Las industrias, siglos XVI al XX

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Las industrias, siglos XVI al XX
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Índice de contenido





Presentación







Introducción







Manufacturas e industrias intensivas de recursos naturales renovables







EL OBRAJE Y EL TRABAJO DOMÉSTICO DE ALGODÓN







LA INDUSTRIA TEXTIL







Manufacturas e industrias de transformación de productos primarios







EL INGENIO







LAS FÁBRICAS DE TABACO Y OTRAS INDUSTRIAS







Industrias de recursos naturales no renovables e intensivas de tecnología







LA INDUSTRIA SIDERÚRGICA







LA INDUSTRIA QUÍMICA







Industrias de transformación de bienes de consumo final







LA INDUSTRIA MECÁNICA Y SECUNDARIA







LA INDUSTRIA AUTOMOTRIZ







Bibliografía







Aviso legal







Presentación




LOS 13 TOMOS DE ESTA OBRA conforman una historia económica de las poblaciones que han habitado lo que hoy es el territorio de la república mexicana. Comienza con la llegada del hombre y termina en el año 2000, pero la mayor parte del texto está dedicado a los cinco siglos que comprenden el periodo colonial y las épocas moderna y contemporánea del México independiente.



Es una narración y una descripción de los diferentes modos en que los pobladores de esta región se han organizado para producir, distribuir y consumir bienes y servicios, una historia muy larga y accidentada que cubre más de 20 000 años y cuyos sujetos sociales son la banda, la tribu, las civilizaciones tributarias, la compleja sociedad colonial y, finalmente, la nación soberana que se configuró en el siglo XIX y que ha llegado a su plena madurez sólo en el XX.



En su elaboración participaron 16 autores; cada uno escribió su texto de acuerdo con sus propios criterios y su visión del tema que le correspondió desarrollar. Sin embargo, hubo un intenso trabajo colectivo de intercambio de ideas, opiniones y materiales que acabó reflejándose en ciertos enfoques comunes. En múltiples reuniones se discutieron guiones, manuscritos iniciales y textos finales. Temas como la periodización, las fuentes, la relación entre análisis y narración fueron objeto de largas discusiones.



La obra se inspira en los principios de la economía política que considera que las relaciones económicas, sociales, políticas y culturales forman un todo inseparable y que el objetivo de la historia económica es captar la forma en que estas relaciones se entretejen en el desarrollo económico, que es el objeto de su estudio. La

Historia económica de México

 se propuso sintetizar los resultados de infinidad de investigaciones particulares especializadas y ofrecer al lector una visión coherente de conjunto, basada en el conocimiento actual de los temas abordados. Esperamos que todos los interesados en la historia económica, pero especialmente los estudiantes de economía e historia, encuentren en ella tanto una obra de consulta como un marco de referencia y una fuente de inspiración teórica para nuevos estudios.



La obra introduce un enfoque doble que se propone abordar, a la vez, el estudio de los sistemas económicos que caracterizan cada etapa del desarrollo y la evolución de algunas ramas de la economía, con sus particularidades a lo largo de los últimos cinco siglos. Este enfoque está sustentado en la hipótesis de que el desarrollo de la economía es, al mismo tiempo, desigual y combinado. De que si bien las partes dependen del todo, tienen también una dinámica propia; que los tiempos del sistema no siempre coinciden con los de sus componentes.



Los primeros seis volúmenes describen la evolución de los sistemas económicos de cada periodo. El primero está dedicado a la historia antigua y el segundo a la época colonial. El tercero cubre el siglo XIX y los siguientes tres el siglo XX, examinando la Revolución mexicana y sus efectos: la industrialización orientada por el proyecto desarrollista y la integración de México al proceso de globalización, dominado por las ideas del neoliberalismo.



Los siete textos siguientes cubren los temas de la población, el desarrollo regional, el uso de los recursos del subsuelo, la agricultura, la industria, la tecnología, así como los transportes y las comunicaciones a lo largo de cinco siglos, cada uno con sus rasgos distintivos.



Este proyecto pudo realizarse gracias al auspicio de la Facultad de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y al soporte financiero del Programa de Apoyo a Proyectos Institucionales para el Mejoramiento de la Enseñanza (PAPIME). Agradecemos al licenciado Juan Pablo Arroyo Ortiz, entonces director de la Facultad de Economía, su apoyo y participación entusiasta; asimismo dejamos constancia de nuestro reconocimiento al doctor Roberto I. Escalante Semerena, actual director de dicha Facultad, por su interés en la publicación de esta obra. Esta edición no hubiera sido posible sin la iniciativa y la perseverancia de Rogelio Carvajal, editor de Océano, y su eficiente equipo de trabajo. Y no podía faltar nuestra gratitud más sincera al maestro Ignacio Solares Bernal, coordinador de Difusión Cultural, y al maestro Hernán Lara Zavala, titular de la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM y a sus colaboradores, por su asistencia, siempre amistosa y eficaz, para la presente publicación.




México, 3 de noviembre de 2003

 ENRIQUE SEMO





Introducción




ESTE ENSAYO CONSTITUYE una síntesis, por sectores, de la evolución de las principales manufacturas coloniales y de las modernas ramas industriales a lo largo de un arco temporal amplio. La estructura del texto, con sus subdivisiones, no está concebida para dar una visión diacrónica de la formación de la economía industrial. El punto de partida se coloca en la época colonial, razón por la cual las dos primeras partes empiezan por el examen de las principales formas de manufactura en la Nueva España: en la primera, el obraje lanero como ejemplo significativo de organización de la producción para los centros urbanos y mineros coloniales y, en la segunda, el ingenio azucarero y las fábricas de tabaco —establecidas tras la creación en 1764 del monopolio por parte de la corona española—, manufacturas a las que tal vez habría que añadir los molinos de trigo. A pesar de las diferencias —en términos de dimensión, de expansión territorial de las unidades productivas y del tipo de materia prima empleada—, estas manufacturas concentraban una importante fuerza de trabajo, utilizaban energía hidráulica, como el ingenio, y disponían de instrumentos técnicos, excepto en el caso del tabaco: se distinguían del trabajo doméstico o a domicilio y de la artesanía indígena en general.



La industrialización fue un fenómeno histórico general que se desplegó entre finales del siglo XVIII y la mitad del siglo XIX. Las variables de cada caso nacional, independientemente de la presencia o no de importantes precedentes de actividades textiles, metalúrgicas o de otra naturaleza, parecen muy diversificadas y esta multiplicidad de experiencias, empezando por la revolución industrial inglesa, ha creado dificultades para identificar los momentos iniciales. Al mismo tiempo, la historiografía nos indica que la industrialización se presenta como un proceso en el que convergen varios factores: innovaciones técnicas, crecimiento de la población, transformaciones en la tenencia de la tierra y en la producción agraria, modificaciones en el sistema de transportes, comercio internacional de bienes manufacturados, además de los aspectos relativos a la formación de capital y del mercado de trabajo, así como la creación de un marco jurídico adecuado por parte de las instituciones públicas.



Stephen H. Haber, quien ha dedicado varios trabajos al tema de la industrialización mexicana, en un artículo de carácter historiográfico aparecido en 1993 en la revista

Historia Mexicana

 afirmaba que hasta, alrededor de, 1980 los análisis llevados a cabo por los economistas, que se habían interesado por los problemas del desarrollo posbélico a la luz de la substitución de importaciones, transmitían la idea de una industrialización que había sentado sólidas bases sólo a partir de la segunda guerra mundial. Esta percepción encubría, en primer lugar, el hecho que los estudios históricos sobre los orígenes de la industria abarcaban fundamentalmente el siglo XIX hasta la Revolución de 1910, que aparecía como una brusca interrupción del crecimiento económico y, en segundo lugar, la falta de trabajos históricos sistemáticos para el periodo posrevolucionario entre las dos guerras mundiales, acentuando de este modo la impresión de una fractura. Esta visión, con cortes tan abruptos, ha perdido vigencia, restituyendo el peso que le correspondía a la historiografía que había colocado el impulso hacia la industrialización en la época porfiriana, a pesar de la incertidumbre creada por los obstáculos presentes a lo largo del siglo XIX y de la exigencia de dar cuenta del surgimiento de las primeras empresas fabriles. Los trabajos de Luis Chávez Orozco sobre el comercio exterior de México tras la Independencia y de los investigadores que, bajo la coordinación de Daniel Cosío Villegas, elaboraron la

Historia moderna de México

 representaron un decisivo estímulo para el estudio de la industrialización mexicana del siglo XIX. Luego siguieron varios trabajos sobre la industria textil en Puebla y se han multiplicado monografías sobre las fábricas textiles en otras regiones, sobre la mecanización de los ingenios y sobre los orígenes de las grandes empresas de principios del siglo XX. En definitiva, puesto que los estudios históricos sobre la industrialización mexicana se han concentrado en el siglo XIX, y en particular sobre la industria textil, el debate historiográfico se ha referido a las transformaciones de aquel siglo.

 



En efecto, John H. Coatsworth, en varios ensayos, ha llamado la atención de los investigadores sobre la decadencia de la economía mexicana, y en particular de la minería, entre la época de las reformas borbónicas y 1860, lo que habría acentuado la brecha existente respecto a los países que se estaban industrializando a principios del siglo XIX e indicaba, en aquella fase, el elemento explicativo, de fondo, del atraso acumulado por México en el tiempo, señalando los obstáculos representados por una ineficiente organización económica. Las observaciones de Coatsworth resultan importantes desde el punto de vista metodológico, para comprender el contexto económico en que se insertaron las actividades de las primeras fábricas textiles que a partir de 1835 surgieron en varias regiones del país. Los estudios sobre la industria textil hasta 1860 indican, de hecho, el débil nivel alcanzado cuando señalan, como características principales, el recurso a la energía hidráulica y la importante presencia de tejedores manuales junto a los repartos mecanizados, así como los problemas encontrados en las transacciones comerciales por lo que se refiere a la limitada esfera de acción y a los elevados costos de transporte.



Stephen H. Haber, por su parte, ha señalado que los obstáculos para el crecimiento de la industria entre 1830 y 1880 fueron de naturaleza externa a las empresas a causa del predominio de una agricultura precapitalista, de la debilidad del mercado interno, de las dificultades del sistema de transportes y de los condicionamientos de la vida política, mientras entre 1880 y 1940 los obstáculos habrían sido más bien internos a las empresas. Las transformaciones que tuvieron lugar a partir de la Reforma, con su secuela de crisis políticas, y con la restauración de la República en 1867 contribuyeron a modificar aquel panorama, llegando a una progresiva institucionalización de los derechos y garantías del régimen de propiedad y de los intereses económicos modificando viejas trabas: un conjunto de garantías en el terreno jurídico que, según las concepciones propias del liberalismo, favorecerá la esfera de acción del mercado.



La efectiva expansión industrial manufacturera tuvo lugar después de 1870 alentada por los cambios que se verificaron en la política económica interna y a través de una serie de transformaciones concomitantes como la inserción de México en los flujos del mercado internacional, la construcción de los ferrocarriles, la movilización de capitales y la aparición del crédito bancario. Sin embargo, este crecimiento hay que colocarlo, también, en el contexto general de la evolución de la economía mundial de la época ante el enorme incremento de la capacidad productiva por parte de los países industrializados a raíz de la revolución tecnológica en el campo de la electricidad y de la química, factores que dieron lugar a una gran variedad de productos de consumo. En el último cuarto del siglo XIX había crecido el número de países industriales determinando un notable ensanchamiento del mercado internacional de productos primarios y de materias primas. Se multiplicaron, en definitiva, los polos de desarrollo industrial con las relativas formas de proteccionismo a nivel nacional y tuvo lugar una concentración en sectores productivos claves. Fue en este panorama de finales del siglo XIX que se amplió y se modificó efectivamente la estructura industrial de México a partir de la misma industria textil y de transformación de productos primarios, aunque no se consiguiera crear márgenes para la exportación de los productos manufacturados. La inversión de capitales extranjeros en los ferrocarriles, en la minería de metales industriales, en la energía eléctrica y en la explotación petrolera había modificado la estructura y la geografía industrial de México antes de la Revolución de 1910, con el consiguiente incremento de los núcleos productivos en el centro y en el norte.



El progreso técnico para transformar los recursos metálicos y la posibilidad de disponer de fuentes de energía jugaron un papel fundamental en el proceso general de industrialización del siglo XIX y determinaron en parte las diferencias entre los países industriales. La amplia distribución geográfica de las minas de metales preciosos en México permitió, tras la crisis de este sector durante la Independencia, mantener una especialización productiva en varias regiones, misma que se mantuvo después de 1820 cuando las compañías británicas invirtieron en esta actividad extractiva, pero la relevancia económica de la plata había sido desplazada para finales del siglo XIX por la extracción de metales industriales en nuevas zonas mineras del país. La minería en México ha podido contar con una gama de minerales y metales que constituyen materias primas para la industria, pero mientras la mayor parte de los minerales se encuentran geográficamente localizados en algunas áreas de pocas naciones, en cambio el hierro y el carbón de piedra —determinantes para el desarrollo industrial— se hallan mayormente distribuidos en los países europeos y los Estados Unidos. A finales del siglo XIX existían en México algunas pequeñas fundiciones de hierro con una tecnología antigua y con una producción limitada a pocas cantidades de piezas en molde y de fierro dúctil. La explotación del carbón mineral mexicano fue tardía y tuvo escaso peso como fuente de energía, lo que ha representado un factor de freno del crecimiento industrial.



El desarrollo de la minería mexicana de metales industriales no ferrosos a finales del siglo XIX por parte de las compañías extranjeras, en particular estadunidenses, había determinado la introducción de talleres para tratar los minerales destinados a la exportación. La adopción, en 1890, por parte del gobierno estadunidense del arancel McKinley en defensa de la propia industria metalúrgica y de las propias reservas de metales —sobre todo plomo y cobre—, indujo a algunas sociedades estadunidenses a crear grandes plantas en México que, como las de los Guggenheim en Aguascalientes y en Monterrey, contribuyeron a consolidar la vocación industrial de estos centros. Sin embargo, las inversiones extranjeras en la minería y en la construcción de la red ferrocarrilera no alentaron de inmediato la creación de una industria siderúrgica en México y cuando ésta surgió a principios del siglo XX sentó las bases técnicas y de infraestructura para su posterior crecimiento, pero hasta los años de la segunda guerra mundial encontró dificultades para convertirse en el fulcro del crecimiento industrial.



La Revolución de 1910 ha representado en términos historiográficos un parteaguas de la vida política y social de México. Durante la fase armada se verificó, sin duda, una desarticulación de las actividades productivas con cierres temporales de fábricas y parálisis de la minería, acompañada de hiperinflación e inestabilidad monetaria. La perturbación más duradera para el sistema industrial, hasta principios de los años veinte, fue debida a los daños causados a la red de transportes de los ferrocarriles y a las consiguientes dificultades para el abastecimiento de materias primas y combustibles, de productos y mercancías. Los años centrales de la revolución coincidieron con la primera guerra mundial, que provocó la caída del comercio internacional y la sucesiva depresión mundial de 1919-1921, un periodo en el cual los principales países industriales europeos se vieron afectados por la guerra y varios países latinoamericanos conocieron una disminución de su comercio exterior. El principal punto de fricción internacional para la economía de México fue hasta 1927. La compleja y prolongada cuestión petrolera con el corolario de la deuda externa y la caída de las inversiones extranjeras en una década de liquidez.



La situación interna de México en los años veinte se caracterizó por un clima de inestabilidad social en el campo y por recurrentes crisis políticas, sobre la que repercutió además el impacto de la crisis económica mundial de 1929-1932. Por otro lado, a los cambios constitucionales introducidos en 1917, en puntos esenciales de la modernización global de la sociedad, siguieron, en aquellos años difíciles, medidas de política económica y de intervención pública para estimular la vida productiva: la creación en 1925 del Banco de México —que actuó como banco central— y de otras instituciones de crédito, así como la institución de la Comisión de Caminos que promovió el tendido de la red de carreteras, premisa indispensable para la motorización y la distribución más capilar de bienes y mercancías, y de la Comisión Nacional de Irrigación; al mismo tiempo, desde 1928 se intentó regular las tarifas eléctricas hasta que en 1933 fue creada la Comisión Federal de Electricidad, así como Nacional Financiera que empezó a actuar como banco de desarrollo, mientras en 1934 fue instituido Petróleos Mexicanos para reglamentar la comercialización interna de combustibles.



Enrique Cárdenas, en su trabajo de 1988 sobre la industrialización de México entre las dos guerras mundiales, ha documentado que el crecimiento industrial fue importante y más significativo respecto al resto de la economía, subrayando la función expansiva del sector de la energía eléctrica y del incremento de las obras públicas. El sistema industrial en México, sin embargo, siguió anclado a los sectores que se habían expandido a principios del siglo XX (textil, alimentos y bebidas, calzado, tabaco, papel, vidrio, siderurgia, construcción) utilizando la capacidad instalada entonces como ha señalado puntualmente Stephen H. Haber. La expropiación de las compañías petroleras en 1938 abrió una crisis en las relaciones con los Estados Unidos y Gran Bretaña y representó el inicio de la moderna industria química y de la petroquímica de base. El impulso representado por la segunda guerra mundial, tras los acuerdos bilaterales de 1941-1942 con los Estados Unidos para resolver la indemnización de las compañías petroleras y la colaboración al esfuerzo bélico de los aliados, estuvo ligado al aumento de la demanda por parte de la economía estadunidense y de la misma demanda interna a causa de las restricciones impuestas a las exportaciones por el gobierno estadunidense. En los años cuarenta se registraron, en efecto, cambios significativos en la industria siderúrgica dando lugar a la instalación de Altos Hornos en Monclova y al surgimiento de varias empresas privadas de laminados; empezó entonces la producción de motores y de aparatos eléctricos, así como la ampliación de las empresas de ensamble en el sector automotriz.



Las nacionalizaciones o mexicanización en los años sesenta (energía eléctrica y minería), que tanta parte han tenido en subrayar la intervención pública en la industrialización posbélica, y la misma creación de empresas de participación mixta no representan una tendencia sólo mexicana o latinoamericana, sino que fue un hecho también europeo en las industrias básicas que habían perdido capacidad de exportar por el aumento general de la producción y debido a la necesidad de grandes inversiones en las economías de escala. La expansión de la potencia económica de los Estados Unidos tras la segunda guerra mundial y la recobrada capacidad productiva y de exportación de Europa y Japón después de la reconstrucción, abrieron una nueva fase para las economías industriales que se tradujo en México, y en América Latina en general, en una apertura a las compañías multinacionales para la producción

in loco

 de bienes de consumo durables e intermedios.



El problema fundamental para la industria mexicana, anclada en el horizonte del mercado interno por largo tiempo, se coloca en el terreno de la producción de bienes durables y de bienes de capital, sectores en los que la tecnología, las economías de escala y la capacidad de exportar constituyen factores decisivos. Las dificultades para superar el marco del mercado interno como fulcro de la política industrial mexicana han sido de varia naturaleza, desde los bajos niveles de productividad hasta la política de varios gobiernos para realizar acuerdos de intercambio comercial de mayor o menor amplitud, pero hay que considerar también las condiciones estructurales —desequilibrio entre agricultura y población, limitado tamaño del mercado interno, desigual distribución del ingreso, medidas arancelarias de cor

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