Ensayos de Michel de Montaigne

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Ensayos de Michel de Montaigne
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ENSAYOS DE

MICHEL DE MONTAIGNE

––––––––

Traducido por Charles Cotton

Editado por William Carew Hazlitt

––––––––

1877

Copyright

Aunque se han tomado todas las precauciones posibles en la preparación de este libro, el editor no asume ninguna responsabilidad por los errores u omisiones, ni por los daños resultantes del uso de la información aquí contenida.

ENSAYOS DE

MICHEL DE MONTAIGNE

Por MICHEL DE MONTAIGNE

Primera edición. 10 de enero de 2020.

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Tabla de Contenido

Título

Derechos de Autor

Derechos de Autor

Ensayos de Michel de Montaigne

I. - A Monsieur de MONTAIGNE

CONTENIDO

––––––––


PREFACIO

LAS CARTAS DE MONTAIGNE




I. - A Monsieur de MONTAIGNE


II. - A Monseñor de MONTAIGNE.
III. - A Monsieur, Monsieur de LANSAC,
IV. - A Monsieur, Monsieur de MESMES, Señor de Roissy y Malassize, Privado
V. - A Monsieur, Monsieur de L'HOSPITAL, Canciller de Francia
VI. - A Monsieur, Monsieur de Folx, Consejero Privado, del Señorío de Venecia
VII. - A Mademoiselle de MONTAIGNE, mi esposa.
VIII. - A Monsieur DUPUY,
IX. - A los Jurados de Burdeos.
X. - A los mismos.
XI. - A los mismos.
XII. -
XIII. - A Mademoiselle PAULMIER.
XIV. - Al REY HENRY IV.
XV. - Al mismo.
XVI. - Al Gobernador de Guiena.
LIBRO PRIMERO -
CAPÍTULO I - DE QUE LOS HOMBRES POR DIVERSOS CAMINOS LLEGAN AL MISMO FIN.
CAPÍTULO II - DE LA PENA
CAPÍTULO III - DE QUE NUESTROS AFECTOS SE LLEVAN A SÍ MISMOS MÁS ALLÁ DE NOSOTROS
CAPITULO IV - QUE EL ALMA GASTA SUS PASIONES EN OBJETOS FALSOS
CAPITULO V - QUE EL GOBERNADOR MISMO SALE A PARLAMENTAR
CAPITULO VI - QUE LA HORA DE PARLAMENTAR ES PELIGROSA
CAPITULO VII - QUE LA INTENCIÓN ES JUEZ DE NUESTRAS ACCIONES
CAPITULO VIII - DE LA OCIOSIDAD
CAPITULO IX - DE LOS MENTIROSOS
CAPITULO X - DE LAS PALABRAS RÁPIDAS O LENTAS
CAPITULO XI - DE LOS PRONOSTICOS
CAPITULO XII - DE LA CONSTANCIA
CAPITULO XIII - DE LA CEREMONIA DE LA ENTREVISTA DE LOS PRÍNCIPES
CAPITULO XIV - DE QUE LOS HOMBRES SON JUSTAMENTE CASTIGADOS POR SER OBSTINADOS
CAPITULO XV - DEL CASTIGO DE LA COBARDÍA
CAPITULO XVI - DEL PROCEDER DE ALGUNOS EMBAJADORES
CAPITULO XVII - DEL MIEDO
CAPITULO XVIII - DE NO JUZGAR NUESTRA FELICIDAD HASTA DESPUES DE LA MUERTE
CAPITULO XIX - QUE ESTUDIAR FILOSOFIA ES APRENDER A MORIR
CAPITULO XX - DE LA FUERZA DE LA IMAGINACION
CAPITULO XXI - QUE EL BENEFICIO DE UN HOMBRE ES EL PERJUICIO DE OTRO
CAPITULO XXII - DE LA COSTUMBRE; NO DEBEMOS CAMBIAR FACILMENTE UNA LEY RECIBIDA
CAPITULO XXIII - DE VARIOS SUCESOS DEL MISMO CONSEJO
CAPITULO XXIV - DE LA PEDANTERIA
CAPITULO XXV - DE LA EDUCACION DE LOS NIÑOS
CAPITULO XXVI - DE LA LOCURA DE MEDIR LA VERDAD Y EL ERROR POR NUESTRA PROPIA CAPACIDAD
CAPITULO XXVII - DE LA AMISTAD
CAPITULO XXVIII - NUEVE Y VEINTE SONETOS DE ESTIENNE DE LA BOITIE
CAPITULO XXIX - DE LA MODERACIÓN
CAPITULO XXX - DE LOS CANÍBALES
CAPITULO XXXI - QUE EL HOMBRE DEBE JUZGAR SOBRIAMENTE LAS ORDENANZAS DIVINAS
CAPITULO XXXII - DEBEMOS EVITAR LOS PLACERES, AUN A COSTA DE LA VIDA
CAPITULO XXXIII - SE OBSERVA QUE LA FORTUNA ACTÚA A MENUDO SEGÚN LA REGLA DE LA RAZÓN
CAPITULO XXXIV - DE UN DEFECTO DE NUESTRO GOBIERNO
CAPITULO XXXV - DE LA COSTUMBRE DE LLEVAR ROPA
CAPITULO XXXVI - DE CATO EL JOVEN
CAPITULO XXXVII - DE QUE REIMOS Y LLORAMOS POR LO MISMO
CAPITULO XXXVIII - DE LA SOLEDAD
CAPITULO XXXIX - UNA CONSIDERACION SOBRE CICERONES
CAPITULO XL - EL GUSTO POR EL BIEN Y EL MAL DEPENDE DE NUESTRA OPINION
CAPITULO XLI - NO COMUNICAR EL HONOR DE UN HOMBRE
CAPITULO XLII - DE LA DESIGUALDAD ENTRE NOSOTROS
CAPITULO XLIII - DE LAS LEYES SUNTUARIAS
CAPITULO XLIV - DEL SUEÑO
CAPITULO XLV - DE LA BATALLA DE DREUX
CAPITULO XLVI - DE LOS NOMBRES
CAPITULO XLVII - DE LA INCERTIDUMBRE DE NUESTRO JUICIO
CAPITULO XLVIII - DE LOS CABALLOS DE GUERRA, O DESTRIERS
CAPITULO XLIX - DE LAS COSTUMBRES ANTIGUAS
CAPITULO L - DE DEMOCRITO Y HERACLITO
CAPITULO LI - DE LA VANIDAD DE LAS PALABRAS
CAPITULO LII - DE LA PARSIMONIA DE LOS ANTIGUOS
CAPITULO LIII - DE UN DICHO DE CESAR
CAPITULO LV - DE LAS VANAS SUTILEZAS
CAPITULO LV - DE LOS OLORES
CAPITULO LVI - DE LAS ORACIONES
CAPITULO LVII - DE LA EDAD
LIBRO SEGUNDO -
CAPÍTULO I - DE LA INCONSTANCIA DE NUESTRAS ACCIONES
CAPÍTULO II - DE LA EMBRIAGUEZ
CAPITULO III - UNA COSTUMBRE DE LA ISLA DE CEA
CAPITULO IV - MAÑANA ES UN NUEVO DIA
CAPÍTULO V - DE LA CONCIENCIA
CAPITULO VI - EL USO HACE AL MAESTRO
CAPITULO VII - DE LAS RECOMPENSAS DE HONOR
CAPITULO VIII - DEL AFECTO DE LOS PADRES A SUS HIJOS
CAPITULO IX - DE LAS ARMAS DE LOS PARTOS
CAPITULO X - DE LOS LIBROS
CAPITULO XI - DE LA CRUELDAD
CAPITULO XII - DE LA APOLOGIA DE RAIMOND SEBOND
CAPITULO XIII - DEL JUICIO DE LA MUERTE DE OTRO
CAPITULO XIV - DE QUE NUESTRA MENTE SE ENTORPECE A SI MISMA
CAPITULO XV - DE QUE NUESTROS DESEOS SON AUMENTADOS POR LA DIFICULTAD
CAPITULO XVI - DE LA GLORIA
CAPITULO XVII - DE LA PRESUNCIÓN
CAPITULO XVIII - DE LA MENTIRA
CAPITULO XIX - DE LA LIBERTAD DE CONCIENCIA
CAPITULO XX - DE QUE NO PROBAMOS NADA PURO
CAPITULO XXI - CONTRA LA OCIOSIDAD
CAPITULO XXII - DEL DESPLAZAMIENTO
CAPITULO XXIII - DE LOS MALOS MEDIOS EMPLEADOS PARA UN BUEN FIN
CAPITULO XXIV - DE LA GRANDEZA ROMANA
CAPITULO XXV - DE NO FINGIR ESTAR ENFERMO
CAPITULO XXVI - DE LOS PULGARES
CAPITULO XXVII - DE LA COBARDÍA, MADRE DE LA CRUELDAD
CAPITULO XXVIII - TODAS LAS COSAS TIENEN SU TIEMPO
CAPITULO XXIX - DE LA VIRTUD
CAPITULO XXX - DE UN NIÑO MONSTRUOSO
CAPITULO XXXI - DE LA IRA
CAPITULO XXXII - DEFENSA DE SÉNECA Y PLUTARCO
CAPITULO XXXIII - LA HISTORIA DE SPURINA
CAPITULO XXXIV - OBSERVACION SOBRE UNA GUERRA SEGUN JULIO CESAR
CAPITULO XXXV - DE TRES BUENAS MUJERES
CAPITULO XXXVI - DE LOS HOMBRES MAS EXCELENTES
CAPITULO XXXVII - DE LA SEMEJANZA DE LOS HIJOS CON SUS PADRES
LIBRO TERCERO -
CAPÍTULO I - DE LA GANANCIA Y LA HONRADEZ
CAPÍTULO II - DEL ARREPENTIMIENTO
CAPITULO III - DE LOS TRES COMERCIOS
CAPÍTULO IV - DE LA DIVERSIÓN
CAPÍTULO V - DE ALGUNOS VERSOS DE VIRGILIO
CAPITULO VI - DE LAS CARROZAS
CAPITULO VII - DE LOS INCONVENIENTES DE LA GRANDEZA
CAPITULO VIII - DEL ARTE DE LA CONFERENCIA
CAPITULO IX - DE LA VANIDAD
CAPITULO X - DEL MANEJO DE LA VOLUNTAD
CAPITULO XI - DE LOS LISIADOS
CAPÍTULO XII - DE LA FISONOMÍA
CAPÍTULO XIII - DE LA EXPERIENCIA
APOLOGÍA

PREFACIO

La presente publicación pretende suplir una carencia reconocida en nuestra literatura: una edición de biblioteca de los Ensayos de Montaigne. Este gran escritor francés merece ser considerado como un clásico, no sólo en su tierra natal, sino en todos los países y en todas las literaturas. Sus Ensayos, que son a la vez la más célebre y la más permanente de sus producciones, constituyen una revista de la que no desdeñaron servirse mentes como las de Bacon y Shakespeare; y, de hecho, como observa Hallam, la importancia literaria del francés resulta en gran medida de la parte que su mente tuvo en la influencia de otras mentes, coetáneas y posteriores. Pero, al mismo tiempo, al estimar el valor y el rango del ensayista, no debemos dejar de lado los inconvenientes y las circunstancias de la época: el estado imperfecto de la educación, la escasez comparativa de libros y las limitadas oportunidades de intercambio intelectual. Montaigne tomó prestado libremente de otros, y ha encontrado hombres dispuestos a tomar prestado de él con la misma libertad. No hay que sorprenderse de la reputación que alcanzó con aparente facilidad. Fue, sin saberlo, el líder de una nueva escuela en las letras y la moral. Su libro era diferente de todos los demás que había en esa fecha en el mundo. Desviaba las antiguas corrientes de pensamiento hacia nuevos canales. Decía a sus lectores, con una franqueza sin parangón, cuál era la opinión de su escritor sobre los hombres y las cosas, y arrojaba lo que debía ser una extraña clase de luz nueva sobre muchos asuntos pero oscuramente comprendidos. Por encima de todo, el ensayista se desenmascaró a sí mismo e hizo público su organismo intelectual y físico. Tomó al mundo en su confianza en todos los temas. Sus ensayos eran una especie de anatomía literaria, en la que obtenemos un diagnóstico de la mente del escritor, realizado por él mismo en diferentes niveles y bajo una gran variedad de influencias operativas.

 

De todos los egoístas, Montaigne, si no el más grande, fue el más fascinante, porque, quizás, fue el menos afectado y el más veraz. Lo que hizo, y lo que profesó hacer, fue diseccionar su mente, y mostrarnos, lo mejor que pudo, cómo estaba hecha, y qué relación tenía con los objetos externos. Investigó su estructura mental como un escolar desarma su reloj para examinar el mecanismo de las obras; y el resultado, acompañado de ilustraciones abundantes en originalidad y fuerza, lo entregó a sus semejantes en un libro.

La elocuencia, el efecto retórico, la poesía, estaban igualmente alejados de su diseño. No escribía por necesidad, apenas si por fama. Pero deseaba dejar a Francia, más aún, al mundo, algo por lo que ser recordado, algo que dijera la clase de hombre que era, lo que sentía, pensaba y sufría, y creo que tuvo un éxito inconmensurable más allá de sus expectativas.

Era bastante razonable que Montaigne esperara por su obra una cierta cuota de celebridad en Gascuña, e incluso, con el paso del tiempo, en toda Francia; pero es poco probable que previera cómo su renombre iba a ser mundial; cómo iba a ocupar una posición casi única como hombre de letras y moralista; cómo los Ensayos serían leídos, en todas las principales lenguas de Europa, por millones de seres humanos inteligentes, que nunca oyeron hablar del Perigord o de la Liga, y que dudan, si se les pregunta, si el autor vivió en el siglo XVI o en el XVIII. Esta es la verdadera fama. Un hombre de genio no pertenece a ninguna época ni a ningún país. Habla el lenguaje de la naturaleza, que es siempre el mismo en todas partes.

El texto de estos volúmenes está tomado de la primera edición de la versión de Cotton, impresa en 3 vols. 8vo, 1685-6, y reeditada en 1693, 1700, 1711, 1738 y 1743, en el mismo número de volúmenes y el mismo tamaño. En la primera impresión, los errores de imprenta están corregidos sólo hasta la página 240 del primer volumen, y todas las ediciones se suceden. La de 1685-6 fue la única que el traductor vivió para ver. Murió en 1687, dejando tras de sí una interesante y poco conocida colección de poemas, que apareció póstumamente, 8vo, 1689.

Se consideró imperativo corregir la traducción de Cotton mediante un cuidadoso cotejo con la edición "variorum" del original, París, 1854, 4 vols. 8vo o 12mo, y ocasionalmente se han insertado a pie de página pasajes paralelos de la empresa anterior de Florin. También se ha dado una Vida del Autor y todas sus Cartas recuperadas, dieciséis en número; pero, en cuanto a la correspondencia, apenas se puede dudar de que está en un estado puramente fragmentario. Hacer algo más que un esbozo de los principales incidentes de la vida de Montaigne parecía, en presencia de la encantadora y hábil biografía de Bayle St.

El pecado principal de los dos traductores de Montaigne parece haber sido la propensión a reducir su lenguaje y fraseología al lenguaje y fraseología de la época y el país al que pertenecían, y, además, insertar párrafos y palabras, no sólo aquí y allá, sino constante y habitualmente, por un evidente deseo y visión de elucidar o reforzar el significado de su autor. El resultado ha sido generalmente desafortunado; y en el caso de todas estas interpolaciones por parte de Cotton, me he sentido obligado, cuando no las he cancelado, a incluirlas en las notas, no creyendo justo que se permita a Montaigne seguir patrocinando lo que nunca escribió; y reacio, por otra parte, a suprimir por completo la materia intrusa, cuando parecía poseer un valor propio.

Tampoco la redundancia o la paráfrasis es la única forma de transgresión en Cotton, ya que hay lugares en su autor que creyó conveniente omitir, y apenas es necesario decir que la restauración de todo ese material en el texto se consideró esencial para su integridad y plenitud.

Mi más sincero agradecimiento a mi padre, el Sr. Registrar Hazlitt, autor de la conocida y excelente edición de Montaigne publicada en 1842, por la importante ayuda que me ha prestado en la verificación y retraducción de las citas, que se encontraban en un estado muy corrupto, y de las que las versiones inglesas de Cotton eran singularmente flojas e inexactas, y por el celo con el que ha cooperado conmigo en el cotejo del texto inglés, línea por línea y palabra por palabra, con la mejor edición francesa.

Por el favor del Sr. F. W. Cosens, he tenido a mi lado, mientras trabajaba en este tema, la copia del Diccionario de Cotgrave, folio, 1650, que perteneció a Cotton. Tiene su autógrafo y copiosas notas de los MSS, y no es mucho suponer que es el mismo libro empleado por él en su traducción.

W. C. H.

KENSINGTON, noviembre de 1877.

LA VIDA DE MONTAIGNE

[Esta es una traducción libre del prefijo de la edición "variorum" de París, 1854, 4 vols. 8vo. Esta biografía es tanto más deseable cuanto que contiene toda la materia realmente interesante e importante del diario del Viaje por Alemania e Italia, que, como fue escrito simplemente al dictado de Montaigne, está en tercera persona, apenas merece ser publicado, en su conjunto, en un vestido inglés].

El autor de los Ensayos nació, como él mismo nos informa, entre las once y las doce del día, el último de febrero de 1533, en el castillo de St. Michel de Montaigne. Su padre, Pierre Eyquem, escudero, fue sucesivamente primer Jurado de la ciudad de Burdeos (1530), Subalcalde 1536, Jurado por segunda vez en 1540, Procurador en 1546, y finalmente Alcalde de 1553 a 1556. Era un hombre de austera probidad, que tenía "una especial consideración por el honor y la corrección en su persona y vestimenta. Pierre Eyquem puso gran cuidado en la educación de sus hijos, especialmente en el aspecto práctico. Para asociar estrechamente a su hijo Michel con el pueblo, y vincularlo a los que necesitaban ayuda, hizo que fuera sostenido en la fuente por personas de la más baja posición; posteriormente lo puso a amamantar con un aldeano pobre, y luego, en un período posterior, lo hizo acostumbrarse al tipo de vida más común, teniendo cuidado, sin embargo, de cultivar su mente, y supervisar su desarrollo sin el ejercicio de un rigor o restricción indebidos. Michel, que nos da el más minucioso relato de sus primeros años, narra encantadoramente cómo solían despertarlo con el sonido de alguna música agradable, y cómo aprendió el latín, sin sufrir la vara ni derramar una lágrima, antes de comenzar el francés, gracias al maestro alemán que su padre había colocado cerca de él, y que nunca se dirigía a él sino en la lengua de Virgilio y Cicerón. El estudio del griego tuvo prioridad. A los seis años, el joven Montaigne fue al Colegio de Guienne en Burdeos, donde tuvo como preceptores a los más eminentes eruditos del siglo XVI, Nicolas Grouchy, Guerente, Muret y Buchanan. A los trece años había pasado por todas las clases, y como su destino era el derecho, dejó la escuela para estudiar esa ciencia. Tenía entonces unos catorce años, pero estos primeros años de su vida están envueltos en la oscuridad. La siguiente información que tenemos es que en 1554 recibió el nombramiento de consejero en el Parlamento de Burdeos; en 1559 estuvo en Bar-le-Duc con la corte de Francisco II, y en el año siguiente estuvo presente en Rouen para presenciar la declaración de la mayoría de Carlos IX. No sabemos de qué manera se comprometió en estas ocasiones.

Entre 1556 y 1563 se produjo un incidente importante en la vida de Montaigne, al iniciarse su romántica amistad con Etienne de la Boetie, a quien había conocido, según nos cuenta, por pura casualidad en alguna celebración festiva de la ciudad. Desde su primera entrevista, ambos se sintieron irresistiblemente atraídos el uno por el otro, y durante seis años esta alianza fue la más importante en el corazón de Montaigne, como lo fue después en su memoria, cuando la muerte la rompió.

Aunque en su propio libro [Ensayos, i. 27.] reprocha severamente a los que, en contra de la opinión de Aristóteles, se casan antes de los cinco y treinta años, Montaigne no esperó al periodo fijado por el filósofo de Estagira, sino que en 1566, a sus treinta y tres años, se desposó con Françoise de Chassaigne, hija de un consejero del Parlamento de Burdeos. La historia de sus primeros años de matrimonio rivaliza en oscuridad con la de su juventud. Sus biógrafos no se ponen de acuerdo entre sí, y en la misma medida en que pone a nuestra vista todo lo que concierne a sus pensamientos secretos, el mecanismo más íntimo de su mente, observa demasiada reticencia con respecto a sus funciones y conducta públicas, y sus relaciones sociales. El título de Gentilhombre Ordinario del Rey, que asume en un prefacio, y que Enrique II le otorga en una carta, que imprimimos un poco más adelante; lo que dice sobre las conmociones de las cortes, donde pasó una parte de su vida; las Instrucciones que escribió al dictado de Catalina de Médicis para el rey Carlos IX, y su noble correspondencia con Enrique IV, Sin embargo, no hay duda del papel que desempeñó en las transacciones de aquellos tiempos, y encontramos una prueba irrefutable de la estima que le tenían los personajes más exaltados, en una carta que le dirigió Carlos en el momento en que fue admitido en la Orden de San Miguel, que era, como él mismo nos informa, el más alto honor de la nobleza francesa.

Según Lacroix du Maine, Montaigne, a la muerte de su hermano mayor, renunció a su puesto de consejero para adoptar la profesión militar, mientras que, si damos crédito al presidente Bouhier, nunca ejerció ninguna función relacionada con las armas. Sin embargo, varios pasajes de los Ensayos parecen indicar que no sólo tomó el servicio, sino que estuvo realmente en numerosas campañas con los ejércitos católicos. Añadamos que en su monumento se le representa con una cota de malla, con su casaca y sus guanteletes en el lado derecho, y un león a sus pies, todo lo cual significa, en el lenguaje de los emblemas funerarios, que el difunto ha participado en algunas transacciones militares importantes.

Sin embargo, nuestro autor, al llegar a los treinta y ocho años, decidió dedicar el resto de su vida al estudio y a la contemplación, y el día de su cumpleaños, el último de febrero de 1571, hizo colocar una inscripción filosófica, en latín, en una de las paredes de su castillo, donde todavía se puede ver, y cuya traducción es la siguiente: "En el año de Cristo . . en su trigésimo octavo año, en la víspera de las calendas de marzo, su cumpleaños, Michel Montaigne, ya cansado de los empleos de la corte y de los honores públicos, se retiró por completo a la conversación de las vírgenes eruditas, donde pretende pasar la parte restante del tiempo que le ha sido asignado en tranquila reclusión".

En la época a la que hemos llegado, Montaigne era desconocido en el mundo de las letras, salvo como traductor y editor. En 1569 había publicado una traducción de la "Teología Natural" de Raymond de Sebonde, que había emprendido únicamente para complacer a su padre. En 1571 había hecho imprimir en París cierta "opuscucla" de Etienne de la Boetie; y estos dos esfuerzos, inspirados en un caso por el deber filial, y en el otro por la amistad, demuestran que los motivos afectivos anulaban en él la mera ambición personal como literato. Podemos suponer que comenzó a componer los Ensayos al principio de su retiro de los compromisos públicos; pues como, según su propio relato, observa el presidente Bouhier, no se preocupaba ni de la caza, ni de la construcción, ni de la jardinería, ni de las actividades agrícolas, y se ocupaba exclusivamente de la lectura y la reflexión, se dedicó con satisfacción a la tarea de plasmar sus pensamientos tal como se le ocurrían. Esos pensamientos se convirtieron en un libro, y la primera parte de ese libro, que iba a conferir la inmortalidad al escritor, apareció en Burdeos en 1580. Montaigne tenía entonces cincuenta y siete años; había sufrido durante algunos años de cólicos renales y grava; y fue con la necesidad de distraerse de su dolor, y la esperanza de obtener alivio de las aguas, que emprendió en ese momento un gran viaje. Como el relato que ha dejado de sus viajes por Alemania e Italia comprende algunos detalles muy interesantes de su vida y de su historia personal, parece que vale la pena proporcionar un esbozo o análisis del mismo.

 

"El viaje, del que procedemos a describir el curso simplemente", dice el editor del Itinerario, "no tenía, desde Beaumont-sur-Oise hasta Plombieres, en Lorena, nada lo suficientemente interesante como para detenernos... debemos ir hasta Basilea, de la que tenemos una descripción, familiarizándonos con su condición física y política en ese período, así como con el carácter de sus baños. El paso de Montaigne por Suiza no carece de interés, ya que allí vemos cómo nuestro viajero filosófico se acomodó en todas partes a las costumbres del país. Los hoteles, las provisiones, la cocina suiza, todo le resultaba agradable; parece, en efecto, como si prefiriera a los modales y gustos franceses los de los lugares que visitaba, y cuya sencillez y libertad (o franqueza) concordaban más con su propio modo de vida y de pensar. En las ciudades en las que estuvo, Montaigne se preocupó de ver a los divinos protestantes, para familiarizarse con todos sus dogmas. Incluso, de vez en cuando, discutió con ellos.

"Tras dejar Suiza, se dirigió a Isne, una ciudad imperial, y luego a Augsburgo y Munich. Después se dirigió al Tirol, donde se sorprendió agradablemente, después de las advertencias que había recibido, de las escasas molestias que sufrió, lo que le dio la oportunidad de comentar que toda su vida había desconfiado de las declaraciones de los demás respecto a los países extranjeros, ya que los gustos de cada persona se ajustaban a las nociones de su lugar de origen; y que, en consecuencia, se había fijado muy poco en lo que se le había dicho de antemano.

"A su llegada a Botzen, Montaigne escribió a François Hottmann, para decirle que le había gustado tanto su visita a Alemania que la dejaba con gran pesar, aunque fuera para ir a Italia. Pasó entonces por Brunsol, Trento, donde se alojó en la Rosa; de allí fue a Rovera; y aquí primero se lamentó de la escasez de langostas, pero compensó la pérdida comiendo trufas cocidas en aceite y vinagre; naranjas, cidras y aceitunas, en todo lo cual se deleitó".

Después de pasar una noche inquieta, cuando por la mañana pensó que había alguna ciudad o distrito nuevo que ver, se levantó, según nos cuentan, con presteza y placer.

Su secretario, al que dictaba su Diario, asegura que nunca le vio interesarse tanto por las escenas y personas de su entorno, y cree que el cambio completo ayudó a mitigar sus sufrimientos al concentrar su atención en otros puntos. Cuando se le reprochó que había conducido a su grupo fuera de la ruta habitual, y que luego había regresado muy cerca del lugar de donde partieron, su respuesta fue que no tenía un rumbo fijo, y que simplemente se proponía visitar lugares que no había visto, y mientras no lo condenaran a recorrer el mismo camino dos veces, o a volver a visitar un punto ya visto, no podía percibir ningún daño en su plan. En cuanto a Roma, le importaba menos ir allí, ya que todo el mundo iba; y decía que nunca había tenido un lacayo que no pudiera contarle todo sobre Florencia o Ferrara. También decía que se parecía a los que leen una historia agradable o un buen libro, del que temen llegar al final: sentía tanto placer al viajar que temía el momento de llegar al lugar donde debían parar para pasar la noche.

Vemos que Montaigne viajaba, tal y como escribía, completamente a gusto y sin la menor restricción, apartándose, tal y como le parecía, de los caminos comunes u ordinarios que toman los turistas. Las buenas posadas, las camas blandas, las bellas vistas, atrajeron su atención en todo momento, y en sus observaciones sobre los hombres y las cosas se limita principalmente al aspecto práctico. La consideración de su salud estaba constantemente presente, y fue a consecuencia de esto que, mientras estaba en Venecia, que le decepcionó, tuvo ocasión de anotar, para beneficio de los lectores, que tuvo un ataque de cólico, y que evacuó dos grandes piedras después de la cena. Al salir de Venecia, fue sucesivamente a Ferrara, Rovigo, Padua, Bolonia (donde tuvo un dolor de estómago), Florencia, etc.; y en todas partes, antes de bajar, tenía por norma enviar a algunos de sus sirvientes a averiguar dónde se podía encontrar el mejor alojamiento. Declaró que las mujeres florentinas eran las mejores del mundo, pero no tenía una opinión tan buena de la comida, que era menos abundante que en Alemania y no estaba tan bien servida. Nos da a entender que en Italia envían los platos sin aderezo, pero que en Alemania estaban mucho mejor condimentados y se servían con una variedad de salsas y salsas. Además, comentó que las copas eran singularmente pequeñas y los vinos insípidos.

Después de cenar con el Gran Duque de Florencia, Montaigne pasó rápidamente por el país intermedio, que no le fascinaba, y llegó a Roma el último día de noviembre, entrando por la Puerta del Popolo, y alojándose en Bear. Pero después alquiló, por veinte coronas al mes, habitaciones bien amuebladas en la casa de un español, que incluía en estas condiciones el uso del fuego de la cocina. Lo que más le molestó en la Ciudad Eterna fue la cantidad de franceses que encontró, que le saludaban en su lengua materna; pero por lo demás estuvo muy cómodo, y su estancia se prolongó durante cinco meses. Una mente como la suya, llena de grandes reflexiones clásicas, no podía dejar de estar profundamente impresionada ante las ruinas de Roma, y ha plasmado en un magnífico pasaje del Diario los sentimientos del momento: "Decía", escribe su secretario, "que en Roma no se veía más que el cielo bajo el que había sido construida, y el contorno de su emplazamiento: que el conocimiento que teníamos de ella era abstracto, contemplativo, no palpable a los sentidos reales: que los que decían que contemplaban al menos las ruinas de Roma, iban demasiado lejos, pues las ruinas de una estructura tan gigantesca debían haber merecido mayor reverencia: no era más que su sepulcro. El mundo, celoso de ella, prolongando el imperio, había en primer lugar roto en pedazos ese admirable cuerpo, y luego, cuando percibieron que los restos atraían la adoración y el asombro, habían enterrado los propios restos.-[Compárese un pasaje de una de las cartas de Horace Walpole a Richard West, del 22 de marzo de 1740 (Cunningham's edit. i. 41), donde Walpole, hablando de Roma, describe sus mismas ruinas como arruinadas]-En cuanto a esos pequeños fragmentos que aún se veían en la superficie, a pesar de los asaltos del tiempo y de todos los demás ataques, repetidos una y otra vez, habían sido favorecidos por la fortuna para ser una ligera evidencia de esa infinita grandeza que nada podía extinguir por completo. Pero era probable que estos restos desfigurados fueran los que menos derecho tuvieran a la atención, y que los enemigos de ese renombre inmortal, en su furia, se hubieran dirigido en primera instancia a la destrucción de lo más bello y digno de ser conservado; y que los edificios de esta Roma bastarda, levantados sobre las antiguas producciones, aunque pudieran excitar la admiración de la época actual, le recordaran los nidos de cuervos y gorriones construidos en los muros y arcos de las antiguas iglesias, destruidas por los hugonotes. Además, al ver el espacio que ocupaba esta tumba, temió que no se hubiera recuperado el conjunto y que el propio entierro hubiera sido enterrado. Y, además, al ver que un miserable montón de basura, como trozos de teja y cerámica, crecía (como lo había hecho desde hacía mucho tiempo) hasta una altura igual a la del monte Gurson, [en el Perigord], y tres veces su anchura, parecía mostrar una conspiración del destino contra la gloria y la preeminencia de esa ciudad, ofreciendo al mismo tiempo una prueba novedosa y extraordinaria de su difunta grandeza. Él (Montaigne) observó que era difícil de creer, teniendo en cuenta la limitada superficie que ocupaba cualquiera de sus siete colinas, y en particular las dos más favorecidas, el Capitolio y el Palatino, que se levantaran tantos edificios en el lugar. A juzgar sólo por lo que queda del Templo de la Concordia, a lo largo del "Forum Romanum", cuya caída parece bastante reciente, como la de una enorme montaña dividida en horribles peñascos, no parece que más de dos edificios de este tipo pudieran tener cabida en el Capitolio, en el que en una época hubo de veinticinco a treinta templos, además de viviendas privadas. Pero, en realidad, es poco probable que la visión que tenemos de la ciudad sea correcta, ya que su plano y su forma han cambiado infinitamente; por ejemplo, el "Velabrum", que debido a su nivel deprimido recibía las aguas residuales de la ciudad y tenía un lago, se ha elevado por acumulación artificial hasta alcanzar la altura de las otras colinas, y el monte Savello, en realidad, ha crecido simplemente a partir de las ruinas del teatro de Marcelo. Creía que un antiguo romano no reconocería el lugar de nuevo. A menudo ocurría que, al excavar en la tierra, los obreros daban con la corona de alguna columna elevada que, aunque así enterrada, seguía en pie. La gente de allí no recurre a otros cimientos que las bóvedas y arcos de las casas antiguas, sobre las que, como sobre losas de roca, levantan sus modernos palacios. Es fácil ver que varias de las calles antiguas están treinta pies por debajo de las actuales".

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