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Esclava, Guerrera, Reina

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Из серии: De Coronas y Gloria #1
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Le colocó la mano debajo de la barbilla y le levantó la cabeza hasta que sus miradas se cruzaron.

“Estoy orgulloso de ti por ello”.

Le entregó la espada y cuando ella sintió el frío metal en su mano, se volvió uno con ella. El peso era perfecto para ella y parecía que la empuñadura había sido moldeada para su mano.

Toda la esperanza que había muerto antes ahora volvía a despertar en su pecho.

“No se lo cuentes a tu madre”, le advirtió. “Escóndela donde ella no pueda encontrarla o la venderá”.

Ceres asintió.

“¿Cuánto tiempo estarás fuera?”

“Intentaré volver para visitaros antes de la primera nevada”.

“¡Pero aún quedan meses!” dijo, echándose hacia atrás.

“Es lo que debo hacer…”

“No. Vende la espada. ¡Quédate!”

Él le puso una mano en la mejilla.

“Vender la espada nos ayudaría esta temporada. Y quizás la siguiente. ¿Pero después qué?” Él negó con la cabeza. “No. Necesitamos una solución a largo plazo”.

¿A largo plazo? De repente, entendió que su nuevo trabajo no iba a ser solo por unos meses. Podría llevarle años.

Su desánimo aumentó.

Él se adelantó, como si lo percibiera, y la abrazó.

Ella sintió cómo empezaba a llorar en sus brazos.

“Te echaré de menos, Ceres”, dijo por encima de su hombro. “Eres diferente a todos los demás. Cada día miraré a los cielos y sabré que tú estás bajo las mismas estrellas. ¿Harás lo mismo?”

Al principio quiso gritarle y decirle: ¿Cómo te atreves a dejarme aquí sola?

Pero en su corazón sentía que no podía quedarse y no quería hacérselo más difícil de lo que ya era.

Una lágrima le cayó por la cara. Ella resopló y asintió con la cabeza.

“Cada noche estaré bajo nuestro árbol”, dijo ella.

La besó en la frente y la rodeó con sus tiernos brazos. Las heridas de su espalda parecían cuchillos, pero ella apretó los dientes y se quedó en silencio.

“Te quiero, Ceres”.

Ella quería responder y, sin embargo, no pudo decir nada, las palabras se le habían quedado atascadas en la garganta.

Él trajo a su caballo del establo y Ceres le ayudó a cargarlo de comida, herramientas y provisiones. Él la abrazó por última vez y ella pensó que el pecho le iba a estallar por la tristeza. Pero todavía no podía pronunciar una sola palabra.

Él montó en el caballo y asintió con la cabeza antes de hacerle una señal al animal para que se pusiera en marcha.

Ceres le decía adiós con la mano mientras el se iba cabalgando y observó con firme decisión hasta que desapareció detrás de una colina lejana. El único amor verdadero que había conocido provenía de aquel hombre. Y ahora se había ido.

La lluvia empezó a caer del cielo y le pinchaba en la cara.

“¡Padre!” gritó lo más fuerte que pudo. “¡Padre, te quiero!”

Cayó de rodillas y hundió su cara en sus manos, llorando.

Sabía que la vida no volvería a ser la misma.

CAPÍTULO TRES

Con los pies doloridos y los pulmones ardiendo subía la empinada colina como podía sin derramar ni una gota de ninguno de los cubos que llevaba a los lados. Normalmente ella pararía para hacer una pausa, pero su madre la había amenazado sin desayuno a no ser que llegara al amanecer –y no desayunar significaba no comer hasta la cena. De todas formas, no le importaba el dolor –este, por lo menos, hacía que no pensara en su padre y en el triste nuevo estado de las cosas desde que él se fue.

El sol estaba justo ahora en la cima de las Montañas Alva a lo lejos, pintando las desperdigadas nubes de arriba de un rosa dorado y el suave viento susurraba a través de la hierba alta y amarilla que había a ambos lados del camino. Ceres inhaló el aire fresco de la mañana y decidió ir más rápida. Su madre no encontraría aceptable la excusa de que su pozo habitual se había secado o que había una larga cola en el otro que estaba a casi medio kilómetro. De hecho, no se detuvo hasta llegar a la cima de la colina y, una vez hecho, se paró en seco, aturdida por la visión que tenía ante ella.

Allá, en la distancia, estaba su casa y delante de ella había un carro de bronce. Delante de él estaba su madre, conversando con un hombre con tanto sobrepeso que Ceres pensó que nunca había visto a nadie que tuviera la mitad de su tamaño. Llevaba una túnica de lino de color bermellón y un sombrero de seda rojo y su larga barba era espesa y gris. Ella se fijó más, intentando comprender. ¿Era un mercader?

Su madre llevaba su mejor vestido, un vestido verde de lino que llegaba hasta el suelo que había adquirido hacía años con el dinero que se suponía que iba a servir para comprar zapatos nuevos a Ceres. Nada de todo esto tenía sentido.

Con indecisión, Ceres empezó a bajar la colina. Mantenía los ojos fijos en ella y cuando vio que aquel hombre mayor le pasaba una pesada bolsa de piel a su madre y la cara demacrada de su madre se iluminaba, todavía tuvo más curiosidad. ¿Había acabado su mala suerte? ¿Podría volver a casa su padre? Los pensamientos le aliviaron un poco el peso que tenía en el pecho, aunque no iba a emocionarse hasta conocer los detalles.

Cuando se acercaba a su casa, su madre se giró y le sonrió cálidamente e, inmediatamente, Ceres sintió un nudo de preocupación en su estómago. La última vez que su madre le había sonreído así –con los dientes y los ojos brillantes- Ceres había recibido un azote.

“Querida hija”, dijo su madre con un tono excesivamente dulce, abriendo los brazos hacia ella con una sonrisa que hizo que a Ceres se le cortara la sangre.

“¿Esta es la chica?” dijo el hombre mayor con una sonrisa de deseo y abriendo como platos sus pequeños ojos brillantes al mirar a Ceres.

Ya de cerca, Ceres podía para ver cada arruga en la piel de aquel hombre obeso. Su ancha nariz plana parecía ocupar toda su cara y, cuando se quitó el sombrero, su sudorosa cabeza calva brillaba con el sol.

Su madre fue tan campante hacia Ceres, le quitó los cubos y los colocó en la hierba chamuscada. Solo este gesto le confirmaba a Ceres que algo iba realmente mal. Empezó a sentir cómo una sensación de pánico crecía en su pecho.

“Le presento a mi orgullo y mi alegría, mi única hija, Ceres”, dijo su madre, fingiendo secarse una lágrima del ojo cuando no había ninguna. “Ceres, este es Lord Blaku. Por favor, presenta tus respetos a tu nuevo amo”.

Un golpe de miedo se le clavó a Ceres en el pecho. Respiró profundamente.

Ceres miró a su madre que, con la espalda hacia Lord Blaku, le hizo la sonrisa más malvada que jamás había visto.

“¿Amo?” preguntó Ceres.

“Para salvar a tu familia de la ruina económica y de la vergüenza pública, el bondadoso Lord Blaku nos ofreció a tu padre y a mí un generoso trato: un saco de oro a cambio de ti”.

“¿Qué?” dijo Ceres con la voz entrecortada, sintiendo cómo si estuviera clavada en la tierra.

“Ahora, sé la chica buena que yo sé que eres y presenta tus respetos”, dijo su madre, disparando una mirada de advertencia a Ceres.

“No lo haré”, dijo Ceres, dando un paso hacia atrás mientras inflaba el pecho, sintiéndose estúpida por no haberse dado cuenta de inmediato de que aquel hombre era un mercader y que la transacción era por su vida.

“Padre nunca me vendería”, añadió entre sus dientes apretados, mientras su horror e indignación crecían.

Su madre frunció el ceño y la agarró por el brazo, clavando sus uñas en la piel de Ceres.

“Si te portas bien, este hombre puede tomarte por esposa y, para ti, esto sería muy buena suerte”, dijo ella entre dientes.

Lord Blaku se lamió sus labios cortados y sus ojos ojerosos miraban de arriba abajo el cuerpo de Ceres con deseo.¿Cómo podía hacerle esto su madre? Ella sabía que su madre no la quería tanto como a sus hermanos, ¿pero esto?

“Marita”, dijo él con voz nasal. “Me dijiste que tu hija era hermosa, pero olvidaste decirme la criatura completamente maravillosa que es. Me atrevo a decir que jamás he visto a una mujer con los labios tan suculentos como los suyos, unos ojos tan apasionados y un cuerpo tan firme y exquisito”.

La madre de Ceres se puso una mano en el pecho y suspiró y Ceres sintió que podría vomitar allí mismo. Apretó los puños y soltó su brazo del agarre de su madre.

“Quizás tendría que haberle pedido más, si tanto le complace”, dijo la madre de Ceres, bajando la mirada como abatida. “Al fin y al cabo, ella es nuestra única querida hija”.

“Estoy dispuesto a pagar bien por esta belleza. ¿Serán suficientes otras cinco piezas de oro?” preguntó.

“Muy generoso por su parte”, respondió su madre.

Lord Blaku fue hasta el carro para coger más oro.

“Padre nunca estaría de acuerdo con esto”, dijo Ceres con desprecio.

La madre de Ceres dio un paso amenazador hacia ella.

“Oh, pero si fue idea de tu padre”, dijo su madre bruscamente, con las cejas subidas hasta media frente. Entonces Ceres supo que estaba mintiendo, siempre que hacía aquello estaba mintiendo.

“¿Realmente crees que tu padre te quiere a ti más de lo que me quiere a mí?” preguntó su madre.

Ceres parpadeó, preguntándose que tenía que ver eso con todo aquello.

“Yo nunca podría querer a alguien que se cree mejor que yo”, añadió.

“¿Nunca me quisiste?” preguntó Ceres, mientras su furia iba convirtiéndose en deseperación.

Con el oro en mano, Lord Blaku andó como con aires patosos hasta la madre de Ceres y se lo entregó.

“Tu hija bien vale cada pieza”, dijo. “Será una buena esposa y me dará muchos hijos”.

Ceres se mordió los labios por dentro y negó una y otra vez con la cabeza.

“Lord Blaku vendrá a buscarte por la mañana, o sea que ve hacia dentro y prepara tus pertenencias”, dijo la madre de Ceres.

“¡No lo haré!” gritó Ceres.

“Este siempre ha sido tu problema, chica. Solo piensas en ti misma. Este oro”, dijo su madre, sacudiendo la bolsa delante de la cara de Ceres, “mantendrá a tus hermanos con vida. Mantendrá a nuestra familia intacta, nos permitirá quedarnos en nuestro hogar y hacer reparaciones. ¿No se te ocurrió pensar en ello?”

 

Por un segundo, Ceres pensó que quizás estaba siendo egoísta, pero entonces se dio cuenta de que su madre estaba jugando de nuevo con su mente, usando el amor que Ceres tenía por sus hermanos contra ella.

“No se preocupe”, dijo la madre de Ceres dirigiéndose a Lord Blaku. “Ceres obedecerá. Lo único que tiene que hacer es ser firme con ella y se vuelve tan dócil como un cordero”.

Nunca. Jamás sería la esposa de aquel hombre o propiedad de alguien. Y nunca permitiría que su hambre intercambiara su vida por cincuenta y cinco piezas de oro.

“Jamás me iré con este mercader”, dijo de repente Ceres, lanzándole una mirada de asco.

“¡Niña desagradecida!” exclamó la madre de Ceres. “Si no haces lo que te digo, te pegaré tan fuerte que jamás volverás a caminar. ¡Ahora ve hacia dentro!”

El pensamiento de ser golpeada por su madre le trajo horribles y viscerales recuerdos; la remontó a aquel terrible momento cuando ella tenía cinco años y su madre la pegó hasta que todo se le puso negro. Las heridas de aquella paliza y muchas otras sanaron, sin embargo, las heridas en el corazón de Ceres nunca habían dejado de sangrar. Y ahora que sabía con seguridad que su madre no la quería, y que nunca lo había hecho, su corazón se le partió para siempre.

Antes de que pudiera responder, la madre de Ceres dio un paso adelante y le pegó tan fuerte en la cara que le empezó a sonar el oído.

Al principio, Ceres se quedó perpleja ante el repentino ataque y casi se echó hacia atrás. Pero entonces algo despertó en su interior. No se iba a encoger de miedo como siempre hacía.

Ceres dio una bofetada a su madre en la mejilla, tan fuerte que cayó al suelo, jadeando horrorizada.

Con la cara roja, la madre de Ceres se puso de pie, agarró a Ceres por el hombro y el pelo y le pegó un rodillazo en el estómago a Ceres. Cuando Ceres se inclinó hacia delante por el dolor, su madre le golpeó en la cara con la rodilla, haciéndola caer al suelo.

El mercader estaba allí y observaba, con los ojos abiertos como platos, riéndose por lo bajo, estaba claro que disfrutaba con la pelea.

Todavía tosiendo y respirando con dificultad por el ataque, Ceres se puso de pie tambaleándose. Gritando, se abalanzó sobre su madre, tirándola al suelo.

Esto se acaba hoy, era lo único que pensaba Ceres. Todos aquellos años en que no había sido querida, en los que la habían tratado con desprecio alimentaban su ira. Ceres golpeó a su madre en la cara una y otra vez con los puños cerrados mientras caían por sus mejillas lágrimas de rabia y por sus labios se escapaban gemidos incontrolables.

Finalmente, su madre se quedó flácida.

Los hombros de Ceres temblaban con cada grito, sus entrañas se retorcían en su interior. Alzó la vista, nublada por las lágrimas, y miró al mercader con un odio incluso más intenso.

“Tú serás buena”, dijo Lord Blaku con una sonrisa astuta, mientras recogía la bolsa de oro del suelo y se la ataba a su cinturón de piel.

Antes de que pudiera reaccionar, sus manos ya estaban sobre ella. Cogió a Ceres y la montó en el carro, echándola al fondo en un movimiento rápido, como si fuera un saco de patatas. Su enorme masa y su fuerza eran demasiado para poderse resisitir. Cogiendo su muñeca con una mano y una cadena con la otra, dijo, “No soy tan estúpido como para pensar que todavía ibas a estar aquí por la mañana”.

Echó un vistazo al que había sido su hogar durante dieciocho años y sus ojos se llenaron de lágrimas al pensar en sus hermanos y en su padre. Pero tenía que hacer una eleción si quería salvarse, antes de que la cadena estuviera alrededor de su tobillo.

Por eso, con un movimiento rápido, reunió toda su fuerza y se soltó del mercader, levantó la pierna y le golpeó en la cara lo más fuerte que pudo. Él cayó hacia atrás, fuera del carro y fue a parar al suelo.

Ella saltó del carro y corrió tan rápido como pudo por el camino de tierra, lejos de la mujer a la que juró no volver a llamar madre jamás, lejos de todo lo que había conocido y amado.

CAPÍTULO CUATRO

Rodeado por la familia real, Thanos se esforzaba por mantener una expresión agradable en su rostro mientras agarraba la copa de oro de vino y, sin embargo, no podía. Odiaba estar allí. Odiaba a aquella gente, su familia. Y odiaba asistir a reuniones reales, especialmente las que seguían a las Matanzas. Sabía cómo vivía la gente, lo pobres que eran y sentía lo insensata e injusta que toda aquella fastuosidad y arrogancia era. Daría lo que fuera por estar lejos de allí.

Cuando estaba con sus primos Lucio, Aria y Vario, Thanos no hacía ni el más mínimo esfuerzo por seguir su insignificante conversación. En su lugar, observaba a los invitados imperiales deambulando por los jardines de palacio, llevando sus togas y estolas, con sus falsas sonrisas y desprendiendo una falsa elegancia. Unos cuantos de sus primos se estaban tirando comida entre ellos mientras corrían por el cuidadísimo césped y entre las mesas repletas de comida y vino. Otros estaban recreando sus escenas favoritas de las Matanzas, riendo y burlándose de aquellos que habían perdido sus vidas hoy.

Centenares de personas, pensó Thanos, y ninguno de ellos era honesto.

“El mes que viene compraré tres combatientes” dijo Lucio, el mayor, con un tono estrepitoso mientras se secaba las gotas de sudor de la frente dando palmaditas con un pañuelo de seda. “Stefano no valía ni la mitad de lo que pagué por él y, si no estuviera muerto ya, yo mismo le hubiera atravesado una espada por luchar como una chica en la primera ronda”.

Aria y Vario rieron, pero Thanos no creyó que el comentario fuera gracioso. Consideraran o no las Matanzas como un juego, deberían respetar a los valientes y a los muertos.

“¿Y no visteis a Brennio?”, preguntó Aria, con sus grandes ojos azules totalmente abiertos. “Pensé seriamente en comprarlo, pero me lanzó una mirada presuntuosa mientras observaba cómo ensayaba. ¿Podéis creerlo?” añadió, mientras miraba hacia arriba y resoplaba.

“Y apesta como una mofeta”, añadió Lucio.

Todos, excepto Thanos, rieron de nuevo.

“Ninguno de nosotros lo hubiera elegido”, dijo Vario. “Aunque duró más de lo que esperaba, sus maneras fueron horribles”.

Thanos no pudo callar ni un segundo más.

“Brennio tenía la mejor forma de todo el circo”, interrumpió él. “No habléis del arte del combate como si tuvierais alguna idea del mismo”.

Los primos se quedaron en silencio y Aria abrió los ojos como platos mientras miraba hacia el suelo. Vario sacó pecho y cruzó los brazos. Se acercó más a Thanos, como para retarlo y la tensión podía sentirse en el aire.

“Bueno, olvidad a aquellos combatientes vanidosos”, dijo Ario, interponiéndose entre los dos para apaciguar la situación. Les hizo una señal a los chicos para que se reunieran a su alrededor y entonces susurró: “He escuchado un rumor disparatado. Un pajarito me dijo que el rey quiere que alguien de origen real compita en las Matanzas”.

Todos ellos intercambiaron una incómoda mirada mientras se quedaban en silencio.

“Es posible”, dijo Lucio. “Sin embargo, no seré yo. No deseo arriesgar mi vida por un estúpido juego”.

Thanos sabía que él podía eliminar a la mayoría de combatientes, pero matar a otro humano no era algo que deseara hacer.

“Lo que sucede es que te da miedo morir”, dijo Aria.

“No es así”, replicó Lucio. “¡Retíralo!”

A Thanos se le agotó la paciencia y se marchó.

Thanos vio que su prima lejana, Estefanía, merodeaba por allí como si estuviera buscando a alguien, probablemente a él. Unas semanas atrás, la reina había dicho que su destino era estar con Estefanía, pero Thanos no lo sentía así. Estefanía era tan consentida como el resto de los primos y él preferiría renunciar a su nombre, su herencia e incluso a su espada para no tener que casarse con ella. Era ciertamente hermosa, con su pelo dorado, su piel blanca como la leche, sus labios rojos como la sangre, pero si tenía que escucharla hablar una vez más de lo injusta que era la vida, pensaba que se cortaría las orejas.

Se apresuró a ir hacia los alrededores del jardín hacia los rosales, evitando el contacto visual con cualquiera de los asistentes. Pero justo al girar la esquina, Estefanía apareció ante él, con sus ojos marrones iluminados.

“Buenas tardes, Thanos”, dijo con una relumbrante sonrisa que hubiera hecho ir tras ella babeando a la mayoría de chicos. A todos menos a Thanos.

“Buenas tardes para ti también”, dijo Thanos y la rodeó para continuar caminando.

Ella levantó su estola y fue tras él como un molesto mosquito.

“No crees que es muy injusto cómo…” empezó.

“Estoy ocupado”, dijo Thanos bruscamente en un tono más duro de lo que pretendía, haciéndola jadear. Entonces se giró hacia ella. “Disculpa… Es solo que estoy cansado de todas estas fiestas”.

“¿Quizás te gustaría dar un paseo conmigo por los jardines?”, dijo Estefanía, levantando su ceja derecha mientras se acercaba.

Esta era justo la última cosa que quería.

“Escucha”, dijo él, “ya sé que la reina y tu madre tienen en mente de alguna manera que estemos juntos, pero…”

“¡Thanos!” escuchó detrás de él.

Thanos se dio la vuelta y vio al mensajero del rey.

“Al rey le gustaría que se reuniera con él en la glorieta ahora mismo”, dijo. “Y usted también, mi señora”.

“¿Puedo preguntar por qué?” preguntó Thanos.

“Hay mucho de lo que hablar”, dijo el mensajero.

Al no haber tenido conversaciones con el rey con regularidad en el pasado, Thanos se preguntaba qué podía implicar aquello.

“Por supuesto”, dijo Thanos.

Para su gran consternación, una radiante Estefanía entrelazó su brazo con el suyo y juntos siguieron al mensajero hasta la glorieta.

Cuando Thanos divisó varios de los consejeros del rey e incluso al príncipe de la corona ya sentados en los bancos y en las sillas, le resultó raro haber sido invitado también. Apenas tenía nada de valor para ofrecer a su conversación, pues sus opiniones sobre cómo se gobernaba el imperio discrepaban en gran medida con todas las de los que allí estaban. Lo mejor que podía hacer, pensó para sí mismo, era mantener la boca cerrada.

“Qué buena pareja hacéis”, dijo la reina con una cálida sonrisa cuando entraron.

Thanos se mordió el labio y le ofreció a Estefanía el asiento que estaba a su lado.

Una vez todos estuvieron en su sitio, el rey se puso de pie y los allí reunidos se quedaron en silencio. Su tío llevaba una toga que le llegaba por las rodillas, peo mientras las demás eran blancas, rojas y azules, la suya era morada, un color reservado solo para el rey. Alrededor de su sien, que se estaba quedando calva, había una corona de oro y sus mejillas y ojos todavía estaban caídos aunque estuviera sonriendo.

“Las masas cada vez están más rebeldes”, dijo con voz seria y lenta. Lentamente examinó todas las caras con la autoridad de un rey. “Ya ha llegado el momento de recordarles quién es el rey y aprobar leyes más severas. A partir de este día, doblaré el diezmo sobre todas las propiedades y la comida”.

Entonces vino un murmullo de sorpresa, seguido de gestos de aprobación.

“Una elección excelente, su excelencia”, dijo uno de sus consejeros.

Thanos no podía creer lo que escuchaba. ¿Doblar los impuestos de la gente? Al haberse mezclado con los plebeyos, sabía que los impuestos que se les exigían ya estaban más allá de lo que la mayoría de plebeyos se podían permitir. Había visto madres llorar la pérdida de sus hijos que habían muerto de hambre. Justo el día antes, él le había ofrecido comida a una vagabunda de cuatro años a quien se le marcaban todos los huesos bajo la piel.

Thanos tuvo que apartar la mirada para no tener que decir lo que pensaba sobre aquella insensatez.

“Y finalmente”, dijo el rey, “de ahora en adelante, para compensar la revolución clandestina que se está fomentando, el primer hijo nacido en cada familia servirá en el ejército del rey”.

Uno tras otro, la pequeña multitud elogió al rey por su sabia decisión.

Sin embargo, finalmente Thanos sintió que el rey se dirigía a él.

“Thanos”, dijo el rey por fin. “Te has quedado en silencio. ¡Habla!”

En la glorieta reinaba el silencio, mientras todas las miradas estaban puestas en Thanos. Él se puso de pie. Sabía que tenía que decir lo que pensaba, por la niña esquelética, por las afligidas madres, por los silenciados cuyas vidas parecían no importar. Necesitaba representarlos porque, si no lo hacía él nadie lo haría.

 

“Unas normas más severas no destrozarán la rebelión”, dijo, con el corazón golpeándole el pecho. “Tan solo la incentivará. Infundir el miedo a los ciudadanos y negarles la libertad no hará sino obligarlos a levantarse contra nosotros y unirse a la rebelión”.

Unos cuantos rieron, mientras otros hablaban entre ellos. Estefanía le cogió la mano e intentó callarlo, pero él la retiró.

“Un gran rey usa el amor, igual que el miedo, para gobernar a sus subordinados”, dijo Thanos.

El rey le lanzó una mirada intranquila a la reina. Se puso de pie y fue hasta Tanos.

“Thanos, eres un joven valiente al decir lo que piensas”, dijo, colocándole una mano en el hombro. “Sin embargo, ¿tu hermano pequeño no fue asesinado a sangre fría por esa misma gente, aquellos que se gobiernan a ellos mismos, como tú dices?”

Thanos enfureció. ¿Cómo se atrevía su tío a sacar la muerte de su hermano tan a la ligera? Durante años, Thanos había sentido dolor cada nocheantes de dormir mientras lamentaba la muerte de su hermano.

“Aquellos que asesinaron a mi hermano no tenían suficiente comida para ellos mismos”, dijo Thanos. “Un hombre desesperado buscará medidas desesperadas”.

“¿Cuestionas la sabiduría del rey?” preguntó la reina.

Thanos no podía creer que nadie más hablara en contra de esto. ¿No veían lo injusto que era? ¿No se daban cuenta de que aquellas nuevas leyes lanzarían fuego a la rebelión?

“Ni por un momento engañará a la gente haciéndoles creer que no quiere otra cosa que no sea su sufrimiento y su propio beneficio”, dijo Thanos.

Se escuchó un grito ahogado de desaprobación entre el grupo.

“Tus palabras son duras, sobrino”, dijo el rey, mirándolo a los ojos. “Casi pensaría que pretendes unirte a la rebelión”.

“¿O quizás ya eres parte de ella?” dijo la reina, levantando las cejas.

“No lo soy”, gritó Thanos.

La temperatura del aire de la glorieta subió y Thanos se dio cuenta de que, si no iba con cuidado, podrían acusarlo de traición, un crimen que podía castigarse con la muerte sin juicio.

Estefanía se levantó y tomó la mano de Thanos entre las suyas, sin embargo, perturbado por su cadencia, él la retiró rápidamente.

La expresión de Estefanía se derrumbó y bajó la mirada.

“Quizás con el tiempo verás los defectos de tus creencias”, le dijo el rey a Thanos. “Por ahora, nuestro resolución es la que vale y será implementada de inmediato”.

“Bien hecho”, dijo la reina con una sonrisa repentina. “Ahora, vamos a tratar el segundo punto de nuestro orden del día. Thanos, como hombre joven de dieciocho años, nosotros -tus soberanos imperiales- te hemos escogido una esposa. Hemos decidido que tú y Estefanía os caséis”.

Thanos lanzó una mirada a Estefanía, cuyos ojos estaban vidriosos por las lágrimas y tenía una expresión de preocupación dibujada en el rostro. Él se sentía asustado. ¿Cómo podían exigirle aquello?

“No puedo casarme con ella”, suspiró Thanos, con un nudo en el estómago.

Se oyeron murmullos entre la multitud y la reina se puso de pie tan rápido que su silla cayó hacia atrás con un chasquido.

“¡Thanos!” exclamó, con las manos apretadas contra sus costados. “¿Cómo osas desafiar al rey? Te casarás con Estefanía quieras o no”.

Thanos miró a Estefanía con ojos tristes mientras a ella le caían lágrimas por las mejillas.

“¿Crees que eres demasiado bueno para mí?” preguntó ella, mientras le temblaba el labio inferior.

El dio un paso hacia delante para consolarla lo poco que pudiera pero, antes de alcanzarla, ella salió corriendo de la glorieta, tapándose la cara con las manos mientras lloraba.

El rey se puso de pie, claramente furioso.

“Recházala, hijo”, dijo de repente con la voz fría y dura, resonando en toda la glorieta, “y te esperan las mazmorras”.

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