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Filósofos y letrados en el entresiglo del XVIII y XIX. Los verdaderos protointelectuales
Es curioso notar cómo los filósofos, hombres de letras, protointelectuales en el entresiglo XVIII y XIX, se acogen a este modelo que se sitúa por encima de la vida, del cuerpo; un modelo abstracto de humanidad difícilmente alcanzable. Lo hemos visto en el filósofo ilustrado, tal y como lo define la Encyclopédie, y será igualmente evidente en algunos de los pensadores más célebres de Alemania en el entresiglo XVIII/ XIX. Kant, por ejemplo, representa el epítome de este tipo de subjetividad interiorizada y ascética. En la Crítica de la razón práctica (1788), que trata de demostrar la existencia de una moral universal, los sentidos han perdido toda función, pese a que en la Crítica de la razón pura (1781, 1787) eran fuente ineludible de conocimiento. El ser moral, autocausado, espontáneo e insensible, debe estar libre de toda contaminación sensorial. La vida queda, por lo tanto, sacrificada a la idea: en términos kantianos, la necesidad se sacrifica a la libertad, porque el imperativo categórico es, todavía entonces, como el ser moral, inaccesible a los sentidos. El sujeto trascendental kantiano está, por lo tanto, purificado de toda sensación y emoción que pueda poner en riesgo su autonomía, su libertad, no solo porque lo relacionan ineluctablemente con el mundo, sino también porque lo convierten en un ser pasivo, inactivo, que reacciona a los estímulos exteriores y a emociones «incontrolables» como la alegría, la tristeza, la piedad o el deseo.17
Los escritos tempranos de Fichte abogan por la sumisión del yo empírico al yo puro, según explica en Algunas lecciones sobre el destino del sabio (1794). Es decir, del yo limitado por el no-yo debemos pasar al yo puro, que domina a su yo empírico y lo que es exterior a él por medio de la cultura, gracias a la transformación en conceptos tanto de la naturaleza, el no-yo, como de su límite individual, el yo empírico. Es este esfuerzo lo que nos permite ser independientes de lo empírico y ascender al máximo en la escala humana hasta la purificada y espiritual categoría de «sabio» (Gelehrte). El yo empírico, y con él la naturaleza, queda dominado por el yo puro. El hombre como aspiración ideal se sitúa por encima del hombre como entidad natural. El mito del hombre sobre la realidad del hombre. Y el destino del sabio es hacer partícipe de este ideal a la sociedad en la que se inserta.18
Molinuevo (1990: 124-125) glosó el modelo de subjetividad expuesto por Fichte en esas lecciones, un modelo que Buck-Morss (1992) definió como sujeto «anestesiado», al tiempo que señalaba la utilidad política de esta subjetividad insensible relacionándola con los avances médicos del XIX en el campo de la anestesia. Un sujeto impasible, un médico o un estadista, puede operar con más eficiencia sobre un cuerpo, físico o social, también anestesiado física o simbólicamente, sea para estudiarlo, sanarlo o modelarlo de acuerdo con un ideal. Molinuevo (1990: 125) es algo más duro al calificarlo sencillamente de deshumanizado y sometido a una ética enferma y delirante que sacrifica la vida en aras de la razón, de un ideal que puede ser erróneo.
La kantiana Crítica del juicio (1790) trató de restaurar la cesura entre libertad y necesidad, entre el sujeto moral trascendental y su sensibilidad, a través de la conducta estética, que es sensorial, pero, y esta es la palabra clave, desinteresada. Cuando contemplamos la belleza experimentamos un placer desinteresado (interesseloses Wohlgefallen), según Kant, no analizable por medio del juicio determinante, es decir, no reducible a la razón pura. Ello la mantiene al margen de la razón instrumental y la relaciona con los juicios reflexivos, que suponen la existencia de finalidades que escapan al entendimiento humano, que se basa en lo fenoménico. La concepción representacional de la verdad, ligada al juicio determinante, no nos permite captar la realidad en sí. El juicio reflexivo, en cambio, presupone un designio exterior que sustenta la naturaleza y escapa a nuestra capacidad epistemológica. Un designio que enlazaría con nuestra capacidad moral, con nuestra razón práctica, y convertiría la belleza natural en analogía de nuestro propio ser moral.19 Kant, melancólico también él, trata de restaurar así el contacto con una realidad no sujeta a la necesidad.
Existe también en la tercera Crítica una relación entre la belleza natural y la obra de arte, en tanto en cuanto ambas parecen fruto de una voluntad que las orientaría a un fin que la mente no es capaz de reducir al puro entendimiento: la finalidad sin fin específico (Zweckmässigkeit ohne Zweck), que abstrae al organismo, y después, vía la teoría del genio, al objeto artístico, de la mera causalidad. Como explica Bowie: «The work of art is purposively produced, via free human initiative; at the same time, it is accessible to the understanding because it is an object of intuition: you can see it, hear it, and so on. As such, it partakes of the two realms which Kant’s first two critiques had sundered, and which he tried to unite in the third critique» (Bowie, 2003: 57). Una obra de arte, como la belleza de un organismo natural, se considera resultado de una acción libre, porque solo la libertad puede crear belleza, según la teoría del genio de Kant. La obra de arte se relaciona por tanto con la razón práctica, pero también con la razón pura, ya que la libertad queda sensiblemente plasmada y puede ser captada por el entendimiento, vía los sentidos. La conducta estética existe en el sujeto como productor, pero también como receptor, porque la contemplación de la belleza me permite intuir mi propia libertad traducida en la idea de un fin cuando percibo un objeto bello, por ejemplo, una obra de arte. Disfrutar el producto, una vez se transmite, es un acto libre de la razón, pues la finalidad y la intuición están presentes en el espectador y debe usar su libertad para disfrutar de lo que es inherente al producto. Deviene la belleza natural, y por extensión el arte, símbolo utópico de la libertad; símbolo, eso sí, porque la belleza no se identifica con la moral sino por analogía. En el arte podemos ver un trasunto de lo que sería el mundo si la libertad fuera alcanzada.
El desinterés de la experiencia estética, tal y como lo explica Kant, enlaza con la moralidad del sujeto trascendental, que se describe como subjetiva y universal. La teorización de Kant permite fijar a ese sujeto moral trascendental, libre y activo por ser ajeno a pasiones y emociones, y relacionarlo con una versión de la estética, de la percepción sensorial de la belleza, ajena igualmente a la necesidad. Un sujeto purificado enlaza con una versión depurada de la belleza.
Pocos años después de la publicación de la tercera Crítica, y mientras Fichte dictaba sus lecciones en Jena, Schiller publica sus Cartas para la educación estética del hombre (1795).20 Descree de la revolución, que ha conducido al terror, y se decanta, en cambio, por la reforma, que debe ser operada por una educación estética que genere (en un plazo mínimo de cien años) una sociedad justa. El problema que se plantea Schiller es cómo trasladar al colectivo los valores abstractos que representa el sabio depurado para evitar que la violencia revolucionaria, ligada al cuerpo, y al cuerpo social, se apodere de la sociedad. La belleza deviene elemento de la mediación. El espíritu, la moral, encuentra su analogía en la belleza natural y artística (de acuerdo con la Crítica del juicio), y de ahí la importancia de la poesía en la educación colectiva. La belleza, cuya percepción es desinteresada en Kant, es la vía hacia la libertad, porque la obra de arte más perfecta es la construcción de la libertad política genuina, resultado del desarrollo de la naturaleza humana como mezcla armoniosa de lo sensible (la inclinación) y lo racional (el deber). Esta posición intermedia recibe el nombre de Estado estético, y es aplicable tanto al individuo como al colectivo. Schiller señala la importancia de lo sensible, ya que la razón, abstracta, debe ser transmitida sensorialmente para la formación del hombre. Solo así la función educativa, cultural, el acceso a las ideas abstractas y su transmisión puede ser efectiva para generar una sociedad, un Estado, cohesionado.
Hay un elemento llamativo en las ideas de Schiller. El desarrollo social del gusto, entendido como valoración de la belleza, facilita la comunicación entre distintas clases sociales y transforma el pensamiento abstracto en claridad comprensible. Este principio igualador no debía tolerar privilegios para miembros específicos del grupo, pero en el propio Schiller se termina notando la fragilidad de este argumento y restringe, al menos de inicio, este estadio estético de libertad a unas pocas almas sensibles que conforman un pequeño círculo, los poetas, y que deben liderar el proceso educador del resto. Schiller opina que corresponde al poeta el estadio más alto en la sociedad, por ser capaz, él mismo, de encarnar/comprender la doble naturaleza humana del individuo. Ese círculo de selectos, sujetos puros, está decidido, en todo caso, a intervenir en la realidad, a trasladar valores morales al colectivo. Me interesa ese sujeto letrado, ahora sí prototipo decidido del intelectual por su voluntad de intervenir en la reforma social transmitiendo los valores espirituales gracias al arte.
El pensamiento alemán identifica al «grupo» de sujetos, cruce de filósofo y artista, encargados de la educación cultural del individuo, que debe ser transformado en ciudadano para generar un modelo de Estado-organismo opuesto al Estado-máquina. Como señalaron Lloyd y Thomas (1998), estos sujetos, obvios precedentes del intelectual desclasado, «alienígena», que está al margen de la sociedad, por arriba o por delante, y debe guiarla, tiene como objetivo educar a los individuos, educir de ellos a los seres humanos miembros de la sociedad. Cohesionar, por medio de la cultura, el Estado, y evitar los riesgos de las insurrecciones revolucionarias (como la francesa) del cuerpo social. Para Lloyd y Thomas (1998), son estos autores los que terminan por relacionar los conceptos de cultura y Estado, cultura para la generación de los ciudadanos que han de formar un Estado. Ciudadanos que idealmente dejarían de ser individuos para convertirse en sujetos acordes con el modelo de subjetividad depurada y desinteresada que proponen pensadores como Fichte o Schiller. Siguiendo a Lloyd y Thomas (1998), los individuos debían transformarse en espectadores de una cultura elevadora e igualadora que los situara, como miembros del Estado, al margen o por encima, también a ellos, de su vida privada, en la que participaban como actores alienados y oprimidos por el sistema burgués.
La lectura de Lloyd y Thomas es aceptable en términos generales, o al menos desde su perspectiva marxista, pero puede llegar a ser ligeramente reductora. Tomemos por un momento un texto clave del entresiglo XVIII-XIX en Alemania: El programa sistemático más antiguo del idealismo alemán, escrito entre 1795/6. 21 En el Systemprogramm, que es como se lo conoce abreviadamente, Frank (1982) notó una variación sumamente interesante respecto a las teorizaciones previas sobre Estado-máquina frente a Estado-organismo. Utiliza este texto plural (escrito al menos por tres manos: las de Hölderlin, Hegel y Schelling) términos e ideas de Rousseau, Kant e incluso de Fichte, pero ya no dirige su crítica al feudalismo o al absolutismo, sino, precisamente, al Estado burgués. Un Estado totalmente derivado de la razón, que carece de legitimación exterior a él, es decir, de fundamento, y que basa en las leyes su poder, debe ser necesariamente una máquina. De hecho, uno de los autores del texto, Schelling, escribirá pocos años después, en su Sistema del idealismo trascendental (1800), que la crítica a la ideología estatal mecanicista debía dirigirse precisamente contra la ordenación jurídica burguesa. Novalis, miembro destacado del Frühromantik, manifestará en Europa (1799) que la dialéctica destructiva, por analítica, de la Ilustración se había tornado autónoma. Alejada de los mitos como elementos fundacionales o legitimadores, actuaba como un molino gigante, sin constructor ni molinero, que se molía a sí mismo. Para ambos, la sociedad burguesa es una máquina regulada que actúa de manera ciega, aplicando un código que la hace funcionar por sí misma, por inercia:
El riesgo estriba en que, desde el momento en que queda acabada, ya no depende de nada ni tienen necesidad de subordinar su automatismo al gobierno de una idea […] porque en efecto, como ya determinamos, esto es lo que diferencia a los mecanismos de las estructuras orgánicas: que el plan de conjunto, para el que trabajan y se subordinan las partes, no se encuentra inscrito de entrada en el interior de sus células. El todo se comunica externamente a las partes –como en un engranaje– pero no se refleja en ellas (Frank, 1994: 183-4).
Para los románticos, como para Schelling y el resto de los autores del Systemprogramm, el Estado-máquina burgués es lo contrario a una sociedad en la que lo público y lo privado se interpenetran mutuamente, y por eso el Estado está condenado a desaparecer. La legalidad ilegítima (por estar escindidos los dominios público y privado) que en él reina solo permite una sagacidad puramente mecánica. Este funcionamiento prefigura lo que Weber llamaría más de cien años más tarde «racionalidad», para definir la forma de la actividad económica de tipo capitalista, el derecho privado y el poder de la burocracia, y que se transformaría, de acuerdo con Habermas, en ideología: Técnica y ciencia como ideología (1968). La extensión de control racional a todos los ámbitos de la sociedad conduce necesariamente a una secularización y desmitificación (desencantamiento) de las concepciones del mundo y de las tradiciones culturales que orientaban la acción de acuerdo con fines. El control que se ejercía institucionalmente sobre el complejo funcional racional acaba cayendo en un autocontrol funcional interno, esto es, se convierte en una cuestión de acertada o desacertada programación de la máquina de la sociedad:
El efecto es, como ya hemos anunciado, una pérdida de legitimación de la colectividad, desde el momento en que, como dice Habermas, el sistema subordinado de la acción racional orientada a fines (el trabajo) ya no se cree necesariamente al servicio de esos discursos, por medio de los cuales los individuos socializados se llegan a comprender mutuamente y establecen un acuerdo, en principio no limitado, acerca de los valores y las metas de su acción, así como sobre la organización de su vida en común (interacción) (Frank, 1994: 184).
Por lo tanto, como señalan Lloyd y Thomas, los autores del entresiglo XVIII/XIX alemán apelan a la idea de cultura como vía para cohesionar el Estado, que de otra manera podría devenir un complejo entramado mecanicista y coactivo, y ellos mismos, al menos los más jóvenes, entienden que ese Estado-máquina que hay que destruir es ya el sistema burgués. Comprendo que en ese intento podrían terminar por trasladar, como critican Lloyd y Thomas, una idea de la sociedad cohesionada desde lo cultural y lo espiritual, lo desinteresado, y que disimulara o relegara las condiciones materiales de vida del proletariado y pudiera incluso anestesiar sus protestas o estallidos. Ahora bien, es un poco reductor plantear, como a menudo se señala desde posiciones marxistas, que estos autores estaban sencillamente legitimando, a sabiendas o por descuido, un Estado burgués mecanicista y opresor, volcado hacia la vida pública y que empleaba la cultura como idea cohesionadora y anestesiante, un Estado, en fin, que se había desentendido de la vida privada de los individuos. Estos autores, como sus predecesores melancólicos, tratan precisamente de superar una visión racionalista de la sociedad, y lo hacen introduciendo el elemento espiritualista que tanto anhelan.
En cualquier caso, la figura del intelectual depurado, ligado un dominio espiritual que se manifiesta culturalmente, aparecerá también en Inglaterra en la primera mitad del XIX. Coleridge, otro poeta, utilizará precisamente el término clerisy para referirse a los hombres de letras en On the Constitution of the Church and State According to the Idea of Each (1830). Autorrepresentación consciente del «gremio» de los futuros intelectuales, reúne las características que hemos visto hasta ahora, y escoge un término afortunado que rencontraremos, por ejemplo, en el título de uno de los libros más influyentes sobre la intelectualidad del siglo XX: La Trahison des clercs, de Julien Benda (1927). La clerecía seglar y voluntaria forma parte en realidad de una en-clesia, por oposición a ec-clesia. Una institución espiritual a la que se podía acceder libremente, siempre y cuando, como pedía el propio Schiller, se tuviera educado el gusto, y que cumplía una misión social: ejercer de guardia y custodia de los valores espirituales del país y transmitir ciencia y moral para generar un Estado cultural, o por lo menos tenerlo como meta utópica.
Carlyle nos ofrece una figura similar a la de Coleridge en On Heroes (1841): el literato, el «Man of Letters», que vive de su pluma, ajeno a las reglas de otras profesiones y que pronto habría de organizarse en un gremio humilde, casi una orden mendicante, actualización de los acidiosos que buscaban la beatitud de un orden perfecto. Gracias a la escritura y su difusión impresa, ejerce una influencia creciente en la sociedad en la que vive, y su labor no le parece independiente de la progresiva democratización occidental. Su función es fundamental, porque representa el espíritu en una época escéptica, positivista y mecanicista, resultado de las Revoluciones burguesas. No es extraño que se extienda entonces por Europa la idea de la iglesia de los letrados, especie de monjes del siglo que se rigen por sus propias normas interiores (pero superiores por su altura espiritual).
Sainte-Beuve sería otro de los miembros del gremio transnacional. El primer crítico de la literatura industrial, el primero, en definitiva, que escribió un artículo sobre la influencia de la industrialización en el trabajo literario («La Littérature industrielle», 1839), está preso él mismo en las pautas industriales de producción, con el tiempo completamente reglado, como se desprende de su correspondencia (glosada por Lepenies, 2007). Ahora bien, las metáforas obreras conviven con las monacales. Más que como obrero, Sainte-Beuve se autodefine como un monje. En tiempos de secularización, de crisis religiosa, en tiempos de desarrollo científico e industrial, el autor necesita encontrar compensaciones espirituales. El hombre de letras, aunque ligado a un modo industrial de producción fruto de su tiempo, dictado por el periódico, por el pago por artículo, por línea, incluso por palabra, necesita algún tipo de expiación.
Más allá del pesimismo, de la dificultad del proceso, el sabio purificado a la manera de Fichte se funde con el hombre de letras convencido de su oficio en el XIX. Se funde también con la Institución arte, cuya fundación Christa y Peter Bürger (1992) detectaban en el entresiglo XVIII-XIX, y cuya configuración francesa posterior estudió Bourdieu (1992): «el campo literario» como requisito para el nacimiento del intelectual. Es ese ámbito complejo y al que se accede voluntariamente, aunque no sin esfuerzo, al que Fumaroli denominó La République des Lettres (2008), patria universal e invisible de espíritus descontentos y melancólicos, elevados sobre el resto, y que aspiran a insuflar una moral universal desinteresada en sus compatriotas a través de la cultura.
La gran diócesis, que está en todas partes, incluida la iglesia, aunque carece de sede fija, avanza poco a poco, absorbiendo espíritus emancipados conscientes de la necesidad de estar liberados de toda autoridad y sumisión. Sus miembros pertenecen a diferentes credos: religión natural, panteístas, realistas, positivistas, escépticos y buscadores de toda clase, adeptos al sentido común y seguidores de la ciencia y el espíritu. Esta gran provincia intelectual no tiene pastor, ni obispo, ni jefe, pero cada miembro está obligado a defender la verdad, la ciencia, la investigación libre y sus derechos ante cualquiera que ose atacarlos. Un personaje que está dentro y fuera, libre de toda atadura, y obligado, sin embargo, a defender la verdad y la libertad. Se reconoce ya con claridad al intelectual que tomará nombre a finales de ese mismo siglo.
François Dosse apuntó esa especie de función sustitutiva de los hombres de letras respecto de la clerecía religiosa, que veíamos al inicio de este capítulo en el paso del acidioso al melancólico hombre de letras:
Les «gens de lettres» sont alors considérés comme porteurs d’une forme de déisme, d’humanitarisme, à l’écart du pouvoir des clercs. Ils prennent le relais de ces derniers et conçoivent leur rôle comme un sacerdoce et non plus comme un simple métier. Les frontières entre la dimension spirituelle et la dimension temporelle s’en trouvent affectées et une nouvelle responsabilité incombe alors à ces hommes de lettres de la modernité des Lumières (2003: 24-25).
Bauman (1987), pensando en estos mismos autores, o en su autodesignada función, adujo el concepto de «legislador». Aspiraban a modelar al resto de individuos de acuerdo con valores culturales universales, gracias a la educación y la cultura, aunque situados siempre, como alienígenas, al margen o por encima de la sociedad. Sin embargo, este purificado hombre de letras terminaba sistemáticamente decepcionado (a veces parecía derrotado de inicio, como Schiller, que postulaba la necesidad de cien años, como mínimo, para llevar a cabo su proyecto de educación estética). Decepcionado por el resultado, o por su escasa relevancia práctica, o por la elusividad, si no inexistencia, del modelo estable al que melancólicamente aspiraban, precariamente plasmado en una cultura supuestamente desinteresada que debía convertirse en el fundamento espiritual del Estado. Un Estado estético o cultural que, por lo demás, como se ha criticado a menudo, parecía omitir las duras condiciones de vida de sus integrantes, que debían sumarse sin queja desde su estado socioeconómico a un organismo superior.