Mitos y Leyendas del pueblo mapuche

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El nacimiento de las cosas


La Vía Láctea nació de una mujer


Arriba, en el cielo azul, vivían antiguamente dos deidades femeninas, una buena y la otra mala. La mala rabió mucho cuando se enteró de que su enemiga esperaba un hijo. Como ella no tenía ninguno, se llenó de ira.

Estuvo muy atenta al nacimiento del niño y en el primer momento en que este se separó de la madre, lo robó. Inútilmente la deidad buena lo buscó por todo el Cielo; pero no logró encontrarlo, a pesar de que les preguntó a las estrellas.

En la llamada Cruz del Sur —Pünonchoike, que significa “impresión de la pata del avestruz”— no estaba el pequeño. El avestruz no lo tenía oculto bajo sus alas; no estaba acostado en la piel negra y tampoco lo encontró en el corral donde estaban los animales nuevos. ¿Estaría en el pozo? ¿Lo tendría alguna estrella guardado allá en lo alto? Ninguna de las numerosas estrellas sabía nada.

La madre envió a todas partes esas hachas de piedra brillantes que pasan silbando rápidamente por el aire, y también le pidió ayuda al caminante Orión. Las rojas bolas de fuego volaron e igualmente le ayudaron los cherruves, que son los cometas de barbas rojas y con colas, que corrían de un extremo del cielo al otro y miraban dentro de los volcanes. Sin embargo, ninguno vio rastro alguno del niño. “Pobre de mí”, decía la madre a la que, además, había comenzado a dolerle el pecho y se lamentaba y lloraba: ¿Es que acaso su buena y abundante leche no estaba destinada a su hijo? ¿Dónde estaba oculto?

Mientras se retorcía de un lado a otro, miró hacia abajo, a la Tierra, y vio allí mucha miseria y desgracia, vio hambre y enfermedad, vio muerte. Un grito llegó hasta ella: había muerto en ese momento la madre de un recién nacido que ahora se encontraba desnudo y desamparado. No había ni una sola persona cerca del niño.

Entonces vio cómo un puma que pasó por ahí decía: “No te comeré porque eres pobre. Cuando nacen mis hijos ya traen al mundo una cobertura abrigadora. Mi leche sacia su hambre y cuando tienen frío yo les abrigo con mi piel y les doy calor. En cambio, ¡qué desamparado están los seres humanos recién nacidos!”.

Un cóndor pasó volando y se posó al lado de la criatura que sollozaba. Y dijo: “Ay, pobre hombre nuevo. No te destrozaré, porque eres más pobre que mis hijos. Ellos traen consigo un vestido de plumas cálido; yo les tengo preparado un nido bien mullido y abrigador y también les traigo buenos alimentos. Tú estás solo y desnudo. No serás tú quien les sirva de alimento a mis hijos”.

La zorra corría tras una liebre y la alcanzó justamente donde estaba el niño. Ella dijo: “No te haré nada a ti, liebre, porque tú también eres madre. Mira qué pobre es una criatura sin madre, sobre todo el hombre recién nacido. Niño varón, a ti tampoco te haré nada”.

Y así, muchos animales ansiosos de cazar una presa se acercaron, pero no le hacían daño al niño que gemía, porque todos pensaban en sus propios hijos.

Entonces, cuando el pequeño desamparado comenzó a llorar desesperadamente de hambre y de frío, la deidad femenina bajó del Cielo a la Tierra, lo tomó en sus brazos y voló con él a la estrella donde vivía. Allí le dio calor al niño y lo acunó amorosamente. De inmediato, la boquita hambrienta bebió y tragó con tanta premura la leche que sonaba como si chasqueara la lengua. ¡Qué buena es la dulce leche materna! Y como las deidades del Cielo son mucho más grandes que las mujeres de la Tierra, el niño encontró más leche de la que podía beber y pronto se quedó dormido.

Cuando al rato comenzó a dolerle intensamente el otro pecho, la deidad lloró y se lamentó: la dulce leche le corría por el cuerpo y lo teñía de blanco. Súbitamente dijo: “Seguramente en la Tierra hay muchos niños que tienen sed y hambre. A ellos les daré mi buena leche”.

Y así comenzó a exprimir sus pechos, de modo que la leche se elevó en altos chorros y luego formó un arroyo en el cielo, donde cada gota se transformó en una estrella, y todas ellas brillaban y centelleaban: había nacido así lo que para nosotros es la Vía Láctea.

En la espiritualidad mapuche, el Wenumapu es el Mundo (o Espacio) de Arriba (el Cielo), donde residen Nguenechén y los espíritus y las fuerzas positivas que las personas necesitan para vivir. La Wenu Lewfü (Río de Arriba) o Rüpü Epew (Historia del Camino) se refieren a lo que nosotros llamamos Vía Láctea, esa galaxia espiral donde se encuentra nuestro sistema solar. En la visión mapuche, la Vía Láctea (Rüpüepewün) constituye un ordenamiento de elementos luminosos que están relacionados entre sí, formando parte de una simbología gobernada y dirigida por los espíritus superiores. Su objetivo es entregar luz y predecir el efecto positivo o negativo de los sucesos naturales y sobrenaturales. Desde el punto de vista de la leyenda, la Vía Láctea era un campo de cacería de ñandúes, en el que estos eran perseguidos por cazadores, representados por estrellas, que les arrojaban sus boleadoras, simbolizadas por Alfa y Beta Centauro, y acumulaban sus cuerpos y plumones en dos montículos: las Nubes de Magallanes.

El fuego nació de un juego


Una leyenda cuenta que antiguamente los mapuches no conocían el fuego, ni siquiera sabían que existía. Por ello, sufrían mucho en las épocas de las fuertes lluvias, del frío, de los grandes vientos y de la nieve.

Y conocieron el fuego gracias a los niños. Más exactamente, que lo aprendieron de dos hermanitos que se desafiaron para ver cuál hacía girar más rápidamente un palito sobre un trozo de madera dura. Al poco rato, cientos de chispas se levantaron por el aire y surgió un fuego devorador que quemó la piel de la niña. Afortunadamente pudo apagarlo antes de que le hiciera más daño.

Sin embargo, al poco rato las chispas que habían volado encendieron una hoguera que se convirtió en un gran incendio que progresivamente devoró muchos bosques y espantó a los animales: la mayoría de ellos terminaron atrapados por el fuego y quemados. De este modo, los mapuches se quedaron casi sin animales para cazar.

Pero los ancianos del pueblo dijeron que la carne de esos animales quemados no podía ser impura y que podía comerse, porque el fuego venía desde arriba, de un espíritu poderoso. Y probaron la carne asada y la hallaron muy sabrosa. A partir de ese momento, nunca la volvieron a comer cruda.

Entonces, imitando a los niños, los mapuches hicieron su propio fuego y lo conservaron para siempre, porque les permitía cocinar sus alimentos de otras formas (que ahora tenían un mejor sabor) y disfrutar de su luz y de su calor, todos reunidos alrededor de su llama, que era como tener un generoso pedazo de Sol al alcance de la mano.

Las comidas de la zona sur de Chile recibieron una fuerte influencia de la cultura gastronómica mapuche, la que entregó el aporte de muchas especies comestibles. La alimentación tradicional se prepara con los productos agrícolas cultivados, tales como trigo, papa, arveja, ajo, cebolla, ají, maíz, nalca, nabo y una gran variedad de hongos, como los digüeñes, que se consumen cocidos o en caldo de sopas. Adicionalmente, con el fruto del pehuén, el piñón, se elaboran distintas comidas y bebidas. Igualmente, es fuerte la presencia de comida hecha sobre la base de pescados y mariscos. Un producto característico es la tortilla de rescoldo: un pan de harina de trigo cocido en las cenizas calientes de un fogón, dándole un sabor muy característico. Todos los productos y muchas de sus preparaciones, desde hace mucho tiempo forman parte de la dieta de los chilenos.

Cómo los mapuches descubrieron el fuego


Antes de que los mapuches descubrieran cómo hacer el fuego, vivían en grutas de la montaña: Casa de Piedra, las llamaban. Como eran temerosos de las erupciones volcánicas y de los cataclismos, sus dioses y sus demonios eran luminosos. Entre estos, el poderoso Cheruve. Cuando se enojaba, llovían piedras y ríos de lava. A veces el Cheruve caía del cielo en forma de aerolito. Para los mapuches, sus antepasados vivían en la bóveda del cielo nocturno. Cada estrella era un antiguo abuelo iluminado que cazaba avestruces entre las galaxias. El Sol y la Luna daban vida a la Tierra como dioses buenos. Los llamaban Padre y Madre. Cada vez que salía el Sol, lo saludaban. La Luna, al aparecer cada veintiocho días, dividía el tiempo en meses.

Al no tener fuego, porque no sabían encenderlo, devoraban crudos sus alimentos. Para abrigarse en las épocas frías, se apiñaban en las noches junto a sus animales, perros salvajes y llamas que habían domesticado. Tenían mucho miedo a la oscuridad, que era signo de enfermedad y de muerte.

En una de esas grutas vivía una familia: Caleu, el padre, Mallén, la madre, y Llicán, la hija. Una noche, Caleu se atrevió a mirar el cielo de sus antepasados y vio un signo nuevo y extraño en el poniente: una enorme estrella con una cabellera dorada. Preocupado, no dijo nada a su mujer y tampoco a quienes vivían en las grutas cercanas. Aquella luz celestial se parecía a la de los volcanes, pensó Caleu, y se preguntó: ¿traería descargas?

 

Aunque guardó silencio, rápidamente los demás mapuches vieron la estrella. Hicieron reuniones para discutir qué podría significar el hermoso signo del cielo. Decidieron vigilar por turno junto a sus grutas. El verano estaba llegando a su fin y las mujeres subieron una mañana muy temprano a buscar frutos de los bosques para tener comida en el tiempo frío. Mallén y su hijita Llicán treparon también a la montaña.

—Traeremos piñones dorados y avellanas rojas —dijo Mallén.

—Traeremos raíces y pepinos del copihue —agregó Llicán.

La niña había acompañado otras veces a su madre en estas excursiones y se sentía feliz.

—Si nos sorprende la noche, nos refugiaremos en una gruta que hay allá arriba, en los bosques —dijo Mallén.

Las mujeres llevaban canastos tejidos con enredaderas. Parecía una procesión de choroyes, conversando y riendo todo el camino. Allá arriba había gigantescas araucarias (pehuenes) que dejaban caer lluvias de piñones. Y los avellanos lucían sus frutas redondas, pequeñas, rojas unas, color violeta y negras otras, según iban madurando. No supieron cómo pasaron las horas. El sol empezó a bajar y cuando se dieron cuenta, estaba por ocultarse. Asustadas, las mujeres se echaron los canastos a la espalda y tomaron a sus niños de la mano.

—¡Bajemos, bajemos! —se gritaban unas a otras.

—No tendremos tiempo. Nos pillará la noche y en la oscuridad nos perderemos para siempre —advirtió Mallén.

—¿Qué haremos? —preguntó la abuela Collalla, que no por ser la más vieja era la más valiente.

—Yo sé dónde hay una gruta por aquí cerca, no tenga miedo, abuela —respondió Mallén.

Y así condujo a las mujeres con sus niños por un sendero rocoso. Sin embargo, al llegar a la gruta, ya era de noche. Vieron en el cielo del poniente la gran estrella con su cola dorada. La abuela Collalla se asustó mucho.

—Esa estrella nos trae un mensaje de nuestros antepasados que viven en la bóveda del cielo —exclamó.

Llicán se aferró a las faldas de su madre y lo mismo hicieron los demás niños. Decidieron entrar en la gruta y dormir todos juntos. Collalla estaba asustada porque conocía viejas historias, había visto reventarse volcanes, derrumbarse montañas y surgir inundaciones. No bien entraron a la gruta, un profundo ruido subterráneo las hizo abrazarse, invocando al Sol y la Luna, sus espíritus protectores. Al ruido siguió un espantoso temblor que hizo caer cascajos del techo de la gruta. El grupo se arrinconó, aterrorizado. Cuando pasó el temblor, la montaña siguió estremeciéndose como el cuerpo de un animal nervioso.

Las mujeres palparon a sus hijos, pero nadie estaba herido. Respiraron un poco y miraron hacia la boca blanquecina de la gruta: por delante de ella cayó una lluvia de piedras que al chocar echaban chispas.

—¡Miren! —gritó Collalla—. ¡Piedras de luz! Nuestros antepasados nos mandan este regalo.

Como luciérnagas de un instante, las piedras rodaron cerro abajo y con sus chispas encendieron un enorme coihue seco que se erguía al fondo de una quebrada. El fuego iluminó la noche y las mujeres se tranquilizaron al ver la luz.

—La estrella, con su espíritu protector, mandó el fuego para que no tengamos miedo —dijo la abuela Collalla.

Todos aplaudieron el fuego. El grupo silencioso contempló las llamas como si fueran el mismo padre Sol que hubiera venido a acompañarlos. Se sentaron junto a la gruta, oyendo crepitar las llamas como música desconocida.

Al rato llegaron los hombres, desafiando las tinieblas para buscar a sus niños y mujeres. Caleu se acercó al incendio y cogió una llama ardiente; los otros lo imitaron y una procesión centelleante bajó desde los cerros hasta sus casas. Por el camino iban encendiendo otras ramas para guiarse.

Al otro día, oyendo el relato de las piedras que lanzaban chispas, subieron a recogerlas y al frotarlas junto a ramas secas lograron encender pequeñas fogatas. Habían descubierto el pedernal. Habían descubierto cómo hacer el fuego.

Desde entonces, los mapuches tuvieron fuego para alumbrar sus noches, calentarse y cocer sus alimentos.

En la religiosidad mapuche, cada componente de la naturaleza tiene su ngen, es decir, su dueño o cuidador: del cerro (ngen-winkul), del agua (ngen-ko), del bosque nativo (ngen-mawida), de la piedra (ngen-kurra), del viento (ngen-kurref), del fuego (ngen-kutral) y de la tierra (ngen-mapu). Sin los ngen el agua se acabaría, el viento no soplaría, el bosque se secaría, el fuego se extinguiría, el cerro se desmoronaría, la tierra se emparejaría, la piedra se partiría. El ngen anima a estas cosas, les da vida. Para la mayoría de los mapuches, el fuego habría sido entregado por los espíritus a las personas y su nombre en mapudungún es kütral, quitral o kütxa, que implica fuerza y poder. Es un elemento organizador de la vida comunitaria de la tierra y también de los hogares: nunca debe apagarse. Al ngen que lo cuida se le considera como dueño de la casa; reside en el fogón de la ruka. Con un soplo, vuelve a prenderse dando calor y comida caliente para la familia.

Ñürrümapu, nombre original del pueblo mapuche


En un país lejano, un gran inca y su mujer tuvieron mellizos: un varón y una niña, tan grandes que la gente se asombraba. Crecían muy rápido y constantemente pedían de comer.

Como para el inca era una vergüenza y una desgracia tener más de un hijo en un solo parto, igual que los animales, consultó a una adivina qué debía hacer.

—Lo que yo preveo —contestó la mujer— es lo siguiente: estos dos mellizos son conquistadores de tierras y se parecerán a los zorros rojos en su astucia y en su fuerza. Sin embargo, solo te traerán desgracia a ti y a nuestro pueblo, porque el Huecuve los ha tomado bajo su protección. Tú perderás tu riqueza y también la vida si no los abandonas en tierras despobladas, donde deben estar. Si no son devorados por los animales salvajes, buscarán un lugar donde vivir, pero tendrá que ser allí donde tú no estés.

Así entonces, los niños fueron abandonados en un paraje desolado y lejano, y lloraban de hambre. Como el sol ardía, su piel se tiñó de rojo. Viendo ese color, una zorra roja se acercó a ellos y les ofreció su leche. Bebieron y se saciaron. Luego, esa zorra kulpeu arrastró a los niños a su guarida, donde estaban sus pequeños zorritos.

La zorra los crio a todos, y crecieron juntos. Los niños jugaban con los zorritos que pronto comenzaron a comer carne, cosa que los niños no querían hacer. Buscaban frutas dulces que abundaban en aquellas tierras silvestres.

Un día se dieron cuenta de que eran diferentes a los animales, comenzaron a llorar y ya no quisieron comer nada. Entonces se les apareció Nguenechén, porque fue él quien creó a las personas. Les dijo:

—Deben seguir caminando hacia el sur, por el sendero de tierra que ven ahí. Se encuentra entre esas vías de agua. Si lo siguen, llegarán a un país lejano donde todavía no hay ningún ser que se parezca a ustedes. Allí solo hay tierra, piedras, manantiales y arcilla. Las montañas están cubiertas de plumas blancas y a veces vomitan y escupen fuego, pero eso no les hará daño. Tomen esta vara de coligüe y caminen siempre, constantemente, sin detenerse. Allá donde la vara permanezca clavada en el suelo, allí deben quedarse. Esa tierra les pertenecerá a ustedes y a sus descendientes.

Y caminaron y caminaron junto a la zorra que llevaba a sus cachorros. Pero la vara no se atascaba en el suelo, aunque ya se encontraban en un territorio huraño y frío, desde donde se podía ver “el agua grande” que generalmente estaba enfurecida. Allí no había frutas dulces y la altura de las montañas era de hielo. Entonces volvieron a lamentarse y emprendieron el camino de regreso. Querían volver al país cálido donde había frutas que se podían comer.

Siempre caminando interminablemente, buscaron en la orilla del “agua grande” el sendero de tierra por el que habían venido. Pero no lo encontraron: donde debía de estar el rumbo de regreso a su casa, únicamente había agua y más agua. Por último, nuevamente volvieron atrás, siguieron avanzando hacia el sur y entraron a esos paisajes fríos.

Y allí, de pronto, la vara de coligüe se quedó clavada en la tierra y la niña dijo: “Aquí debemos quedarnos. Esta tierra nuestra la llamaremos Arauco, porque tiene agua barrosa”. Pero el niño contestó: “¡No! La llamaremos Ñürrümapu, por la buena zorra que nos alimentó y nos acompañó hasta acá con sus cachorros. Para ella será la tierra igual que para nosotros. Fue buena con nosotros la madre kulpeu”.

Y así ocurrió que el primer nombre de aquella tierra no fue Arauco, sino Ñürrümapu, que significa El País de los Zorros Rojos.

La autodenominación de mapuche (mapu=tierra, che=gente) es relativamente nueva y sirve para designar a distintos pueblos que vivieron (viven) desde la zona central de Chile hasta la isla de Chiloé. Originalmente, estas comunidades tenían su propio nombre, algunas de las cuales se mantienen: picunche (gente del norte); huilliche (gente del sur); lafquenche (gente del mar); pehuenche (gente del árbol pehuén), entre otras. Actualmente, el nombre mapuche ha reemplazado al de araucanos, que ellos jamás utilizaron para sí mismos. No hay acuerdo respecto del origen de este último apelativo. Algunos sostienen que la palabra auca es proveniente del quechua (awqa), que significa “salvaje” o “rebelde”. Otros, que araucano podría provenir del gentilicio Arauco, nombre que los españoles daban a las tierras del sur, y que sería una castellanización del término mapuche ragko, cuyo significado es “agua gredosa”. Hasta hoy, la zona próxima a Temuco, al sur del Biobío, se llama oficialmente Región de la Araucanía (IX región).

Por qué desapareció la primera aldea Pelluhue


Se cuenta que en Pelluhue (que significa lugar de choros y almejas y que se encuentra en la actual provincia de Cauquenes) vivía Curi-Caven (Espino Negro), un mapuche pescador, casado con una mujer muy linda y hacendosa. Después de un tiempo de vivir juntos les nació una hija a la que llamaron Reyen-Caven (Flor de Espino). Desgraciadamente, al poco tiempo de nacida la niña, la madre enfermó y murió.

El infeliz Curi-Caven casi enloqueció por esta desventura. Aparte de que amaba mucho a su esposa, se dio cuenta de que la pequeña quedaba desamparada, pues él tenía que salir, noche a noche, a pescar para procurarse el sustento. Estaba a punto de desesperarse, cuando tuvo un sueño revelador: se le apareció Lafquen-Ghulmen, una divinidad marina, o dueño del mar, quien le prometió cuidar de la criatura hasta que cumpliera los veinte años.

—Tú anda a pescar tranquilo —le dijo—. A tu hija nada malo le sucederá. Durante veinte años te la cuidaré. Y, apenas cumpla esa edad, vendré a pedírtela en matrimonio.

Para solucionar su urgente problema, Curi-Caven aceptó la propuesta, pensando que después estudiaría la forma en que no se realizase ese extraño casamiento. Y así, su hija comenzó a criarse sin ningún inconveniente y su padre a progresar en sus faenas de pesca.

Reyen Caven creció esplendorosa como su madre y un día un mapuche joven y corpulento llamado Necul-Ñarqui (Gato Veloz) se enamoró de ella y quisieron casarse. Sin embargo, el pescador le negó a la pareja rotundamente su consentimiento, sin revelarle el grave compromiso que hace tantos años contrajera con Lafquen-Ghulmen. En el fondo de su alma tenía la esperanza de que aquella divinidad hubiera olvidado el pacto acordado en el sueño y así, después de cumplir los veinte años, Reyen-Caven se casara con quien realmente ella amaba.

Sin embargo, una semana antes de expirar el plazo, en otro sueño reapareció Lafquen-Ghulmen:

—Vengo a recordarte que dentro de seis días tu hija cumplirá veinte años y que me la llevaré para que se case conmigo —Ie dijo.

El pobre pescador despertó muy apenado. Llamó a su hija y a su novio y les explicó las causas que había tenido para negarles el consentimiento.

 

—He empeñado mi palabra y deberé ser fiel al trato que hice —terminó diciendo entre lágrimas.

Necul-Ñarqui juró que ello no ocurriría: defendería a su enamorada hasta el fin, aun a costa de su propia vida.

Al sexto día, el padre salió a pescar y Reyen-Caven y el novio permanecieron encerrados en la choza, esperando la aparición de Lafquen-Ghulmen. Entonces comenzó a desencadenarse un ventarrón tremendo y una ola de arena fue cubriendo la aldea. Arreciaba el vendaval y la arena seguía arremolinándose encima de las rukas. Por espacio de interminables horas rugió la violencia de la borrasca y, en cuanto el padre se vio libre de las olas furibundas y pudo recalar en la playa, se dirigió a la vivienda de la madre de Necul-Ñarqui, la única que escapó de ser sepultada por el alud, debido a que estaba construida en un cerro. Desde allí, sus ojos contemplaron horrorizados el manto de arena que cubría a la que fuera la aldea de Pelluhue y que ahora era el sepulcro de Reyen-Caven y de Necul-Ñarqui, la pareja cuyo empecinado amor produjo la frenética ira de Lafquen-Ghulmen.

Así desapareció el primer pueblo Pelluhue, y con él también las últimas familias aborígenes que quedaban en aquellos contornos.

En la religiosidad mapuche, los sueños (peuma) constituyen un mundo tan real como el que tenemos en la vigilia y tienen mucha importancia para las personas y las comunidades. En rigor, cuando una persona sueña, el alma (püllü) sale del cuerpo y así puede viajar, dialogar con espíritus de otro mundo, vivir experiencias verdaderas y distintas, y hasta recibir anuncios respecto del futuro. La tradición mapuche recomienda contar y comentar los sueños todos los días temprano en la mañana; de lo contrario se disuelven. En muchos casos, y cuando son de interés colectivo, los mensajes trasmitidos en el sueño tendrán que ser interpretados por la machi, la mujer que ejerce las funciones de chamán, médico y gran experta en las propiedades de las yerbas medicinales. La designación de esta persona también proviene de los sueños.

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