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Weston, febrero de 2005
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III. LOS GRIEGOS
1. EL MUNDO MITOLÓGICO DE LOS GRIEGOS
A. Introducción
La mitología griega representa un antecedente fundamental en nuestra genealogía cultural. Es parte determinante de nuestro pasado occidental. Se ha señalado –y creo que con razón– que la mitología griega, dadas sus particulares características, es un elemento clave en el desarrollo posterior de la filosofía, hija destacada de esta gran época en la historia de la humanidad.
Giovanni Reale insiste en que es impensable la emergencia del pensamiento filosófico griego –del logos, que será rasgo privilegiado de la historia posterior de Occidente– sin que hubiera existido previamente un sustrato mitológico desde el cual este pensamiento arranca. La mitología griega no es una mitología cualquiera. Se trata de un mundo imaginario que nos deslumbra permanentemente por su capacidad de dar una lúcida expresión simbólica al quehacer humano y a la estructura básica de nuestra particular existencia. En este sentido, ella representa, más que ninguna otra producción mitológica, una expresión arquetípica del fenómeno humano. En sus relatos encontramos manifestaciones gráficas, descritas en un exuberante lenguaje de acción, de aspectos fundamentales del alma humana.
No es extraño que esta mitología cautivara durante siglos el mundo imaginario de Occidente. No se trata tan sólo de un residuo arbitrario que logra sobrevivir por muchos siglos; si examinamos el desarrollo de la cultura occidental descubrimos que, en prácticamente todas las artes, el mundo mitológico griego ha estado presente estimulando la imaginación y ofreciendo temas que son recreados una y otra vez. Tanto en las artes plásticas como en las artes literarias, el toque griego nos ha marcado de manera indeleble. No es necesario dar ejemplos de lo que decimos, pues resultarían demasiado obvios.
Conocer el mundo mitológico griego significa, por lo tanto, iniciar un proceso de conocimiento al interior de nosotros mismos, y calar muy profundo en el fondo de nuestra propia alma. Lo iremos descubriendo en la medida que vayamos penetrando en él. Más vale, en consecuencia, dejar que las pruebas se manifiesten solas y no pretender apurar nada. No es necesario hacerlo. Hay algo, sin embargo, que quizás sea preciso señalar, pues de lo contrario corremos el riesgo de que no sea adecuadamente percibido. La mitología griega adquiere proporciones poco usuales no sólo por su especial antropomorfismo, en el sentido de presentarnos un mundo poblado de dioses que se nos asemejan de una manera increíble, aunque sienten, piensan y hacen las cosas en una escala diferente a la nuestra. Hay un segundo rasgo que no es menos importante. Me refiero a lo que podríamos llamar la lógica de comportamiento de los dioses griegos.
A diferencia de muchas otras mitologías, cuando nos abrimos a la mitología griega nos encontramos con dioses de comportamiento razonable. Le damos a esta expresión un sentido particular y preciso. No queremos decir que estos dioses se comporten de manera comedida. No queremos sostener eso, ni que sus acciones están dirigidas por la razón. Como veremos, se trata de dioses que actúan pasionalmente. Tampoco estamos afirmando que aquello que hacen sea lo que racionalmente se debe realizar. Lo que deseamos señalar es que existe en el conjunto de la mitología griega una sorprendente ausencia de arbitrariedad. Los dioses no parecieran comportarse simplemente porque sí. Se comportan de acuerdo a cómo se les ha presentado; sus comportamientos remiten a sus respectivas estructuras de carácter. Dado lo que se nos dice que son, se entiende que sientan, piensen y hagan lo que hacen. Y dado cómo son y lo que hacen, uno entiende que el destino opere de la manera que se nos relata.
Cuando reconocemos esto, no podemos dejar de pensar en el teatro. Hace años hice teatro, y lo hice por un tiempo no despreciable, integrando distintos grupos. Participé en el montaje de obras muy diferentes. Cuando nos preparábamos para estar luego en condiciones de exhibirlas, ensayábamos y realizábamos –entre otras cosas– lo que se conoce como trabajo de mesa. Ello implicaba que antes de subirnos a ensayar en el escenario, el conjunto de actores, guiados por el director, nos sentábamos alrededor de una mesa a estudiar la obra que habíamos decidido representar. Estudiábamos la trama, el lugar y la época en los que ella acontecía, pero muy particularmente profundizábamos en cada uno de los personajes involucrados en la obra. Seguíamos, a nuestra manera, las enseñanzas del gran maestro de la actuación, el ruso Constantin Stanislavsky.
Estudiar el carácter de cada personaje nos proporcionaba la base desde la cual procuraríamos luego representarlo. Para ello era necesario entender su lógica interna de comportamiento, su manera de observar el mundo, su particular mirada frente a la vida, sus principales desgarramientos y sensibilidades, sus maneras recurrentes de reaccionar frente al acontecer. Habiendo producido una determinada interpretación del carácter de cada uno de los personajes, solíamos hacer improvisaciones en las que esos personajes interactuaban en situaciones muy diferentes de las que estaban relatadas en el libreto. Todo ello nos ayudaba a meternos en el personaje, a captar lo que hoy llamaría su estructura de coherencia básica. Una vez que lográbamos eso, lográbamos con facilidad situarnos en el personaje, y podíamos ahora representarlo de manera creíble.
Debo reconocer que este aprendizaje ha sido inmensamente importante en mi vida. Lo veo presente con mucha claridad en al menos dos actividades que hoy me son fundamentales. La primera es la lectura. Leer para mí siempre ha representado introducirme en la obra de un determinado personaje: el autor. Por lo tanto, cada vez que leo un libro no sólo me pregunto por lo que el autor me está diciendo; no puedo dejar de preguntarme también por cómo aquello que dice me revela algo sobre sí mismo, sobre el tipo de persona que es el autor (o la autora). “Por sus obras los conoceréis.”
Leer a alguien es penetrar en las profundidades del alma de un ser que escribe. A menudo tengo la impresión de que su escribir me revela sus deseos y sus temores. Aunque pretenda esconderlo, su palabra pareciera revelar algunos de los secretos de su alma. Hay algo misterioso en el fenómeno de hablar. Cuando lo hacemos no sólo damos a conocer aquello que procuramos decir. Inevitablemente, algo mucho más profundo sobre nosotros mismos se revela. Pero ello sólo puede ser escuchado por quien está advertido de que cabe la posibilidad de encontrarlo.
Cada vez me convenzo más de que hay todo un mundo a descubrir detrás de un texto. Detrás de él, hay un ser humano con todas sus complejidades; un ser muy distinto de quien yo soy. Un ser, sin embargo, no tan diferente, pues a pesar de sus diferencias me es accesible y me es posible comprenderlo. También descubro una época y un entorno muchas veces muy distintos de los míos, pero a la vez comprensibles si logro aceptar esas diferencias, épocas y entornos. Más adelante iba a descubrir que Nietzsche practica un tipo de lectura muy similar. Esa es una de las tantas afinidades que he ido desarrollando con este filósofo.
La segunda actividad en la que este aprendizaje se ve expresado es la práctica del coaching. Quienes conocen lo que hago saben que esta es una práctica central en mi vida, y que lo ha venido siendo desde hace ya muchos años. Pues bien, algo similar a lo que relatara en relación a la lectura acontece también en la práctica del coaching. Mientras escucho lo que una determinada persona me relata en torno al problema que me plantea, estoy simultáneamente preguntándome por la estructura de coherencia básica que ese relato, esas acciones, esos hechos y los juicios que los acompañan van progresivamente conformando. De esta manera procuro dar cuenta del tipo de persona que tengo al frente. Normalmente pensamos que actuamos de acuerdo con cómo somos. Ello implica suponer que el ser antecede la acción. Nosotros, sin negar lo anterior, sostenemos que la relación inversa es igualmente válida: somos de acuerdo con cómo actuamos. La acción, decimos, genera ser. Por lo tanto el camino del ser a la acción es de doble sentido, y puede recorrerse en ambas direcciones: del ser a la acción y de la acción al ser.
Lo que hace el coaching es apoyarse en esto y tomar el actuar de un individuo como pista para reconstituir su particular forma de ser, su estructura básica de coherencia. Se trata de tomar lo puntual, lo particular, como una manera de acceder a lo general. Quizás lo más importante en el coaching consiste en la capacidad de trascender lo anecdótico y poder acceder a aquellos aspectos que logran dar cuenta de lo más constitutivo, recurrente y estable de la persona con la que estamos trabajando. En otras palabras: trabajo de mesa. Stanislavsky pareciera estarnos acompañando.
Pues bien, cuando nos introducimos en el mundo mitológico griego tenemos la extraña impresión de que ellos conocían a Stanislavsky. Cada uno de los dioses posee una determinada estructura de carácter y se comporta muy fielmente de acuerdo a ella. A veces, incluso en forma algo estereotipada. A diferencia de lo que encontramos en otras mitologías donde lo determinante es el libreto, el relato que se hace de las acciones de los dioses, en la mitología griega lo determinante es el carácter, la estructura de coherencia del dios respectivo. A veces tenemos incluso la impresión de que lo que el libreto nos dice es secundario, hasta superfluo. Una vez que uno entiende el carácter de un dios griego, suele anticipar cómo se comportará en las más diversas circunstancias; lo puede hacer actuar en situaciones improvisadas.
Hay excepciones, sin embargo. Algunos dioses –aunque pocos– nos sorprenden con comportamientos extraños. Dionisos es, sin lugar a dudas, el mejor ejemplo. Su estructura de carácter nos es difícil de aprehender. Su comportamiento nos sorprende al punto, a veces, de horrorizarnos. No obstante, cuando nos enfrentamos a estos dioses más extraños y ambiguos, la impresión con la que quedamos no es que ellos sean realmente una excepción, sino que el asombro que nos producen tiene más que ver con nosotros que con ellos. Quizás todavía no hemos comprendido su real carácter, su estructura de coherencia más profunda. Quizás nuestro trabajo de mesa ha sido insuficiente.
Volviendo a lo que señalábamos al comienzo: el comportamiento de los dioses griegos no sólo remite a las acciones que de ellos se nos relatan –el libreto del mito–, sino al carácter que se les ha asignado. El libreto, por lo tanto, no es sino el punto de partida desde el cual accedemos a sus particulares formas de ser. Es esto lo que procuramos señalar cuando decimos que se trata de dioses que se comportan de manera razonable y que sus comportamientos exhiben una sorprendente carencia de arbitrariedad. Existe, por lo tanto –como nos lo indica Reale–, una suerte de sustrato racional en el mundo mitológico griego. Obviamente, ello no está así articulado ni reconocido de manera explícita en los propios mitos, pero sí se manifiesta en su operar concreto, en la manera como los relatos míticos se desenvuelven.
Para captar el mundo mitológico griego, por lo tanto, no basta con familiarizarse con los contenidos de su universo imaginario. Es necesario también observar la lógica oculta de su operar. Uno de los rasgos más sorprendentes que encontramos en esta mitología es precisamente que tiene lógica, como quizás ninguna otra. No resulta extraño entonces que haya servido de sustrato para el desarrollo posterior del logos; este ya estaba presente en el mundo de los dioses, en el mundo mitológico de los griegos.
Nuestro intento de dar cuenta de este amplio mundo mitológico será obligadamente limitado. Se trata de un mundo de una vastedad casi inconmensurable. Los relatos que lo conforman son múltiples y muy diversos. No pretendemos abordarlos todos, ni mucho menos abordarlos detalladamente y a fondo. Ese no es el objetivo de este trabajo. No somos historiadores de la cultura, ni pretendemos serlo.
Lo que nos proponemos es muy específico y delimitado. En primer lugar, buscamos introducirnos en este mundo como parte de nuestro interés por profundizar en el conocimiento de nosotros mismos, del particular tipo de ser que somos los seres humanos, dentro de una vertiente también particular como es la civilización occidental. Creemos que los griegos nos proporcionan una de las corrientes subterráneas más importantes que hoy convergen en constituirnos en lo hemos llegado a ser; los griegos son una de nuestras raíces más importantes.
En segundo lugar, hacemos esta exploración buscando pistas para nutrir nuestra propia propuesta interpretativa, la que hacemos al interior de aquella opción que llamamos la ontología del lenguaje. Como veremos, en las distintas filiaciones mitológicas por abordarnos encontraremos con aspectos que alimentan aspectos centrales de nuestra propuesta. Lo veremos de manera muy particular en la figura de Dionisos, figura de un poderío sin igual para ilustrar aspectos fundamentales de nuestra concepción del alma humana. De allí que le concedamos a Dionisos un rol y un espacio en este trabajo que no tiene igual con ningún otro desarrollo mitológico. Pero también recogeremos algunos aspectos importantes en otras filiaciones mitológicas, como en el caso del mito de Teseo y, de manera especial, del mito de Edipo. Para nosotros Edipo ocupa en el mundo mitológico el papel que ocupará Protágoras en el mundo filosófico. El mensaje de ambos pareciera ser el mismo: “el hombre es la medida de todas las cosas”.
Habrá muchas líneas de desarrollo mitológico que dejaremos fuera. Por ejemplo, no es posible tener una idea mínimamente adecuada del mundo mitológico griego sin abordar los relatos épicos homéricos: la Ilíada y la Odisea. Pues no los abordaremos. No hablaremos tampoco de la vida de Hércules ni de sus hazañas, no entraremos en los relatos de Jasón ni de Perseo. Tampoco nos referiremos a muchos de los mitos que nos narran diversas relaciones amorosas, como el de Psique y Eros, o el de Narciso y Eco. En fin, la lista sería muy larga de completar, y las ausencias son mayores. Con todo, esperamos que aquello que abordamos le sea al lector de utilidad.
En rigor, nos hemos circunscrito a cuatro relatos importantes. El primero de ellos se centra en la presentación de los dioses olímpicos. En ese contexto, algo se dice también con respecto al proceso previo que da lugar al nacimiento del orden divino, y algo se menciona también sobre el proceso que culmina con la creación del ser humano. La segunda sección es la más larga. Se refiere centralmente a un solo dios: Dionisos. Procuraremos presentar el relato oficial de las historias que nos proporcionan los mitos, a la vez que intentaremos indagar en su significado. Su lectura le proveerá al lector las razones de la importancia que le conferimos. Una tercera y corta sección la hemos dedicado a la historia de Teseo, y a su enfrentamiento con el Minotauro. Por último, la cuarta y última sección está dedicada al relato de la historia de Edipo, donde se destaca el episodio de su encuentro con la Esfinge. Eso es todo lo que haremos.
B. El panteón olímpico
Del caos a los Titanes
En un principio sólo existía el caos. De él, no obstante su naturaleza, nació Gaia, la diosa de la tierra. Con el nacimiento de Gaia se inicia un proceso que se va progresivamente alejando del caos inicial, y que concluye con la generación del orden, es decir, con el triunfo de los dioses olímpicos. Pero para que este triunfo tenga lugar será necesario que algunos acontecimientos previos se produzcan.
Gaia, la diosa de la tierra, acudiendo a su inmensa fertilidad generará a Urano, dios de los cielos. Luego Gaia se empareja con Urano, su hijo, quien asume el trono de los cielos, y juntos procrean una particular estirpe de dioses conocida como los Titanes. Estos serán dioses extraños, de tamaños gigantes, ociosos, burdos y vulgares, de comportamiento desmesurado, muchas veces malvados e incluso grotescos. Los Titanes son doce, seis varones y seis hembras, que muy pronto se emparejan entre sí y se distribuyen el dominio de todo el universo. Océano y Tetis se apropian del mar, Hiperión y Theia se hacen cargo del Sol, Crios y Euribia (también llamada Mnemosine) devienen los dioses de la memoria y del registro del acontecer, Ceos y Febe se apropian de la Luna, Cronos y Rea de la Tierra con sus cosechas y, por último, Japeto y Climene de los planetas.
Esta situación no durará mucho. Muy pronto, Cronos se rebelará contra su padre Urano y lo destronará. En un feroz ataque, Cronos con su espada castra a Urano –lo priva de su poder generativo– y lanza sus genitales al mar. De la sangre y el semen que caen al agua se crea una espuma viscosa, de la que nacerá la diosa Afrodita, diosa de la belleza y el amor. Derrotado Urano, Cronos instaura su propio gobierno sobre los cielos con la colaboración de sus hermanos. Es el reino de los Titanes, que gobiernan a través de la fuerza bruta y que todavía posee muchos rasgos caóticos. Cronos y Rea tienen varios hijos, que sin embargo son sistemáticamente devorados por Cronos, con excepción del menor, Zeus, el cual logra ser rescatado por Rea y colocado bajo la protección de ninfas y curetes (estos últimos eran semidioses de Eubea y Etolia). Para que Cronos no oyera los llantos del niño recién nacido, ninfas y curetes bailaban y hacían toda clase de ruidos. Pintores como Rubens y Goya nos han legado cuadros grotescos de Cronos engullendo a alguno de sus hijos recién nacidos.
La emergencia del orden olímpico
Una vez que Zeus crece, obtiene la ayuda de Metis –su prima, hija de Océano y Tetis–, quien le prepara una poción con la que Zeus da de comer a Cronos, a partir de la cual consigue que este devuelva a los hijos que previamente había devorado. Se trata de sus hermanos Hestia, Hades, Hera, Poseidón y Deméter. Enseguida, con la ayuda de su madre y de los Cíclopes, Zeus y sus hermanos lanzan una guerra contra su padre y el resto de los Titanes. Esta guerra dura diez años y termina con el derrocamiento de Cronos y el término del dominio de los Titanes. Con ello se inaugura un nuevo orden: el orden olímpico.
Examinemos los rasgos más importantes de este nuevo orden. Una vez alcanzada la victoria, Zeus se reparte el poder con sus dos hermanos varones: a Hades le entrega el subsuelo, las tinieblas y el reino de los muertos, a Poseidón le entrega el dominio de los mares y las aguas, y él mismo se proclama rey de los dioses, reservándose para sí el reinado sobre los cielos y la luz. Los tres hermanos acuerdan que todos ellos pueden intervenir en la tierra. Zeus establece su palacio real en la cima del monte Olimpo, se casa con su hermana Hera y luego de un tiempo invita a otros dioses a conformar con él un gran consejo que establece un nuevo orden universal: el Consejo Olímpico. Con ello culmina el proceso que establecería el orden tal como hoy lo conocemos. Cada uno de los dioses que conforma parte del Consejo representará algunos principios o dimensiones del orden de la vida. Por lo tanto, para comprender adecuadamente ese orden resulta necesario presentar a esos dioses.
Zeus
El Consejo Olímpico es presidido por Zeus, rey de los dioses. Normalmente, Zeus es representado en toda su majestad como un guerrero provisto de una lanza y de un rayo, símbolos de su poderío. A sus pies suele posarse un águila. Zeus es el dios de los cielos, la luz, los cambios abruptos de clima, las lluvias, los truenos y los relámpagos. Cada vez que el clima cambia, es Zeus quien se manifiesta. Zeus suele tener diversas metamorfosis y presentarse bajo diversas formas, formas en las que muchas veces acude a sus diversos amoríos, particularmente cuando se trata de mortales.
De estas relaciones engendrará diversos hijos. Con su prima Metis –quien lo ayudara a enfrentar a Cronos– tendrá a su hija mayor, Atenea. Zeus se casa con su hermana Hera, y con ella tendrá a los dioses Ares, Hefaísto, Ilitía y Hebe. Con Leto, también hija de Titanes, engendrará a los dioses gemelos Apolo y Artemisa. Con su hermana Deméter tendrá a la diosa siempre joven Perséfone, llamada también la “doncella” (kore). Con Danae, hija del rey de Argos, procreará a Alcmae, la madre de Hércules. Con Leda, esposa del rey de Esparta, asumiendo la forma de un cisne, engendrará a Helena y a los Dioscuros, Cástor y Pólux. Con Semele, hija de Cadmo, rey de Tebas, procreará a Dionisos.
Se cuenta que Zeus también tuvo amores con Europa, hija del rey de Fenicia y hermana de Cadmo, futuro rey de Tebas. Para seducir a Europa, Zeus asume la forma de un toro y se tiende plácidamente en la playa, donde la joven Europa jugaba con sus amigas. Al ver al toro tendido, la joven Europa se le acerca admirada y se le sienta en su lomo. Enseguida el toro se levanta y con Europa arriba se lanza velozmente por los mares, raptando a la bella joven y llevándosela consigo a Creta, donde tiene con ella varios hijos, entre ellos a Minos, el futuro rey de Creta y del cual hablaremos más adelante. Europa terminará casándose con Asterión, rey de Creta, quien adopta a sus hijos.
El rapto de Europa será motivo de múltiples creaciones artísticas posteriores. En este mito vemos aparecer por vez primera la figura del toro, que jugará un papel preponderante no sólo en la mitología griega, sino en toda la cultura mediterránea. Pero Zeus no limita sus amores a diosas o mortales femeninas. Los mitos nos hablan también, por ejemplo, de su relación sentimental y erótica con el pastor Ganímedes.
La figura de Zeus representa al soberano en el Consejo Olímpico. Es él quien generará el nuevo orden y su guardián principal; con Zeus no sólo el universo se estructura, sino que también el tiempo adquiere dirección y sentido. Zeus instituye las nociones de justicia, de rectitud, de propósito y de medida. Es la expresión del sentido en el mundo y el garante de la unión de todo lo que el mundo contiene. Su gobierno sigue el diseño que él ha establecido, el plan que él ha determinado, y el mundo se ordena en torno a la visión que de él tiene. Esta visión es uno de los elementos que expresa el rayo, símbolo de su poder característico. Donald Cowan nos señala que si bien Cronos generó el tiempo, Zeus inicia la historia.
No podemos separar a Zeus de las nociones de diseño, sentido, visión y razón. Hablando de su padre, Hermes nos advierte: “Zeus tiene sus razones”. El comportamiento de Zeus no es arbitrario. En un antiguo fragmento épico llamado Kypria, se sostiene que “el plan de Zeus se realizó”. Zeus aporta la inteligencia, el intelecto en el mundo de los dioses.
Cuando nos introducimos en el mundo de Zeus y lo vemos sosteniendo en su mano el rayo y supervisando el orden, no podemos dejar de pensar en la filosofía de Heráclito. Para este filósofo, el principio de todo lo existente (el arché) y lo que le confiere unidad a la diversidad es el fuego, el rayo, la medida, el logos. Heráclito pareciera estar describiendo al mismo Zeus. Se nos viene inmediatamente a la cabeza uno de los fragmentos de Heráclito que más apreciamos, el Fragmento 64:
“El rayo gobierna todas las cosas”.
O el Fragmento 32:
“Lo uno, el único sabio, quiere y no quiere llamarse con el nombre de Zeus”.
Esta relación entre mitología y filosofía no debiera extrañarnos, pues en la mitología griega se encuentran las semillas de su filosofía.
Hera
Al lado de Zeus, en el Consejo Olímpico, está sentada su esposa Hera. Su nombre significa “la dama”. Hera es la diosa del matrimonio y de la fidelidad conyugal. Le da a Zeus cuatro hijos: Ares, Ilitía (diosa de los nacimientos), Hebe (diosa de la juventud) y Hefaísto. Hera es considerada como la protectora de las mujeres casadas, las cuales se dirigen frecuentemente a ella para obtener su atención y apoyo. Se dice que es una de las diosas que asiste a las mujeres en sus partos, función que compartiría con Artemisa. Nada logra provocar una ira mayor en Hera que los adulterios. Dados los muchos amoríos de Zeus, los mitos nos cuentan cómo enfrenta cada una de estas situaciones desde una profunda cólera y sed de venganza tanto sobre las mujeres que despertaron el deseo de su esposo como sobre los hijos procreados por estas. Cuando Zeus, convertido en una espesa nube, tiene amores con la mortal Io, sacerdotisa al servicio de Hera, esta no duda en convertirla en una vaca.
Se cuenta que en un determinado momento Zeus quiso hacer inmortal a Hércules, su nieto, hijo de Alcmae, la hija que tuviera con la mortal Danae. No le había sido fácil a Zeus seducir a Danae; como ella se encontraba encerrada en una celda a donde Zeus le era imposible entrar, el dios se convierte en polvo de oro que cae desde lo alto, cruzando los barrotes de la celda, e impregnando el cuerpo de Danae, y así logra poseerla. Para obtener que su hijo devenga inmortal, Zeus trata de que Hércules sea amamantado por Hera mientras la diosa duerme. Pero Hera logra darse cuenta y rechaza al joven niño que, al verse alejado de su pecho, hace saltar de este algunas gotas de leche. Estas gotas del pecho de la diosa se convertirán en el conjunto de estrellas que conforman la Vía Láctea. En otro relato se nos cuenta de la profunda ira que Hera siente al enterarse de que Zeus ha procreado una hija, Atenea, con su prima Metis. En su furia, Hera abandona el Olimpo y se recluye en un lugar aislado donde produce el monstruo Tifón, dragón hembra de alto poder destructivo, y encarnación de su rabia.
Hera, la diosa soberana y defensora del vínculo conyugal, se caracterizará por su espíritu vengativo, que se manifiesta cada vez que descubre una infidelidad matrimonial. La mayor de las ofensas para Hera consiste –según hemos ejemplificado– en desafiar el hiero gamos (“matrimonio sagrado”). Cuando ello sucede, su furia (cholos) no conoce límites. Su ira sólo es compensada por su gran dignidad como soberana, posición que ocupa en pie de igualdad con Zeus. Si bien este es el guardián de la unidad del mundo, Hera es la garante de la unidad que Zeus requiere para cumplir con su misión.
Poseidón
Sentado al otro lado de Zeus está su hermano Poseidón, dios de las aguas, los mares y los movimientos de tierra, por lo cual no sólo se le responsabiliza por las tempestades que azotan a los navegantes, sino también por los temblores y terremotos. Todos estos fenómenos dan cuenta de que algo ha molestado a Poseidón. En esos casos suele ser preciso hacerle algún sacrificio a este dios para recuperar su favor y tranquilizarlo. Poseidón es retratado como un dios fácilmente irritable, de fuerte sed de venganza. Es particularmente sensible cuando estima que alguien lo ha engañado o traicionado, y entonces es capaz de infligir grandes desgracias a quien considera culpable de ello. Se trata de un dios altamente censurador y severo.
La esposa de Poseidón es Anfitrite, quien inicialmente procuró huir del dios, pero le fue devuelta a este por unos delfines. Anfitrite comprende que no le es posible evitar los amores de Poseidón y opta por quedarse con él. Se cuenta que cuando Anfitrite descubre que Poseidón ha tenido amores con la Medusa, la castiga con una fealdad capaz de producir gran miedo y con una mirada de efecto petrificante. Los navegantes cuando viajan por los mares ruegan no encontrarse con la mirada de la Medusa, pues saben que ella los convertirá en piedra.
Poseidón es representado en un carro conducido por unos poderosos caballos, animales normalmente asociados con este dios. Se trata particularmente de caballos de gran fuerza, de veloz galope, que hacen mover la tierra o agitarse los mares al correr. Y sólo Poseidón es capaz de conducirlos. También se le representa a través de los delfines, y muchas veces también por medio del toro. Uno de los símbolos clásicos de este dios es el tridente, lanza de tres picos que lleva en su mano al desplazarse en su carro, y que expresa su majestad.
Deméter
Al lado de Hera se sienta su hermana Deméter, diosa de la agricultura, especialmente del trigo y los cereales. Muchas veces se la nombra como la diosa de las semillas y los granos. Zeus tuvo también amores con su hermana Deméter, de los cuales nació Perséfone, diosa que se mantiene siempre joven y que destaca por su belleza y su dulzura. No es posible entender a Deméter sin comprender su relación con su hija.