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Esclava, Guerrera, Reina

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Из серии: De Coronas y Gloria #1
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CAPÍTULO CINCO

Ceres corrió a toda velocidad, zigzagueando por las calles de la ciudad, hasta que sintió que sus piernas ya no podían sujetarla, hasta que sus pulmones quemaban tanto que podían explotar y hasta que supo con absoluta certeza que el mercader nunca la encontraría.

Finalmente, se desplomó en el suelo de un callejón entre basura y ratas, rodeando sus piernas con sus brazos, mientras le caían las lágrimas por sus mejillas calientes. Con su padre lejos y su madre queriéndola vender, no tenía a nadie. Si se quedaba en la calle y dormía en los callejones, acabaría muriendo de hambre o congelada hasta la muerte cuando llegara el invierno. Quizás esto sería lo mejor.

Durante horas estuvo sentada y llorando, con los ojos hinchados y su mente hecha un lío por la deseperación. ¿Adónde iba a ir ahora? ¿Cómo conseguiría dinero para sobrevivir?

El día se hizo largo hasta que, finalmente, decidió volver a casa, colarse en el cobertizo, coger las pocas espadas que quedaban y venderlas en palacio. De todos modos, hoy la esperaban. De esta manera, tendría dinero para unos cuantos días al menos hasta que se le ocurriera un plan mejor.

También cogería la espada que su padre le había regalado y que ella había escondido debajo de las tablas del suelo del cobertizo. Pero esta no la vendería, no. Hasta que no se encontrara cara a cara con la muerte, no abandonaría el regalo de su padre.

Fue corriendo despacio hasta su casa, observando con atención mientras avanzaba, por si veía caras conocidas o el carruaje del mercader. Cuando llegó a la última colina, se escabulló detrás de la hilera de casas y hasta el campo, caminando de puntillas por la tierra reseca, sin dejar de buscar por si veía a su madre.

Un ataque de culpabilidad apareció cuando recordó cómo había golpeado a su madre. Nunca quiso hacerle daño, ni incluso después de lo cruel que su madre había sido. Incluso ni con el corazón roto y sin remedio.

Al llegar a la parte de atrás del cobertizo, echó un vistazo por una grieta de la pared. Al ver que estaba vacío, entró en la sombría chabola y recogió las espadas. Pero justo cuando iba a levantar la tabla donde había escondido la espada, oyó voces que provenían del exterior.

Cuando se levantó y echó un vistazo a través de un pequeño agujero de la pared, vio horrorizada cómo su madre y Sartes se dirigían hacia el cobertizo. Su madre tenía un ojo morado y un moratón en la mejilla y, ahora al ver a su madre viva y bien, el saber que ella se lo había causado casi hacía sonreír a Ceres. Toda su furia brotaba de nuevo cuando pensaba en cómo su madre quiso venderla.

“Si te cojo pasándole comida a escondidas a Ceres, te azotaré, ¿me entiendes?” dijo su madre bruscamente mientras ella y Sartes andaban dando largos pasos por delante del árbol de su abuela.

Al no responder, su madre pegó a Sartes en la cara.

“¿Lo entiendes, chico?” dijo ella.

“Sí”, dijo Sartes bajando la vista, con una lágrima en el ojo.

“Y si alguna vez la ves, tráela a casa para que pueda darle una paliza que nunca olvidará”.

Empezaron a caminar de nuevo hacia el cobertizo y el corazón de Ceres de repente golpeaba de forma incontrolada. Agarró las espadas y se fue corriendo hacia la puerta de atrás tan rápida y silenciosamente como pudo. Justo cuando salía, la puerta delantera se abrió de par en par y ella se inclinó contra la pared exteriror y escuchó, las heridas de las garras del omnigato le escocían en la espalda.

“¿Quién anda allí?” dijo su madre.

Ceres aguantó la respiración y cerró con fuerza los ojos.

“Sé que estás ahí”, dijo su madre y esperó. “Sartes, ve a comprobar la puerta trasera. Está entornada”.

Ceres apretó las espadas contra su pecho. Oyó los pasos de Sartes mientras caminaba hacia ella y entonces la puerta se abrió con un chirrido.

Los ojos de Sartes se abrieron como platos al verla y se quedó sin aliento.

“¿Hay alguien allí?” preguntó su madre.

“Errr… no”, dijo Sartes, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas al cruzarse con los de Ceres.

Ceres articuló un “gracias” y Sartes le hizo un gesto con la mano para que se fuera.

Ella asintió con la cabeza y, con un peso en el corazón, se dirigió hacia el campo mientras la puerta trasera del cobertizo se cerraba de golpe. Más tarde volvería a por su espada.

*

Ceres se detuvo ante las puertas de palacio sudando, hambrienta y agotada, con las espadas en sus manos. Los soldados del Imperio que estaban de guardia la reconocieron claramente como la chica que entregaba las espadas de su padre y la dejaron pasar sin interrogarla.

Ella atravesó corriendo el patio adoquinado y después giró hacia la cabaña de piedra del herrero detrás de una de las cuatro torres. Entró.

De pie en el yunque delante de la caldera chispeante, el herrero daba martillazos a una espada brillante, el delantal de piel lo protegía de las chispas voladoras. La expresión de preocupación que había en su cara hizo que Ceres se preguntara qué iba mal. Era un hombre jovial de mediana edad y lleno de energía, que raramente estaba preocupado.

Su cabeza calva y sudorosa la recibió antes de que él se diera cuenta de que había entrado.

“Buenos días”, dijo al verla, haciéndole una señal con la cabeza para que dejara las espadas en la mesa de trabajo.

Ella atravesó la calurosa habitación llena de humo dando zancadas y las dejó, el metal traqueteó contra la superficie de madera quemada y raída.

Él negó con la cabeza , claramente preocupado.

“¿Qué sucede?” preguntó ella.

Él alzó la vista, con la preocupación en los ojos.

“Con todos los días que hay para ponerse enfermo”, murmuró.

“¿Bartolomeo?” preguntó ella, al ver que el joven armero de los combatientes no estaba allí como de costumbre, preparando frenéticamente las últimas pocas armas antes del entrenamiento para la pelea.

El herrero dejó de dar martillazos y alzó la vista con una expresión de enojo, arrugando sus pobladas cejas.

Negó con la cabeza.

“Y en día de pelea, de todos los días que hay”, dijo él. “Y no un día de pelea cualquiera”. Introdujo la espada en el carbón encendido del horno y se secó su frente empapada con la manga de su túnica. “Hoy, la realeza peleará contra los combatientes. El rey ha elegido a dedo a doce miembros de la realeza. Tres podrán participar”.

Ella comprendió su preocupación. Era su responsabilidad suministrar las armas y, si no lo hacía, su trabajo peligraba. Centenares de herreros estarían encantados de ocupar su puesto.

“Al rey no le gustará que nos falte un armero”, dijo ella.

Él apoyó sus manos en sus gruesos muslos y negó con la cabeza. Justo entonces, entraron dos soldados del Imperio.

“Estamos aquí para recoger las armas”, dijo uno, arrugando el entrecejo al ver a Ceres.

Aunque no estaba prohibido, ella sabía que estaba mal visto que las chicas trabajaran con las armas –un campo de hombres. Pero ella se había acostumbrado a los comentarios malvados y a las miradas de odio cada vez que hacía entregas en palacio.

“Aquí encontraréis el resto de las armas que el rey pidió para hoy” dijo el herrero a los soldados del Imperio.

“¿Y el armero?” exigió el soldado del Imperio.

Justo cuando el herrero abrió la boca para hablar, Ceres tuvo una idea.

“Soy yo”, dijo ella, mientras la emoción crecía en su pecho. “Yo soy la suplente hasta que vuelva Bartolomeo”.

Los soldados del Imperio la miraron durante un instante, atónitos.

Ceres apretó fuerte los labios y dio un paso al frente.

“He trabajado con mi padre y con el palacio toda mi vida, haciendo espadas, escudos y todo tipo de armas”, dijo.

Ella no sabía de dónde sacaba el coraje, pero se mantuvo firme y miró a los soldados a los ojos.

“Ceres…” dijo el herrero, con una mirada de pena.

“Probadme”, dijo ella, reforzando su decisión, esperando a que probaran sus habilidades. “No hay nadie que pueda ocupar el lugar de Bartolomeo excepto yo. Y si hoy os faltara el armero, ¿no se enfadaría bastante el rey?”

No estaba segura, pero se imaginaba que los soldados del Imperio y el herrero harían casi cualquier cosa para tener contento al rey. Especialmente hoy.

Los soldados del Imperio miraron al herrero y el herrero los miró a ellos. El herrero pensó por un instante. Y después otro. Finalmente, asintió con la cabeza. Extendió una plétora de armas encima de la mesa y, a continuación, le hizo un gesto para que procediera.

“Enséñanoslo entonces, Ceres”, dijo el herrero, con brillo en los ojos. “Conociendo a tu padre, probablemente te enseñó todo lo que se suponía que no sabías”.

“Y más”, dijo Ceres, sonriendo por dentro.

Ella fue arma por arma, explicando con todo lujo de detalles sus usos y sus ventajas, cómo una podía ser mejor que las otras en determinados tipos de batalla.

Cuando terminó, los soldados del Imperio miraron al herrero.

“Imagino que es mejor tener una chica armera que ningún armero”, dijo el herrero. “Vayamos a hablar con el rey. Quizás dará su permiso, a la vista de que no hay nadie más”.

Ceres estaba tan emocionada que casi se lanzó sobre el herrero cuando este le guiñó el ojo. Los soldados todavía parecían reticentes, pero sin otra opción aparente, aceptaron llevársela con ellos.

Ella siguió a los soldados del Imperio por la puerta de atrás y entró en el campo de entrenamiento del palacio. Ceres estaba acostumbrada al sonido de las espadas al chocar, de los combatientes gruñendo mientras peleaban y al olor del sudor mezclado con piel y metal llenando el aire. Pero lo que resultaba bastante singular era ver a la realeza practicando en el centro del campo, con sus sofisticadas y pulcras armaduras, parecía que les hacía falta una lección –o cien- sobre el manejo de la espada. Ceres sentía que aquel no era su lugar. No, le indignaba verlos en el campo de entrenamiento, todos los subseñores, condes y digantarios observando mientras comían montones de comida y bebían en copas de oro. Deberían volver a sus opulentas fiestas, pensó ella. No fingir valentía y honor.

 

Sin emabrgo, un miembro de la realeza destacaba de entre los demás: Thanos. Al verlo pelear, observó que se movía con rapidez, gracia y agilidad. Para su sorpresa, parecía casi tan habilidoso como Brennio; y no llevaba armadura como los demás miembros de la realeza. Su pelo era diferente al de sus reales compañeros, también; no estaba arreglado y recogido en una coleta baja, sino que era un pelo rizado, rebelde y oscuro que volaba hacia su cara con cada movimiento.

Ceres frunció el ceño. Quizás sabía un par de cosas sobre combate, pero era el más arrogante de toda la realeza, siempre fulminando con la mirada a algo o a alguien, sin parecer nunca querer formar parte de nada.

Los guardas la acompañaron hasta el trono y, cuando el herrero presentó a Ceres como la armera suplente, el rey hizo una pausa y después soltó una risita mientras echaba una mirada a los consejeros que tenía a los lados. A Ceres no le gustaba cómo la miraban, como si fuera una molestia de la que debían deshacerse. Pero en un momento, la expresión del rey cambió y su cara se ilumnió como si hubiera tenido la idea más brillante.

“Al ver que no hay nadie más, creo que debe hacerse como decís”, dijo el rey al herrero. “Ceres, tú ayudarás al Príncipe Thanos”.

El rey lo dijo de un modo que hizo pensar a Ceres que era un castigo o alguna manera de avergonzar al Príncipe Thanos, pero no le importó. Aunque no estaba particularmente contenta de ser la armera de Thanos, se lo habían asignado y ahora podría mostrar sus habilidades en la corte real. Era más de lo que cualquier chica podía esperar jamás.

Hizo una reverencia al rey y echó una mirada al herrero cuando pasó por delante suyo. El herrero asintió con la cabeza, con una expresión casi de orgullo en el rostro y, a continuación, se fue andando de vuelta a la cabaña.

El soldado del Imperio acompañó a Ceres hasta Thanos, que estaba junto a una mesa, y cuando Thanos vio a Ceres su ceño fruncido se intensificó.

“Muy bien”, murmulló, mirando a su tío a través del campo como si disparara puñales por los ojos. El rey le echó a Thanos una taimada sonrisa de superioridad, lo que confirmó a Ceres que el haberle asignado a Thanos era alguna forma de castigo.

Thanos se puso enfrente de Ceres y ella vio que el cuello de su camisa estaba abierto, dejando al descubierto pequeños montoncitos de pelo oscuro y rizado en su musculoso pecho. Su respiración se detuvo. él la miró y, cuando sus ojos se encontraron, ella vio que su mirada era intensa, sus iris más oscuros que el hollín más negro. Sin embargo, él no la intimidaba. De hecho, sus ojos sin fin la atraían hacia él, haciendo imposible retirar la mirada.

Una vez roto el contacto visual, Ceres pudo respirar y pensar con claridad; de nuevo estaba dispuesta a demostrarle que sabía lo que estaba haciendo.

“Imagino que debo confiar en ti cuando el herrero habla tantas maravillas sobre ti”, dijo Thanos mientras colocaba las armas una a una sobre la mesa de madera.

A pesar de que era una chica y aunque Thanos era sin duda lo suficientemente listo como para imaginarse que lo que su tío había hecho era una broma cruel, más que cualquier otra cosa, a ella le sorprendía que le concediera el beneficio de la duda.

“Lo haré lo mejor que pueda, señor”, dijo ella, colocando una espada encima de la madera.

Él la miró, sus ardientes ojos la examinaban tan íntimamente que la hacían sentir incómoda.

“No hacen falta tantas formalidades aquí. Thanos será suficiente”, dijo él.

De nuevo, ella se sorprendió por su informal cercanía. ¿Lo había juzgado mal? ¿No era el joven arrogante, mojigato y desagradecido que ella daba por sentado que era?

Una vez ella hubo colocado todas las armas, un soldado del Imperio repasó las normas del combate. Primero, observaron cómo peleaban unos cuantos combatientes y después llegó el turno de la realeza. El soldado del Imperio llamó a Lucio, un joven rubio y musculoso pero algo desgarbado, que dio un paso adelante hasta un combatiente. Thanos se inclinó hacia delante.

“Dudo que Lucio dure mucho”, susurró.

“¿Por qué dices eso?” preguntó Ceres, extrañada de por qué le decía aquello a ella –una extraña- sobre un compañero de la realeza.

“Ya lo verás”.

Thanos levantó el lado derecho de sus labios y a Ceres le gustó que le hablara como si fuera un igual.

Incluso antes de que comenzara la pelea, Ceres sabía que Thanos tenía razón. Los pies de Lucio estaban demasiado juntos, cogía la empuñadura sin fuerza y sus ojos estaban demasiado desenfocados. Sería un bochorno, por decirlo suavemente, ver cómo perdía con bastante rapidez ante el guerrero al que se estaba enfrentando.

Con el primer choque de espadas, Ceres alzó la vista y mantuvo la mirada hacia el nublado cielo en su lugar, manteniéndola así mientras escuchaba los gruñidos y las espadas chocando. La lucha continuó durante un rato y Ceres se preguntaba si quizás había juzgado a Lucio con demasiada dureza. Por lo menos Lucio aguantaba, mientras no hacía otra cosa.

Pero cuando Lucio empezó a gritar a los pocos minutos de empezar la lucha, y los espectadores murmuraban y lanzaban gritos ahogados, no pudo evitar volver a mirar a los luchadores. Lucio estaba tumbado en el suelo, sujetando la hoja de su espada con una mano, la empuñadura con la otra, luchando para apartar la espada del combatiente de su rostro. La sangre corría por su brazo y él chillaba, suplicando que la ronda terminara.

“¡Suficiente!” dijo el rey y el combatiente se retiró.

El armero de Lucio corrió hacia él y le ofreció una mano, pero Lucio la rechazó de un golpe.

“¡Puedo levantarme solo!” exclamó entre sus dientes apretados, respirando con dificultad y escupiendo groserías.

Lucio se sujetó su mano herida con la otra y rodó sobre su barriga antes de ponerse de pie.

“¡Dije que no quería hacerlo!” exclamó hacia el rey. “¡Y ahora mira lo que ha pasado! ¡He quedado como un estúpido!”

Se fue hecho una furia por el patio y desapareció por la entrada arqueada hasta palacio. La mayoría de dignatarios se habían quedado callados, pero algunos de ellos reían.

“Siempre es un drama con Lucio”, dijo Thanos, mirando hacia arriba.

“A continuación Thanos y Oedifo”, anunció un soldado del Imperio.

“¿Estás preparada?” preguntó Thanos a Ceres.

“Sí. ¿Y tú?” respondió ella.

Él hizo una pausa y la miró de reojo antes de decir, “Siempre. Deja que empiece con el tridente y el escudo”.

Le pasó el escudo y después de que él se lo hubiera asegurado en el brazo, le dio el tridente. Se le aceleró el pulso al ver que caminaba hacia el centro de la arena de prácticas, esperando que ganara, pero preparándose para el más que improbable caso de que perdiera. No era tan fácil ganar a un combatiente, especialmente con el poco entrenamiento que Ceres imaginaba que tenían los de la realeza.

El combatiente era más o menos de la estatura de Thanos, pero sus músculos estaban más llenos, casi de manera monstruosa, observó Ceres. Sus brazos estaban cubiertos de cicatrices, su cara desfigurada por heridas del pasado mal curadas y gruñía a Thanos incluso antes de que empezara la pelea.

Desde el primer golpe de Thanos, Ceres vio que era un guerrero excelente y, a medida que avanzaba la batalla, por mucho que lo intentara, el combatiente no podía alcanzarlo. Thanos era muy rápido cambiando de dirección, y rápido como una serpiente de cascabel al atacar, pero también poseía la fuerza de un omnigato.

No solo parecía leer la mente de su contrincante, sus pies se movían con la facilidad de un bailarín entrenado.

Durante toda la pelea, Thanos estaba un paso por delante de su oponente, haciendo que los espectadores gritaran de emoción. Ceres creía que el tridente fue una gran elección para él pero, por la manera en que se movía, ella pensó que una espada larga sería el arma que le garantizaría la victoria.

Con el siguiente movimiento, el combatiente se agachó y batió una pierna por la arena en un movimiento circular, sacudiendo los pies de Thanos por debajo, haciéndolo caer de espaldas. Se puso de pie de nuevo de un salto, pero su tridente había caído a varios metros de él.

Más rápido de lo que ella podía incluso pensar, Ceres cogió la espada larga y exclamó, “¡Thanos!”

Él le echó una mirada y ella le lanzó la espada. La cogió al aire y, sin perder un segundo, fue tras el combatiente con todas sus fuerzas. Saltaban las chispas cuando el metal chocaba con el metal y mientras observaba cómo se tensaban los músculos de la cara y del cuello de Thanos, Ceres apretó los puños y aguantó la respiración.

Al retirarse, el combatiente gruñía y jadeaba, mientras la saliva salía a borbotones de su boca, pero Thanos no se echaba atrás. A cambio, tiró de un golpe la espada de la mano del combatiente, lo empujó hacia el suelo y Thanos acabó encima suyo apuntando con su espada al cuello de su rival.

Con los ojos abiertos como platos y el corazón galopándole en el pecho, Ceres vitoreaba junto al resto de la multitud.

Thanos alzó la vista hacia el rey, con el rostro como una piedra, y el rey entrecerró los ojos mientras se inclinaba y susurraba algo al consejero que tenía a su derecha. Con el gesto de aprobación de su tío Thanos bajó la espada y se marchó del área de entrenamiento.

Fue hacia ella, con una mirada de admiración y asombro en los ojos. La examinó en silencio durante varios segundos, respirando con dificultad. Finalmente, habló.

“¿Cómo supiste qué arma darme?” preguntó, mientras se secaba el sudor con un pañuelo.

“Por la manera en que te movías”, dijo ella. “Me pareció que una bastarda te iría bien”.

Todavía jadeando, la examinó de cerca mientras asentía con la cabeza.

Entonces él atravesó a largos pasos el campo de entrenamiento y se dirigió a palacio. Por un instante, Ceres no estaba segura de qué quería decir su extraño comportamiento y su falta de más instrucciones. ¿Debía quedarse? ¿Debía marcharse? Decidió esperar hasta que la dejaran ir.

Unos cuantos minutos más tarde, y durante la siguiente ronda, un encargado se le acercó.

“Para usted, mi señora”, dijo, pasándole una bolsa. “Un adelanto de parte del Príncipe Thanos. Si lo acepta, será contratada como la nueva armera del príncipe. Pide que regrese mañana una hora después del amanecer en este mismo lugar”.

Ceres alargó la mano y, tras recibir la bolsa, la abrió y vio cinco piezas de oro. Al principio, alterada por la alegría no pudo hablar, pero cuando el encargado le volvió a preguntar si aceptaría, dijo que sí.

“Tiene libertad para marcharse, mi señora”, dijo él, y a continuación dio la vuelta y volvió a palacio.

“Gracias”, dijo ella, dándose cuenta de que no estaba hablando con nadie. Alzó la vista hacia la torre del este y vio que Thanos la estaba observando desde el balcón. Le hizo un gesto con la cabeza y le sonrió antes de dirigirse hacia dentro.

Con el corazón aliviado, salió corriendo de palacio y se dirigió hacia su casa para recoger la espada. También tenía pensado dar dinero a sus hermanos en secreto sin que su madre lo descubriera y decirles adiós por última vez.

Finalmente, alguien la quería.

Finalmente, tenía un hogar.

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