La vuelta al mundo del rey Zibeline

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Из серии: Narrativa #15
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La vuelta al mundo del rey Zibeline
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La vuelta al mundo

del rey Zibeline

JEAN-CHRISTOPHE RUFIN

La vuelta al mundo del rey Zibeline

Traducción de Javier Ignacio Gorrais

www.armaeniaeditorial.com

Título original: Le tour du monde du roi Zibeline (Editions Gallimard, 2017)

Primera edición: noviembre 2018

Segunda impresión: diciembre 2018

Tercera impresión: enero 2019

Primera edición ebook: agosto 2021

Copyright © Jean-Christophe Rufin y © Editions Gallimard, 2017

Copyright de la ilustración de cubierta © AdobeStock, 2018

Copyright de la traducción © Javier Ignacio Gorrais, 2018

Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L., 2018, 2021

Armaenia Editorial, S.L.

www.armaeniaeditorial.com

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas por las leyes,

la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 978-84-18994-14-2


Benjamin Franklin, con el rostro contraído por el dolor, se mantenía de pie detrás de su silla, sujetando con sus manos el respaldo de madera y mirando la puerta con crueldad.

Sus reumatismos no lo dejaban en paz desde que había regresado a Filadelfia. Esto iba de mal en peor. Dos condenados, provenientes de la prisión vecina, lo llevaban sentado en su sillón. Esta pareja de ladrones lo adoraba, pero para su gusto apestaban a alcohol más de la cuenta.

Benjamin Franklin miraba la puerta porque no tardaría en abrirse. Todas las mañanas era la misma espera y la misma decepción. El grupo de solicitantes, la procesión de admiradores que venían a besarle las manos y a pedirle su ayuda. Las mismas historias de juicios injustos, de vecinos en guerra, de viudas necesitadas. Apenas escuchaba, asentía, soñaba, como el viejo que era, con el destino que había conocido y con el que nunca conocería. ¡La ingratitud de los pueblos! ¿Quién había negociado con los ingleses en nombre de los colonos americanos? ¿Quién era el redactor de la Declaración de Independencia Americana? ¿Quién había creado el primer servicio postal, el cuerpo de bomberos, los grandes periódicos de opinión? Y, ¿quién había representado a los Estados Unidos, recién nacidos, ante los franceses durante casi once años? Sin embargo, a su regreso, los conspiradores se habían repartido el poder y le habían negado los puestos importantes para los cuales tenía derechos de sobra y todos los honores. Él también habría merecido efectivamente que se le escuchara y se le concedieran sus deseos, pero ¿quién lo haría?

La puerta se entreabrió. Su secretario se asomó.

—¿Está listo, señor?

Benjamin Franklin masculló un «no». Luego dio trabajosamente una vuelta alrededor del sillón, sobre el que se desplomó con un quejido de dolor.

—¿Quiénes están esta mañana, Richard?

El viejo servidor, acostumbrado desde hacía tantos años a calmar el mal humor de su amo, consultó con tranquilidad una lista que tenía a mano.

—Inscribimos doce. Pero, si usted quiere, hay treinta más afuera, en la calle.

—¡Maldición! Dame ese papel.

El viejo se calzó sus anteojos con lentes bifocales. Era uno de sus inventos, el único que todavía le era útil, puesto que ahora no se preocupaba mucho por el pararrayos… Recorrió, balbuceando, la lista de apellidos. Todos esos Lewis, Davis, Kennedy le resultaban demasiado familiares, aunque nunca los hubiera visto.

—¡Mira! —señaló indicando con su dedo huesudo hacia el medio de la lista—. Conde August y condesa A. ¿Quiénes son esos dos? ¿Se llama verdaderamente A., esa condesa?

Richard bajó la cabeza. Era pequeño y rechoncho y esa actitud le daba el aspecto de un perro sumiso.

—Usted sabe que tengo problemas con las palabras extranjeras, señor. Esas dos personas vienen de Europa y no pude comprender bien sus nombres. Hay algo como «ski» al final.

—Entonces, ¿pusiste los nombres?

—El del señor. En cuanto a la dama, hasta su nombre es difícil.

La palabra «Europa» había despertado a Franklin. Desde su retorno le había invadido tal nostalgia por ese continente que todo lo que podía referirse a este, lo atraía.

—Vienen de Europa, dices… ¿De dónde en particular?

—De París.

El viejo sabio abrió los ojos sorprendido. En verdad, lo que más había contado para él en Europa había sido París, pues allí había conocido el triunfo, la felicidad y ¿podía decir el amor?

—¡De París! ¿Ya los he visto?

—Eso es lo que insinúan. En fin, aseguran que usted los conoció, pero que tal vez ya no los recuerde. Sobre todo es la dama quien…

Franklin se inquietó. No sabía qué pensar. La idea de volver a ver personajes que llegaban de París era la mayor felicidad que podía desear. Y si había conocido a esa dama allí, mejor todavía. ¿Pero, entonces, qué venía a hacer con su marido?

—¿Qué quieren? ¿Te lo dijeron? ¿No te parecen… malintencionados?

Richard movió sus labios.

—¡Para nada! ¡Al contrario! Están muy ansiosos por verlo y se alegran de ello.

El misterio se intensificaba, lo que lejos estaba de disgustar a Franklin. A su edad, ¿qué podía desear sino sorpresas e historias bien narradas…?

—¡Despide a los otros! Que vuelvan mañana o que se vayan al infierno. Y haz entrar a ese conde August y esa dama que, parece, he conocido.

—Bien, señor.

Benjamin Franklin se quitó sus anteojos. Retiró unas migas que estaban sobre su traje y se estiró los faldones. Luego, alisó y peinó detrás de sus orejas los pocos pelos que le quedaban y que conservaba largos. Resultaba curioso cómo la palabra «París» tenía un efecto inmediato: se mantenía más derecho y cuidaba por demás su apariencia, sin ilusiones, desgraciadamente, respecto de los encantos de su pobre cuerpo tullido. No importa, se iba a hablar de una época en la que esas miserias no le agobiaban aún.

Richard volvió a abrir la puerta, esta vez de par en par, e hizo entrar a la pareja. El hombre y la mujer caminaban a la par, ella levemente adelantada. Él la abrazaba por la cintura, pero con discreción. Era un gesto natural, familiar y tierno.

Los dos eran bastante altos. Él parecía un poco mayor, pero a lo sumo tenía unos cuarenta. Ella era muy juvenil, no obstante, con una seguridad y una madurez de mujer realizada.

En primer lugar, Benjamin Franklin los examinó juntos, pues la pareja que componían transformaba sus individualidades y les confería una suerte de presencia común. Luego, se ubicaron cada uno en un asiento que Richard les había adelantado y Franklin pudo examinarlos por turnos. El conde August tenía un rostro tostado, unos ojos azules muy dulces y sus cabellos rubios y cortos no estaban ni empolvados ni cubiertos por una peluca. En su actitud se leía una extraña mezcla de vivacidad, de autoridad, casi de violencia. Al mismo tiempo, por la manera atenta y profunda que tenía de mirar, se percibía un espíritu reflexivo, orientado más a la meditación que al sueño, que extraía de la realidad la rica materia de un pensamiento que tenía, detrás de ese rostro enigmático, su vida y sus propios impulsos. De inmediato, Franklin le tuvo un poco de miedo.

Franklin se cuidó de examinar con demasiada severidad a su compañera. Sin embargo, no eran ganas lo que le faltaba. Ella era, precisamente, todo lo que este había querido en la vida. Resplandeciente de juventud y de salud, con una elegancia típicamente parisina, su expresión era reservada, pero la mirada brillante de inteligencia. Se mantenía erguida con su vestido de muselina de las Indias azul pastel, largo y amplio, femeninamente entallado alrededor de un corsé de encaje que descubría sus delgados brazos. Sus ojos estaban apenas maquillados con lo justo de negro que se necesitaba para resaltar la intensidad de su iris azul. Su peinado no era una maravilla y sin duda lo había arreglado ella misma, sosteniendo las agujas en su boca. Pero se veía que era la obra maestra habitual de una mujer experta, como esos platos simples que grandes cocineros preparan apresuradamente para visitas inesperadas. Y esos refinamientos no le quitaban nada a la impresión de solidez y de voluntad que desprendía la joven mujer.

Franklin, desgraciadamente, había interrogado su memoria en vano: si bien esta condesa le recordaba tantos encuentros encantadores que él había tenido en París, no lograba evocar ninguna relación particular. Le recordaba a otras mujeres por sus modales y sus formas, pero a ella, como persona singular, no la reconocía.

En cierto sentido, era mucho mejor. No tenía nada que reprocharse. De todos modos, esto solo hacía que el enigma se tornara más apasionante.

—¿Así que vienen de Francia? —comenzó, mirando a sus huéspedes uno tras otro.

—No directamente. Primero hemos estado en Santo Domingo. Pero, permítame presentarnos, estimado señor Franklin. Soy el conde August Benyovszky y esta es mi esposa, Aphanasie. Estamos acompañados por nuestro hijo, Charles.

—¿Y dónde está ese niño?

—En la posada. No queríamos molestarlo con él. Tiene solo ocho años…

—Haberlo traído. Adoro a los niños. ¿Puedo preguntarles por qué vinieron a América?

 

—Para verlo a usted.

—Pero, vaya. ¡Qué honor!

Franklin estaba en sí mismo un poco contrariado ante la idea de que estos visitantes pertenecieran, por diferentes que fueran, a la especie de solicitantes que lo perseguían cada día. Afortunadamente, no dudaba de que su petición fuera más original que las intervenciones que se le pedían de costumbre.

—¿Son franceses, entonces? —retomó para conducirlos en primer lugar a contar un poco sobre ellos.

—No. Yo soy húngaro —dijo August—. O, más bien, polaco. En fin, digamos que soy un poco las dos cosas.

—Comprendo —dijo Franklin que, de todas formas, nunca había cultivado sus conocimientos sobre esas profundidades de Europa—. ¿Y usted, señora, también es polaca?

—No —pronunció Aphanasie—. Soy rusa.

Su voz firme, un poco grave para su sexo, era aún más sensual.

—¡Rusa, no me diga! La hubiera creído parisina…

—No sé si es un elogio…

—¡Lo es! —se apresuró Franklin.

—En ese caso, lo acepto con gusto y se lo agradezco. De hecho, hemos vivido un poco en París.

—¿Y, perdónenme la indiscreción, fue allí donde se conocieron?

—No, señor. Aphanasie y yo nos conocimos en las costas del Pacífico.

August había dicho eso con tranquilidad, como si le hubiera propuesto a Franklin un paseo a la orilla del vecino Delaware.

—¡Del Pacífico! ¿Son navegantes?

—Si bien hemos recorrido los mares, no diría eso.

A Franklin le gustaban esos pequeños enigmas. Casi había olvidado sus reumatismos, aunque su cadera lo punzara un poco.

—Perdón por mi curiosidad: habitualmente y cuando no están de visita aquí en mi casa en Filadelfia, ¿dónde viven? ¿En el Pacífico?

—No, en Madagascar.

—¡Vaya, vaya, vaya!

Franklin no sabía mucho sobre esa isla africana y lo poco que había retenido le hacía pensar que era salvaje. Le echó un vistazo a Aphanasie. Esta, la dama más importante jamás vista, que esparcía suavemente, a su alrededor, un perfume sutil de lilas y de jazmín, sonreía con tranquilidad.

—¿Y qué hacen en Madagascar? Supongo que allí tienen un empleo.

August reflexionó un instante y luego dijo sobriamente:

—Soy rey.

Esta afirmación, venida después de tantos misterios, terminaba por volver inverosímil todo lo que August y su mujer habían declarado. Esa palabra, como la última carta de un castillo que lo hace desplomarse, desbordó la benevolencia de Franklin. Miró a esos dos personajes como a dos atrevidos que se burlaban de él. Se levantó gesticulando a causa de su cadera.

—¿Creen que mi ignorancia llega a tal punto?

—¿Qué quiere decir?

—¿Acaso piensan que no sé que en Madagascar habitan negros? Y que su rey, si existiera, no podría ser húngaro o polaco.

Aphanasie se inclinó levemente hacia adelante y estiró la mano. Llevaba en el anular un anillo adornado con un gran zafiro que combinaba con su vestido. Un esmalte color marfil hacia brillar sus uñas. Franklin sintió los dedos de la joven rozar el dorso de su mano.

—Es verdad, señor. August es el rey de ese país. Lo llaman el rey Zibeline.

«¡Zibeline!», pensó Franklin. «¿Y qué más? Todo eso no tiene ningún sentido».

Aphanasie miraba al viejo sin pestañear y este deglutió con dificultad.

—Así sea —gimió—. Les creo.

Después de todo, él hacía correr una gran cantidad de esas historias de aventureros que obtenían imperios en tierras de salvajes y vivían entre ellos como déspotas. Tal vez, estos dos eran de esa clase. Sin embargo, al verlos tan elegantes, tan libres, tan educados, Franklin no lograba hacer corresponder esa imagen con la idea que él tenía de los aventureros y de los piratas.

Aphanasie se levantó. Hubo un silencio, luego August retomó la palabra.

—Soy rey, pero no deseo seguir siéndolo. Por eso precisamente vinimos a verlo.

«Si es rey, decididamente no es un soberano como los otros», pensó Franklin. «Nunca conocí rey alguno que renunciara por propia voluntad a ese privilegio». Todos esos misterios acababan por gustarle y extraía un beneficio de ellos.

—Perdónenme, mis queridos amigos. Tengo razones para creerles, ya que me parecen dignos de confianza. Pero, permítanme decirles que su asunto es, por el momento, absolutamente incomprensible.

—Solo queremos explicárselo —dijo August—. De hecho, atravesamos el Atlántico para eso.

—Bien, adelante.

—Sucede que es una larga historia.

—Una historia muy larga —reforzó Aphanasie, la joven a la que Franklin no le quitaba los ojos de encima.

—Esta historia atraviesa muchos países, pone en escena dramas y pasiones violentas, se desarrolla en pueblos lejanos, cuyas culturas y lenguas son muy diferentes de todo lo que se conoce en Europa…

—¡No importa! Al contrario, llevan mi curiosidad al máximo. Nada me gusta más que escuchar grandes historias. Me hacen olvidar mi edad y mis males.

—La verdad que es muy larga y para contarla necesitaremos, quizá, varios días.

—Mientras su relato me apasione, serán bienvenidos. Sean para mis dolores lo que Sherazade es para la muerte. Interrúmpanlos con sus palabras.

—Así sea —concluyó August con seriedad—. Le contaremos nuestra historia turnándonos. Si Aphanasie me autoriza, seré yo quien comience.

Benjamin Franklin se arrellanó en su sillón, con los ojos entrecerrados. Afuera, torbellinos de viento hacían volar las hojas de arce en el jardín de otoño. Richard había encendido un fuego y servido una taza de té humeante delante de los conversadores. El perfume de Aphanasie colmaba el aire templado de la habitación. ¿Podía haber sobre esta tierra, pensaba Franklin, una imagen más perfecta de la felicidad?

August

i

Diría que todo comenzó el día en que mi padre expulsó a mi preceptor. Se llamaba Bachelet. Era un francés. Lo teníamos en nuestra casa desde hacía tres años. Antes de su llegada, mi existencia era de una gran tristeza. Usted sabe lo que es la vida en esos viejos castillos… No, por supuesto, no lo sabe. ¡No tienen nada de eso aquí, en América!

Imagine una inmensa edificación negra, con gruesas paredes como dos caballos uno al lado del otro. Los pocos orificios eran los que mi bisabuelo había hecho abrir en la época en que la amenaza de los turcos se había alejado. La región es verde en verano. Habría que desconfiar siempre de los países verdes, pues se debe a que están bien regados.

De hecho, en primavera y en otoño, vivíamos bajo la lluvia. En los confines de la llanura húngara, allí donde las tierras ascienden suavemente hacia los Cárpatos y Polonia, las nubes trepan a lo largo de las pendientes, ahogan los valles y se irritan ante la menor resistencia. El pico sobre el cual estaba construido nuestro castillo pagaba cara su arrogancia: la mitad del año era golpeado con borrascas y aguaceros. Las lluvias de otoño solo cedían ante las primeras nieves y en el invierno todo se congelaba en un frío de hielo.

Era mi estación preferida: clara, blanca como el suelo escarchado y azul al igual que un cielo sin nubes. He pensado muchas veces, que los colores de nuestros escudos de armas eran un homenaje a los tintes resplandecientes del invierno. Uno de mis ancestros, en lo profundo de un glacial mes de enero como a los que estábamos habituados, habría elegido su blasón al mirar el paisaje a través de su ventana.

En todo caso, antes de la llegada de Bachelet, mi infancia fue triste y solitaria. Mis hermanas, mayores en edad, fingían no conocerme. Mi madre era una mujer mundana que viajaba sola a la corte de Viena. La adoraba, aunque nunca me hubiera manifestado la menor ternura y por más que reprimiera mis impulsos cuando aparecía. Admiraba su gran belleza, su elegancia, sus ojos color del cielo de invierno que tuvo la bondad de legarme. Era un ser agradable, frágil, envuelto en chales a la menor corriente de aire. Solo sobrevivía al castillo permaneciendo en la proximidad de inmensas chimeneas donde los criados, para mantener vivo el fuego, echaban leños enteros. Me sorprendía que, siendo tan frágil, pudiera dar a luz a tres niños. Yo todavía era muy débil y me entristecía cuando contemplaba sobre las paredes los retratos de mis rudos ancestros magiares, cubiertos de corazas, armados de espadas que debían pesar dos veces mi peso. Solamente era feliz con hacerle a mi madre ese regalo de tener al menos un niño a su altura, en el cual, yo esperaba, ella pudiera encontrar sus mejillas hundidas, sus finos cabellos claros, sus delgados miembros…

Pese a que ella no parecía percatarse en absoluto de estas afinidades ni alegrarse de ellas, me daba la dicha de sentir, en ese castillo lúgubre, el calor de un parentesco. Mi madre era la única persona en quien pude reconocerme. La única que me permitía pensar que no había caído en este lugar por azar y en medio de extranjeros, sino que allí había sido engendrado, que tenía mi lugar en un linaje. Lamentablemente, esta semejanza con ella no duró demasiado. Como verá, el tiempo iba a hacerme abandonar esa primera apariencia, frágil e infantil, para dotarme de un cuerpo totalmente semejante al de mis brutos ancestros, que durante mucho tiempo me costó mover. En cuanto a mi madre, pronto se reveló que lo brillante de sus ojos no se debía a la belladona, sino a la fiebre. Sus mejillas se hundían cada vez más y ella adquirió, aún con vida, un aspecto de fallecida. En vano fue arrojar troncos de árbol en las chimeneas, pues en poco tiempo ya nada pudo calentar su cuerpo. Murió en uno de esos meses azules y blancos de invierno, cuando yo tenía nueve años. Me quedé solo con mi tristeza, que nadie parecía compartir. Una semana después del entierro de mi madre, no quedaba ninguna huella de ella en el castillo. La dominación masculina sobre los lugares se extendió de manera absoluta en todas las habitaciones. Se extinguieron los fuegos, se redujo el número de candelabros. Los perfumes que me gustaba respirar al deslizarme detrás de mi madre desaparecieron cediendo lugar a olores de cuero y de pieles ásperas. Mi padre, que no se había preocupado demasiado por mi existencia hasta ese momento, comenzó a hacer de mí lo que él estaba tan orgulloso de ser: un hombre.

El asunto comenzó mal. Mi padre era imponente, de carácter duro, y su voz fuerte, que había hecho maravillas cuando estuvo al mando de un regimiento de artillería, me aterraba. En su presencia, me paralizaba y me volvía completamente estúpido. Lo que intentó enseñarme en primer lugar, la genealogía de la familia, me parecía tan incomprensible como si hubiera hablado en chino. Me golpeaba para hacerse entender, elevaba más la voz y sus malas maneras agravaban aún más mi torpeza.

De repente, un día, la tortura cesó. Durante toda una semana, mi padre me dejó tranquilo. Temí que estuviera urdiendo un plan de venganza contra mí. Ya me imaginaba entregado a los turcos como esclavo, empleado en las más humildes tareas en los campos por nuestros aparceros o incluso arrojado a esas mazmorras, cuya abertura un día me hicieron descubrir, bajo los sótanos del castillo.

En lugar de eso, me confió a Bachelet.

El profesor llegó una mañana de lluvia, al final de la primavera. Y como él mismo tenía una apariencia gris, parecía caído de una nube. Observé su delgadez, sus pálidos labios, sus largas y delicadas manos. Nunca había visto un ser semejante en nuestra compañía de vigorosos rubicundos. Si tenía que parecerse a alguno, era a mí mismo, todavía niño y de sangre débil por aquel entonces. Tenía casi mi altura, lo que le hacía parecer minúsculo entre los de la casa. Y esa estatura modesta, unida a una sonrisa que estaba constantemente pegada a sus labios, revelando que era indefenso y que cualquiera podía derribarlo, le otorgaba un extraño poder sobre los individuos en masa, hombres y mujeres, que eran nuestros servidores. Inmediatamente, tuvo un lugar aparte en el castillo, no en relación con su fuerza, sino con la autoridad que a algunos da la renuncia absoluta a cualquier ambición, mientras que los pensamientos permanecen fuera del alcance de las voluntades exteriores.

Hasta mi propio padre se desconcertaba cuando se encontraba ante él. Bastaba con que Bachelet apareciera en el salón, para que mi padre buscara inmediatamente un pretexto para abandonarlo. Todo el mundo se preguntaba sobre los motivos de esa huida. Nadie, salvo yo, la hubiera relacionado con la entrada discreta, por una puerta que disimulaba un trampantojo, de un hombrecito vestido de negro que mantenía los ojos bajos.

 

Mucho más tarde supe que la contratación de Bachelet era una de las últimas voluntades de mi madre. Antes de que la enfermedad la llevase, le había hecho jurar a mi padre que se me enseñaría francés. Ignoro qué relaciones había tenido ella con esa lengua. Algunos me hablaron de un amante que conoció en Viena e incluso de una escapada a París. Habría traído de allí, cuando decidió volver al castillo, mezclados con muchas lágrimas, los únicos recuerdos felices capaces de mantenerla viva.

Mi padre le había jurado a mi madre que llevaría a cabo su voluntad. Ahora, por conocerlo mejor, no temo afirmar que habría roto con facilidad ese juramento si hubiera sentido la necesidad. Antes de honrar ese compromiso, había intentado, por cierto, enderezarme él mismo. Como esa breve experiencia lo había convencido de que no lo lograría y de que, de todas maneras, no lo merecía, consideró que confiarme a un preceptor extranjero era un daño menor. En pocas palabras, Bachelet tuvo vía libre para educarme.

Lo hizo con gran dulzura. Desde el primer día, y pese a que supiera un poco de alemán, siempre me dirigió la palabra en francés. Primero, esa lengua entró en mí con el encanto de un ornato exótico. Luego, se convirtió en nuestra lengua secreta. Nos permitía decir todo sin que nadie nos entendiera. Más tarde, cuando supe que la voluntad de mi madre había sido hacérmela aprender, hice de su uso un homenaje póstumo a la que había conocido tan poco y había amado tanto. Sin duda, mi madre me habría confiado profundos secretos si hubiera podido comunicarse conmigo en esa lengua, puesto que había sido para ella la de la libertad.

Bachelet me impresionó de inmediato por su actitud para conmigo. Me demostraba respeto, pero no el respeto frío y temeroso que me tenían los criados del castillo por la sencilla razón de ser el hijo de un conde. Ese respeto era brutal, irónico, teñido de desprecio; no se les había escapado que mi padre no me guardaba ninguna estima.

El de Bachelet solo estaba hecho de bondad. Se lo manifestaba a todos los seres humanos y, me atrevería a decir, a todos los seres vivos. Tomaba una planta rozándola discretamente. Les hablaba a los animales con una profundidad que parecía conmoverlos. Me sentía feliz de tener mi parte en esa consideración universal, una parte de ser vivo, sin nada más de lo que mi rango me concediera. Un día en el que nos detuvimos frente al árbol genealógico que mi padre había hecho pintar al fresco sobre la pared de la entrada, Bachelet advirtió a una de mis tías abuelas particularmente ilustre. Creí que había reconocido su nombre, célebre en Polonia, y yo iba a sorprenderme. A día de hoy, aún no estoy seguro de que lo hubiera descifrado. Solamente era su rostro sobre el retrato en medallón lo que lo había conmovido.

—¡Qué bellos ojos tenía esa mujer! —me dijo.

Dicho esto, de repente, bajados de sus ramas, ilustres o decadentes, mis abuelos bailaron en farándola entre nosotros, libres e iguales, bajo la maliciosa mirada de Bachelet.

ii

Las primeras semanas tras su llegada fueron aún más lluviosas y mi maestro, como temía, me hizo permanecer sentado en la biblioteca del castillo. Era una habitación alta, revestida de encuadernaciones. Los libros, que ni mi padre ni nadie utilizaba, estaban encerrados detrás de grandes enrejados en latón. Por eso, la biblioteca se parecía más a una prisión en la que se mantenían cautivas las ideas, los sueños novelescos y la poesía. Siempre entraba con temor en esa sala silenciosa, donde se me aislaba durante largas horas, cuando era castigado.

Bachelet había solicitado las llaves de los armarios y, gracias a él, la biblioteca recobró la vida. Sacaba volúmenes de sus estantes, los abría y, conmigo, descifraba pasajes enteros. Esas tumbas de cuero se mostraban colmadas de tesoros. Bachelet leía con entusiasmo. Le daba el tono exacto, hacía gestos, reía con las humoradas y casi dejaba caer unas lágrimas cuando el texto era trágico.

Primero imaginé que el estudio con él se limitaría a esos ejercicios intelectuales, en el cercado de una apacible biblioteca. Cuando llegaron los primeros días de primavera, me llevó afuera y pasamos a actividades inesperadas. La mañana nos encontraba levantados. Me reunía con Bachelet en la cocina. Los hornos se despertaban y llenaban las bóvedas de una tibieza perfumada de sabrosas mantecas. En las paredes, las cacerolas de cobre tintineaban con luces cálidas, bajos los primeros rayos de sol. Tan pronto como el pan con manteca era devorado y bebido el café, partíamos. Y, para mi mayor felicidad, dejábamos el castillo. Hasta entonces, había pasado mi vida allí. Cuando el día estaba agradable, tenía a lo sumo el derecho de correr por las terrazas y de recorrer dando zancadas los caminos de ronda y los patios. El castillo era tan grande que no me sentía recluido. Sin embargo, cuando junto con Bachelet viví la experiencia de salir de él y de alejarme, me pareció más pequeño y descubrí cuán grande era el mundo. Mi preceptor me hizo visitar las granjas, las fábricas de harina y me condujo incluso hasta los poblados cercanos donde trabajaban artesanos. Cada salida era la oportunidad para descubrir un pequeño universo. En los colmenares vi donde se introducían abejas en secreto para la elaboración de la cera y de la miel. En los establos pudimos contemplar el extraño espectáculo del ordeño, y yo, el hijo del señor, recibí como un gran privilegio el derecho de ungir mis dedos con grasa y de sacar la leche en un balde de hierro blanco. Incluso tuve la oportunidad, llegada la estación, de asistir al parto de varios corderos. En casa de los artesanos, entrábamos en los talleres y Bachelet detallaba minuciosamente para mí todas las operaciones necesarias del trabajo. Así, aprendí cómo se hacía el pan, cómo se cortaban troncos de madera, con qué fuerza se lograba mover las ruedas que molían el trigo. Cuando regresábamos, Bachelet extraía de esas experiencias un sentido filosófico.

También me enseñó lo que sabía de matemáticas y me transmitió su pasión por Newton. En las noches de verano, subíamos un telescopio de cobre para observar las estrellas.

Me habló de la Enciclopedia, vasta empresa que sus autores habían comenzado sin saber si la llevarían a buen término. Bachelet profesaba una opinión a la que siempre volvía en sus explicaciones. «El entendimiento humano en su integridad, decía, proviene de nuestros sentidos. La razón no es algo dado, una capacidad innata de nuestro entendimiento. Se forma, como el juicio y todas nuestras facultades, en contacto con el mundo. Un filósofo, concluía, no podría quedarse en su habitación. Debe ir al encuentro de lo real, experimentarlo». Me hablaba con pasión de un tal Condillac, que había conocido, así como de un inglés llamado Locke, a quien admiraba mucho.

Pues Bachelet era filósofo. Cuando mi dominio del francés fue satisfactorio, alcanzamos, a través de nuestras incesantes conversaciones, una familiaridad suficiente para que le formulara preguntas sobre su vida. Así, supe que había abrazado esta carrera veinte años antes. Fue introducido en la filosofía como se le había querido introducir en la religión. Sus padres eran comerciantes de Mâcon. Era el octavo hijo, había descubierto la vida a orillas del Saona, se había apasionado muy pronto por la existencia de los barqueros, la pesca, las rutas de esa sal lejana que veía cómo remolcaban los cargamentos. Cuando a los catorce años fue enviado a París al seminario, estaba completamente decidido a no quedarse. Allí aprendió lo que necesitaba del latín y leyó a los autores de la Antigüedad en lugar de a los Padres de la Iglesia. La libertad que se le había dado de ir y venir a la ciudad durante el día le permitió conocer gente en los cafés.

—Los filósofos tienen esa particularidad —me confiaba con nostalgia de ese tiempo—, que cuando se conoce a uno, se los encuentra a todos.

Con el primero que se cruzó fue con un muchacho de su edad que poseía más dedicación que talento y que D’Alembert había empleado en la Enciclopedia. Por medio de él conoció a su maestro, quien a su vez le presentó a Diderot. En la casa de este, mantenían reuniones ruidosas y siempre alegres, en las que se hablaba mucho y aparecían personas cuyos nombres me revelaba con la reverencia que los sacerdotes reservaban a los santos y a los mártires: Rousseau, Holbach, Grimm, Hume y ese famoso abad de Condillac, a quien tanto estimaba.

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