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El hombre barroco, el alegórico, se relaciona con un diccionario secreto, dice Benjamin, deslizando un sintagma cargado de significados complejos. El mundo de las cosas hasta el siglo XVI estaba regido por una «vaste syntaxe», según la afortunada expresión de Foucault, en la que todo estaba relacionado por convenientia, aemulatio, analogía y simpatía. Todo estaba conectado en una compleja red que no dejaba lugar al temido vacío. La epistemología medieval establecía una cadena, una red inagotable que recubría el mundo de similitudes que a su vez creaban otras similitudes (el paralelo textual eran las monótonas Summas, adiciones infinitas motivadas por el horror vacui).
En esa ordenación visible que no dejaba resquicio alguno, subyacía la escritura de Dios, que previamente había firmado el mundo; descifrarlas implicaba descubrir la relación entre lo visible (el orden de las cosas) y lo que este ocultaba (la realidad superior a la que remitía y con la que se correspondía). Porque la naturaleza poslapsaria, desde el momento en que Adán mordió la manzana, solo se presentaba directamente ante los ojos del hombre como vestigio de una imagen desleída por la culpa.9 El rostro del mundo estaba, en todo caso, cubierto de esas huellas trascendentes: «de blasons, de chiffres, de mots obscures, de hiéroglyphes» (1966: 42), de un lenguaje divino que «zumba» (bruisse, escribe Foucault), como las abejas, y había que averiguar a qué remitía. El orden del mundo era el reverso sensible de una realidad más profunda, una escritura divina, cada vez más difícil de descifrar, de la que ya estábamos separados.
Sous sa forme première, quand il fut donné aux hommes par Dieu lui-même, le langage était un signe de choses absolument certain et transparent, parce qu’il leur ressemblait. Les nommes étaient déposés sur ce qu’ils désignaient, comme la force est écrite dans le corps du lion, la royauté dans le regard de l’aigle, comme l’influence des planètes est marquée sur le front des hommes: par la forme de la similitude. Cette transparence fut détruite à Babel pour la punition des hommes. Les langues ne furent séparées les unes des autres et ne devinrent incompatibles que dans la mesure où fut effacée d’abord cette ressemblance aux choses qui avait été la première raison d´être du langage (Foucault, 1966: 51).
Hablamos las lenguas sobre la base de esa similitud extraviada. La escritura inicial, la «escritura buena», el lenguaje de Dios inscrito en el mundo, se diseminó. Derrida distingue esta escritura, la del logos infinito de Dios inscrito por Dios mismo en la naturaleza, de otra derivada, «mala» (mauvaise), sensible, que se desarrolla en el espacio, y no revela instantáneamente su sentido. Es mediación de la mediación, signo del sonido que leía la escritura original.
El privilegio del logos, de la escritura buena (en realidad, una ficción que ambos autores deconstruyen), consistía en ser signo que significa una realidad, una verdad estable, eternamente dicha y pensada en la proximidad de un logos presente (Derrida, 1967: 27). Poco a poco (Derrida lo ilustra con una serie de citas), esta escritura o libro divino inscrito en el mundo devino crecientemente enigmática, inexplicable. Solo podía ser leída por inteligencias superiores a la humana, o por iniciados (de ahí que Benjamin hablara precisamente de un diccionario secreto para los iniciados). En el mundo estaba inscrito el ser, pero el hombre solo en ocasiones escuchaba confusas palabras aisladas de la lengua de Dios. La realidad devenía manuscrito inaccesible a la lectura consciente.
La naturaleza se había convertido, pues, en un inmenso vestigio infinitamente organizable. No era posible para los lenguajes humanos descifrar el lenguaje divino inscrito en ella, a causa de la culpa, o las culpas, en que habían incurrido los hombres, pero, al menos, ese vestigio era trasparente a sus ojos, que incluso podían intuir la existencia de esa misteriosa y original escritura. Fue entonces, en el momento en que el mundo comenzó a volverse opaco e indescifrable, en el que dejó de ser legible como libro, cuando surgió la necesidad de rescribirlo en clave humana. Foucault nos habla de los proyectos enciclopédicos del entresiglo XVI-XVII. El lenguaje, o mejor, la escritura mauvaise, como forma de reconstruir el orden del mundo: no se trata de reflejar lo que sabemos mediante el lenguaje, sino de «reconstituer par l’enchaînement des mots et par leur disposition dans l’espace l’ordre même du monde» (Foucault, 1966: 53). La Enciclopedia y la Biblioteca permitirán disponer los textos escritos de acuerdo con las relaciones de vecindad, parentesco o subordinación que prescribía el mundo mismo. Es decir, reproducir textualmente el mundo.
El lenguaje asume el lugar de las cosas, y la escritura (la «mala») deviene absoluta. La escritura «buena», como explicará también Derrida, habría precedido a la voz, pues Dios escribió en la naturaleza los nombres que Adán todavía pudo reconocer y pronunciar en voz alta. La escritura secundaria sustituye a la voz y al propio mundo. Mirar es leer, leer es mirar, es la inversión que se opera, según señaló también Curtius (1948), inmerso en una investigación sobre la idea del mundo como superficie legible. Curtius estableció el trayecto metafórico desde la legibilidad del mundo hasta su escritura. Si el mundo era un libro en el que antaño leíamos, los libros que leemos terminarán siendo el mundo, el mundo real será remplazado por el mundo escrito, y organizado, este último, en la biblioteca como un mundo particular.
En algún momento, ambos mundos se dividen inevitablemente: por un lado, los libros; por otro lado, la realidad. La escritura deviene un repositorio autorreferencial. De acuerdo con Blumenberg: «lo escrito pasó a ocupar el lugar de la realidad, con la función de hacerla superflua en cuanto algo definitivamente rubricado y asegurado» (2000: 19). Si basta con leer el mundo en los libros, el hombre dejará de leer en el mundo. Lo que sabemos del mundo es en última instancia lo que se ha escrito sobre él, primero por Dios y después por los seres humanos: mirar, leer, interpretar, glosar. El conocimiento se erige en una serie de (re)lecturas, de (re)interpretaciones, que son continuas adiciones al conocimiento. Conocer un objeto, un elemento natural, será conocer la historia completa, escrita, de ese objeto o elemento. Y toda escritura es susceptible de interpretación futura, luego la verdad es un proceso infinito que debe incluir todas las interpretaciones del mismo fenómeno.
Tenemos un primer sistema autorreferencial, lingüístico, o más específicamente escritural, a cuyas determinaciones es imposible escapar. Se establece una separación tajante entre una realidad infinita e inaccesible y el código o los códigos que la fijaron y sustituyeron. La escritura original, exterior, auténtica, infinita, es inaccesible, pese a los intentos del alegórico, melancólico, por descifrar el código divino de la naturaleza, el mensaje divino inscrito en ella. La labor del alegórico, que pretendía leer la escritura original, o acceder a ella, era ilimitada por carecer del código inicial, vital y dinámico, infinito, que iniciaba el proceso. La labor del coleccionista, enciclopedista, también lo será, porque, en su rescritura (mala) del mundo, en la reconfiguración que proyecta, siempre faltará al menos una pieza, un comentario, una interpretación, una glosa. Aquel parte de un texto original primitivo, la escritura de Dios sobre el mundo, que es inaccesible desde el inicio; este trata de rescribir el mundo según su propio orden, que requiere la inclusión de todos los comentarios posibles, tornando la tarea equivalente a la propia duración del mundo. Principio inaccesible, final inalcanzable.
Le langage du XVIème siècle –entendu comme expérience culturelle globale– s’est trouvé pris sans doute dans ce jeu, dans cet interstice entre le Texte premier et l’infini de l’Interprétation. On parle sur fond d’une écriture qui fait corps avec le monde; on parle à l’infini sur elle, et chacun de ses signes devient à son tour écriture pour de nouveaux discours; mais chaque discours s’adresse à cette prime écriture dont il promet et décale en même temps le retour (Foucault, 1966: 56).
Las palabras y las cosas se separan; cada una permanece en un dominio independiente. El discurso literario, la gran tradición, tratará de volver sobre la realidad bruta de las cosas, aunque se encontrará a sí misma apresada en el sistema de su escritura, incapaz de restablecer el contacto con el mundo. Devendrá, según otro melancólico, Schiller (Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, 1795), poeta sentimental, y su anhelo imposible será recuperar el contacto ingenuo con la naturaleza. El literato, fundamentalmente el poeta, tratará de operar por medio de alegorías, símbolos y mitos, intentando escapar de la red escrita en la que está atrapado, con el fin de leer, descifrar, de nuevo el mundo, la escritura divina, o bien ontológica de las cosas (tan pronto como renuncie a una concepción teológica del mundo).
La interiorización definitiva de la subjetividad
El segundo problema al que se enfrenta también la modernidad temprana es la progresiva interiorización de la epistemología y la moral. Porque hay un desarrollo de enorme importancia ligado a este proceso, presentado aquí brevemente, de legibilidad y (re)escritura del mundo, que resulta oscuro sin su concurrencia. ¿Por qué pierde el hombre la capacidad de leer el mundo? El desplazamiento del sujeto hacia su interioridad provocó un cambio fundamental en la concepción de la verdad, que pasó de ser hilemórfica a ser representacional.
La naturaleza poslapsaria (aun siendo vestigio de una semejanza perdida, cuya escritura era ya indescifrable) seguía siendo en la Edad Media «transparente» al ojo humano, porque las cosas eran las palabras (si eliminábamos el afecto del alma que sirve de intermediario legítimo). Voz, alma y cosa significada, de acuerdo con Aristóteles y con la teología medieval, que determina que la res es creada a partir de su eidos, de su sentido pensado por el logos o entendimiento infinito de Dios. La ruina, el vestigio natural, todavía podía ser comprendido como totalidad por medio de las diferentes estrategias que nos muestra Foucault en Les Mots et les choses. Una red de «vestigios» cubría el mundo sin dejar resquicio e imperaba todavía una concepción hilemórfica de la verdad que permitía al ojo humano hacerse uno con el objeto contemplado, aunque no remitiera este ya directamente a su realidad divina original.
Como explica Rorty (1979), el «momento cartesiano» (etiqueta que se refiere en realidad a buena parte de la filosofía del XVI y el XVII) establece el paso a una concepción representacional de la verdad. La concepción hilemórfica, que encontramos en Aristóteles y todavía en Santo Tomás de Aquino, confiaba en la relación entre el sujeto y el objeto, y por lo tanto en la idea que representaba a este último. Conocer un objeto no implicaba representarlo, sino hacerse idéntico a él: el conocimiento del objeto era idéntico al objeto. La retina se convertía en todas las cosas, aunque no adoptara la forma de ninguna de ellas. Era el modelo para el entendimiento. La propuesta moderna es, en cambio, representacional, esto es, la relación no se establece entre sujeto y objeto, sino entre sujeto y proposición, derivada de la representación mental del objeto.
El cambio de modelo fue el resultado de un largo proceso de interiorización que condujo a la invención de la mente en sentido moderno y a la imposibilidad progresiva de garantizar su contacto con el exterior. Proceso análogo, en fin, al de la escritura derivada que termina suplantando al mundo en su empeño por representarlo. Dos esferas diferenciadas en Descartes: res cogitans y res extensa, y un «lugar» para cada una de ellas: interioridad y exterioridad. La mente se establece como tribunal complejo y completo, ojo interior ante el que desfilan las sensaciones corporales y perceptivas, las verdades matemáticas, las reglas morales, la idea de Dios, los estados de ánimo… cualquiera de los elementos, en fin, que actualmente consideramos mentales, todavía atrapados en la concepción cartesiana.
La mente moderna opera, pues, con las representaciones de la experiencia que son examinadas por el ojo interior con la esperanza de que sean testimonios fieles de la realidad, de ahí que la melancolía como sentimiento de separación se agudice entonces. Descartes señala además en las Méditations métaphysiques (1641) que se puede dudar de la res extensa, pero no de la res cogitans, ya que la mente se conoce muy bien a sí misma, por cercanía, pero no lo que es exterior a ella. La certeza se basa, pues, en esta idea: la verdad está en la mente, en el interior del sujeto humano. Ahora bien, ¿qué sucedería si –como temía el propio Descartes– el espejo interior no fuera tal, sino un velo? ¿Qué consecuencias tendría fiarse de la representación del escenario mental y cuestionar o dudar de lo que es ajeno a ella? ¿Qué pasaría, en fin, si el Dios garante de la correspondencia interior / exterior fuera en realidad el «genio maligno» (malin génie) del que hablan las propias Méditations? El problema que se desarrolla a partir de entonces es el de la fiabilidad de nuestras representaciones interiores, que tiene para Descartes un aspecto positivo como fundamento de la existencia humana: puedo llegar a dudar incluso de la veracidad de mis representaciones, de mi pensamiento, al fin y al cabo, pero no de mi existencia como ser que duda.
En todo caso, si el espejo está en la mente del ser humano, su imagen siempre será un reflejo, no necesariamente fiel, por grande que sea la confianza de Descartes en ese Dios que garantiza la relación fidedigna entre ambas esferas. No debe extrañarnos, por tanto, que entre en crisis precisamente en esa época la noción del libro de la naturaleza. En el libro los sujetos podían leer el mundo, exterior a ellos, y también garantizado por realidades, signos, sembrados por una entidad trascendente. Casi podríamos decir, por tanto, que los siglos XVI y XVII cierran el libro de la naturaleza escrito por una mano divina y, además de sustituirlo por la escritura humana, desarrollan la obsesión por el espejo de la mente. El cambio de paradigma parece alejar al ser humano de la exterioridad, y de cualquier supuesto orden que la trascienda.
El modelo representacional moderno nace viciado. Encontramos diversas señales al respecto en los grandes escritores de finales del siglo XVI y principios del XVII, obsesionados por la idea del engaño y el desengaño. Rorty (1979: 42 y ss.) se centra en una obra de Shakespeare, Measure for Measure, para señalar que el dramaturgo isabelino atacaba desde casi su inicio la concepción representacional de la verdad, la capacidad del sujeto para representar con un mínimo de fidelidad el mundo exterior. El texto, previo a la teorización de Descartes, nos proporciona una idea impagable de sus limitaciones. «Glassy essence» se titula, de hecho, la primera parte del volumen de Rorty, en homenaje a estos versos de la comedia de Shakespeare:
…But man, proud man,
Dressed in a little brief authority,
Most ignorant of what he’s most assured-
His glassy essence- like an angry ape,
Plays such fantastic tricks before high Heaven
As make the angels weep –who, with our spleens,
Would all laugh themselves mortal
(Measure for Measure, II, ii, vv. 117-123)
Isabela presenta al hombre, en esta pieza compuesta en 1603 o 1604, como un ignorante simio furioso (angry ape) que se enorgullece de su esencia de vidrio (glassy essence). Esta esencia de vidrio es, aclara Rorty, la mente del hombre tal y como la entiende Francis Bacon, que es muy diferente de la naturaleza de un cristal claro y uniforme en el que se reflejan los rayos de las cosas según su verdadera incidencia. Se trata más bien de un espejo encantado lleno de superstición e impostura.10 Esta idea, recogida en un volumen de 1605 (año especialmente significativo para los hispanistas), expresa una división dentro de nosotros mismos que se dejó sentir mucho antes de que Descartes formulara la parcelación dualista entre res cogitans y res extensa.
También en Cervantes la mente es una esencia vidriosa que devuelve una imagen deformada y deformante. Son los riesgos del relativismo epistemológico introducido por la concepción representacional. Don Quijote es un magnífico ejemplo, por lo extremo, de los devaneos de la mente humana a la hora de traducir lo que sucede en la res extensa, y los perversos encantadores que trastornan su visión del mundo bien podrían representar, avant la lettre, al cartesiano malin génie. Américo Castro, en El pensamiento de Cervantes (1925), explicaba el cambio renacentista en la concepción de la verdad: «como es sabido, lo central del pensamiento renacentista consiste en variar la relación en que, según la Edad Media, se hallaban el sujeto y el objeto; para esta, la mente era una especie de tabla en la cual quedaban impresas las huellas de la realidad; esta y el sujeto se correspondían exactamente» (cito por la edición de 1972: 86). Este cambio de concepción había sido explicado en realidad por Juan Luis Vives en 1531, en De disciplinis libri XX: «cuando decimos que una cosa es o no es, que es de esta o de la otra manera, que tiene tales o cuales propiedades, juzgamos según la sentencia de nuestro ánimo, no según las cosas mismas, porque no es para nosotros la realidad la medida de sí misma, sino nuestro entendimiento» (cit. por Castro, 1972: 86-87).
Castro trae a colación diversos ejemplos, desde el Bembo hasta Erasmo, para confirmar la interiorización de la verdad y el progresivo problema para fijarla. Buena muestra de esta operación de relativismo epistemológico la ofrece Sancho Panza en su encuentro con Tomé Cecial en la segunda parte del Quijote. Quijotizado (asumiendo la teoría de Madariaga, 1972) por la conjetura del encantamiento permanente que él mismo contribuyó a crear y que «no le dejaba dar crédito a la verdad que los ojos estaban mirando» (Don Quijote, II, XV, 746), Sancho no puede ver en la figura del escudero del Caballero de los Espejos, pese a reconocerlo, a su vecino Tomé.11
Los anhelos de purificación
Estos dos cambios, o su consolidación definitiva, nos ayudan a comprender la agudización de la melancolía, entendida como distancia o exilio de un orden estable, sea o no trascendente. Es igualmente importante la propuesta de Descartes para combatir el relativismo epistemológico, porque una concepción individualista y subjetiva de la verdad podía traducirse en un parejo perspectivismo moral. La vía neoestoica era el camino. Neoestoica porque partirá ahora del interior del sujeto. Como explica Taylor,
for the stoics the hegemony of reason was that of a certain vision of the world, because for them the move from the slavery to the passions to the rational self-possession was accounted for entirely in terms of the acquisition of insight into the order of things. The passions are construed as wrong opinions. To be moved by fear and lust is to be enthralled by false views about what is really worth fleeing or possessing (1989: 148).
Es decir, para autores como el estoico Epícteto, y para el mundo heleno en general, incluidos Platón y Aristóteles, la hegemonía de la razón consistía en tener acceso a un orden exterior al sujeto, garante último de la moral. En Platón es el orden cósmico; en Aristóteles, el ordenamiento correcto de los fines que perseguimos, determinado por la phronesis. Las posturas no son coincidentes, pero ambas implican un modelo exterior al que acogerse: el logos óntico al que se refiere Taylor.
Descartes coincide con los antiguos en la necesidad de autocontrolarse, lo que no implica anular las pasiones, sino dominarlas y canalizarlas; esa es la única vía para ver claro en el espejo de la mente, para evitar que se transforme en un cristal encantado que no nos permita leer apropiadamente la res extensa reflejada en él.12 Las sensaciones, las emociones y las pasiones son el punto de unión entre el cuerpo y la mente; es necesario dominarlas o hacer al menos un uso instrumental de ellas:
the new definition of the mastery of reason brings about an internalization of moral sources. When the hegemony of reason comes to be understood as rational control, the power to objectify the body, world, and passions, that is, to assume a thoroughly instrumental stance towards them, then the sources of moral strength can no longer be seen as outside us in a traditional mode –certainly not in the way that they were for Plato, and I believe also for the Stoics, where they reside in a world of order which embodies a Good we cannot but love and admire. Of course, Augustine’s theism remains, which finds our most important source in God. And this was vitally important for Descartes (Taylor, 1989: 151).
La fortaleza moral del sujeto, el control y el uso de sus pasiones, debe brotar del interior, del sentido de mesura que tenga el propio agente racional. Autocontrol, dignidad, autoestima: ética del control sobre las pasiones. La fortaleza, la resolución o la generosidad, virtudes del aristócrataguerrero, se vuelcan ahora al teatro de la vida interior: «This ideal is no longer powered by a vision of order, but is rather powered by a sense of the dignity of the thinking being, generosity is the appropriate emotion. And it is not only appropriate, but essential; it is the motor of virtue» (Taylor, 1989: 154).
La depuración de las pasiones a la que apuntaba Descartes también era en realidad una constante filosófica. En L’Herméneutique du sujet (2001), Foucault localizó esta idea en textos platónicos, concretamente en Alcibíades. Foucault nos habla en realidad de una evolución de la subjetividad, o de la configuración del sujeto, en tres fases: memorística (Platón), meditativa (San Agustín) y metódica (Descartes). La finalidad es en cualquiera de los tres casos la elevación del sujeto en busca de la verdad y el bien, aunque el proceso varíe con el tiempo. Y para ello se revelaría esencial el control o el uso correcto de las pasiones.
Desde el inicio de su estudio, Foucault se basa en dos premisas socráticas: «conócete a ti mismo» (gnōthi seauton) y «cuida de ti mismo» (epimelia heautou). Foucault analiza el Alcibíades, donde Sócrates trata de explicarle al joven ateniense que, dado que, por posición social, terminará siendo dirigente de la ciudad, esto es, dado que acabará organizando la vida de la polis, primero debe aprender a regularse a sí mismo, a controlarse, a mantenerse ajeno y digno ante el asalto las tentaciones y las pasiones. La actividad edificante sobre uno mismo precede a la capacidad de organizar y gobernar la sociedad. El acceso a la verdad a nivel individual, y posteriormente el buen gobierno, es un proceso gnoseológico que depende del control de nuestras impresiones, pasiones y pulsiones. Todas ellas, en el discurso socrático-platónico, nos privan del acceso a la verdad (en el Fedro, la figura del auriga trataba de controlar los caballos, el blanco y el negro, el obediente y el desobediente, esto es sus instintos y pasiones altas y bajas, respectivamente, para poder acceder a la visión del bien).
Agamben (2014) retoma el análisis de Foucault y presta mucha atención a la palabra griega chresthai, que se puede traducir como «uso», y señala que en el Alcibíades Platón quiere distinguir entre quien usa y aquello que usa: el hombre usa su cuerpo, luego no coincide con él. Quien usa el cuerpo es el alma. Foucault había analizado la esfera semántica del verbo chresthai para averiguar qué es ese sí mismo objeto de cuidado de sí. Para Agamben, Sócrates, en la expresión cuidar de sí mismo, no pretende designar una relación instrumental del alma con el resto del mundo y con el cuerpo, sino, sobre todo, la posición en cierto modo singular, trascendente, del sujeto con respecto a aquello que lo circunda, a los objetos que tiene a su disposición, pero también a los otros con los que está en relación, a su propio cuerpo y, por último, a sí mismo (Foucault, 2001: 56). Se trata, concluye Agamben (2014), de identificar más un alma-sujeto, que no un alma-sustancia. El alma como sujeto de acciones, comportamientos, relaciones.
Este marco de pensamiento fue heredado y adaptado por las morales posteriores: el estoicismo, el cinismo, el epicureísmo o el cristianismo, y se convertiría en una constante filosófica. El control del cuerpo como premisa para acceder al bien y la verdad. Foucault llama a este proceso «espiritualidad», ligado al alma-sujeto:
On appellera alors «spiritualité» l’ensemble de ces recherches, les pratiques et expériences que peuvent être les purifications, les ascèses, les renoncements, les conversions du regard, les modifications d’existence, etc., qui constituent, non pas pour la connaissance, mais pour le sujet, pour l’être même du sujet, le prix à payer pour avoir accès à la vérité (2001: 16-17).
El sujeto, el ser humano, al fin y al cabo, no tiene derecho a alcanzar la verdad por un simple ejercicio cognitivo; debe cambiar, debe devenir otro que sí mismo:
Car tel qu’il est, il n’est pas capable de vérité. Je crois que c’est là la formule la plus simple, mais la plus fondamentale, par laquelle on peut définir la spiritualité. Ce qui entraîne pour conséquence ceci: que, de ce point de vue, on ne peut pas avoir de vérité sans une conversion ou sans une transformation du sujet» (2001: 16).
La transformación toma dos vías que pueden permitir acceder a la verdad o ser iluminado por ella: ascesis (askēsis) y amor (erōs), respectivamente. Los cursos de Foucault se centran en la filosofía platónica, neoplatónica y estoica, así que es difícil averiguar a qué se refería exactamente cuando habló de un cambio radical en la fase metódica, cartesiana, en la que el propio sujeto de conocimiento devenía, según él, el principal problema en el proceso de búsqueda de la verdad.13 La fórmula más convincente está en los cursos: con Descartes, la espiritualidad o purificación en busca de la verdad se equipara con el principio gnoseológico. Es decir, el principio gnoseológico se funde con la espiritualidad a partir de Descartes. La búsqueda y el control serán interiores y no garantizarán ya el acceso a un orden estable.
Este esfuerzo purificador, agudizado en la modernidad, será relevante para el desarrollo del intelectual. El filósofo ilustrado, como señalé al principio de este capítulo, avanza guiado por la luz de la razón laica, aunque sin rumbo fijo, en una búsqueda de orden especialmente compleja, tal vez porque carece, como el deseo del melancólico, de un destino fijo, por serle desconocido el origen. Avanza, además, depurado de las pasiones que todavía acechan al resto. Conocimiento y autocontrol como constante ineludible. La evolución de la estética moderna, posterior a la filosofía cartesiana, podría derivar de esta obsesión por controlar el cuerpo, por «cuidarlo» («le souci de soi», dirá Foucault), en el intento del sujeto por elevarse a la trascendencia, a la moral, al reino espiritual en el que reina el desinterés.
Aisthetikós, derivado de aisthánesthai, remite etimológicamente a la experiencia sensorial de la percepción. En 1750 Baumgarten la entiende todavía según esta acepción: la define como scientia cognitionis sensitivae, pero añade que es una scientia inferioris precisamente por estar relacionada con los sentidos. Sus órganos: ojos, piel, oído, nariz y boca, constituyen el límite entre el interior y el exterior. Se trata de un límite prelógico y prelingüístico, y por lo tanto previo al sentido y a la representación mental de las realidades con las que contacta.14 La función de esa «ciencia inferior» es filtrar el flujo de la realidad captado por los sentidos. La estética moderna, o sus órganos, empieza a dibujarse como una prótesis gracias a la cual la razón puede lidiar con el flujo heraclíteo de nuestra experiencia diaria (según la feliz expresión que Eagleton toma de Husserl: «heraclitean flux which is our daily experience» [1990: 18]).
Conocimiento y control vuelven a aparecer ligados. La concepción estética moderna es resultado lógico del tipo de sujeto que la experimenta, la concibe y la teoriza. La relación con la espiritualidad, tal y como la definía genealógicamente Foucault, es evidente. Además, si esta incluía la idea de devenir otro, no debe extrañarnos que este proceso de interiorización estética conduzca a la autogénesis (véase Buck-Morss, 1992), es decir, a la creación por parte del sujeto de un nuevo sujeto capaz de controlar su cuerpo, lo que sucede a su alrededor e incluso de dotarse a sí mismo, y, de nuevo, a lo que sucede a su alrededor, de una finalidad: Homo telos. Básicamente la premisa platónica en el Alcibíades. El control completo de las pasiones, las emociones y las sensaciones lo convierte, además, en un ser autocontenido que establece una relación unidireccional con la realidad: él puede actuar sobre ella, como sujeto activo, pero no sucede lo mismo a la inversa, porque el sujeto activo devendría pasivo. Para lograr su objetivo, debe eliminar toda reacción no controlada de su cuerpo: la filosofía absorbe la estética y la mente absorbe los sentidos, en una evolución que ya asomaba en Descartes. Los sentidos y las sensaciones, explica Eagleton (1990), sufrieron, por lo tanto, un continuo proceso de civilización y los seres humanos terminaron creando una segunda naturaleza, controlada y refinada, que desplazó a la original, inmediata. Es el sujeto, en definitiva, que critican Adorno y Horkheimer, siguiendo a Nietzsche y desde presupuestos marxistas, en la Dialéctica de la Ilustración. Adorno lo reconocía ya en Odiseo, en el que veía a un prototipo (Urbild) del sujeto burgués, y entendía, por tanto, que la Odisea podía ser leída como una «prehistoria de la subjetividad» moderna.15 Buck-Morss (1992) apunta que la ilusión extrema de control la desarrollan hombres castrados, real o simbólicamente, ya que los genitales son el mayor índice de irracionalidad e imprevisibilidad en su cuerpo. Hombres, por tanto, porque la historia del intelectual moderno se basa fundamentalmente en el sujeto masculino.16