida de la ciudad. En un pueblo de los alrededores, un campesino nos vendió —demasiado caros— unos caballos. La noche era fría y clara. Al pesado galope de nuestros animales de tiro, nos lanzamos por la ruta de Moscú que una luna casi llena iluminaba. Sabíamos que uno de los nobles rusos conjurados era el amo de un territorio en esa dirección. Habíamos tenido la autorización de ir hacia ese lugar una tarde algunas semanas antes. La entrada del camino que conducía allí estaba marcada por un gran cedro que reconocimos sin dificultad. La vasta casa estaba sumergida en la oscuridad y cuando golpeamos en el pórtico, escuchamos un gran alboroto. Se preparaban para la guerra. El dueño debía temer una irrupción de la policía. Cuando abrió una ventana y vio dos hombres sin armas, de los cuales uno estaba vestido con una bata y calzado con unas pantuflas, sosteniendo por la brida dos toscos rocines de tiro, puso una expresión tan impregnada de estupefacción que, pese al peligro, nos reímos a carcajadas.

Recuperado de su sorpresa, el gentilhombre nos proporcionó a toda prisa los medios para desaparecer. Nos vistió, nos procuró un permiso de circulación y nos entregó suficiente dinero para cubrir los gastos de un largo viaje. Por medio de coches postales y a caballo, retomamos camino hacia Moscú y luego hacia San Petersburgo sin llamar demasiado la atención.

Recorrimos esas extensas distancias con el corazón alegre y sin impaciencia. Todavía no éramos libres, pero ya no éramos prisioneros. Y como ignorábamos cuál sería nuestro destino, después de tantas rupturas y exilios, deseábamos disfrutar de ese presente inesperado que la Providencia, en la cual Bachelet no creía, nos regalaba. En esa ciudad, alquilé un apartamento y representamos una pequeña comedia, pretendiendo que yo era un conde de viaje y que Oleg era mi sirviente.

 

Un alemán que encontré en el paseo a lo largo del Neva, al enterarse de que deseaba viajar hacia Europa, me recomendó un capitán holandés. Esa misma tarde, fui a ver a ese hombre. Era un gran personaje taciturno, que parecía haber sido esculpido por el mar; los vientos habían marcado su rostro de arrugas, el agua salada aclarado sus cabellos rubios y las extrañas luces de los cielos del norte les habían dado a sus ojos el color del oleaje. Era imposible leer en esta estatua la más mínima expresión y yo no habría podido afirmar que creyera en mi historia de amo y de sirviente. Tampoco supe qué lengua hablaba; no manifestó reacción alguna respecto del mismo relato que le hice en alemán, en francés y en ruso. Indicó un precio mostrando sus dedos. Nos pusimos de acuerdo en quinientos rublos y le dije que volveríamos por la noche con nuestras pertenencias.

La rudeza de ese navegante me impidió pensar que fuera un delator y un traidor. La traición requiere una docilidad que precisamente era lo que le faltaba. Lo más probable era que él estuviera vigilado, como todos los propietarios de navíos que podían embarcar pasajeros. Más cierto aún, la policía estaba sobre nuestros pasos y había atado con paciencia todos los cabos desde nuestra evasión de Kazán. El hecho es que cuando reaparecimos por la noche para embarcar, nos recibió un destacamento de soldados.

Se nos condujo a la fortaleza Pierre-et-Paul. Tras unos absurdos interrogatorios, amenazas de torturas que afortunadamente no se ejecutaron y un simulacro de juicio, se decidió que abandonaríamos para siempre los Estados de la zarina y que prestaríamos juramento de no tomar más las armas contra ella.

En lugar de ello, pocos días después, se nos sacó de prisión para vestirnos con un traje de piel de carnero y se nos hizo extendernos sobre unos trineos. El invierno cubría el suelo con una gruesa capa de hielo. Moteadas nubes, inmóviles, nos observaban desde el cielo. Pensábamos que íbamos a Polonia, como nos obligaba el juicio. Lamentablemente, a medida que los trineos se deslizaban sobre la nieve, con su alegre ruido de campanillas, reconocimos pueblos por los cuales habíamos pasado en nuestra fuga. Y en la dirección del sol, pronto ya no fue posible dudar de ello. Nos llevaban hacia el este.

Al absolutismo de los tiranos se le añade lo arbitrario de su justicia. Nuestra pena había sido cambiada, nunca supimos por quién ni por qué.

Éramos desterrados y deportados a Siberia.

vii

En su Carta sobre los ciegos, Diderot analiza el problema suscitado por un ciego de nacimiento, al cual se le devolvió la vista: ¿podría deducir este la noción de distancia respecto de lo que ve? En efecto, un objeto crece o disminuye, según se encuentre más o menos cerca del ojo. ¿Cómo saber, sin tocarlo, cuál es su tamaño «verdadero» y, al alejarnos, a qué distancia se encuentra de nosotros? Esta cuestión de la extensión abre un debate filosófico en el cual prefiero no adentrarme. Si aquí lo menciono, es porque generalmente la comprensión de la extensión se relaciona con una experiencia. Nos desplazamos y de ese desplazamiento nace la noción que tenemos del espacio. Todo el mundo puede comprender eso, porque todo el mundo hace más o menos el mismo desplazamiento, en una casa, una ciudad, una provincia, en última instancia al recorrer todo un país.

Atravesar Siberia es otra cosa. Ninguna experiencia puede comparársele. Ese desplazamiento gigantesco da otra dimensión de la extensión. Introduce la noción de infinito.

Me bastará con decir que nos llevó casi un año, viajando todos los días o casi, llegar al lugar de nuestra deportación. Un año completo para penetrar más intensamente cada día en una extensión infinitamente monótona, cubierta de bosques más o menos densos, a menudo bajos, poco frondosos con abedules y con pequeños abetos, a veces abiertos en landas infinitas, tapizadas por brezos, por helechos y por musgos. En trineo, a caballo, en calesa, a menudo a pie, esperamos día tras día que sucediera algo que animara el paisaje. Fue en vano. Una vez abandonadas las ciudades, uno se da cuenta de cuán concentrado está el hábitat humano, estrujado sobre los bordes de esta tierra inmensa. La humanidad, en esos espacios, está agobiada por la evidencia de su soledad. El infinito de Siberia ofrece una idea de otros infinitos, el de los mares y el del cielo, en los cuales Pascal, el primero en nuestra época, comprendió la dimensión de nuestra insignificancia.

Y luego, en Siberia, cuando allí se espera lo menos, el lienzo de esa monotonía se desgarra y surge de él un acontecimiento imprevisto, marcado también por la desmesura: un río, tan ancho que no se distingue la otra orilla, o montañas aterradoras que blanden la doble amenaza de sus picos inestables y de sus escarpadas gargantas.

En un año, el viajero tiene tiempo para descubrir por cuenta suya los bruscos cambios del clima. El verano, tórrido, asfixiante y polvoriento, vuelve inconcebible la llegada, sin embargo tan próxima, de un invierno de tormentas de nieve y vientos glaciares. La piel humana, otras veces empapada en el horno del verano, comienza inmediatamente a pegarse a las cadenas barnizadas por el frío extremo.

Existen dos maneras opuestas y pese a ello equiparables de castigar a un hombre: condenarlo al encierro o arrojarlo al infinito. Hasta a ese momento, había sufrido las prisiones y había padecido su crueldad. Había gritado en calabozos y había golpeado con los puños sobre sus paredes. Me parecía que había sufrido lo peor. No había conocido Siberia.

Al entrar allí, se siente cómo se tensa, día tras día para luego cortarse, el hilo que era considerado sólido y que nos unía con la humanidad. No se vive solamente separado de lo que se ama, como en una prisión. Uno se vuelve extranjero. En primer lugar, se pierde la esperanza de recuperar algún día una casa familiar, una ciudad acogedora, verdaderos campos, luego se dice que aun cuando se tuviera la dicha de verse devuelto a esos placeres, el recuerdo que se traerá de las soledades siberianas nos impedirá para siempre poder retomar una vida normal. La experiencia pascaliana del infinito nos hará inconsolables. Ningún calor humano jamás podrá volver a calentar nuestras almas heladas por esas tierras desoladas.

No obstante, a medida que nos sentimos más irremediablemente alejados de la sociedad de los humanos, estamos preparados para reconstituir otra, menos numerosa por supuesto, con seres semejantes a nosotros que ya no están unidos a nada, pero que conservan un único bien: su humanidad.

Esos humanos son iguales o casi. El prisionero y el carcelero sufren la misma hambre, el mismo frío, la misma monotonía. El último de los siervos evadido y refugiado en el bosque puede calentarse alrededor del mismo fuego que la persona rica desterrada o el sabio exiliado.

Los humanos no viven agrupados en Siberia, ni separados de los otros por muros. Una mano divina los arrojó allí, sin orden, como semillas en surcos labrados. La diferencia reside en que, sobre el suelo siberiano, no echan raíces y permanecen esparcidos, pendientes de nuevos decretos de un destino que sin embargo los ha abandonado.

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