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Se puede ver más evidencia del poder del derecho privado para codificar capital en la forma en que se vigilan las violaciones a ese mismo derecho: queda en manos de los privados, no del Estado. No hay una dependencia pública que monitoree las faltas ordinarias a los contratos, las violaciones a los derechos de propiedad o a los derechos de los accionistas. El Estado, a través de la fuerza policiaca, los fiscales o los reguladores, interviene solamente cuando las faltas alcanzan el nivel del hurto, el fraude o la malversación, e inclusive en esas fronteras están constantemente bajo ataque. Las víctimas de transgresiones menores deben tomar la ley en sus manos y a menudo deben cargar con los costos de hacerlo.[17] Esto es tanto una fuente de libertad para las partes con recursos como la razón por la que las partes más débiles —en términos de destreza económica y legal— tan seguido deben apoderarse de sus derechos sobre ellos.
Hemos visto ejemplos de cómo un acceso superior a la codificación legal da ventaja a las exigencias, demandas y derechos de algunos sobre los de otros a lo largo de este libro. Después de que los terratenientes cercaron la tierra que solía ser comunal, los comuneros primero respondieron peleando en el campo, rompiendo cercas y arando los campos que habían sido puestos aparte para grandes rebaños de ovejas o para cosechas que se vendían. Pronto, sin embargo, se dieron cuenta de que a largo plazo solamente podían ganar la batalla en las cortes y presentaron demandas —muchas de las cuales perdieron en última instancia—. En forma similar, los agraviados que desafiaron la exigencia de Myriad de tener derechos de propiedad exclusivos sobre el gen brca (véase el capítulo 5) pelearon una batalla cuesta arriba para proteger el código de la naturaleza como un bien “común” al que todos debían tener acceso. Tuvieron que pelear hasta llegar a la Corte Suprema de Estados Unidos para conseguir su caso. Ganaron, pero eso no quiere decir que el asunto esté zanjado para patentes similares. Quien quiera desafiar esas otras patentes deberá pelear batallas similares, patente a patente.
Los potenciales quejosos enfrentan obstáculos adicionales. Por buenas razones, la ley no le da a cualquier acceso a las cortes. Como regla general, solamente quien sea parte de un contrato que ha sido violado, sea dueño de una propiedad dañada o haya sido víctima de una acción dañina dolosa tiene un “espacio” en la corte. Si no fuera así cualquiera con una queja podría presentar una demanda, imponer costos a los demás y atorar el sistema judicial. Pero para los quejosos legítimos los costos de la vigilancia privada a menudo exceden los beneficios y muchas víctimas descubrirán pérdidas que les permitirían actuar cuando es demasiado tarde como para recuperar nada. Podrían quedar formalmente apartados por plazos de prescripción, que impiden los litigios después de un lapso de tiempo, o podría resultarles difícil obtener la evidencia necesaria para demostrar su caso. En conjunto, estos obstáculos dan a los codificadores de capital un arranque con ventaja. Una práctica que podría haber sido considerada una transgresión de los derechos de otros cuando fue introducida por vez primera puede con ello diseminarse y convertirse en un nuevo estándar de comportamiento antes de ser desafiada legalmente; después de todo, si todo mundo lo hace difícilmente puede estar mal. Las cortes podrían inclusive sancionarla como un nuevo estándar de comportamiento.
La ventaja en ese primer movimiento, que estructuralmente pone a los quejosos en desventaja, puede ser superada, al menos en teoría, otorgando a los quejosos potenciales herramientas poderosas, como las demandas colectivas; otorgándoles un múltiplo de los daños que han sufrido, o poniendo el peso de la prueba sobre el imputado, todas ellas estrategias bien conocidas para requilibrar los poderes legales entre oponentes privados. Quizá no sea una sorpresa, sin embargo, que los tenedores de capital han reaccionado contra semejante requilibrio. Han cabildeado para echar para atrás las demandas colectivas en países en los que una vez fueron comunes y las bloquearon donde no lo eran.[18] Han usado su poder de negociación para obligar a las partes contratantes, incluyendo a los consumidores, a aceptar el arbitraje en vez de las cortes para resolver disputas y desautorizar las demandas colectivas en los arbitrajes por el camino. En general se han salido con la suya conforme las cortes han buscado respuestas en órdenes legales que favorecen la autonomía privada inclusive cuando su uso impone costos a los demás[19] y conforme las legislaturas hacen maromas para aumentar el alcance de la autonomía privada con la esperanza de mantener en movimiento el motor de la economía. Los representantes del pueblo no ven o no quieren ver que los beneficios adicionales que derraman sobre el capital sirven principalmente a sus tenedores individuales, no a la sociedad en su conjunto.
La vigilancia de las fronteras del derecho privado es una batalla permanente y cara. Los jugadores con el mejor acceso a los amos y señores del código amplían las fronteras de los módulos del capital para investir una nueva afirmación de know-how con derechos de prioridad que están resguardados ante el mundo. Su apuesta es que no serán desafiados, al menos no pronto. El tiempo opera en su favor, porque inclusive si no logran convencer a una futura corte de que su estrategia de codificación en específico debería ser respaldada, para entonces ya habrán conseguido una pingüe fortuna. Quien mueve primero puede simplemente plantear una exigencia o afirmar algo y esperar a ver qué pasa. El patrón es un poco distinto cuando la creación de un derecho legal requiere de una acción explícita del Estado, como en el caso de las patentes o las marcas registradas, por ejemplo. En ese caso, el tenedor del activo no puede darse el lujo de esperar. Más bien, debe pelear su caso primero con la oficina de patentes y, si se le niega el privilegio legal, con las cortes. Una vez que lo ha recibido, sin embargo, el peso de cuestionar ese nuevo derecho de propiedad recae en el retador.
En suma, el código del capital se beneficia de la indeterminación del derecho, de la autonomía privada que hace que los módulos del código sean dispositivos altamente maleables en manos de abogados sofisticados y del hecho de que los codificadores agresivos pueden jugar a la ofensiva y aprovechar las ventajas del primer jugador. Bajo estas condiciones hay pocas razones para que los tenedores de activos negocien con el Estado como quisieran los teóricos de la acción colectiva. Todo lo que necesitan es un buen abogado con las habilidades para codificar los activos como capital. Al contrario de lo dicho por los marxistas, no necesitan asaltar la Bastilla para ejercer el poder. Lo único que necesitan es ubicar a sus abogados en las intersecciones importantes del capital para manejar los semáforos de forma que puedan montarse en una ola verde.
Código privado, poder público
El poder público es esencial para asegurar que los atributos del código sean respetados y que se hagan valer. Dos partes pueden acordar un contrato y respetar sus términos, pero si quieren evitar que otros interfieran con ese acuerdo necesitan más que eso. Cualquiera puede imponer un control físico sobre activos físicos y afirmar que siempre han sido suyos, pero hacen falta atención y recursos para proteger activos de esta forma. Si estos costos pueden ser socializados delegando la protección de los derechos legales al Estado, los tenedores de activos se ahorran enormes costos. Más importante aún, pueden usar sus activos en formas que no serían posibles de otra manera. Pueden poseer activos sin ejercer control físico sobre ellos. Inclusive pueden poseer intangibles —activos que no pueden ser tocados y que existen solamente en el código legal— y meter activos en cascarones legales en los que están protegidos de sus propios acreedores, comprometerlos una y hasta más veces sin dejar más que un rastro de papel. Pueden hacer todo esto solamente con ayuda del derecho que está respaldado por el poder del Estado.
El poder privado y el público a menudo se yuxtaponen y son mostrados como si estuvieran involucrados en una constante negociación el uno con el otro buscando favores. Esto, al menos, es como las teorías de elección pública presentan la relación entre lo público y lo privado, los Estados y los mercados.[20] Para los marxistas esta separación entre lo público y lo privado tiene poco sentido, porque ven a la clase dominante usando al Estado y su derecho para sus propios fines. Son propietarios del Estado y por tanto no deben negociar con él. Ninguna de estas perspectivas explica los materiales presentados en este libro. Las negociaciones explícitas entre el poder público y el privado son la excepción, más que la regla. La codificación de capital ocurre sobre todo a pasos pequeños, incrementales, en el contexto de transacciones y acuerdos privados, por permisividad regulatoria y solamente algunos casos ocasionales en la corte.
Hay una preferencia palpable por sacar las decisiones codificadoras de la vista del público, por dejarlas en manos de abogados privados, no de legislaturas públicas, y de árbitros privados, no cortes estatales, y por cabildear buscando cambios legislativos explícitos solamente si no hay más opción para impulsar una nueva estrategia de codificación o para extenderla hacia un nuevo tipo de activo.
El Estado y sus agentes —las cortes y los reguladores— a menudo asumen un rol pasivo. Hay ocasiones en las que activamente derriban las barreras que enfrentaban nuevas estrategias de codificación u otorgan subsidios legales adicionales a los tenedores de capital, típicamente en la forma de excepciones a las reglas existentes o de beneficios fiscales. La mayoría de las veces, sin embargo, el Estado tiene que hacer poco más que reconocer y hacer valer los derechos que los privados han codificado para proteger, o inclusive expandir, los intereses de los tenedores de capital. Esto no quiere decir que el Estado siempre se ponga del lado del capital. Se han hecho esfuerzos en el pasado para equilibrar poderosos derechos de propiedad privados con los intereses públicos, algo que puede tomar la forma de la toma de propiedad privada, aunque solo con una compensación adecuada. Varios sistemas legales han creado poderosos derechos laborales o han investido “nuevos derechos de propiedad” en la forma de derechos de protección social y otros exigibles ante el Estado a ciudadanos que se ven a sí mismos en desventaja en un sistema que tiende a crear enormes riquezas para unos al tiempo que deja al resto a valerse por sí mismos.[21] No solamente está el capital codificado en la ley, sino también otros derechos y prerrogativas. Es cuestión de decisión social a quién dejar la última palabra sobre qué activos merecen un status especial en el derecho. Sacando cuentas, el capital codificado en forma privada ha ganado la jornada una y otra vez, aunque no con convulsiones periódicas que hayan forzado a las legislaturas a requilibrar la cancha de juego o al menos mitigar las pérdidas que enfrentan otros individuos menos protegidos.
En efecto, Menke sostiene que el conflicto entre un orden legal liberal que se enfoca sin titubeos en la protección de los derechos privados, por un lado, y en el uso del derecho para impulsar metas sociales por el otro, está inscrito en el tejido mismo del orden legal capitalista. Un orden legal que ha despolitizado la esfera social fortificando los derechos privados sin tomar en cuenta los efectos que el ejercicio de esos derechos podría tener sobre los demás es propenso a las crisis. Pone sobre el tablero “posiciones de poder radicalmente diferentes” que ponen en riesgo al sistema desde dentro.[22] Por tanto, no tiene más opción que contrarrestar, al menos en tiempos de crisis, los excesos de los derechos privados codificados en la ley.
Esto abre la pregunta de cómo surgió esta relación específica entre el poder privado y el público, entre el código privado y el derecho público. Sin duda se manifestó de tanto en tanto en momentos revolucionarios, muy notablemente durante la Revolución Francesa y su cambio (aparentemente) radical, del privilegio feudal a la propiedad privada. La propiedad se convirtió en un derecho privado que disfrutó de la protección no solo ante, sino por parte de, el Estado. Esto marca la separación entre las esferas pública y privada, o al menos así dice el argumento.[23] Sin duda es cierto que a raíz de la Revolución Francesa muchas formas de propiedad fueron abolidas formalmente.[24] Muchos privilegios del pasado, sin embargo, se escabulleron al nuevo orden legal. Los nuevos legisladores iniciaron una enorme reforma de derechos de propiedad, pero emprendieron ellos mismos la clasificación de activos entre los que serían despojados de reconocimiento legal y otros que seguirían siendo válidos y por tanto podrían ser adquiridos por las nuevas élites. La forma en que clasificaron estos diferentes activos desplegó una honda consciencia de sus respectivos potenciales económicos.[25] No obstante el momento revolucionario, la transformación de los derechos de propiedad en Francia fue más gradual y desplegó más continuidades de lo que podrían sugerir las audaces proclamas políticas de los revolucionarios.
Hemos visto dinámicas similares muy de cerca en Inglaterra, donde el derecho absoluto del rey a la tierra en el país entraba en conflicto con las crecientes exigencias de derechos absolutos de propiedad por parte de los privados, una lucha que se desarrolló durante siglos en la jurisprudencia y los tratados legales. No podría de ninguna forma ocurrir que ambos —el rey y los propietarios privados— tuvieran derechos absolutos. Los propietarios privados eventualmente triunfaron en el caso de las propiedades vitalicias, pero solamente mordiendo los derechos superiores del rey un caso a la vez. El nuevo orden constitucional que gradualmente emergió de las luchas en los campos y en las cortes ya no estuvo gobernado por privilegios ad hoc que la Corona podía otorgar a sus súbditos, sino por la ley.[26] Con todo, como debería estar claro a estas alturas, hay muchas formas de crear privilegios legales si se puede conseguir el control del proceso de codificación legal.
Los órdenes legales nacionales que surgieron a finales del siglo xviii respaldaron la santidad de la autonomía privada, de los contratos y los derechos de propiedad, y elevaron estos derechos individuales por encima de otros, por encima de los derechos de los comuneros que fueron expulsados de la tierra; los pobres endeudados que tuvieron que pasar por la cárcel por no pagar sus deudas hasta bien entrado el siglo xix, incluso cuando los comerciantes más ricos escapaban a esa suerte, y los trabajadores cuyos intentos de organizarse para mejorar sus poderes de negociación eran aplastados, en Estados Unidos, por ejemplo, invocando las leyes contra los monopolios contra los sindicatos.
Las medidas tomadas por los Estados para fortalecer los derechos de los menos privilegiados siempre fueron vistos con sospecha y presentados como una violación potencial de los derechos privados: como prerrogativas, no como derechos legales. Los derechos fueron considerados no solamente superiores, sino cualitativamente distintos porque venían de Dios o de la naturaleza o podían ser racionalizados con argumentos sobre la eficiencia. La globalización ha fortalecido aún más los poderes del capital, que ahora tiene la opción de elegir de un menú de sistemas legales el que mejor sirva a sus intereses. Tiene pocas razones para volver a casa y por tanto no tiene razones para buscar un equilibrio entre sus propias exigencias de apoyo legal y exigencias similares que otros puedan hacer. Una vez que las exigencias de los tenedores de capital han sido vindicadas por la ley se aseguran un efecto de goteo hacia arriba, o quizá horizontalmente, hacia otros aspirantes a tenedores de activos de todo el globo, pero sin garantía de que gotee hacia abajo.
El capital errante
Se ha puesto muy de moda comparar a los mandatarios y a los Estados con bandidos. Charles Tilly comparó el proceso de construcción del Estado en los inicios de la Europa moderna con el crimen organizado.[27] Los matones primero pelearon sobre el territorio hasta que emergió un ganador que aseguró la frontera del territorio conquistado frente a sus enemigos externos. Para estabilizar su mandato el ganador debía asegurar también la paz interior y para ello construyó coaliciones, pagó a los clientes de sus colaboradores y con su ayuda extrajo recursos de los demás para financiar operaciones externas e internas de mantenimiento de la paz. En forma similar, Mancur Olson ha presentado sistemas políticos alternativos como el gobierno sea de bandidos errantes o de bandidos estacionarios.[28] Los bandidos errantes siguen una estrategia de tierra quemada. Se mueven de un lugar a otro, extrayendo de cada lugar tanto como necesitan y, una vez que han agotado los recursos de ahí, se mueven a otro lugar para saquearlo. Los bandidos estacionarios, en contraste, aprenden a dejar lo suficiente a la gente conquistada como para poder extraer recursos de ella a largo plazo. Toman toda la crema y casi toda la leche, pero dejan lo suficiente como para que se rellenen los recursos de los que dependen. Los gobernantes estacionarios son también bandidos, pero son más benignos para el crecimiento económico y el desarrollo que sus parientes errantes.
Transponiendo la imagen de Olson de los Estados al capital podríamos decir que en el momento en que Adam Smith construyó la imagen de la mano invisible el capital era sobre todo estacionario. Se aventuraba a costas extranjeras, pero invariablemente regresaba a casa para aprovechar las instituciones locales y, al hacerlo, los tenedores de activos necesariamente compartían parte de sus ganancias con su base local. En contraste, el capital de hoy en día es del tipo errante. No tiene ni necesita un hogar (físico) y en vez de ello va de un lugar a otro buscando nuevas oportunidades. Puesto que el capital depende del derecho para prosperar, no puede perder completamente su ancla. Siempre necesita que el Estado le eche una mano, pero —esto es clave— no necesariamente el Estado de su hogar. Cualquier Estado que reconozca y haga valer la codificación legal del capital le servirá.
Los Estados han participado activamente en la conversión del capital estacionario en capital errante al echar abajo barreras legales y expandir la autonomía privada de sus tenedores. Han permitido a los actores privados que elijan el derecho que gobierne sus activos sin perder acceso a la aplicación coercitiva de la ley; han ofrecido sus propias leyes al capital extranjero para que haga negocios en su territorio o fuera de él y han acordado con otros Estados reconocer e inclusive replicar los acuerdos que cada uno ofrece al capital dentro de sus propias fronteras. Escribiendo en 1940 y tratando de explicar el colapso de los órdenes legal y social en el corazón de Europa, Polanyi afirmó que el comercio de larga distancia subordinaba a las sociedades al principio de mercado con la mano habilitadora del Estado. La globalización, podríamos añadir, ha completado este proceso. Los defensores de la globalización han ignorado su advertencia de que esta radical transformación es una de las causas de raíz del ascenso del comunismo y del fascismo a principios del siglo xx.[29]
De hecho, la globalización es producto de un conjunto muy expandido de opciones de los codificadores de capital. La competencia, incluyendo la competencia legal y regulatoria, puede promover la innovación y el cambio y debería por tanto ser adoptada.[30] La presencia de una pluralidad de órdenes legales de los que al menos algunos actores podían elegir en la Edad Media, por ejemplo, ha sido señalada como un factor clave en el impulso del Estado de derecho al usar la competencia legal como una limitante al poder del Estado.[31] Dotaba a las personas que buscaban protección legal más de un sistema legal o sistema judicial para elegir y por tanto les ayudaba a sortear la corrupción y evitar su captura. La competencia legal, sin embargo, es distinta de la competencia en torno a bienes y servicios, porque el objeto de esta competencia es el derecho, la forma en que las sociedades son gobernadas y se gobiernan a sí mismas.
Además, la competencia legal y regulatoria no está al alcance de todos. Albert Hirschman echó luz sobre las dinámicas de poder en las organizaciones —una empresa, una asociación o un Estado— al sugerir que cualquier miembro de una organización así en esencia tiene tres opciones: salirse, hablar o ser leal.[32] Los miembros pueden votar con sus manos o con sus pies: si ninguna funciona no tienen más opción que ser leales. En organizaciones grandes con muchos miembros, solamente unos pocos tienen una voz efectiva. Por eso es tan importante tener la opción de salir. No todos, sin embargo, tienen las mismas opciones de salida. Hacen falta recursos para moverse físicamente, y hacen falta la ley y buenos abogados para moverse legalmente. Más aún, el orden global actual, legalmente construido, permite a los tenedores de activos aprovechar plenamente los beneficios de la competencia legal y regulatoria, al tiempo que confinan a las personas naturales a los países de su ciudadanía. Las personas morales pueden ir fácilmente por el globo y enriquecer a sus propietarios y los tenedores de capital pueden buscar el orden legal que les dé las mejores protecciones. En contraste, las personas naturales son detenidas en las fronteras y solamente pueden pasar, si acaso, con una visa. Si solamente algunos tienen una opción de salida viable pueden usar esto como pieza de cambio, convertirla incluso en una estrategia de negocios. Si no consiguen lo que quieren de un Estado, amenazan con irse ya sea físicamente o —más barato aún— adoptando las leyes de otro país para sus propósitos de codificación. Para el capital errante el derecho de un Estado dado es apenas una opción que sus tenedores y codificadores maestros ejercerán solamente si les promete mayores riquezas que las leyes de otro Estado.
Gobernar el código
Cada sociedad enfrenta la pregunta fundamental de cómo gobernarse a sí misma. La elección no es solamente entre la democracia y la autarquía, los sistemas parlamentarios o presidenciales, los poderes constitucionales o los sistemas de voto, sino también sobre la creación o distribución de riqueza, y esto incluye las herramientas legales para codificar capital.
Si la capacidad para crear o asegurar riqueza privada está codificada en la ley, como he sostenido a lo largo de este libro, entonces el poder para controlar la codificación del capital es clave para la distribución de la riqueza en la sociedad. Es fácil estar de acuerdo con que el Estado debe proteger los derechos de propiedad y hacer valer los contratos. Más importante aún, aunque se plantee con menor frecuencia, es la pregunta de quién determina qué activos, derechos o exigencias merecen ser codificados como propiedad o recibir una protección legal a la par de los derechos de propiedad. Esto se ha convertido en gran medida en una cuestión que se decide en privado, en una opción que ejercen la mayoría de las veces los propios tenedores actuales o potenciales de capital.
No hay nada malo en las decisiones privadas, siempre que no supongan una carga para los demás o gorroneen el poder estatal para hacer valer esa carga, puesto que esto huele a inmoralidad e ineficiencia.[33] Sin embargo, la práctica de codificar capital está en gran medida exenta del nivel de escrutinio que se aplica a otras formas de privilegios o subsidios que otorga el Estado. El derecho se da por sentado, como algo exógeno a los activos que son los heraldos de la riqueza, y se rinden enormes deferencias a la afirmación de que las acciones propias son “legales”, que están basadas en derechos. El aura de autoridad rinde a la producción legal de riqueza en la sociedad inmune ante el escrutinio político. La legalización de los intereses privados ha despolitizado cuestiones críticas sobre autogobierno.
Los subsidios y otras “prerrogativas” son vistas por lo general con gran sospecha porque se las entiende como distorsiones a los mercados que llevan a ineficiencias e inclusive a la corrupción. Sin embargo, puede decirse que las protecciones legales de las que disfruta el capital son la madre de todos los subsidios. Sin los módulos del capital y sin la posibilidad de darles la forma que uno quiera, ni el capital ni el capitalismo existirían. Los módulos del capital están disponibles para quien los quiera tomar, pero su poder depende de la expectativa muy generalizada de que serán hechos valer, si es necesario por el poder del Estado.
Los amos y maestros del código saben codificar capital sin perder la garantía de que lo suyo se hará valer. No requieren de la aprobación previa del Estado y pueden optar por el arbitraje privado o negociar acuerdos para aislar sus estrategias de codificación privada ante las cortes en tanto guardianes de la ley, no solamente de los intereses privados en una disputa dada. Con todo, el capital necesita al Estado y sus poderes en más de un sentido. Sus tenedores también se apoyan en el poder del Estado en tiempos de crisis, cuando solamente la intervención del Estado puede prevenir el colapso del valor de sus activos por miedo de que si no lo hace se vendrá abajo el sistema entero. En estas acciones de rescate ad hoc el “ cálculo feudal” manda abiertamente,[34] pero está igualmente presente en cada exención y trato especial de los que disfrutan el capital y sus tenedores.[35]
El cálculo feudal contrasta fuertemente con la aspiración de las democracias para las que el derecho es la principal herramienta de autogobierno colectivo. En la configuración actual de los derechos y de la ley esta herramienta está torcida hacia el capital. La creciente desigualdad es la conclusión lógica de un orden legal que sistemáticamente privilegia a algunos tenedores de activos, pero no a todos. Esto es así especialmente en un mundo globalizado, en el que la intervención a favor de los menos beneficiados puede ser tan fácilmente castigada por el capital si opta por salir. El resultado lógico de un sistema así es la creciente desigualdad y la exclusión de ciudadanos, de ese “nosotros, el pueblo” en la determinación de si y cómo debería usarse el derecho para proteger a unos a costa de otros.
Inclusive el Financial Times, que difícilmente puede ser acusado de tendencias socialistas, pidió en tiempos recientes un nuevo contrato social entre el capital y la sociedad.[36] Esta propuesta asume que hay todavía una sociedad bien organizada que podría ser un rival para el capital y, además, que el capital errante tiene un interés en llegar a un acuerdo con la sociedad de la que ha escapado con ayuda del derecho. La verdad es que en un mundo en el que el capital errante bien codificado enfrenta a un público desorganizado, disperso en múltiples jurisdicciones y entidades políticas, un contrato social está más allá del alcance de todos, inclusive si el capital lo quisiera, por afán de sobrevivir.
En respuesta, los votantes descontentos se han vuelto contra sus propios líderes, obligándolos a tomarse en serio a los que han sido dejado atrás por décadas de políticas que desmantelaron la mayor parte de las protecciones a los empleos y redujeron las expectativas de la gente ordinaria sin activos o sin activos que disfrutaran de una protección legal especial. Estos votantes sienten que han perdido el control sobre la conformación de su propio destino con la herramienta que habían dado por sentada: las leyes que aprueban las legislaturas y los casos que las cortes deciden. Culpar a otros Estados, organizaciones supranacionales como la Unión europea y —convenientemente— a las personas naturales sin o solamente con un pasaporte extranjero es difícilmente una solución cuando en los hechos los ganadores reales se esconden a plena luz del día en su propio entorno y usan el derecho para conformar su capital.
Para que la democracia prevalezca en los sistemas capitalistas las sociedades deben recuperar el control sobre el derecho, la única herramienta que tienen para gobernarse a sí mismas, y esto debe incluir los módulos del código del capital. Por lo menos deberán echar para atrás los muchos privilegios que el capital ha llegado a disfrutar por encima de los módulos del capital. Sin otra crisis financiera masiva y sus consecuencias impredecibles, una restructuración fundamental de los sistemas legales que sostienen el capitalismo quizá sea imposible. Hay demasiado en juego y la defensa de que “es legal” es poderosa y potencialmente cara. Después de todo, los tenedores de activos que disfrutan en la actualidad del estatus de derechos de propiedad o similares exigirán una compensación por su expropiación si se limitara el alcance de sus derechos legales. Dada la cantidad de riqueza que está envuelta en el derecho de propiedades, garantías, trusts y fideicomisos y del derecho corporativo, una reconfiguración pacífica o costeable de derechos quizá esté fuera de todo alcance.
Sin embargo, el hecho de que el capital dependa de la ley del Estado y de la ejecución estatal de los contratos y actividades privados da capacidades a los legisladores, las legislaturas, las cortes y los reguladores. Si pueden liberarse del lazo cognitivo y —en algunos casos— financiero del capital, podrían ayudar a impulsar el proyecto de autogobierno democrático. La tarea básica sería echar para atrás el control que los actuales tenedores de activos y sus abogados tienen sobre el código del capital, limitando las opciones que los abogados tienen a su disposición para codificar capital, pero también al otorgar protecciones legales especiales a activos (y a sus tenedores) que han sido desdeñados en el pasado.