Ensayos de Michel de Montaigne

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"Quis hominum potest scire consilium Dei?

Aut quis poterit cogitare quid velit Dominus?"

["¿Quién de los hombres puede conocer el consejo de Dios? o ¿quién puede pensar cuál es la voluntad del Señor?

Libro de la Sabiduría, ix. 13.]

CAPÍTULO XXXII-QUE DEBEMOS EVITAR LOS PLACERES, AUN A COSTA DE LA VIDA

Hace tiempo que observé que la mayoría de las opiniones de los antiguos coinciden en esto, que ya es hora de morir cuando hay más mal que bien en la vida, y que conservar la vida para nuestro propio tormento e inconveniente es contrario a las propias reglas de la naturaleza, como nos instruyen estas antiguas leyes.

["O vida tranquila, o muerte feliz. Es bueno morir cuando la vida

es cansada. Es mejor morir que vivir miserablemente".

-Stobaeus, Serm. xx.]

Pero llevar este desprecio de la muerte tan lejos como para emplearlo en apartar nuestros pensamientos de los honores, riquezas, dignidades y otros favores y bienes, como los llamamos, de la fortuna, como si la razón no fuera suficiente para persuadirnos a evitarlos, sin añadir este nuevo mandato, nunca lo había visto ni mandado ni practicado, hasta que cayó en mis manos este pasaje de Séneca; que aconseja a Lucilio, hombre de gran poder y autoridad ante el emperador, que altere su voluptuoso y magnífico modo de vivir, y se retire de esta mundana vanidad y ambición, a una vida solitaria, tranquila y filosófica, y el otro alegando algunas dificultades: "Soy de la opinión", dice, "de que dejes esa vida tuya, o la vida misma; yo, en efecto, te aconsejaría el camino suave, y que desates, más que rompas, el nudo que has tejido indiscretamente, con tal de que, si no se puede desatar de otro modo, lo rompas resueltamente. No hay hombre tan cobarde que no prefiera caer una vez a estar siempre cayendo". Este consejo me habría parecido bastante conforme a la aspereza estoica, pero parece más extraño por estar tomado de Epicuro, que escribe lo mismo en la misma ocasión a Idomeneo. Y creo haber observado algo parecido, pero con moderación cristiana, entre los nuestros.

San Hilario, obispo de Poictiers, aquel famoso enemigo de la herejía arriana, estando en Siria, le enviaron información de que Abra, su única hija, a la que había dejado en casa bajo la mirada y la tutela de su madre, era solicitada en matrimonio por los más grandes nobles del país, por ser una virgen virtuosamente educada, bella, rica y en la flor de su edad; por lo que le escribió (según consta) que apartara su afecto de todos los placeres y ventajas que le proponían; pues en sus viajes había encontrado una fortuna mucho mayor y más digna para ella, un marido de mucho mayor poder y magnificencia, que le regalaría ropas y joyas de inestimable valor; en lo que su designio era despojarla del apetito y del uso de los deleites mundanos, para unirla enteramente a Dios; pero el camino más cercano y seguro para esto, siendo, como él concebía, la muerte de su hija, no cesaba, por medio de votos, oraciones y plegarias, de suplicar al Todopoderoso, que se complaciera en llamarla de este mundo, y llevarla a sí mismo; como en consecuencia sucedió; pues poco después de su regreso, ella murió, por lo que él expresó una singular alegría. Esta parece superar a la otra, pues se aplica a este medio desde el principio, que sólo toman subsidiariamente; y, además, fue hacia su única hija. Pero no omitiré el último final de esta historia, aunque sea para mi propósito; St. Hilario, habiendo entendido de él cómo la muerte de su hija fue provocada por su deseo y designio, y cuánto más feliz era ella de ser apartada de este mundo que de haber permanecido en él, concibió una aprehensión tan viva de la eterna y celestial bienaventuranza, que suplicó a su marido, con la más extrema importunidad, que hiciese otro tanto por ella; y Dios, a petición conjunta de ambos, poco después de llamarla a Él, fue una muerte abrazada con singular y mutuo contento.

CAPÍTULO XXXIII - QUE LA FORTUNA ACTÚA A MENUDO SEGÚN LA REGLA DE LA RAZÓN

La inconstancia y los diversos movimientos de la Fortuna

[El término Fortuna, tan frecuentemente empleado por Montaigne, y en pasajes

pasajes en los que podría haber usado Providencia, fue censurado por los doctores que

examinaron sus Ensayos cuando estuvo en Roma en 1581. Ver sus Viajes,

i. 35 y 76.]

puede hacernos esperar razonablemente que nos presente todo tipo de caras. ¿Puede haber un acto de justicia más expreso que éste? El duque de Valentinois -[César Borgia]-, habiendo resuelto envenenar a Adriano, cardenal de Corneto, con quien el papa Alejandro VI, su padre y él mismo, iban a cenar en el Vaticano, envió antes una botella de vino envenenado, y con ella, una orden estricta al mayordomo para que la mantuviera muy segura. Cuando el Papa se presentó ante su hijo y le pidió que bebiera, el mayordomo, suponiendo que este vino no había sido recomendado tan estrictamente a su cuidado, sino sólo por su excelencia, se lo presentó inmediatamente al Papa, y el propio duque, que entró poco después, confiando en que no se habían entrometido en su botella, tomó también su copa, de modo que el padre murió inmediatamente en el acto -[Otros historiadores asignan al Papa varios días de sufrimiento antes de la muerte. D.W.]-, y el hijo, después de haber sido largamente atormentado por la enfermedad, fue reservado para otra y peor fortuna.

A veces parece que nos juega una mala pasada, justo en el momento de un asunto; el señor d'Estrees, a la sazón alférez del señor de Vendome, y el señor de Licques, lugarteniente en la compañía del duque de Ascot, siendo ambos pretendientes a la hermana del señor de Fougueselles, aunque de varias partes (como suele ocurrir entre vecinos de frontera), el señor de Licques se la llevó; pero el mismo día en que se casó, y lo que es peor, antes de acostarse con su esposa, el novio teniendo la intención de romper una lanza en honor de su nueva novia, salió a escaramuzar cerca de St. Omer, donde el Sieur d'Estrees demostrando ser el más fuerte, lo tomó prisionero, y cuanto más para ilustrar su victoria, la dama se mostró dispuesta a...

"Conjugis ante coacta novi dimittere collum,

Quam veniens una atque altera rursus hyems

Noctibus in longis avidum saturasset amorem,"

["Obligada a abstenerse de abrazar a su nuevo cónyuge en sus brazos

antes de que pasaran dos inviernos seguidos, durante sus largas noches había

saciado su ansioso amor" -Catulo, lxviii. 81.]

-para pedirle, por cortesía, que le entregara su prisionero, como así lo hizo, ya que los caballeros de Francia nunca niegan nada a las damas.

¿No parece ser una artista aquí? Constantino, hijo de Helena, fundó el imperio de Constantinopla, y tantos años después, Constantino, hijo de Helena, le puso fin. A veces se complace en emular nuestros milagros; se dice que el rey Clodoveo asediando Angulema, los muros cayeron por sí mismos por el favor divino, y Bouchet cuenta de algún autor, que el rey Roberto habiéndose sentado ante una ciudad, y siendo sustraído del asedio para ir a celebrar la fiesta de San Aignan en Orleans, como estaba en devoción en cierta parte de la misa, los muros de la ciudad asediada, sin ninguna clase de violencia, cayeron con una ruina repentina. Pero ella hizo todo lo contrario en nuestras guerras de Milán; porque, el Capitán Rense sitió para nosotros la ciudad de Arona, y habiendo llevado una mina debajo de una gran parte de la muralla, la mina fue levantada desde su base, pero cayó de nuevo, sin embargo, entera y exactamente sobre sus cimientos, que los sitiados no sufrieron ningún inconveniente por ese intento.

A veces hace de médico. Jasón de Feres, al que los médicos entregaron a causa de un impostor en su pecho, teniendo la intención de librarse de su dolor, por lo menos con la muerte, se lanzó en una batalla desesperadamente en lo más espeso del enemigo, donde fue tan afortunadamente herido en todo el cuerpo, que el impostor se rompió, y fue perfectamente curado. ¿No superó también al pintor Protógenes en su arte? que habiendo terminado el cuadro de un perro bastante cansado y sin aliento, en todas las demás partes excelentemente bien a su gusto, pero no pudiendo expresar, como él querría, la esclavitud y la espuma que debía salir de su boca, vejado y enojado por su obra, tomó su esponja, que al limpiar sus lápices se había impregnado de varias clases de colores, y la arrojó con furia contra el cuadro, con la intención de desfigurarlo por completo; cuando la fortuna hizo que la esponja diera justo en la boca del perro, y allí hizo lo que todo su arte no pudo hacer. ¿No dirige a veces nuestros consejos y los corrige? Isabel, reina de Inglaterra, al tener que navegar desde Zelanda hacia su propio reino, -[en 1326]- con un ejército, a favor de su hijo contra su marido, hubiera estado perdida, de haber llegado al puerto que pretendía, siendo allí acechada por el enemigo; pero la fortuna, contra su voluntad, la arrojó a otro puerto, donde desembarcó con seguridad. Y aquel hombre de antaño que, arrojando una piedra a un perro, golpeó y mató a su suegra, no tenía razón para pronunciar este verso:

["La fortuna tiene más juicio que nosotros". -Menandro]

Icetes había contratado a dos soldados para matar a Timoleón en Adrana, en Sicilia -[Plutarco, Vida de Timoleón, c. 7. Se tomaron su tiempo para hacerlo cuando él estaba asistiendo a un sacrificio, y metiéndose en la multitud, mientras se hacían señas unos a otros de que ahora era un momento adecuado para hacer su negocio, entró un tercero, que, con una espada, cogió a uno de ellos de un golpe en la cabeza, lo dejó muerto en el lugar y huyó, lo que los otros vieron, y concluyendo que estaba descubierto y perdido, corrió al altar y pidió piedad, prometiendo descubrir toda la verdad, lo que mientras hacía, y poniendo al descubierto toda la conspiración, he aquí que el tercer hombre, que fue apresado, fue, como asesino, empujado y arrastrado por el pueblo a través de la prensa, hacia Timoleón, y las otras personas más eminentes de la asamblea, ante quienes fue llevado, clama por el perdón, alegando que había matado justamente al asesino de su padre; y, probando en el acto, por medio de suficientes testigos, que su buena fortuna le proporcionó oportunamente, que su padre había sido realmente asesinado en la ciudad de Leontini, por aquel mismo hombre del que se había vengado, se le concedieron diez minae áticas, por haber tenido la suerte, al querer vengar la muerte de su padre, de preservar la vida del padre común de Sicilia. La fortuna, verdaderamente, en su conducta supera todas las reglas de la prudencia humana.

 

Pero, para concluir, ¿no se descubre en esta acción una aplicación directa de su favor, su bondad y su piedad? Estando Ignacio padre e Ignacio hijo proscritos por los triunviros de Roma, resolvieron en este generoso acto de mutua bondad, caer uno en manos del otro, y por ese medio frustrar y vencer la crueldad de los tiranos; y, en consecuencia, con sus espadas desenvainadas, se lanzaron a toda velocidad el uno contra el otro, donde la fortuna guió de tal manera las puntas, que se hicieron dos heridas igualmente mortales, proporcionando además tanto honor a tan valiente amistad, como para dejarles la fuerza suficiente para desenvainar sus espadas ensangrentadas, a fin de que tuvieran la libertad de abrazarse en esta condición moribunda, con un abrazo tan estrecho y cordial, que el verdugo les cortó la cabeza a ambos al mismo tiempo, dejando los cuerpos aún unidos en este noble lazo, y sus heridas unidas boca a boca, aspirando afectuosamente la última sangre y el resto de la vida de cada uno.

CAPÍTULO XXXIV—DE UN DEFECTO DE NUESTRO GOBIERNO

Mi difunto padre, un hombre que no tenía más ventajas que la experiencia y sus propias partes naturales, era sin embargo de un juicio muy claro, me dijo antiguamente que una vez tuvo pensamientos de esforzarse por introducir esta práctica; que podría haber en cada ciudad un cierto lugar asignado al que los que estuvieran en necesidad de cualquier cosa podrían reparar, y tener su negocio entrado por un oficial designado para ese propósito. Como por ejemplo: Quiero un capataz para comprar mis perlas; quiero uno que tenga perlas para vender; tal otro quiere compañía para ir a París; tal otro busca un criado de tal calidad; tal otro un maestro; tal otro un artífice; unos preguntando por una cosa, otros por otra, cada uno según lo que quiera. Y, sin duda, estos anuncios mutuos no serían de despreciable ventaja para la correspondencia e inteligencia públicas: porque cada vez hay más condiciones que se persiguen unas a otras, y por falta de conocimiento de las ocasiones de cada uno dejan a los hombres en muy gran necesidad.

He oído, para gran vergüenza de la época en que vivimos, que a nuestra vista murieron dos hombres excelentísimos para el saber, tan pobres que apenas tenían pan que llevarse a la boca: Lilius Gregorius Giraldus en Italia y Sebastianus Castalio en Alemania: y creo que hay mil hombres que los habrían invitado a sus familias, con condiciones muy ventajosas, o los habrían aliviado donde estaban, si hubieran conocido sus necesidades. El mundo no está tan corrompido en general, sino que conozco a un hombre que desearía de corazón que la hacienda que le han dejado sus antepasados se empleara, mientras la fortuna le conceda permiso para disfrutarla, en asegurar a personas raras y notables de cualquier clase, a las que la desgracia persigue a veces hasta el último grado, de los peligros de la necesidad; y al menos ponerlas en condiciones tales que deban ser muy difíciles de complacer, si no están contentas.

Mi padre, en su economía doméstica, tenía esta regla (que sé recomendar, pero de ninguna manera imitar), a saber, que además del libro diario o memorial de asuntos de la casa, donde se anotaban las pequeñas cuentas, pagos y desembolsos, que no requieren la mano de un secretario, y que un mayordomo siempre tenía en custodia, ordenó a quien empleaba para que escribiera por él, que llevara un diario, y que en él anotara todos los sucesos notables, y los memoriales diarios de la historia de su casa: muy agradable de repasar, cuando el tiempo empieza a desgastar las cosas en la memoria, y muy útil a veces para sacarnos de dudas sobre cuándo se empezó tal cosa, cuándo se terminó; qué visitantes vinieron, y cuándo se fueron; nuestros viajes, ausencias, matrimonios y muertes; la recepción de buenas o malas noticias; el cambio de los principales sirvientes, y cosas semejantes. Una antigua costumbre, que creo que no estaría mal que cada uno reviviera en su propia casa; y me parece que hice una gran tontería al descuidarla.

CAPÍTULO XXXV - DE LA COSTUMBRE DE VESTIR

Diga lo que diga sobre este tema, me veo obligado a invadir algunos de los límites de la costumbre, tan cuidadosa ha sido ella de cerrar todas las vías. Estaba discutiendo conmigo mismo en esta época de escalofríos, si la moda de ir desnudo en esas naciones recientemente descubiertas les es impuesta por la temperatura caliente del aire, como decimos de los indios y los moros, o si es la moda original de la humanidad. Los hombres de entendimiento, ya que todas las cosas bajo el sol, como declara la Sagrada Escritura, están sujetas a las mismas leyes, solían, en consideraciones como éstas, en las que debemos distinguir las leyes naturales de las que han sido impuestas por la invención del hombre, recurrir a la política general del mundo, donde no puede haber nada falso. Ahora bien, estando todas las demás criaturas suficientemente provistas de todo lo necesario para el sostenimiento de su ser -[la expresión de Montaigne es: "con aguja e hilo"-, no cabe imaginar que sólo nosotros hayamos venido al mundo en una condición defectuosa e indigente, y en un estado tal que no podamos subsistir sin ayuda externa. Por eso creo que, como las plantas, los árboles y los animales, y todas las cosas que tienen vida, se ve que están por naturaleza suficientemente vestidos y cubiertos para defenderse de los daños del tiempo:

"Proptereaque fere res omnes ant corio sunt,

Aut seta, ant conchis, ant callo, ant cortice tectae,"

["Y que por esta razón casi todas las cosas están vestidas de piel

o pelo, o conchas, o corteza, o algo parecido".

-Lucrecio, iv. 936.]

Así éramos nosotros: pero como los que con la luz artificial apagan la del día, así nosotros con formas y modas prestadas hemos destruido la nuestra. Y es bastante claro que la costumbre es lo único que hace imposible lo que de otro modo no lo es; porque de las naciones que no conocen la ropa, algunas están situadas bajo la misma temperatura que nosotros, y otras en climas mucho más fríos. Y además, nuestras partes más tiernas están siempre expuestas al aire, como los ojos, la boca, la nariz y las orejas; y nuestros trabajadores del campo, como nuestros antepasados en tiempos pasados, van con el pecho y el vientre abiertos. Si hubiéramos nacido con la necesidad de llevar enaguas y pantalones, no hay duda de que la naturaleza habría fortificado con una piel más gruesa aquellas partes que pretendía que estuvieran expuestas a la furia de las estaciones, como ha hecho con las puntas de los dedos y las plantas de los pies. ¿Y por qué debería parecer difícil de creer? Observo una distancia mucho mayor entre mi hábito y el de uno de nuestros campesinos, que entre el suyo y el de un hombre que no tiene más cobertura que su piel. ¿Cuántos hombres, especialmente en Turquía, van desnudos por devoción? Alguien le preguntó a un mendigo, al que vio en camisa en pleno invierno, tan animado y alegre como el que va tapado hasta las orejas con pieles, ¿cómo era capaz de soportar ir así? "Pues, señor", respondió, "usted va con la cara descubierta: yo soy todo cara". Los italianos cuentan la historia del tonto del duque de Florencia, a quien su señor le preguntó cómo, estando tan poco vestido, era capaz de soportar el frío, cuando él mismo, abrigado como estaba, apenas podía hacerlo. "Pues", respondió el tonto, "aprovecha mi recibo para ponerte toda la ropa que tienes de una vez, y no sentirás más frío que yo". El rey Massinissa, hasta una edad extremadamente avanzada, nunca pudo ser convencido de ir con la cabeza cubierta, por muy frío, tormentoso o lluvioso que fuera el tiempo; lo que también se cuenta del emperador Severo. Herodoto nos dice que en las batallas libradas entre egipcios y persas, él mismo y otros observaron que de los que quedaban muertos en el campo, las cabezas de los egipcios eran sin comparación más duras que las de los persas, debido a que estos últimos habían ido siempre con la cabeza cubierta desde su infancia, primero con bigotes y luego con turbantes, y los otros siempre afeitados y desnudos. El rey Agesilao continuó hasta una edad decrépita llevando siempre la misma ropa en invierno que en verano. César, dice Suetonio, marchaba siempre al frente de su ejército, en su mayor parte a pie, con la cabeza desnuda, tanto si llovía como si hacía sol, y lo mismo se dice de Aníbal:

"Tum vertice nudo,

Excipere insanos imbres, coelique ruinam".

["Con la cabeza descubierta marchó en la nieve, expuesto a la lluvia torrencial y al

Silius Italicus, i. 250.]

Un veneciano que ha vivido mucho tiempo en Pegu, y que ha regresado recientemente, escribe que los hombres y las mujeres de ese reino, aunque cubren todas sus otras partes, van siempre descalzos y cabalgan también así; y Platón aconseja muy seriamente, para la salud de todo el cuerpo, no dar a la cabeza y a los pies otra ropa que la que la naturaleza ha concedido. Aquel a quien los polacos han elegido como su rey -[Esteban Báthory]- desde que el nuestro llegó allí, que es, en verdad, uno de los más grandes príncipes de esta época, nunca lleva guantes, y en invierno o en cualquier tiempo que pueda venir, nunca lleva otro gorro fuera que el que lleva en casa. Mientras que yo no puedo soportar ir desabrochado o desatado; mis vecinos trabajadores se creerían encadenados, si estuvieran así sujetos. Varrón opina que cuando se ordenó que estuviéramos desnudos en presencia de los dioses y ante el magistrado, se hizo más bien por motivos de salud y para acostumbrarnos a los daños del clima, que por motivos de reverencia; Y ya que estamos hablando de frío, y que los franceses solían llevar variedad de colores (yo no, pues rara vez llevo otro color que no sea el negro o el blanco, a imitación de mi padre), añadamos otra historia de Le Capitaine Martin du Bellay, que afirma que en la marcha hacia Luxemburgo vio una helada tan grande, que el vino de munición se cortaba con hachas y cuñas, y se entregaba a los soldados por peso, y que se lo llevaban en cestas: y Ovidio,

"Nudaque consistunt, formam servantia testae,

Vina; nec hausta meri, sed data frusta, bibunt".

["El vino cuando sale del barril conserva la forma del barril;

y no se reparte en copas, sino en trozos".

-Ovidio, Trist., iii. 10, 23.]

En la desembocadura del lago Maeotis las heladas son tan intensas, que en el mismo lugar donde el lugarteniente de Mitrídates había combatido al enemigo a pie seco y le había dado una notable derrota, el verano siguiente obtuvo sobre él una victoria naval. Los romanos lucharon con gran desventaja en el combate que tuvieron con los cartagineses cerca de Piacenza, porque fueron a la carga con la sangre congelada y los miembros entumecidos por el frío, mientras que Aníbal había hecho que se dispersaran grandes fuegos por todo su campamento para calentar a sus soldados, y que se distribuyera aceite entre ellos, con el fin de que, ungiéndose, pudieran hacer que sus nervios fueran más flexibles y activos, y fortificar los poros contra la violencia del aire y el viento helado, que hacía estragos en esa estación.

La retirada que los griegos hicieron de Babilonia a su propio país es famosa por las dificultades y calamidades que tuvieron que superar; de las cuales ésta fue una, que al encontrarse en las montañas de Armenia con una horrible tormenta de nieve, perdieron todo conocimiento del país y de los caminos, y al ser expulsados, estuvieron un día y una noche sin comer ni beber; La mayor parte de su ganado murió, muchos de ellos murieron de hambre, varios quedaron ciegos por la fuerza del granizo y el resplandor de la nieve, muchos de ellos mutilados en los dedos de las manos y de los pies, y muchos rígidos e inmóviles por la extremidad del frío, que aún tenían el entendimiento completo.

 

Alejandro vio una nación en la que enterraban sus árboles frutales en invierno para protegerlos de las heladas, y nosotros también podemos ver lo mismo.

Pero, en cuanto a la ropa, el rey de México se cambiaba cuatro veces al día de vestido, y nunca se lo volvía a poner, empleando lo que dejaba en sus continuas liberalidades y recompensas; y ninguna olla, plato, ni otro utensilio de su cocina o mesa se servía dos veces.

CAPÍTULO XXXVI—DE CATO EL JOVEN

["No estoy poseído de este común error, de juzgar a los demás

según lo que soy yo mismo. Soy fácil de percibir las cosas

que difieren de mí mismo. Aunque esté comprometido con una forma, no

no ato el mundo a ella, como hace todo el mundo. Y percibo y concibo

mil maneras de vivir, contrarias a las comunes".

-Florio, ed. 1613, p. 113.]

No soy culpable del error común de juzgar a otro por mí mismo. Creo fácilmente en el humor de otro que es contrario al mío; y aunque me encuentro comprometido con una forma determinada, no obligo a otros a ella, como hacen muchos; sino que creo y aprecio mil maneras de vivir; y, al contrario que la mayoría de los hombres, admito más fácilmente la diferencia que la uniformidad entre nosotros. Con la misma franqueza que cualquiera quisiera, descargo a un hombre de mis humores y principios, y lo considero según su modelo particular. Aunque yo mismo no soy continente, apruebo sinceramente la continencia de los Feuillanos y Capuchinos, y alabo mucho su forma de vivir. Me insinúo con la imaginación en su lugar, y los amo y honro más por ser otros que yo. Deseo mucho que se nos juzgue a cada uno por sí mismo, y no me dejaría arrastrar por la consecuencia de los ejemplos comunes. Mi propia debilidad no altera en nada la estima que debo tener por la fuerza y el vigor de quienes la merecen:

"Sunt qui nihil suadent, quam quod se imitari posse confidunt".

["Hay quienes no persuaden más que lo que creen que pueden

imitarse a sí mismos". -Cicerón, De Orator., c. 7.]

Arrastrándome por el fango de la tierra, no dejo de observar en las nubes la altura inimitable de algunas almas heroicas. Es mucho para mí tener mi juicio regular y justo, si los efectos no pueden serlo, y mantener esta parte soberana, al menos, libre de corrupción; es algo tener mi voluntad correcta y buena donde mis piernas me fallan. Esta época en que vivimos, al menos en nuestra parte del mundo, se ha vuelto tan estúpida, que no sólo el ejercicio, sino la misma imaginación de la virtud es defectuosa, y no parece ser otra cosa que jerga universitaria:

"Virtutem verba putant, ut

Lucum ligna:"

["Piensan que las palabras son virtud, como piensan que la mera madera es una arboleda sagrada".

-Horace, Ep., i. 6, 31.]

"Quam vereri deberent, etiam si percipere non possent".

["Que deben reverenciar, aunque no puedan comprender".

-Cicerón, Tusc. Quas., v. 2.]

Es una joya que se cuelga en un gabinete o en el extremo de la lengua, como en la punta de la oreja, sólo como adorno. Ya no existen acciones virtuosas; las acciones que llevan una apariencia de virtud no tienen todavía nada de su esencia; por razón de que el lucro, la gloria, el miedo, la costumbre y otras causas extrañas semejantes, nos ponen en camino de producirlas. Nuestra justicia, nuestro valor, nuestra cortesía, también pueden llamarse así, con respecto a los demás y según la cara con la que aparecen ante el público; pero en el hacedor no puede ser de ninguna manera virtud, porque hay otro fin propuesto, otra causa móvil. Ahora bien, la virtud no es dueña de nada, sino de lo que se hace por sí misma y para sí misma.

En la gran batalla de Platea, que los griegos bajo el mando de Pausanias ganaron contra Mardonio y los persas, los vencedores, según su costumbre, viniendo a dividir entre ellos la gloria de la hazaña, atribuyeron a la nación espartana la preeminencia del valor en el combate. Los espartanos, grandes jueces de la virtud, cuando llegaron a determinar a qué hombre particular de su nación le correspondía el honor de haberse comportado mejor en esta ocasión, encontraron que Aristodemo, de todos los demás, había arriesgado su persona con la mayor valentía; pero no le concedieron ningún premio, debido a que su virtud había sido incitada por el deseo de limpiar su reputación del reproche de su fracaso en el negocio de las Termópilas, y morir valientemente para borrar esa mancha anterior.

Nuestros juicios están todavía enfermos, y obedecen al humor de nuestros depravados modales. Observo que la mayoría de los ingenios de estos tiempos pretenden ser ingeniosos, tratando de empañar y oscurecer la gloria de las acciones más valientes y generosas de épocas anteriores, dándoles una interpretación vil, y forjando y suponiendo causas y motivos vanos para las cosas nobles que hicieron: ¡una sutileza poderosa en verdad! Dadme la acción más grande e intachable que jamás haya contemplado el día, y me inventaré cien derivas y fines plausibles para oscurecerla. Sabe Dios, quien los extienda al máximo, la diversidad de imágenes que sufren nuestras voluntades internas. No hacen tan maliciosamente el papel de censores, como lo hacen ignorante y groseramente en todas sus detracciones.

Las mismas molestias y licencias que otros se toman para manchar y manchar estos ilustres nombres, yo las sufriría de buen grado para prestarles un hombro y elevarlos más. Estas raras formas, que han sido seleccionadas por el consentimiento de los hombres más sabios de todas las épocas, para ejemplo del mundo, no me ceñiría a aumentar en honor, hasta donde mi invención lo permitiera, en todas las circunstancias de interpretación favorable; y bien podemos creer que la fuerza de nuestra invención está infinitamente por debajo de su mérito. Es deber de los hombres de bien representar la virtud tan hermosa como puedan, y no habría nada de malo si nuestra pasión nos transportara un poco a favor de una forma tan sagrada. Lo que estas personas hacen, por el contrario, lo hacen o bien por malicia, o bien por el vicio de limitar su creencia a su propia capacidad; o, lo que me inclino más a pensar, por no tener su vista lo suficientemente fuerte, clara y elevada para concebir el esplendor de la virtud en su pureza nativa: como se queja Plutarco, de que en su tiempo algunos atribuyeron la causa de la muerte del joven Catón a su miedo a César, por lo que parece muy enfadado, y con razón; y por esto un hombre puede adivinar cuánto más se habría ofendido con los que lo han atribuido a la ambición. ¡Insensatos! Preferiría haber realizado una acción noble, justa y generosa, y haber tenido la ignominia como recompensa, que la gloria. Aquel hombre era en verdad un modelo que la naturaleza eligió para mostrar a qué altura podían llegar la virtud y la constancia humanas.

Pero no soy capaz de manejar un argumento tan rico, y por lo tanto sólo pondré juntos a cinco poetas latinos, contendiendo en la alabanza de Catón; y, de paso, por la suya propia también. Ahora bien, un niño bien educado juzgará a los dos primeros, en comparación con los otros, un poco planos y lánguidos; el tercero más vigoroso, pero derrotado por la extravagancia de su propia fuerza; pensará entonces que habrá lugar para una o dos gradaciones de invención para llegar a la cuarta, y, subiendo al tono de ésta, levantará las manos en señal de admiración; llegando a la última, la primera por algún espacio' (pero un espacio que jurará que no puede ser llenado por ningún ingenio humano), se asombrará, no sabrá dónde está.

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