El género y la lengua

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El género y la lengua

PEDRO ÁLVAREZ DE MIRANDA


Título

El género y la lengua

© Pedro Álvarez de Miranda, 2018

De esta edición

© Turner Publicaciones, S.L., noviembre de 2018

Diego de León, 30, 28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Cubierta

Diseño TURNER

ISBN: 978-84-17141-78-3

eISBN: 978-84-17866-36-5

DL: M-33280-2018

Impreso en España

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total o parcial de esta obra, ni su tratamiento o trasmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones: turner@turnerlibros.com

A quien, con desearlo yo tanto,

no podrá nunca leer estas páginas,

desde hace mucho tiempo.

Uno de mis cursos en la universidad está formado por quince chicos y quince chicas. Si alguien me pregunta cuántos alumnos tengo contesto que tengo treinta. Y si alguien me pregunta cuántas alumnas tengo contesto que tengo quince. Si este hecho incuestionable se comprende, y se acepta y se asume como algo natural, se está comprendiendo qué se quiere decir cuando se afirma que el masculino es en nuestra lengua –como en muchas otras– el género «no marcado». Además de ayudar a comprenderlo, aceptarlo y asumirlo, estas páginas aspiran a que, si fuere necesario (y parece que lo es), se lo «desdramatice». De lo contrario estaremos enfilando un callejón sin salida.

Mostremos, sin embargo, otra cara de la cuestión: en el periódico de hoy mismo veo una fotografía cuyo pie dice así: «Pedro Sánchez (centro) y sus ministros y ministras, ayer en la finca toledana de Quintos de Mora». Toda vez que en el gobierno en cuestión, formado por diecisiete personas (sin contar al presidente), hay once mujeres –y aunque fueran menos…–, sería francamente chocante (por decirlo con un adjetivo suave) que bajo la foto se hubiera leído: «Pedro Sánchez y sus ministros, ayer en la finca…».

Estos dos ejemplos nos muestran que el «desdoblamiento» de los (dos) géneros gramaticales, es decir, la mención expresa de ambos y por separado, el empleo de «los alumnos y las alumnas», «los ministros y las ministras», etcétera, ni tiene por qué estar vedado ni tiene por qué ser sistemático.

Naturalmente, la condición de «no marcado» la tiene el masculino no solo en los ejemplos dados, en los que aparece en plural, sino también cuando se enuncia en singular. Las aficionadas al cine saben que pueden disfrutar igual que los varones las ventajas del «Día del espectador». Y las peatonas saben que un letrero que diga: «Peatón, en carretera circule por la izquierda» también está dirigido a ellas.

Para entender lo que, desde el estructuralismo, significa la expresión adjetiva no marcado resulta útil aproximarla e incluso equipararla a una locución adverbial que puede ser también adjetiva: por defecto.

Al abrir un programa de tratamiento de textos y ponerse el usuario, sin más, a escribir algo, el sistema tiene inmediatamente que decidir en qué tipo de letra irán esas palabras, y si no se le ha dado orden en contrario las pondrá en redonda. Es que sin seleccionar algún tipo concreto de letra no puede trabajar, y alguien lo ha programado para que en esos casos el elegido sea el llamado «normal» (o letra «redonda»). La letra redonda es, frente a la cursiva o la negrita, la letra que actúa o interviene por defecto. También podemos decir de ella que es, frente a aquellas dos, la letra no marcada.

Cuando construyo una frase en que un adjetivo debe concordar con dos sustantivos, y resulta que uno de ellos es masculino y el otro femenino, necesito que aquel adjetivo (si presenta variación de género; muchos no lo hacen) vaya en uno de los dos géneros. Uno cualquiera, en principio… Lo que no puede es no ir en ninguno, porque el «sistema», para funcionar –lo mismo que pasaba con el programa de textos–, necesita que uno de ellos se imponga por defecto. Tampoco puede ir en los dos, porque su presencia simultánea es incompatible en una sola forma, del mismo modo que una misma palabra no puede estar escrita al mismo tiempo en redonda y en cursiva. Sí podría duplicarse el adjetivo, pero no es recomendable, porque ello atentaría contra un principio fundamental en las lenguas que es el de la economía, al que también podríamos llamar «ley del mínimo esfuerzo». Así, no nos queda más remedio, en nuestra lengua, que decir los árboles y las plantas están secos, con el adjetivo en masculino. ¿Por qué? Porque el masculino es el género por defecto; es, frente al femenino, el género no marcado. Curiosamente, ni el más ahincado defensor de los desdoblamientos de género o el más aguerrido de los cruzados de la causa contra el llamado «sexismo lingüístico» le han puesto nunca ninguna pega, ni presumiblemente se la pondrán, a una frase como esa, los árboles y las plantas están secos. Y, sin embargo, el hecho gramatical que en ella se produce es exactamente el mismo que tanto los encocora en otros enunciados y que con tanto denuedo combaten o tratan de burlar mediante los desdoblamientos (recurso que en este caso debería llevarlos a decir los árboles y las plantas están secos y secas). ¿Por qué esa frase no los irrita, por qué no la alteran, por qué ni siquiera reparan en ella? Pues porque en ese caso solo está implicado el género (gramatical), y no el sexo (el sexo, sí, no le tengamos miedo a la palabra: eso que ahora, para que la cuestión resulte estar un poco más enredada, recibe el nombre de… género; volveremos sobre ello).

Del mismo modo, si una persona tiene tres hijos y dos hijas (o dos hijos y tres hijas, da igual), dirá, interrogado acerca de su prole, que tiene cinco hijos. No dirá que tiene cinco hijos o hijas, ni cinco hijos e hijas, ni cinco hijos / hijas (léase «cinco hijos barra hijas»), ni cinco hijos / as (léase «cinco hijos barra as»).

Al introducir en esos paréntesis la indicación de que el signo / solo cabe verbalizarlo oralmente enunciando la palabra «barra» estamos apuntando a un hecho esencial: el de que al menos esta, una de las presuntas alternativas que se han venido ideando para evitar el uso del masculino como género no marcado –las otras dos ya se ve que incumplen, como hemos dicho, el principio de economía–, no es sino, exactamente, eso: presunta; y es por tanto una falsa alternativa.

El mismo inconveniente, la dificultad de la lectura, o, peor aún y más exactamente, su completa imposibilidad, tienen otras «soluciones» que se han «ideado». Una de ellas, como es bien sabido, es el uso del signo que se denomina arroba (@), que, además, consiste más o menos en una letra a rodeada por un círculo que sugiere o recuerda a la letra o, coincidencia que en el sentir de algunos lo hará pintiparado para el caso. Hay quien cree haber encontrado en tal argucia la solución ideal. Sin embargo, la persona del ejemplo puesto más arriba, la interrogada acerca de su prole, podrá escribir que tiene cinco hij@s, pero esto no lo podrá decir, leer, así que de nada le vale. No podrá enunciar con la voz algo así como «cinco hijarrobas» o «cinco hijarrobaese». A menos que quiera correr el riesgo de que la declaren por rematadamente loca (que aquí concuerda con persona, sustantivo femenino).

En las sociedades avanzadas la importancia de la comunicación escrita puede hacer olvidar el hecho de que el uso oral de la lengua es el primigenio, y por tanto el primordial (la escritura está subordinada a la oralidad, y no al revés). Incluso aceptando que lo oral y lo escrito se repartieran a partes iguales (cincuenta por ciento cada uno) la materialización de la facultad del lenguaje (insisto en que no es así; existen individuos, y aun culturas, analfabetos), ¿cómo dar por válido un expediente que es inservible al cincuenta por ciento?

Otro invento ingenioso, pero igual de inútil que la arroba para la enunciación oral, es el uso de la letra x, en sustitución de la o y la a. Pruébese a decir en voz alta «lxs niñxs», por ejemplo. (Recientemente, por cierto, también parece acudirse a esa letra con otra finalidad: según veo en un periódico, cierta «docuserie» de RTVE dedicada a la historia del «movimiento LGTB+» se titula Nosotrxs somos).

Mas he aquí que, finalmente, alguien da con otro invento más que esta vez sí es legible (y seudoasturiano, por más señas): la e. Al parecer está encontrando adeptos en sectores de la población juvenil de Argentina y Chile.

Cuesta tomarlo en serio (les niñes están aburrides, que significaría ‘los niños y las niñas están aburridos y aburridas’), pero hay que intentarlo (el asunto lo es). Y para ello basta con señalar que, aunque las lenguas son creación humana, los hablantes no pueden intervenir consciente o planificadamente en ellas para alterar su estructura. Un hablante individual puede ensayar un neologismo léxico, una palabra nueva, eso sí; y, con todo, solo si arraiga en la colectividad y es aceptado y utilizado por otros hablantes ese neologismo, en principio ocasional, podrá llegar a convertirse en un hecho de lengua.

 

Pero en otros planos del sistema lingüístico no ocurre lo mismo: ni un hablante individual, ni siquiera un grupo de ellos, ni tampoco una institución (como la Real Academia Española en el caso de nuestro idioma), pueden inventar o introducir un nuevo fonema, ni una nueva oposición morfológica o gramatical. Si una lengua tiene dos géneros, y por tanto una concordancia binaria, nadie puede conseguir que pase a tener tres, y por ello a presentar una concordancia ternaria. Existe un número determinado de tiempos verbales, y nadie, absolutamente nadie puede inventarse otro más, ni tampoco suprimir uno existente (puede ir cayendo lentamente en desuso, pero esa es otra historia, y confirma que la intervención personal y consciente de un hablante o un grupo de ellos no es posible). Los cambios lingüísticos no ocurren por decreto, ni se producen de arriba abajo. Siempre que ocurren (y hay determinados pilares del idioma que se mantendrán estructuralmente inalterables), es de abajo arriba y tras un refrendo mayoritario de los hablantes.

Naturalmente, no siempre el masculino incluye en su referencia a las mujeres. Si una persona está hablando a otra de sus hermanas, el interlocutor podrá preguntarle en un determinado momento: «¿No tienes hermanos?», donde hermanos significa, inequívocamente, ‘hermanos varones’, toda vez que es evidente que hermanas sí tiene. En otros contextos, en cambio (en la mayoría), la misma pregunta sí se referiría a los hermanos de ambos sexos.

Señalar que el masculino no es el único elemento no marcado del sistema gramatical debería servir para desdramatizar las cosas. Igual que en español hay dos géneros (en otras lenguas hay más, o hay solo uno, lo que viene a suponer en realidad que en estas últimas no hay ninguno, pues sin oposición genérica no hay propiamente género), hay también dos números, singular y plural (en otras hay más, o solo uno), y el singular es el número no marcado frente al plural. Así, del mismo modo que el masculino puede asumir la representación del femenino, el singular puede asumir la del plural. El enemigo significa, en realidad, ‘los enemigos’. Sumando ambas posibilidades de representación puedo decir que el perro es el mejor amigo del hombre para significar, en realidad, esto: ‘los perros y las perras son los mejores amigos y las mejores amigas de los hombres y las mujeres’. ¿Se entiende con ello un poco mejor en qué consiste, en relación con los hechos de lenguaje, el mentado principio de economía?

Hay tres tiempos verbales, y uno de ellos, el presente, es el tiempo no marcado frente al pasado y el futuro. Prueba de ello es la capacidad que tiene para suplantarlos: Colón descubre América en 1492 significa en realidad ‘Colón descubrió América en 1492’; y mañana no hay clase significa ‘mañana no habrá clase’.

A pesar de lo cual, que yo sepa, no ha surgido por ahora, ni es de esperar que surja, ninguna Plataforma Ciudadana en Defensa de la Intolerable Discriminación del Plural, ni tengo noticia hasta el momento de la existencia de una Asociación Pro Visibilidad del Futuro frente al Abusivo Presentismo Lingüístico.

No podemos diferir más una digresión imprescindible en relación con la palabra género. Desde luego los lingüistas y filólogos estamos acostumbrados a emplearla en una de sus acepciones digamos clásicas, la gramatical: «Categoría gramatical inherente en sustantivos y pronombres, codificada a través de la concordancia en otras clases de palabras y que en pronombres y sustantivos animados puede expresar sexo», según la definición académica (en la que debe notarse el verbo puede). Mucho más reciente es este otro significado, que el mismo diccionario explica así: «Grupo al que pertenecen los seres humanos de cada sexo, entendido este desde un punto de vista sociocultural en lugar de exclusivamente biológico». Tan moderno es que ha entrado en DLE en la última edición, la 23.a (2014). O sea, no estaba en la anterior, la de 2001, aunque por esas fechas acaso estaría llegando ya a nuestra lengua. Es acepción que no recoge el Diccionario del español actual (DEA) de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos (2.a ed., 2011), pero se encontrarán luminosas consideraciones al respecto en el Nuevo diccionario de dudas y dificultades de la lengua española de Manuel Seco, aparecido en ese mismo año.

Acabamos de escribir que el nuevo significado «estaría llegando» ya al español. ¿Procedente de dónde? Evidentemente, del inglés gender (palabra menos cargada de sentidos en esa lengua que género en la nuestra, pues nótese que el género en sentido literario, o artístico, lo acoge en ese idioma el galicismo genre).*

Recuerdo bien la extrañeza que me produjo hace bastantes años, no sé si en una librería inglesa o norteamericana, encontrar una sección rotulada «Gender Studies». La ignorancia y la deformación profesional se aliaron para que yo interpretase a bote pronto el gender de ese letrero en sentido lingüístico, gramatical, no sin sorpresa por mi parte ante el hecho de que, no habiendo género de ese tipo en lengua inglesa, aquella librería tuviera una sección a él dedicada. Me bastó, claro es, echar un vistazo a las obras allí alineadas para comprender que nada o apenas nada tenían que ver con la gramática. Luego llegaron al español los estudios de género, la expresión violencia de género, etcétera.

Cuando la Academia aún no se había resignado (como ha hecho en 2014) a dar por bueno el neologismo semántico, hizo (Diccionario panhispánico de dudas, 2005) estas consideraciones, se diría que en un intento de frenar su expansión:

En los años setenta del siglo XX, con el auge de los estudios feministas, se comenzó a utilizar en el mundo anglosajón el término género (ingl. gender) con un sentido técnico específico, que se ha extendido a otras lenguas, entre ellas el español. Así pues, en la teoría feminista, mientras con la voz sexo se designa una categoría meramente orgánica, biológica, con el término género se alude a una categoría sociocultural que implica diferencias o desigualdades de índole social, económica, política, laboral, etcétera. Es en este sentido en el que cabe interpretar estudios de género, discriminación de género, violencia de género, etcétera. Dentro del ámbito específico de los estudios sociológicos, esta distinción puede resultar útil e, incluso, necesaria. Es inadmisible, sin embargo, el empleo de la palabra género sin este sentido técnico preciso, como mero sinónimo de sexo.

Y a continuación ofrecía la corporación un par de ejemplos de esa novedosa y no deseable sinonimia indiscriminada género = sexo: «el género de cada persona», «la diversidad étnica y de género que se da en su plantilla». Llevaba mucha razón, pero nadie hizo el menor caso. Como alternativas a violencia de género se sugerían violencia contra las mujeres, violencia doméstica (mas lo cierto es que no se circunscribe al hogar) o violencia de pareja. Cabe añadir otra bien rotunda y precisa: violencia machista.

Como he dicho, las consideraciones que hace Seco sobre el asunto en su Nuevo dudas (2011), en un artículo que debe leerse de pe a pa y que no resisto la tentación de extractar y citar ampliamente, son luminosas. El nuevo sentido de procedencia anglosajona aparece sobre todo, dice, en el uso que de la palabra se hace en el lenguaje oficial y periodístico, y con reiteración en el sintagma violencia de género. Continúa Seco:

La Academia Española publicó, el 19 de mayo de 2004, ante el Proyecto de Ley contra la violencia de género, un Informe sobre esa expresión, violencia de género, que consideraba inadecuada desde el punto de vista lingüístico, ya que rebasaba los sentidos propios de la voz género. Y proponía como formas alternativas violencia doméstica o violencia por razón del sexo. Recordaba las preferidas en francés (violence domestique, violence à l’égard des femmes) y el italiano (violenza contro le donne, violenza domestica…), en las cuales se evitaba la traducción mecánica de la voz inglesa. Pero el Gobierno español no hizo ningún caso del dictamen académico, y la Ley se aprobó tal como estaba proyectada.

Luego brinda Seco muchos ejemplos de la gratuita sinonimia (género por sexo), y –filólogo e historiador al fin– rescata un curiosísimo precedente aislado… ¡del siglo XVI!: «¿Quién puede favorecer al género masculino ni al feminino mejor que vos?» (La Lozana andaluza).

En relación con la procedencia anglosajona de la novedad –Delicado aparte– recoge nuestro lexicógrafo el parecer del diccionario inglés de Oxford, para el que el uso moderno de inglés gender como ‘sexo’ es –ya lo hemos consignado arriba en nota– un eufemismo «especialmente feminista» que, en efecto, subraya las diferencias sociales y culturales entre hombres y mujeres, más que las biológicas. Distingo, opina el autor, un tanto ocioso en nuestra lengua, pues en abundantes usos tradicionales (como estudiantes de ambos sexos, etcétera) sexo significa sencillamente ‘condición’ o ‘colectividad’ masculina o femenina. «Imaginar, en estos casos –concluye con fino humor–, los órganos de copulación sería síntoma de obsesión morbosa». Se nos invita, pues, muy razonablemente, a una «lectura» y uso no tan biológicos o fisiológicos o genitales de la voz sexo. Todo en vano, ya ha quedado dicho.

Una precursora del pensamiento feminista en España, la condesa de Campo Alange, publicó hace setenta años (en 1948, justamente) un ensayo titulado La secreta guerra de los sexos. Ese título ¿debería hoy rezar de los géneros? Otro libro pionero, Lenguaje y discriminación sexual (1977), de Álvaro García Meseguer, es muy probable que en los tiempos que corren no hubiera llevado en su título ese adjetivo que lo cierra.

Pero retomemos el hilo, volviendo a «nuestro» género, al sentido con que constante y únicamente empleo la palabra en estas páginas: el gramatical.

¿Y por qué es el masculino el género no marcado y no lo es el femenino? Buena, interesantísima pregunta, para cuya compleja respuesta habría que remontarse, en el plano lingüístico, hasta el indoeuropeo, y en el plano antropológico hasta muy arduas consideraciones, en las que no cabe ahora engolfarse, acerca del predominio en muchas sociedades de los modelos patriarcales o masculinistas. Efectivamente, es más que posible que la condición de género no marcado que tiene el masculino sea trasunto de la prevalencia ancestral de patrones androcéntricos. Llámeselos, si se quiere, machistas, y háblese cuanto se quiera de sexismo lingüístico. Séase consciente, sin embargo, de que intentar revertirlo o anularlo es darse de cabezadas contra una pared, porque la cosa, en verdad, no tiene remedio. Rosa Montero lo ha dicho muy bien: «Es verdad que el lenguaje es sexista, porque la sociedad también lo es». Lo que resulta ingenuo, además de inútil, es pretender cambiar el lenguaje para ver si así cambia la sociedad. Lo quehabrá que cambiar, naturalmente, es la sociedad. Al cambiarla, determinados aspectos del lenguaje también cambiarán (en ese orden); pero, desengañémonos, otros que afectan a la constitución interna del sistema, a su núcleo duro, no cambiarán, porque no pueden hacerlo sin que el sistema deje de funcionar.

Antes de seguir adelante conviene hacer una observación acerca del género neutro, pues en las discusiones sobre estos asuntos hay quien esgrime a menudo este término, sin saber muy bien lo que dice, como posible vía de solución (de solución, por cierto, ¿a qué?).

Olvidémonos por completo del neutro. En español (a diferencia de lo que ocurría en latín) no hay más que dos géneros, masculino y femenino. Del neutro latino solo han sobrevivido en nuestra lengua unos pocos fósiles pronominales (ello, esto, eso, aquello, algo) y el artículo lo. Así que una más que hipotética solución salomónica en que un ideal género neutro salvador viniera a resolver el problema asumiendo el papel de género no marcado es una «solución» (?) absolutamente inviable.

Hace no mucho pudo leerse en la prensa que Holanda había decidido incluir en el registro civil el género (sexual) neutro. Un ciudadano había sido inscrito en 1961 como varón por sus padres. En 2001 pidió un cambio en la documentación oficial para constar como mujer. Todavía incómodo, por considerarse «intersexual», había reclamado a los jueces que reconocieran un «tercer género», el neutro, y lo había conseguido.

 

Perfecto. Estamos sin duda ante un avance social en el respeto a la diversidad y los derechos individuales. Me interesaría conocer algo más acerca de las consecuencias lingüísticas del éxito de la demanda, acaso asumibles en una lengua, el holandés, que desconozco por completo pero de la que al menos sé que posee tres géneros gramaticales, masculino, femenino y neutro.

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