Ensayos de Michel de Montaigne

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["Odio al sabio, que en su propia preocupación no es sabio".

-Eurípides, ap. Cicerón, Ep. Fam., xiii. 15.]

De donde Ennius:

"Nequidquam sapere sapientem, qui ipse sibi prodesse non quiret".

["Ese hombre sabio no sabe nada, que no puede beneficiarse de su sabiduría".

Cicerón, De Offic., iii. 15.]

"Si cupidus, si

Vanus, et Euganea quantumvis mollior agna".

["Si es codicioso, o fanfarrón, y algo más blando que un

cordero eugano" -Juvenal, Sat., viii. 14.]

"Non enim paranda nobis solum, sed fruenda sapientia est".

["Porque la sabiduría no es sólo para ser adquirida, sino para ser utilizada".

-Cicerón, De Finib., i. I.]

Dionisio -[No era Dionisio, sino Diógenes el cínico. Diógenes Laercio, vi. 27.]- se reía de los gramáticos, que se ponían a indagar en las miserias de Ulises y desconocían las suyas; de los músicos, que eran tan exactos en la afinación de sus instrumentos y nunca afinaban sus modales; de los oradores, que hacían un estudio para declarar lo que es justicia, pero nunca se preocupaban de hacerlo. Si la mente no está mejor dispuesta, si el juicio no está mejor asentado, preferiría que mi alumno hubiera pasado su tiempo en el tenis, porque, al menos, su cuerpo estaría así en mejor ejercicio y aliento. Observadlo cuando regrese de la escuela, después de quince o dieciséis años de haber estado allí; no hay nada tan inadecuado para el empleo; todo lo que encontraréis es que su latín y su griego no han hecho más que convertirlo en un mayor coxcomb que cuando se fue de casa. Debería traer su alma repleta de buena literatura, y sólo la trae hinchada e inflada con vanos y vacíos jirones y remiendos de aprendizaje; y en realidad no tiene nada más en él que lo que tenía antes -[Diálogos de Platón: Protágoras].

Estos pedantes nuestros, como dice Platón de los sofistas, sus primos germanos, son, de todos los hombres, los que más pretenden ser útiles a la humanidad, y los únicos que, de todos los hombres, no sólo no mejoran y perfeccionan lo que se les encomienda, como lo haría un carpintero o un albañil, sino que lo empeoran mucho, y además nos hacen pagar por empeorarlo. Si se siguiera la regla que Protágoras proponía a sus alumnos -que le dieran su propia demanda, o que declararan bajo juramento en el templo cuánto valoraban el beneficio que habían recibido bajo su tutela, y lo satisficieran en consecuencia-, mis pedagogos se encontrarían muy gravados, si fueran juzgados por las declaraciones juradas de mi experiencia. Mi patois de Perigordin llama muy agradablemente a estos pretendientes del aprendizaje, "lettre-ferits", como debería decir un hombre, hombres marcados con letras en los que se han estampado letras a golpe de mazo. Y, a decir verdad, en su mayor parte parecen estar privados incluso de sentido común; pues ya veis que el labrador y el zapatero se dedican a sus asuntos con sencillez y justicia, hablando sólo de lo que saben y entienden; mientras que estos tipos, para hacer ostentación y conseguir opinión, haciendo acopio de sus ridículos conocimientos, que flotan en la superficie del cerebro, están perpetuamente desconcertando y enredándose en sus propias tonterías. Es cierto que a veces dicen palabras bonitas, pero dejemos que alguien más sabio las aplique. Conocen maravillosamente bien a Galeno, pero no conocen en absoluto la enfermedad del paciente; ya te han ensordecido con una larga hilera de leyes, pero no entienden nada del caso en cuestión; tienen la teoría de todas las cosas, deja que quien la ponga en práctica.

He asistido en mi propia casa a un amigo que, por deporte, ha falsificado con uno de estos tipos una jerga de Galimatias, compuesta de frases sin pies ni cabeza, salvo que intercalaba aquí y allá algunos términos que tenían relación con su disputa, y mantuvo en juego toda una tarde al marimacho, que todo el tiempo creía haber respondido pertinente y eruditamente a todas sus objeciones; y eso que se trataba de un hombre de letras, y de reputación, y de un buen caballero de larga túnica:

"Vos, oh patricius sanguis, quos vivere par est

Occipiti caeco, posticae occurrite sannae".

["Oh tú, de sangre patricia, a quien se le permite vivir

con los ojos en la nuca, tened cuidado con las muecas que os hacen

por detrás". -Persio, Sat., i. 61.]

Quienquiera que investigue y examine minuciosamente esta clase de gente, con la que el mundo está tan atormentado, encontrará, como yo lo he hecho, que en su mayor parte no entienden a los demás, ni a sí mismos; y que sus memorias están lo suficientemente llenas, pero el juicio totalmente vacío y sin valor; exceptuando a algunos, cuya propia naturaleza los ha formado de mejor manera. Como he observado, por ejemplo, en Adriano Turnebus, que no habiendo hecho nunca otra profesión que la de mero sabio, y en eso, en mi opinión, fue el hombre más grande que ha habido en estos mil años, no tenía nada en absoluto de pedante, sino el uso de su toga, y un poco de moda exterior, que no podía civilizarse a las maneras cortesanas, que en sí mismas no son nada. Odio a nuestra gente, que soporta peor una túnica mal confeccionada que una mente mal confeccionada, y toma su medida por la pierna que hace un hombre, por su comportamiento, y tanto como la misma moda de sus botas, qué clase de hombre es. Porque en su interior no había un alma más pulida sobre la tierra. A menudo lo he puesto a propósito en argumentos bastante amplios de su profesión, en los que he encontrado que tenía una visión tan clara, una aprehensión tan rápida, un juicio tan sólido, que un hombre habría pensado que nunca había practicado otra cosa que las armas, y que había estado toda su vida empleado en asuntos de Estado. Son naturalezas grandes y vigorosas,

"Queis arte benigna

Et meliore luto finxit praecordia Titan".

["A quien el benigno Titán (Prometeo) ha enmarcado de mejor arcilla".

-Juvenal, xiv. 34.]

que pueden mantenerse erguidos a pesar de una educación pedante. Pero no basta con que nuestra educación no nos estropee, sino que, además, debe alterarnos para bien.

Algunos de nuestros Parlamentos, cuando van a admitir funcionarios, examinan sólo su conocimiento; a lo que algunos de los otros añaden también la prueba del entendimiento, pidiendo su juicio sobre algún caso de derecho; de estos últimos, creo que proceden con el mejor método; porque aunque ambos son necesarios, y que es muy necesario que sean defectuosos en ninguno, sin embargo, en verdad, el conocimiento no es tan absolutamente necesario como el juicio; el último puede hacer el cambio sin el otro, pero el otro nunca sin éste. Pues como dice el verso griego

["De qué sirve el saber, si el entendimiento está ausente".

-Apud Stobaeus, tit. iii., p. 37 (1609).

Ojalá, por el bien de nuestra judicatura, estas sociedades estuvieran tan bien dotadas de entendimiento y conciencia como de conocimiento.

"Non vita, sed scolae discimus".

["No estudiamos para la vida, sino sólo para la escuela".

-Séneca, Ep., 106.]

No debemos atar la enseñanza al alma, sino trabajarla e incorporarla conjuntamente: no teñirla solamente, sino darle un tinte completo y perfecto; que, si no toma color, y mejora su estado imperfecto, sería sin duda mejor dejarla sola. Es un arma peligrosa, que entorpece y hiere a su dueño, si se pone en una mano torpe y poco hábil:

"Ut fuerit melius non didicisse".

["Para que sea mejor no haber aprendido".

-Cicerón, Tusc. Quaes., ii. 4.]

Y ésta es, tal vez, la razón por la que ni nosotros ni la teología exigen mucha erudición en las mujeres; y que Francisco, duque de Bretaña, hijo de Juan V, hablando con él sobre su matrimonio con Isabel, hija de Escocia, y añadiendo que ella era casera y sin ningún tipo de erudición, respondió que le gustaba más, y que una mujer era suficientemente sabia, si podía distinguir la camisa de su marido de su jubón. De manera que no es tan grande la maravilla que hacen de que nuestros antepasados no tuvieran las letras en mayor estima, y que hasta el día de hoy no se encuentren sino raramente en los principales consejos de los príncipes; y si el fin y el designio de adquirir riquezas, que es lo único que nos proponemos, por medio de la ley, la física, la pedantería y hasta la misma divinidad, no los sostuviera y mantuviera en crédito, los veríais, sin duda, en tan lamentable condición como siempre. ¿Y qué pérdida sería ésta, si no nos instruyen para pensar bien ni para hacer bien?

"Postquam docti prodierunt, boni desunt".

[Séneca, Ep., 95. "Desde que los 'sabios' han hecho su aparición

entre nosotros, la gente buena se ha eclipsado".

-Rousseau, Discours sur les Lettres].

Todo otro conocimiento es perjudicial para quien no tiene la ciencia del bien.

Pero la razón que he esbozado ahora, ¿no puede ser también la de que, no teniendo nuestros estudios en Francia otro fin que el lucro, salvo aquellos que, nacidos por naturaleza para los oficios y empleos más bien de gloria que de ganancia, se dedican a las letras, si es que lo hacen, sólo por un tiempo muy corto (siendo sacados de sus estudios antes de que puedan llegar a tener algún gusto por ellos, a una profesión que no tiene nada que ver con los libros), no quedan de ordinario otros que se apliquen enteramente al aprendizaje, sino personas de condición mezquina, que en eso sólo buscan los medios para vivir; y por tales personas, cuyas almas son, tanto por la naturaleza como por la educación doméstica y el ejemplo, de la más baja aleación, los frutos del conocimiento son inmaduramente recogidos y mal digeridos, y entregados a sus destinatarios de manera muy distinta. Porque no corresponde al conocimiento iluminar un alma oscura de por sí, ni hacer ver a un ciego. Su negocio no es encontrar los ojos de un hombre, sino guiarlos, gobernarlos y dirigirlos, siempre que tenga pies sanos y piernas rectas sobre las que ir. El conocimiento es una droga excelente, pero ninguna droga tiene virtud suficiente para preservarse de la corrupción y la decadencia, si el recipiente está contaminado e impuro en el que se guarda. Tal persona puede tener una vista lo suficientemente clara como para ver lo que es bueno, pero no lo sigue, y ve el conocimiento, pero no hace uso de él. La principal institución de Platón en su República es dotar a sus ciudadanos de empleos adecuados a su naturaleza. La naturaleza puede hacerlo todo, y lo hace todo. Los tullidos son muy poco aptos para los ejercicios del cuerpo, y las almas cojas para los ejercicios de la mente. Las almas degeneradas y vulgares son indignas de la filosofía. Si vemos a un zapatero con los zapatos fuera de los dedos, decimos que no es de extrañar; porque, comúnmente, nadie va peor calzado que ellos. De la misma manera, la experiencia nos presenta a menudo un médico con peor físico, un divino menos reformado, y (constantemente) un erudito de menor suficiencia, que otras personas.

 

El viejo Aristo de Quíos tenía razones para decir que los filósofos perjudicaban a sus oyentes, pues la mayor parte de las almas de los que los escuchaban no eran capaces de sacar provecho de la instrucción, que, si no se aplicaba al bien, se aplicaba ciertamente al mal:

["Procedían libertinos afeminados de la escuela de

Aristipo, cínicos de la de Zenón".

-Cicerón, De Natura Deor., iii., 31.]

En esa excelente institución que Jenofonte atribuye a los persas, encontramos que enseñaban a sus hijos la virtud, como otras naciones hacen con las letras. Platón nos dice que el hijo mayor en su sucesión real fue educado de esta manera; después de su nacimiento fue entregado, no a las mujeres, sino a eunucos de la mayor autoridad sobre sus reyes por su virtud, cuyo cargo era mantener su cuerpo saludable y en buen estado; y después de que llegó a los siete años de edad, para enseñarle a montar y salir de caza. Cuando llegó a los catorce años fue transferido a las manos de cuatro, los más sabios, los más justos, los más templados y los más valientes de la nación; de los cuales el primero debía instruirlo en la religión, el segundo ser siempre recto y sincero, el tercero conquistar sus apetitos y deseos, y el cuarto despreciar todo peligro.

Es cosa digna de muy grande consideración, que en aquella excelente, y, en verdad, por su perfección, prodigiosa forma de régimen civil establecida por Licurgo, aunque tan solícito en la educación de los niños, como cosa de la mayor preocupación, y aun en la misma sede de las Musas, hiciera tan poca mención de la enseñanza; como si esa generosa juventud, que desprecia toda otra sujeción que no sea la de la virtud, debiera ser provista, en lugar de tutores que les leyeran las artes y las ciencias, de maestros que sólo los instruyeran en el valor, la prudencia y la justicia; un ejemplo que Platón ha seguido en sus leyes. La forma de su disciplina consistía en proponerles preguntas para juzgar a los hombres y sus acciones; y si elogiaban o condenaban a tal o cual persona o hecho, debían dar una razón para hacerlo; de este modo agudizaban de inmediato su entendimiento y aprendían lo que era correcto. Astyages, en el Jenofonte, pide a Ciro que dé cuenta de su última lección; y así fue: "Un gran muchacho de nuestra escuela, que tenía una sotana pequeña, tomó por la fuerza una más larga de otro que no era tan alto como él, y le dio la suya a cambio: con lo cual yo, nombrado juez de la controversia, dictaminé que me parecía mejor que cada uno se quedara con la sotana que tenía, pues a ambos les quedaba mejor la de uno que la suya: a lo que mi amo me dijo que había hecho mal, pues sólo había considerado la idoneidad de las prendas, mientras que debería haber considerado la justicia del asunto, que exigía que a nadie se le quitara por la fuerza nada que fuera suyo. " Y Ciro añade que fue azotado por sus penas, como lo somos nosotros en nuestros pueblos por olvidar el primer aoristo de—-.

[La versión de Cotton de esta historia comienza de manera diferente, e incluye

un pasaje que no se encuentra en ninguna de las ediciones del original que tengo

mí:

"Mandane, en Jenofonte, preguntando a Ciro cómo haría para aprender

justicia, y las otras virtudes entre los medos, habiendo dejado a todos

sus maestros en Persia. El respondió que ya había aprendido esas cosas

que su maestro le habia hecho juzgar las diferencias de su escuela.

que su maestro lo habia puesto a menudo a juzgar las diferencias entre sus

un día lo había azotado por dar una sentencia errónea." -W.C.H.]

Mi pedante debe hacerme una oratoria muy erudita, 'in genere demonstrativo', antes de que pueda persuadirme de que su escuela es como aquella. Sabían cómo ir por el camino más rápido hacia el trabajo; y viendo que la ciencia, cuando se aplica más correctamente y se entiende mejor, no puede hacer más que enseñarnos prudencia, honestidad moral y resolución, creyeron conveniente, en primer lugar, iniciar a sus hijos con el conocimiento de los efectos, e instruirlos, no de oídas y de memoria, sino por el experimento de la acción, para formarlos y moldearlos vivamente; no sólo con palabras y preceptos, sino principalmente con obras y ejemplos; a fin de que no fuera un conocimiento en la mente solamente, sino su complexión y hábito: no una adquisición, sino una posesión natural. Preguntando a este propósito, Agesilaus, ¿qué es lo que le parece más adecuado que aprendan los muchachos? "Lo que deben hacer cuando lleguen a ser hombres", dijo... [Plutarco, Apotegmas de los lacedemonios. Rousseau adopta la expresión en sus Diswuys sur tes Lettres]-No es de extrañar, si tal institución produjo efectos tan admirables.

Se dice que solían ir a las otras ciudades de Grecia para buscar retóricos, pintores y músicos; pero a Lacedemonia para legisladores, magistrados y generales de ejércitos; en Atenas aprendían a hablar bien: aquí a hacer bien; allí a desentenderse de un argumento sofístico, y a desentrañar la impostura de silogismos capciosos; aquí a eludir los cebos y atractivos del placer, y con un noble valor y resolución a vencer las amenazas de la fortuna y de la muerte; aquellos se afanaban en las palabras, éstos se ocupaban de indagar las cosas; allí era un eterno balbuceo de la lengua, aquí un continuo ejercicio del alma. Por eso no es extraño que cuando Antípatro les exigió cincuenta niños como rehenes, ellos respondieran, muy al contrario de lo que nosotros haríamos, que preferían darle el doble de hombres adultos, pues valoraban mucho la pérdida de la educación de su país. Cuando Agesilao cortejó a Jenofonte para que enviara a sus hijos a Esparta para que fueran educados, "no es -dijo- para que aprendan allí lógica o retórica, sino para que sean instruidos en la más noble de todas las ciencias, a saber, la ciencia de obedecer y mandar" -[Plutarco, Vida de Agesilao, c. 7].

Es muy agradable ver a Sócrates, a su manera, reuniendo a Hipias, -[Diálogos de Platón: Hipias Mayor.]- que le cuenta el mundo de dinero que ha conseguido, sobre todo en ciertos pueblecitos de Sicilia, enseñando la escuela, y que en Esparta no ganó nunca un céntimo: "¡Qué gente tan sotana y estúpida -dijo Sócrates- es, sin sentido ni entendimiento, que no da cuenta ni de la gramática ni de la poesía, y sólo se ocupa de estudiar las genealogías y sucesiones de sus reyes, las fundaciones, ascensos y declinaciones de los estados, y esas historias de tina!" Después de lo cual, habiendo hecho reconocer a Hipias de un paso a otro la excelencia de su forma de administración pública, y la felicidad y virtud de su vida privada, le deja adivinar la conclusión que hace de la inutilidad de sus artes pedantes.

Los ejemplos nos han demostrado que en los asuntos militares, y en todos los demás de la misma naturaleza activa, el estudio de las ciencias ablanda y destempla más los ánimos de los hombres que los fortifica y excita en modo alguno. El imperio más poderoso que en este día parece haber en todo el mundo es el de los turcos, pueblo igualmente inculcado en la estimación de las armas y en el desprecio de las letras. Me parece que Roma era más valiente antes de llegar a ser tan culta. Las naciones más belicosas en este momento son las más rudas e ignorantes: los escitas, los partos, Tamerlán, son prueba suficiente de ello. Cuando los godos invadieron Grecia, lo único que preservó a todas las bibliotecas del fuego fue que alguien los poseyó con la opinión de que debían dejar este tipo de muebles enteros al enemigo, por ser lo más apropiado para distraerlos del ejercicio de las armas y fijarlos a una vida perezosa y sedentaria. Cuando nuestro rey Carlos VIII, casi sin dar un golpe, se vio poseído del reino de Nápoles y de una parte considerable de la Toscana, los nobles que le rodeaban atribuyeron esta inesperada facilidad de conquista a esto, a que los príncipes y nobles de Italia, más estudiaban para hacerse ingeniosos y cultos, que vigorosos y guerreros.

CAPÍTULO XXV—DE LA EDUCACIÓN DE LOS NIÑOS

A MADAME DIANE DE FOIX, Condesa de Gurson

Nunca he visto todavía a un padre que, aunque su hijo no fuera nunca tan decrépito o deforme, no quisiera, a pesar de todo, poseerlo: no obstante, si no estuviera totalmente embobado, y cegado por su afecto paternal, que no discerniera bastante bien sus defectos; pero que con todos los defectos siguiera siendo suyo. Así, veo mejor que nadie que todo lo que escribo aquí no son más que los ociosos ensueños de un hombre que sólo ha mordisqueado la corteza exterior de las ciencias en su no edad, y que sólo ha conservado una imagen general y sin forma de ellas; que ha obtenido un pequeño retazo de todo y nada del todo, "a la francesa". Porque sé, en general, que hay una cosa como la física, como la jurisprudencia: cuatro partes en las matemáticas, y, a grandes rasgos, lo que todas ellas pretenden y apuntan; y, tal vez, todavía sé más, lo que las ciencias en general pretenden, en orden al servicio de nuestra vida: pero sumergirme más allá, y haberme estrujado los sesos en el estudio de Aristóteles, el monarca de todo el saber moderno, o haberme dedicado particularmente a una sola ciencia, no lo he hecho nunca; ni hay un solo arte del que sea capaz de dibujar los primeros lineamientos y el color muerto; De tal manera que no hay niño de la clase más baja en una escuela, que no pueda pretender ser más sabio que yo, que no sea capaz de examinarlo en su primera lección, a la cual, si en algún momento me veo forzado, me veo obligado en mi propia defensa, a preguntarle, de manera poco apropiada, algunas preguntas universales, que puedan servir para probar su entendimiento natural; una lección tan extraña y desconocida para él, como lo es la suya para mí.

Nunca me dediqué seriamente a la lectura de ningún libro de sólida erudición que no fuera Plutarco y Séneca; y allí, como las Danaides, me lleno eternamente, y se agota tan constantemente; algo de lo cual cae sobre este papel, pero poco o nada se queda conmigo. La historia es mi juego particular en cuanto a materia de lectura, o bien la poesía, por la que tengo particular bondad y estima: porque, como dijo Cleanthes, como la voz, forzada a través del estrecho pasaje de una trompeta, sale más forzada y estridente: así, me parece, una frase presionada dentro de la armonía del verso se lanza con más brío sobre el entendimiento, y golpea mi oído y aprehensión con un efecto más inteligente y agradable. En cuanto a las partes naturales que tengo, de las que éste es el ensayo, las encuentro inclinadas bajo la carga; mi fantasía y mi juicio no hacen más que andar a tientas en la oscuridad, tropezando y tropezando en el camino; y cuando he llegado tan lejos como puedo, no estoy en absoluto satisfecho; descubro todavía una nueva y mayor extensión de terreno ante mí, con una vista turbada e imperfecta y envuelta en nubes, que no soy capaz de penetrar. Y tomándome la libertad de escribir indiferentemente lo que se me ocurra, y no utilizando en ello más que mis propios y naturales medios, si me ocurre, como a veces ocurre, encontrar accidentalmente en cualquier buen autor, las mismas cabezas y los mismos lugares comunes sobre los que he intentado escribir (como acabo de hacer en el "Discurso de la fuerza de la imaginación" de Plutarco), verme tan débil y tan desamparado, tan pesado y tan plano, en comparación con esos mejores escritores, me compadezco o me desprecio a la vez. Sin embargo, me satisface esto: que mis opiniones tienen a menudo el honor y la suerte de saltar con las suyas, y que voy por el mismo camino, aunque a una distancia muy grande, y puedo decir: "Ah, eso es así". Además, me satisface comprobar que tengo una cualidad, con la que no todos están bendecidos, que es la de discernir la gran diferencia que hay entre ellos y yo; y a pesar de todo, dejar que mis propias invenciones, por bajas y débiles que sean, sigan su carrera, sin arreglar ni enyesar los defectos que esta comparación ha puesto a mi vista. Y, a decir verdad, un hombre necesita una buena espalda para seguir el ritmo de esta gente. Los indiscretos escribas de nuestros tiempos, que, entre sus laboriosas naderías, insertan secciones y páginas enteras de autores antiguos, con el propósito, por ese medio, de ilustrar sus propios escritos, hacen todo lo contrario; pues esta infinita disimilitud de ornamentos hace que la complexión de sus propias composiciones sea tan cetrina y deforme, que pierden mucho más de lo que obtienen.

 

Los filósofos Crisipo y Epicuro eran en esto de dos humores muy contrarios: el primero no sólo mezcló en sus libros pasajes y dichos de otros autores, sino piezas enteras, y, en una, toda la Medea de Eurípides; lo que dio ocasión a Apolodoro para decir que si un hombre escogiera de sus escritos todo lo que no era suyo, no le dejaría más que papel en blanco; mientras que el segundo, muy al contrario, en trescientos volúmenes que dejó, no tiene ni una sola cita. -[Diógenes Laercio, Vidas de Chyysippus, vii. 181, y Epicuro, x. 26.]

El otro día me topé con esta suerte; estaba leyendo un libro francés, en el que después de un largo rato corrí a soñar con una gran cantidad de palabras, tan aburridas, tan insípidas, tan vacías de todo ingenio o sentido común, que en verdad sólo eran palabras francesas: después de un largo y tedioso viaje, llegué por fin a encontrarme con un trozo altivo, rico y elevado hasta las mismas nubes; de lo cual, si hubiera encontrado fácil el declive o gradual la subida, habría tenido alguna excusa; pero era un precipicio tan perpendicular, y tan completamente aislado del resto de la obra, que con las seis primeras palabras me encontré volando hacia el otro mundo, y desde allí descubrí el valle del que procedía tan profundo y bajo, que nunca más he tenido el corazón de descender a él. Si expusiera uno de mis discursos con despojos tan ricos como éstos, no haría más que manifestar de manera demasiado evidente la imperfección de mi propia escritura. Reprender en otros las faltas de las que yo mismo soy culpable, no me parece más irrazonable que condenar, como a menudo hago, las de otros en mí mismo: deben ser reprobadas en todas partes, y no se les debe permitir ningún santuario. Sé muy bien con qué audacia yo mismo, en cada momento, intento igualarme a mis robos, y hacer que mi estilo vaya de la mano con ellos, no sin una temeraria esperanza de engañar a los ojos de mi lector para que no discierna la diferencia; pero con todo, es tanto por el beneficio de mi aplicación, que espero hacerlo, como por el de mi invención o cualquier fuerza propia. Además, no me ofrezco a contender con todo el cuerpo de estos campeones, ni mano a mano con ninguno de ellos: Sólo me enfrento a ellos mediante vuelos y pequeños intentos; no lucho con ellos, sino que sólo pruebo su fuerza, y nunca me enfrento hasta donde hago gala de ello. Si pudiera mantenerlos en juego, sería un tipo valiente; porque nunca los ataco, sino donde son más nervudos y fuertes. Cubrirse uno mismo (como he visto hacer a algunos) con la armadura de otro, para no descubrir más que las puntas de sus dedos; Llevar a cabo un diseño (como no es difícil de hacer para un hombre que tiene algo de erudito en él, en un tema ordinario) bajo viejas invenciones remendadas aquí y allá con su propia trompetería, y luego tratar de ocultar el robo, y hacerlo pasar por propio, es en primer lugar la injusticia y la mezquindad de espíritu en aquellos que lo hacen, que no teniendo nada en ellos de su propia aptitud para procurarles una reputación, se esfuerzan por hacerlo tratando de imponer al mundo en su propio nombre, cosas que no tienen ninguna forma de título; y además, una ridícula locura al contentarse con adquirir la ignorante aprobación del vulgo mediante tan lamentable engaño, al precio de degradarse a los ojos de los hombres de entendimiento, que levantan la nariz ante toda esta incrustación prestada, pero cuya alabanza es la única que vale la pena tener. Por mi parte, no hay nada que no haría antes que eso, ni he dicho tanto de otros, sino para tener una mejor oportunidad de explicarme. Tampoco en esto miro a los compositores de centos, que se declaran por tales; de los cuales clase de escritores he conocido en mi tiempo muchos muy ingeniosos, y particularmente uno bajo el nombre de Capilupus, además de los antiguos. Estos son realmente hombres de ingenio, y que hacen parecer que lo son, tanto por ese como por otros modos de escribir; como por ejemplo, Lipsio, en ese docto y laborioso contexto de su Política.

Pero, sea como fuere, y por insignificantes que sean estas ineptitudes, diré que nunca pretendí ocultarlas, no más que mi vieja y canosa imagen ante ellas, donde el pintor no os ha presentado un rostro perfecto, sino el mío. Porque estas son mis opiniones y fantasías particulares, y las expongo sólo como lo que yo mismo creo, y no por lo que han de creer los demás. No tengo otro fin en este escrito, sino sólo descubrirme a mí mismo, que, además, por ventura, seré otra cosa mañana, si acaso encuentro alguna nueva instrucción que me cambie. No tengo autoridad para ser creído, ni la deseo, siendo demasiado consciente de mi propia inerudición para poder instruir a otros.

Alguien, pues, habiendo visto el capítulo precedente, me dijo el otro día en mi casa que debería haber ampliado un poco más mi discurso sobre la educación de los niños: ["Lo cual, por muy apto que sea para hacerlo, que mis amigos me halaguen si quieren, no tengo entretanto tal opinión de mi propio talento como para prometerme un buen éxito en mi esfuerzo". Este pasaje parece ser una interpolación de Cotton. En cualquier caso, no lo encuentro en las ediciones originales que tengo ante mí, ni en Coste.

Ahora, señora, si tuviera alguna suficiencia en este tema, no podría emplearla mejor, que presentar mis mejores instrucciones al pequeño hombre que os amenaza en breve con un feliz nacimiento (pues sois demasiado generosa para empezar de otra manera que con un varón); pues, habiendo tenido tanta participación en el tratado de tu matrimonio, tengo cierto derecho e interés particular en la grandeza y prosperidad del resultado que de él se derive; además, el que hayas tenido lo mejor de mis servicios durante tanto tiempo, me obliga suficientemente a desear el honor y la ventaja de todo lo que te concierne. Pero, en verdad, todo lo que entiendo en cuanto a ese particular es sólo esto, que la mayor y más importante dificultad de la ciencia humana es la educación de los niños. Porque, como en la agricultura, la labranza que debe preceder a la plantación, así como la plantación misma, es cierta, sencilla y bien conocida; pero después de que lo plantado llega a la vida, hay mucho más que hacer, más arte que emplear, más cuidado que tener, y mucha más dificultad para cultivarlo y llevarlo a la perfección, así es con los hombres; no es difícil tener hijos; pero después de que nacen, entonces comienza la molestia, la solicitud y el cuidado para formarlos, principiarlos y educarlos. Los síntomas de sus inclinaciones en esa tierna edad son tan oscuros, y las promesas tan inciertas y falaces, que es muy difícil establecer cualquier juicio o conjetura sólida sobre ellos. Mirad a Cimón, por ejemplo, y a Temístocles, y a mil otros, que engañaron mucho la expectativa que los hombres tenían de ellos. Los osos y los cachorros descubren fácilmente su inclinación natural; pero los hombres, tan pronto como crecen, aplicándose a ciertos hábitos, comprometiéndose con ciertas opiniones, y conformándose a leyes y costumbres particulares, fácilmente alteran, o al menos disfrazan, su verdadera y real disposición; y sin embargo es difícil forzar la propensión de la naturaleza. De ahí que, por no haber elegido el camino correcto, a menudo nos esforzamos mucho y consumimos buena parte de nuestro tiempo en educar a los niños en cosas para las que, por su constitución natural, son totalmente incapaces. En esta dificultad, sin embargo, soy claramente de la opinión de que deben ser instruidos en los mejores y más ventajosos estudios, sin hacer demasiado caso o ser demasiado supersticioso en esos ligeros pronósticos que dan de sí mismos en sus tiernos años, y a los que Platón, en su República, da, me parece, demasiada autoridad.

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