Días de magia, noches de guerra

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Из серии: Abarat #2
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Días de magia, noches de guerra
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DÍAS DE MAGIA, NOCHES DE GUERRA
Clive Barker
Traducción de Núria de la Rosa
Serie Abarat 2

Página de créditos
Días de magia, noches de guerra

V.1: abril, 2020

Título original: Days of Magic, Nights of War

© Clive Barker, 2004

© de la traducción, Núria de la Rosa Regot, 2016

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Diseño de cubierta: Taller de los libros

Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com

ISBN: 978-84-17525-89-7

THEMA: YFH

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita utilizar algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para mi madre, Joan

Soñé que hablaba otra lengua,

Soñé que vivía en otra piel,

Soñé que era mi propia amada,

Soñé que era la piel de un tigre.

Soñé que el Edén habitaba en mi interior,

Y que, cuando respiraba, llegaba un jardín,

Soñé que conocía la Creación entera,

Soñé que conocía el nombre del Creador.

Soñé y este sueño fue el más puro

Que todo lo que soñé era real y verdadero,

Y que viviríamos felices eternamente,

Tú en mí,

Y yo en ti.

C.B.


Contenido

Portada

Página de créditos

Dedicatoria

Cita

Mapa de Abarat

Prólogo

Primera parte: Bichos raros, dementes y fugitivos

1. Retrato de una chica y un geshrat

2. Lo que hay que ver

3. Abordo del Parroto Parroto

4. Los carroñeros

5. Pronunciar una palabra

6. Dos conversaciones

7. Algo en Babilonium

8. Una vida en el teatro

9. De nuevo, el Hombre Entrecruzado

10. ¡Los engendros se han escapado!

Segunda parte: Cosas desatinadas, cosas olvidadas

1. Dirección norte

2. Oscuridad y anticipación

3. El sacbrood

4. Lamento (El cuento de Munkee)

5. El perseguidor

6. La Wunderkammen

7. El lanzador de estrellas

8. Partida

9. Vida y muerte en Chickentown

10. Malingo solo

11. Conversaciones nocturnas

12. Una sentencia de muerte

13. Soñadora con soñadora

14. Marido y mujer

15. Destinos

16. Kaspar recibe una visita

17. Abducción

18. Una convocatoria

Tercera parte: Tiempo de monstruos

1. El capitán conversa

2. Las bestias de Efreet

3. Noticias del Presente

4. Sucesos en el umbral

5. Una visita a la calle Marapozsa

6. Secretos y pastel de carne

7. Dos en la diecinueve

8. El novio desenterrado

9. El dueño de la casa del Hombre Muerto

10. El corazón de Medianoche

11. Huesos de dragón

12. Una historia de despedidas interminables

13. Un conjuro ambiguo

14. El alto laberinto

15. La oscuridad negada

16. El príncipe y el chico-bestia

17. Una decisión

Cuarta parte: El mar llega a Chickentown

1. Partidas

2. Algo en el viento

3. Revolviendo las aguas

4. Hacia el Más Allá

5. Padre e hija

6. Dentro del Wormwood

7. El mayor de los secretos

8. El buque de guerra es destruido

9. Los vivos y los muertos

10. El principio del fin

11. Abajo y abajo

12. El regreso del mar

.

Sobre el autor

Prólogo
Apetito

A continuación se sucede una lista de cosas espantosas:

Las mandíbulas de los tiburones, las alas de los buitres,

El mordisco rabioso de los perros de guerra,

La voz de alguien que nos dejó hace tiempo.

Pero lo peor es la mirada del espejo,

Que va restando los días que nos quedan.

 

Recto Patizambo, el Poeta nómada de Abarat

Otto Houlihan se sentó en la oscura habitación y escuchó jugar a derribar al demonio a las dos criaturas que le habían llevado hasta allí, una cosa con tres ojos llamada Lazaru y su compinche, Bebé Conjuntivitis. Después de la vigésimo segunda partida, no pudo controlar su nerviosismo e irritación.

—¿Cuánto más voy a tener que esperar? —exclamó.

Bebé Conjuntivitis, que tenía unas largas zarpas de reptil y la cara de un infante demente, dio una calada a un cigarro azul y exhaló una nube de humo acre en dirección a Houlihan.

—Te llaman el Hombre Entrecruzado, ¿no es así? —preguntó.

Houlihan asintió, dedicándole a Conjuntivitis su mirada más hostil, el tipo de mirada que suele amedrentar a los hombres. La criatura no estaba sorprendida.

—Crees que das miedo, ¿verdad? —dijo—. ¡Ja! Esto es Gorgossium, Hombre Entrecruzado. Esta es la isla de la Hora de la Medianoche. Cualquier cosa oscura e impensable que haya sucedido en alguna ocasión, ha sucedido aquí. Así que no intentes asustarme. Estás perdiendo el tiempo.

—Solo preguntaba.

—Sí, sí, te hemos oído —intervino Lazaru mientras el ojo que tenía en medio de su frente miraba a un lado y a otro constantemente de un modo inquietante.

—Tendrás que ser paciente. El Señor de la Medianoche se reunirá contigo cuando esté preparado.

—Tienes noticias urgentes, ¿no es así? —preguntó Bebé Conjuntivitis.

—Eso es entre él y yo.

—Te lo advierto, no le gustan las malas noticias —dijo Lazaru—. Se pone hecho una furia, ¿verdad, Conjuntivitis?

—¡Se vuelve loco! Despedaza a la gente con sus propias manos.

Intercambiaron una mirada conspiratoria entre ellos. Houlihan no dijo nada.

Solo intentaban asustarlo y no estaba funcionando. Se levantó y se acercó a la estrecha ventana para observar el tumoroso paisaje de la Isla de Medianoche, fosforescente de corrupción. Algo de lo que había dicho Bebé Conjuntivitis era cierto: Gorgossium era un lugar terrorífico. Veía la silueta de innumerables monstruos mientras se desplazaban por el desolado paraje; Olía un incienso picante y dulce que surgía de los mausoleos del cementerio rodeado de niebla; Oía el estridente estruendo de los taladros de las minas donde se producía el barro que Mater Motley usaba para rellenar las tropas de cosidos de Medianoche. Aunque no estaba dispuesto a dejar que ni Lazaru ni Conjuntivitis notaran su inquietud, se sentiría aliviado cuando hubiera informado a su anfitrión y pudiera marcharse a lugares menos aterradores.

Se produjeron algunos murmullos a sus espaldas, y un instante después Lazaru anunció:

—El Príncipe de la Medianoche puede recibirle.

Houlihan apartó la vista de la ventana y vio que la puerta que se encontraba en la otra punta de la sala estaba abierta. Bebé Conjuntivitis le hacía gestos para que entrara.

—Vamos, vamos —le apresuró el infante.

El hombre se dirigió hacia la puerta y se detuvo en el umbral. De las tinieblas de la habitación salió la voz de Christopher Carroña, severa y adusta.

—Pasa, pasa. Llegas a tiempo para ver el festín.

Houlihan siguió el sonido de la voz de Carroña. Había una luz centelleante en medio de la oscuridad que iba ganando intensidad progresivamente y, cuando se iluminó todo, vio al Señor de la Medianoche a escasos diez metros de él. Vestía ropas grises y unos guantes que parecían hechos de una delicada cota de malla.

—No hay mucha gente que llegue a ver esto, Hombre Entrecruzado. Mis pesadillas tienen hambre, así que voy a alimentarlas. —Houlihan se estremeció—. ¡Mira, hombre! No bajes la vista al suelo.

El Hombre Entrecruzado levantó la mirada a regañadientes. Las pesadillas de las que Carroña hablaba estaban flotando en un fluido azul que tenía en un collar transparente situado alrededor de la cabeza de Carroña. Dos tuberías emergían de la base del cráneo de Carroña. No eran más que largos hilos de luz; pero había algo en su movimiento agitado, el modo en que recorrían el collar, a veces tocando la cara de Carroña y otras presionando el cristal, lo que hacía patente su apetito.

Carroña levantó la mano hasta el collar. Una de las pesadillas hizo un movimiento rápido, como una serpiente atacando, y se abalanzó hacia la mano de su creador. Carroña la levantó hasta sacarla fuera del fluido y la estudió con tierna curiosidad.

—No parece gran cosa, ¿no crees? —dijo Carroña. Houlihan no contestó. Solo quería que Carroña mantuviera esa cosa lejos de él—. Pero cuando se enroscan dentro de mi cabeza me muestran horrores deliciosos. —La pesadilla se iba marchitando en la mano de Carroña, soltando un chillido fino y agudo—. Así que de vez en cuando las recompenso con un buen y opulento festín de terror. Les encanta el terror. Y para mi es difícil sentirlo últimamente. He visto muchos horrores en mi vida. Así que les proporciono a alguien que sí sienta miedo.

Mientras decía esto, soltó la pesadilla. Esta se escurrió de su mano y se golpeó contra el suelo. Sabía perfectamente a dónde debía ir. Serpenteó por el suelo parpadeando de emoción, la luz que provenía de su delgada silueta iluminó a su víctima: un hombre corpulento, con barba, que estaba agachado contra la pared.

—Piedad, mi señor… —sollozó—. Solo soy un minero de Todo.

—Oh, ahora estate callado —dijo Carroña como si se estuviera dirigiendo a un niño molesto—. Mira, tienes visita.

Se volvió y señaló al suelo donde se deslizaba la pesadilla. Entonces, sin esperar a ver qué pasaba, se dio la vuelta y se acercó a Houlihan.

—Bien —dijo—. Cuéntame lo de la chica.

Totalmente intimidado por el hecho de que la pesadilla estuviera suelta y que en cualquier momento pudiera volverse contra él, Houlihan balbuceó algunas palabras:

—Ah, sí… sí… la chica. Se me escapó en Martillobobo. Junto con un geshrat llamado Malingo. Ahora viajan juntos. Volví a pisarles los talones en Soma Pluma. Pero se escabulló de nuevo entre algunos monjes peregrinos.

—¿Así que se te ha escapado dos veces? Me esperaba algo mejor.

—Tiene poderes —respondió Houlihan a modo de auto justificación.

—¿De verdad? —dijo Carroña. Mientras hablaba sacó con cuidado otra pesadilla de su collar. Esta bufó y siseó. Dirigiéndola hacia el hombre de la esquina, soltó la criatura de su mano que se deslizó hacia donde se encontraba su compañera—. Debe ser capturada a toda costa, Otto —continuó Carroña—. ¿Comprendes? A toda costa. Quiero conocerla. Más que eso. Quiero entenderla.

—¿Cómo hará eso, señor?

—Descubriendo qué pasa por esa cabeza humana que tiene. Leyendo sus sueños, en primer lugar. Lo cual me recuerda… ¡Lazaru!

Mientras esperaba a que su sirviente asomara por la puerta, Carroña sacó otra pesadilla de su collar y la soltó.

Houlihan vio cómo se unía a las otras. Se habían acercado mucho al hombre, pero aún no lo habían atacado. Parecían esperar una orden de su amo.

El minero seguía suplicando. De hecho no había dejado de suplicar durante toda la conversación entre Carroña y Houlihan.

—Por favor, señor —seguía implorando—. ¿Qué he hecho para merecer esto?

Carroña finalmente le contestó.

—No has hecho nada —explicó—. Simplemente hoy te he elegido de entre la multitud porque estabas maltratando a uno de tus hermanos mineros. —Volvió a echarle un vistazo a su víctima—. Siempre hay miedo en los hombres que son crueles con otros hombres. —Apartó la vista de nuevo, mientras las pesadillas esperaban dando latigazos con sus colas expectantes—. ¿Dónde está Lazaru? —preguntó Carroña.

—Aquí.

—Encuéntrame el aparato de los sueños. Ya sabes cuál.

—Por supuesto.

—Límpialo. Voy a necesitarlo cuando el Hombre Entrecruzado haya cumplido con su trabajo. —Su mirada se posó en Houlihan—. En cuanto a ti —dijo—, sigue con la persecución.

—Sí, Señor.

—Atrapa a Candy Quackenbush y tráemela. Viva.

—No le fallaré.

—Será mejor que así sea. Si me fallas, Houlihan, entonces el próximo hombre que se sentará en esa esquina serás tú. —Murmuró unas palabras en abaratiano antiguo—: Thakram noosa rah. ¡Haaas!

Era la orden que esperaban las pesadillas. Atacaron en un abrir y cerrar de ojos. El hombre trató de evitar que treparan por su cuerpo, pero era inútil. Cuando alcanzaron su cuello procedieron a envolver sus palpitantes extremidades alrededor de su cabeza, como si quisieran momificarlo. Sofocaron parcialmente sus gritos, pero aún se le podía oír mientras sus súplicas de clemencia a Carroña se transformaban en alaridos y gritos. A medida que crecía su miedo, las pesadillas iban engordando, desprendiendo destellos más y más brillantes de luminiscencia pálida mientras se nutrían. El hombre continuó pateando y resistiéndose durante un rato, pero pronto sus chillidos se debilitaron hasta convertirse en sollozos y, finalmente, incluso estos se detuvieron. Igual que su lucha.

—Oh, qué decepción —comentó Carroña, pateando el pie del hombre para confirmar que el miedo efectivamente había acabado con él—. Pensé que duraría más tiempo.

Volvió a hablar en idioma antiguo y las ahora nutridas y perezosas pesadillas se desanudaron de la cabeza de su víctima y volvieron hacia Carroña. Houlihan no pudo evitar alejarse uno o dos pasos por si las pesadillas le confundían con otra fuente de comida.

—Vete, pues —le dijo Carroña—. Tienes trabajo que hacer. ¡Encuentra a Candy Quackenbush!

—Dicho y hecho —contestó Houlihan.

Sin mirar atrás ni para echar un vistazo, se apresuró a salir de la cámara de los horrores y bajó por las escaleras de la Duodécima torre.

Primera parte
Bichos raros, dementes y fugitivos

Nada

Tras una batalla que se alargó durante siglos,

El Diablo ganó,

Y le dijo a Dios (quien fue su Creador): «Señor,

Estamos a punto de presenciar la destrucción de la Creación

De mi mano.

No quiero que me consideres un ser cruel,

Así que, te lo suplico, coge tres cosas

De este mundo antes de que lo destruya.

Tres cosas, y las demás desaparecerán.»

Dios lo pensó un breve momento.

Y al final contestó:

«No, no hay nada.»

El Diablo se sorprendió.

«Ni siquiera Tú, Señor?» preguntó.

Y Dios dijo:

«No. Ni siquiera yo.»

De las Memorias del Fin del Mundo

Autor desconocido

(Poema favorito de Christopher Carroña)

Capítulo 1
Retrato de una chica y un geshrat

—Hagámonos una foto —le dijo Candy a Malingo.

Estaban paseando por una calle de Tazmagor, donde, al encontrarse en la isla de Qualm, eran las nueve en punto de la mañana. El mercado tazmagoriano estaba a pleno rendimiento, y en mitad de todas las compras y ventas, un fotógrafo llamado Guumat había montado un estudio improvisado. Había colgado un telón de fondo de color crudo de un par de perchas y había colocado su cámara, un aparato gigantesco montado sobre un trípode de madera pulida, enfrente. Su ayudante, un joven que compartía con su padre el peinado en forma de cresta y una piel con leves rayas azules y negras, exhibía un tablón con ejemplos de las fotografías de Guumat el Viejo.

—¿Quieren que Guumat el Viejo les haga una foto? —le preguntó el joven a Malingo—. Les sacará muy bien.

Malingo sonrió.

—¿Cuánto cuesta?

—Dos paterzemes —dijo el padre mientras apartaba gentilmente a su hijo para cerrar el trato.

—¿Por los dos? —inquirió Candy.

—Una foto, mismo precio. Dos paterzemes.

—Podemos permitírnoslo —le dijo Candy a Malingo.

—Quizá les gustan los disfraces. ¿Sombreros? —les preguntó Guumat, mirándoles de arriba abajo—. Sin coste adicional.

—Nos está diciendo amablemente que parecemos vagabundos —dijo Malingo.

—Bueno, lo somos —contestó Candy.

 

Al oír esto, Guumat se mostró desconfiado.

—¿Pueden pagar? —demandó.

—Sí, por supuesto —dijo Candy, y rebuscó en el bolsillo de sus pantalones de estampados llamativos, sujetos con un cinturón tejido con biffelreeds, y sacó unas monedas, seleccionó algunas y le entregó las paterzemes a Guumat.

—¡Bien! ¡Bien! —dijo—. ¡Jamjam! Tráele un espejo a la señorita. ¿Qué edad tiene?

—Casi dieciséis, ¿por qué?

—Póngase algo mucho más propio de una dama, ¿de acuerdo? Tenemos cosas bonitas. Como le digo, sin coste adicional.

—Estoy bien. Gracias. Quiero recordar esto tal y como es. —Sonrió a Malingo—. Dos viajeros en Tazmagor, cansados pero felices.

—Eso es lo que usted quiere; eso es lo que yo le doy —Guumat dijo.

Jamjam le tendió un espejito y Candy consultó su reflejo. Estaba hecha un desastre, sin duda alguna. Se había cortado el cabello muy corto un par de semanas antes para poder esconderse de Houlihan entre los monjes de Soma Pluma, pero el corte había sido muy apresurado y ahora le crecía por todos lados.

—Te ves bien —dijo Malingo.

—Tú también. Toma, mírate.

Le prestó el espejo. Sus amigos de Chickentown se habrían reído de la cara de Malingo, con su tono de piel naranja oscuro y los abanicos de piel curtida que asomaban a cada lado de su cabeza, apropiada solo para halloween. Pero en el tiempo que habían pasado viajando juntos por las islas, Candy había llegado a amar el alma dentro de esa piel: bondadosa y valiente.

Guumat les colocó delante de su cámara.

—Tienen que quedarse muy, muy quietos —les indicó—. Si se mueven, saldrán movidos. Bien, ahora déjenme que prepare la cámara. Denme uno o dos minutos.

—¿Qué te hizo querer una fotografía? —preguntó Malingo por la comisura de la boca.

—Tenerla. Para no olvidarme de nada.

—Como si eso fuera posible —dijo Malingo.

—Por favor —dijo Guumat—. Quédense muy quietos. Necesito concentrarme.

Candy y Malingo guardaron silencio un momento.

—¿En qué estás pensando? —murmuró Malingo.

—En la visita a Yzil, al mediodía.

—Ah, sí. Eso es algo que seguro que recordaremos siempre.

—En especial después de ver su…

—El Aliento de Princesa.

Ahora, sin que Guumat lo pidiera, se quedaron en silencio durante un largo rato, recordando su breve encuentro con la Diosa en la Isla del Mediodía, Yzil. Candy la había visto primera; una mujer pálida y bella, vestida de rojo y naranja, de pié en una mancha de luz cálida, expulsando con su aliento una criatura viva, un calamar purpúreo. Este, según se decía, era el modo en que la mayoría de especies de Abarat habían sido creadas. Habían sido expulsadas con el aliento de la Creadora, quien había entonces permitido al suave viento que soplaba constantemente entre los árboles y las vides de Yzil reclamar al recién nacido de sus brazos y conducirlo hasta el mar.

—Eso fue asombroso.

—¡Estoy listo! —anunció Guumat desde debajo de la tela negra bajo la que se había agachado—. A la de tres hacemos la foto. ¡Una! ¡Dos! ¡Tres! ¡Quietos! ¡No se muevan! ¡No se muevan! Siete segundos.

Alzó la cabeza por fuera de la tela y consultó su cronómetro.

—Seis. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. ¡Ya está! —Guumat deslizó un filtro para detener la exposición—. ¡Fotografía hecha! Ahora tenemos que esperar unos minutos para que prepare una copia para ustedes.

—No hay problema —dijo Candy.

—¿Van a bajar al ferry? —le preguntó Jamjam.

—Sí —contestó ella.

—Parece que hayáis estado viajando sin descanso.

—Oh, sin duda —dijo Malingo—. Hemos visto muchas cosas durante las dos últimas semanas, viajando por todos lados.

—Tengo envidia. Yo nunca he salido de Qualm Hah. Me encantaría ir en busca de aventura.

Un minuto más tarde, el padre de Jamjam apareció con la fotografía, que aún estaba húmeda.

—Puedo venderles un bonito marco, muy barato.

—No, gracias —dijo Candy—. Ya está bien así.

Ella y Malingo miraron la fotografía. Los colores no eran demasiado fieles, pero Guumat les había retratado como si fueran dos turistas felices, con su ropa arrugada de colores llamativos, así que estaban bastante satisfechos.

Con la fotografía en mano, bajaron por la empinada colina hasta el puerto y el ferry.

—Sabes, he estado pensando… —dijo Candy mientras se abrían paso entre la gente.

—Uy, uy, uy.

—Ver el Aliento de la Princesa me hizo querer aprender más. Sobre la magia.

—No, Candy.

—¡Vamos, Malingo! Enséñame. Tú lo sabes todo de los conjuros.

—Un poco. Solo un poco.

—Es más que un poco. Una vez me dijiste que te pasabas todas las horas que Wolfswinkel se pasaba durmiendo estudiando sus grimorias y sus tratados.

El tema del mago Wolfswinkel no solían tocarlo entre ellos: los recuerdos eran demasiado dolorosos para Malingo. Había sido vendido como esclavo de niño —por su propio padre—, y su vida como propiedad de Wolfswinkel había sido una serie interminable de golpes y humillaciones. Solo la llegada de Candy a la casa del mago le había dado la oportunidad de escapar finalmente de su esclavitud.

—La magia puede ser peligrosa —dijo Malingo—. Hay leyes y normas. Supón que te enseño cosas malas y empezamos a deshacer la estructura del tiempo y el espacio. ¡No te rías! Es posible. Leí en uno de los libros de Wolfswinkel que la magia fue el comienzo del mundo. También podría ser el final.

Candy parecía irritada.

—No te enfades —dijo Malingo—. Pero no tengo el derecho de enseñarte cosas que ni siquiera yo entiendo del todo.

Candy caminó en silencio durante un rato.

—De acuerdo —dijo finalmente.

Malingo le lanzó una mirada de soslayo a Candy.

—¿Seguimos siendo amigos? —preguntó.

Ella alzó la vista hacia él y sonrió.

—Por supuesto —dijo—. Siempre.

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