La noche del océano y otros cuentos

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La batalla que acabó con el siglo

(Mensaje hallado en una máquina del tiempo) Con H. P. Lovecraft

En la víspera del año 2001, una enorme multitud de espectadores interesados se hallaba presente entre las románticas ruinas del Garaje de Cohen, en lo que antes era Nueva York, para presenciar un encuentro pugilístico entre dos campeones renombrados del firmamento de las historias extrañas: Bob Bíceps, el Terror de las Llanuras, y Bernie K.O., el Lobo Salvaje de West Shokan. El Lobo acababa de terminar su curso de entrenamiento físico por correspondencia, vendido por el señor Arthur Leeds. Antes del combate, el venerado lama tibetano Bill Lum Li auguró el resultado evocando al dios serpiente primigenio de Valusia y halló señales inconfundibles de victoria en ambas partes. Wladislaw Brenryk vendía profiteroles descuidadamente, mientras que los participantes recibían cuidados de los cirujanos oficiales: los doctores D. H. Killer y M. Gin Brewery.

El gong se tocó a las 39 h, tras lo cual el aire se tiñó de rojo por la sangre derramada en el combate, que el poderoso matarife de Texas arrojaba profusamente. Muy pronto hubo los primeros daños: dientes aflojados en ambos contendientes. Uno, que saltó de la boca del Lobo tras un golpe fortuito de Bíceps, describió una parábola hacia Yucatán; los señores A. Hijacked Barrell y G. A. Scotland lo recuperaron en una apresurada expedición. Este incidente fue utilizado por el eminente sociólogo y antiguo poeta Frank Chimesleep Short, Junior, como base para una balada de propaganda proletaria con tres versos intencionadamente imperfectos. Mientras tanto, un potentado de un reino vecino, el Efejota de Akkamin —que también se conocía a sí mismo como crítico aficionado—, expresó su frenético disgusto ante la técnica de los combatientes, al mismo tiempo que vendía fotografías de los luchadores —con él mismo en primer plano— a cinco centavos cada una.

En el segundo asalto, la potente derecha del borrachín de Shokan atravesó las costillas del tejano y se enredó en vísceras varias, lo que permitió que Bíceps encajase varios golpes significativos en la barbilla desprotegida de su oponente. A Bob le molestó enormemente la afeminada aprensión mostrada por varios espectadores a medida que músculos, glándulas, casquería y trocitos de carne salpicaban más allá del ring. Durante este asalto, la eminente anatomista M. Blunderage, que ocupaba portadas de revistas, retrató a los combatientes como un par de nudistas animados tras un fino velo de humo de tabaco convenientemente situado, mientras que el difunto C. Half-Cent proporcionó un boceto de tres chinos ataviados con sombreros de seda y botas de agua, pues tal era su original concepto de la contienda. Entre los bosquejos hechos por aficionados se encontraba uno del señor Goofy Hooey, que luego se hizo famoso en la exposición cubista anual como —Abstracción de un pudin erradicado—.

Durante el tercer asalto, el combate se volvió hostil de verdad: el monstruo de Shokan desprendió total o parcialmente varias orejas y otros accesorios del luchador fronterizo. Algo irritado, Bíceps contraatacó con varios golpes excepcionalmente virulentos, con los que arrancó muchos fragmentos de su agresor, quien siguió luchando con sus miembros restantes. En este punto, el público dio muestras de gran excitación nerviosa; los casos de pisoteos y derramamiento de sangre fueron frecuentes. Los más entusiastas quedaron bajo la custodia de Harry Brobst, del Hospital de Enfermedades Mentales Butler.

El señor W. Lablache Talcum informó de todo el asunto, y cuyo texto revisó Horse Power Hateart. A lo largo del acontecimiento, el señor conde de Erlette tomó notas para un ciclo de novelas de 200 tomos al estilo de Proust, que se titularía Mañana en septiembre, y contaría con ilustraciones de la señora Blunderage. J. Caesar Warts entrevistó con frecuencia a ambos contendientes personalmente, así como a todos los espectadores más importantes; obtuvo como recuerdos —tras un encarnizado forcejeo con Efejota— un cuarto de costilla autografiado de Bíceps, en excelente estado, y tres uñas del Lobo Salvaje. Los efectos de luz los proporcionaron los Laboratorios de Pruebas Eléctricas, bajo la supervisión de H. Kanebrake. El cuarto asalto se prolongó ocho horas a petición del artista oficial, el señor H. Wanderer, que deseaba añadir ciertos matices de fantasía a su representación de la fisionomía mermada del Lobo, entre los que se contaban varios detalles supernumerarios provistos por la imaginación.

El clímax llegó en el quinto asalto, en el que la izquierda del desgarrador de Texas atravesó totalmente la cara de Bernie, el luchador, y llevó a la colchoneta a ambos boxeadores. El árbitro decretó que ese era el final; Robertieff Essovitch Karovsky, el embajador moscovita, quien, en vistas del estado ensangrentado del golpeador de Shokan, declaró que este había sido liquidado esencialmente según la ideología marxista. El Lobo Salvaje formalizó una protesta oficial, que se rechazó aduciendo que todos los puntos necesarios para la muerte técnica estaban teóricamente presentes.

Las trompas entonaron una fanfarria triunfal en honor al ganador, mientras que el perdedor técnico se entregó al cuidado del enterrador, Teaberry Quince. Durante la ceremonia, el teórico cadáver se ausentó brevemente para comer algo de mortadela, pero se proporcionó un elegante cenotafio para desviar la atención hacia los ritos. El cortejo fúnebre estaba liderado por un coche fúnebre de alegres adornos, conducido por Malik Taus, el sultán de los pavos reales, que estaba sentado en la cabina con un uniforme de West Point y turbante, y dirigió una experta trayectoria por encima de varios setos y paredes de piedra imponentes. A medio camino del cementerio, el cadáver volvió a unirse a la comitiva; se sentó al lado del sultán Malik en la cabina y se acabó su sándwich de mortadela, pues su gran barriga imposibilitó que entrase en el cenotafio que tan rápidamente se había seleccionado. El maestro Sing Lee Bawledout interpretó un canto fúnebre apropiado al flautín; La famosa y celebrada aria Nunca chafes a una mosca de los señores De Silva, Brown y Henderson, de la vieja cantata Imagínate, fue elegida para la ocasión. El único detalle omitido del funeral fue el entierro, que se interrumpió con la desconcertante noticia de que el portero oficial, el celebrado financiero y editor Ivar K. Rodent, había huido con toda la recaudación. Quien más lamentó tal omisión fue el reverendo D. Vest Wind, que se vio obligado a marcharse sin pronunciar un extenso y conmovedor sermón revisado expresamente para la celebración a partir de un anterior discurso dado en el entierro de un caballo preciado.

El relato del acontecimiento, realizado por Talcum e ilustrado por el conocido artista Klarkash-Ton —que representó enigmáticamente a los boxeadores como hongos sin huesos—, fue publicado, tras repetidos rechazos por parte del refinado editor del «Cajón Desastre de la Ciudad del Viento», como folleto por W. Peter Chef, bajo supervisión tipográfica de Vrest Orton. Este, mediante los empeños de Otis Adelbert Kline, se acabó vendiendo en la librería La Casa del Llanto, hasta que al fin se vendieron tres copias y media gracias a la atractiva descripción del catálogo provista por don Samuelus Philanthropus.

En vista de la gran acogida, el señor De Merit volvió a imprimir el texto en las policromáticas páginas de «La Coz Semanal» bajo el título “¿Ha quedado obsoleta la ciencia? O los molineros del Garaje”. No obstante, no quedan copias en circulación, puesto que las que no se llevaron bibliófilos fanáticos las confiscó la policía en relación con la demanda por difamación del Lobo Salvaje, quien tras varias apelaciones que acabaron en el Tribunal Mundial, no solo se consideró oficialmente vivo, sino también el claro ganador del combate.

La taberna inhóspita

Quorlan sonrió enigmáticamente a su criado cuando llamaron a la puerta. En su orondo rostro se dibujó una sonrisa mecánica y falsa mientras se frotaba las rollizas manos.

—¡Venga, estúpido! —exclamó, enfadado por la mirada temerosa del mudo.

El criado Varrak asintió y se esfumó entre las sombras para obedecer. Quorlan miró con interés hacia la penumbra para ver quién llegaba a tan tardía hora, pues la taberna ya causaba bastante aprensión a la luz del día.

Una alta figura ataviada con una túnica larga y húmeda por la niebla vespertina entró a grandes zancadas murmurando improperios. Echó rápidos vistazos a su alrededor y vio al panzudo posadero junto al fuego. Con brusquedad exigió alojamiento para la noche. Quorlan, haciendo lo que casi podría considerarse como una reverencia asustada, corrió escaleras arriba y abrió de par en par una enorme puerta con adornos tallados a la izquierda del pasillito. El extraño barbudo, que se había quitado el sombrero y no era mal parecido a su extraño modo, lo siguió.

—Servirá —dijo imperiosamente, y añadió— Lárgate.

—Pero, señor, ¿el precio? —inquirió Quorlan, cuyas tres papadas sobresalieron cuando retrocedió para inspeccionar a su huésped.

—¡He dicho que te marches! —volvió a ordenar el barbudo, que a continuación lanzó una bota hacia la puerta. Tanto el maestro como el criado, que lo seguía de cerca, bajaron las escaleras apresuradamente.

Abajo, cerrando la puerta con cuidado para no hacer ruido, Quorlan señaló el sótano con la cabeza, y el criado Varrak lo acompañó hasta allí de inmediato. Tras sacarse una pluma del cinturón, Quorlan lo introdujo en un frasco de extraña forma que había sobre la mesa, y escribió a toda prisa:

—¿Viste su oro?—. Varrak asintió—. Cruza el pasadizo y observa. Avísame cuando se haya dormido. No debe escaparse como hizo el último —garabateó.

Varrak desapareció tras un barril y se arrastró por una abertura baja que estaba oculta a la vista. Con sigilo recorrió el estrecho pasadizo entre las gruesas paredes de la taberna, y se elevó mediante una serie de varillas hasta la segunda planta, jadeando y mirando maliciosamente la oscuridad. Las arañas retrocedieron en su red para dejarlo pasar, pues reconocían a alguien de su propia naturaleza. Cuando llegó al extremo, se detuvo y quitó rápidamente la tapa corredera de una mirilla a la que pegó el ojo.

 

En la cama había una silueta borrosa, y con una sonrisa Varrak pasó la mano por una larga y fina daga como acariciándola. Entonces se giró e inició su descenso sin hacer ruido, bajándose con su poderosas y crueles manos. Pero no pudo terminar, pues otra mano, la del forastero, se posó en la suya y, con una fuerza queda, lo alzó con fuerza.

En los ojos del deforme y demacrado Varrak había terror, y abrió la boca en una mueca espantosa, con la intención de gritar, pero solo pudo mirar boquiabierto ridículamente y no emitió ningún sonido. Entonces, unas manos implacables lo doblaron hacia atrás, aprisionándolo mientras extraían su propia daga de su funda y se lo hendían en el cuerpo. El retorcido cerebro del mudo detuvo su agitación de horror, y se deslizó al suelo, espatarrándose grotescamente con una mirada peculiar. El tabernero se levantó, lo medio empujó con el pie y cruzó el panel corredero, que cerró tras él, pues su dañina tarea ya estaba completada.

Pues no se había sorprendido en absoluto, como quienes lo habían precedido, y lo había planificado antes de su llegada.

Explorando el camino detenidamente en busca de obstáculos, se dirigió con cuidado al sótano. Al mirar por la abertura vio la silueta protuberante del propietario, que estaba borracho en una silla. Con un humor sarcástico, el barbudo quitó la tapa de un barril de vino y, agarrando su cuerpo, lo precipitó en él de cabeza. Un pataleo espasmódico fue todo lo que señaló su muerte. Después, el barbudo volcó la vela y esperó hasta que la llamita hubiera crecido hasta cruzar la estancia y consumir la madera. Entonces, se marchó de aquel horrible lugar en pos de la despejada y húmeda noche.

Las desgracias de batir mantequilla

En el hermoso claro había un atractivo fauno de unos veintidós años, pues, aunque sean inmortales, no siempre son jóvenes y sin arrugas. Su lisa piel marrón se fundía de forma natural con su pelo desgreñado, y dos cuernecitos minúsculos sobresalían de sus cortos mechones dorados, que se movían mientras brincaba por la vegetación en flor. Las flores no estaban totalmente en flor, y sus capullos medio abiertos encerraban la promesa de una belleza antinatural. El fauno se desplazaba con la fresca pasión de la juventud, y su brillante pelaje casi parecía amarillo al sol, con matices de marrón.

El demonio Garoth lo observaba mientras descansaba con cinismo, de pie en medio de un matorral de brillante follaje verde.

El fauno cruzaba el claro y se detenía ora para arrancar una flor cuya belleza era incapaz de apreciar, solo para dañarla con sus fuertes dedos, ora para probar un racimo de frutos del bosque carmesís. Era evidente que tenía una meta definitiva y, aunque no tenía prisa, la criatura acabó emergiendo en un claro contiguo limitado por hierba cual juncos y arbustitos retorcidos. En él yacía una muchacha vestida de gasa de excepcional belleza, que había acudido de una choza de campesinos cercana, sin haber terminado de batir la mantequilla, para encontrarse con su amante del bosque. Se alzó de su lecho musgoso y le sonrió mientras su dulce mirada violeta se posaba en su rostro inquisitivamente. El fauno rodeó la delgadez de la muchacha con su brazo desnudo, y juntos fueron en busca de profundidades del bosque donde no los molestasen.

El demonio Garoth lo vio y sonrió, pues no solo los vio a ellos. Otro de los hombres del bosque vagaba por allí cerca, con un fervor erótico bastante repugnante, y vio a la pareja distraída en sus intereses.

El segundo fauno, zafio y de pelaje negro, con un pellejo que en ningún lugar estaba totalmente vacío de vello áspero, emitió un sonido rabioso incoherente y cargó contra ellos. La muchacha gritó asustada y se escondió entre la maleza, desde donde observó la escena con horror. Ambos machos iniciaron su lucha de inmediato entre forcejeos, a ratos erguidos, con sus músculos sobresaliendo por el combate, a ratos tendidos en la tierra revuelta que arrancaban con sus pezuñas. Durante un rato, el resultado de la pelea estuvo en el aire, pero pronto el marrón estaba retorcido en la hierba, con su sangre mancillando la suavidad de su bronceado gaznate, mientras que la criatura negra y áspera torcía sus labios como gusanos en un gesto de risa y mutilaba como un bárbaro el cuerpo aún con vida.

Garoth lo vio y también vio la huida de la muchacha por el bosque hasta llegar a su choza, detrás de la que su madre hacía la colada, y donde no la habían echado en falta. Y vio cómo las lágrimas caían en la mantequilla que se apresuró a batir.

Después, el demonio reflexionó lo que pudiera haber sido la moraleja del asunto y volvió a extender las alas en vuelo…

Hasta en los mares

Con H. P. Lovecraft

En lo alto de un acantilado erosionado descansaba el hombre, mirando a lo lejos, al otro lado del valle. Así tumbado veía a una gran distancia, pero en toda la seca extensión no había ningún movimiento visible. Nada se movía en la polvorienta llanura, la desintegrada arena de lechos de ríos secos desde hacía mucho, por los que antaño fluyeron los torrentes de la juventud de la Tierra. Había poco verdor en ese mundo definitivo, esa fase final de la prolongada presencia de la humanidad en el planeta. Durante incontables eones, la sequía y las tormentas de arena habían arrasado todas las tierras. Los árboles y arbustos habían dejado lugar a pequeños matorrales que persistieron gracias a su robustez; pero estos, a su vez, perecieron antes de la arremetida de ásperas hierbas y vegetación fibrosa y dura de extraña evolución.

El calor, siempre presente a medida que la Tierra se acercaba al sol, marchitaba y mataba con rayos implacables. No había llegado enseguida: habían transcurrido largos eones antes de que nadie hubiera podido notar el cambio. Y, a través de esas primeras eras, la forma adaptable del hombre había seguido una lenta mutación y se había modelado para encajar en el aire cada vez más tórrido. Entonces había llegado el día en que los hombres solo toleraban mal sus ardientes ciudades, y comenzó una recesión gradual, lenta, pero deliberada. Los primeros habían sido los asentamientos y las ciudades más cercanas al ecuador, por supuesto, pero luego hubo otras. El hombre, reblandecido y exhausto, ya no podía seguir soportando el calor, que aumentaba implacable. Lo abrasaba, y la evolución era demasiado lenta como para darle forma a nuevas resistencias en él.

Sin embargo, al principio las grandes ciudades del ecuador no se dejaron a las arañas y los escorpiones. En los primeros años hubo muchos que se quedaron, ideando curiosos escudos y corazas contra el calor y la sequía letal. Esas almas intrépidas, para proteger ciertos edificios contra el calor invasor, hicieron mundos en miniatura como refugio en los que no hacían falta corazas protectoras. Elaboraron objetos increíblemente ingeniosos, de modo que, durante un tiempo, el hombre persistió en las torres oxidadas, esperando así aferrarse a viejas tierras hasta que el ardor finalizase. Pues muchos no querían creer lo que los astrónomos decían y esperaban que volvieran los mundos templados de antaño. Pero, un día, los hombres de Dath, de la nueva ciudad de Niyara, hicieron señales a Yuanario, su capital inmemorialmente antigua, y no obtuvieron respuesta de los pocos que seguían allí. Y, cuando los exploradores llegaron a esa ciudad milenaria de torres unidas por puentes, solo hallaron silencio. No había ni el horror de la corrupción, pues los lagartos carroñeros habían sido rápidos.

Solo entonces se dio cuenta del todo la gente de que esas ciudades ya estaba perdidas; supieron que debían abandonarlas para siempre a la naturaleza. Los otros colonos de las tierras abrasadoras huyeron de sus valientes puestos, y el silencio total reinó en el interior de las altas murallas de basalto de mil ciudades vacías. De las densas muchedumbres y actividades multitudinarias del pasado al final no quedó nada. Ya solo se alzaban contra los desiertos sin lluvia las abultadas torres de casas, fábricas y estructuras vacías de todo tipo, que reflejaban el fulgor cegador del sol y se secaban con el calor, cada vez más insoportable.

Sin embargo, muchas tierras aún habían logrado huir de la maldición abrasadora, de modo que los refugiados pronto se adaptaron a la vida de un mundo más nuevo. Durante unos siglos extrañamente prósperos, las viejas ciudades abandonadas del ecuador se medio olvidaron y se entrelazaron con fábulas fantásticas. Pocos pensaban en esas torres espectrales que se pudrían… Esos montones de paredes deslucidas y calles repletas de cactus, siniestramente silenciosas y abandonadas…

Llegaron las guerras, inmorales y prolongadas, pero los tiempos de paz eran mayores. Sin embargo, el sol engordado incrementaba su fulgor a medida que la Tierra se acercaba a su llameante padre. Era como si el planeta quisiera regresar a la fuente de la que se había arrebatado, eones antes, mediante las casualidades del crecimiento cósmico.

Tras un tiempo, la maldición se expandió más allá del cinturón central. El sur de Yarat ardió como un desierto sin inquilinos… Y luego el norte. En Perath y Baling, aquellas ciudades ancestrales en las que habitaron siglos taciturnos, solo se movían las siluetas escamosas de la serpiente y la salamandra, y al final en Loton resonó solo la intermitente caída de capiteles tambaleantes y cúpulas desmoronadas.

Constante, universal e inexorable fue el gran desahucio del hombre de los reinos que siempre había conocido. No se salvó ninguna tierra del cinturón atacado, que se iba ensanchando; ningún pueblo quedó por desarraigar. Fue una tragedia épica y titánica cuya trama no se reveló a sus actores: el abandono a gran escala de las ciudades de los hombres. No llevó años, ni siglos, sino milenios de cambio implacable. Y continuó; lúgubre, inevitable, salvajemente devastador.

La agricultura se paralizó; el mundo se volvió rápidamente demasiado árido para los cultivos. Esto se remedió con sustitutos artificiales, que pronto se utilizaron de forma universal. Y, a medida que se abandonaban los viejos lugares que habían conocido la grandeza de los mortales, el botín saqueado cada vez era menor. Las cosas de mayor valor se quedaron en museos inertes, perdidas entre los siglos, y al final el legado del pasado inmemorial se abandonó. Una depravación tanto física como cultural se estableció junto con el pérfido calor. Pues el hombre había vivido tanto tiempo con comodidad y seguridad que aquel éxodo de escenas pasadas era difícil. Tales acontecimientos tampoco se recibieron sin emoción; su misma lentitud fue aterradora. La degradación y el libertinaje pronto fueron comunes; el gobierno estaba desorganizado y las civilizaciones retrocedieron sin rumbo al salvajismo.

Cuando, cuarenta y nueve siglos después de la maldición del cinturón ecuatorial, todo el hemisferio oeste quedó despoblado, el caos fue completo. No hubo rastro de orden ni decencia en las últimas escenas de esa migración titánica e increíblemente impresionante. La locura y el frenesí los siguieron sigilosamente, y los fanáticos gritaron sobre un Armagedón al alcance de la mano.

La humanidad era entonces un lamentable remanente de las razas ancianas; una fugitiva no solo de las condiciones predominantes, sino de su propia degeneración. Quienes pudieron se fueron a las regiones septentrionales y antárticas; el resto permaneció durante años en unas Saturnales increíbles, dudando vagamente de los desastres venideros. En la ciudad de Borligo tuvo lugar una ejecución masiva de nuevos profetas tras meses de expectativas incumplidas. Creían que era innecesario huir a las regiones septentrionales y dejaron de buscar el fin que amenazaba con llegar.

Su forma de perecer tuvo que ser terrible; esas criaturas vanas y estúpidas que pensaron que podían desafiar al universo. Pero las ciudades ennegrecidas y chamuscadas son mudas…

Sin embargo, no hay que escribir una crónica sobre tales sucesos, pues hay cosas más importantes que tener en cuenta antes que la compleja y lenta caída de una civilización perdida. Durante un largo período la moral estuvo en su punto más bajo entre los pocos valientes que se establecieron entre el extraño ártico y las orillas antárticas, ahora cálidas como lo fueron las del sur de Yarat en un pasado muerto tiempo ha. Pero aquí había un respiro. El suelo era fértil, y a las olvidadas artes pastoriles se dio uso de nuevo. Hubo, durante un largo tiempo, un satisfecho pequeño epítome de las tierras perdidas, aunque no había ni vastas multitudes ni grandes edificios. Solo un escaso remanente de la humanidad sobrevivió a eones de cambio y pobló esas dispersas poblaciones del último mundo.

 

No se conoce por cuántos milenios continuó así. El sol era lento invadiendo este último refugio; y las eras pasadas habían desarrollado una sana y robusta raza, que no guardaba memoria o leyendas de las viejas y perdidas tierras. Poca navegación se practicaba por este nuevo pueblo, y la máquina voladora fue completamente olvidada. Sus aparatos eran del tipo más simple, y su cultura era simple y primitiva. Aun así, estaban satisfechos, y aceptaban el cálido clima como algo natural y ordinario.

Pero, ignorado por este simple pueblo campesino, todavía se estaban preparando mayores rigores de la naturaleza. Mientras pasaban las generaciones, las aguas del vasto y descorchado océano iban desperdiciándose lentamente; enriqueciendo el aire y el suelo desecado, pero hundiéndose más y más cada siglo. El chapoteante oleaje todavía relucía brillante, y los remolinos aún estaban allí, pero la maldición de la aridez planeaba sobre toda la extensión acuática. A pesar de ello, la merma solo podría haber sido detectada por instrumentos mucho más precisos que cualquiera conocido por aquella raza. Incluso si la gente se hubiera dado cuenta de la contracción del océano, no era probable que se hubiera producido una gran alarma o perturbación, ya que las pérdidas eran tan leves, y los mares tan anchos… Solo unos centímetros durante muchos siglos —pero muchos siglos; incrementándose.

* * *

Así que finalmente los océanos desaparecieron, y el agua se convirtió en una rareza en un globo de aridez curtida por el sol. El hombre lentamente se había dispersado por todas las tierras árticas y antárticas; las ciudades ecuatoriales, y muchos de aposentación más tardía fueron olvidadas, incluso sus leyendas.

Y ahora de nuevo la paz se veía perturbada, ya que el agua era escasa, y se encontraba solo en profundas cavernas. Incluso de esta había poca; y los hombres morían de sed vagando por lugares lejanos. Pero estos cambios mortales eran tan lentos que cada nueva generación de hombres estaba poco dispuesta a creer lo que sus padres les contaban. Nadie quería admitir que el calor había sido menor o que la cantidad de agua en los viejos tiempos había sido mayor, ni aceptar el aviso de que días de más ardiente amargura y sequía estaban aún por venir. Esto se hizo más evidente al final, cuando solo unos pocos centenares de criaturas humanas jadeaban por respirar bajo el cruel sol; un lastimoso puñado acurrucado, de todos los millones incontables que una vez moraron en el planeta condenado.

Y los centenares mermaron, hasta que el hombre se podía contar solo por decenas. Estas decenas se aferraron a la menguante humedad de las cuevas, y supieron al fin que el desenlace estaba cerca. Tan pequeño era su alcance que ninguno de ellos había visto nunca los pequeños y legendarios pedazos de hielo cercanos a los polos del planeta, si es que seguían ahí. Incluso si habían existido y sido conocidos por el hombre, ninguno podría haberlos alcanzado a través de los formidables desiertos sin caminos. Y, así, los últimos y patéticos humanos fueron desapareciendo…

No puede describirse esta asombrosa cadena de acontecimientos que despobló por completo la Tierra; el alcance es demasiado inmenso para abarcar o imaginarlo. De las gentes de las eras afortunadas de la Tierra, miles de millones de años antes, solo unos pocos profetas y locos podrían haber concebido lo que había de acontecer; podrían haber intuido visiones de las inertes y muertas tierras, y de los lechos marinos, vacíos desde ya hacía mucho. El resto habría dudado… Dudado por igual de la sombra del cambio sobre el planeta y de la sombra de la maldición sobre la especie. Pues el hombre siempre ha pensado en sí mismo como en el señor inmortal de la naturaleza…

ii

Cuando hubo aliviado los agonizantes dolores de la anciana, Ull deambuló en un temeroso aturdimiento por las deslumbrantes arenas. La anciana daba miedo, tan marchita y seca como hojas mustias. Su cara era del color de las enfermizas hierbas amarillas que crujían en el aire caliente, y era aborreciblemente vieja.

Pero había sido una compañera; alguien a quien balbucear vagos temores, a quien hablar de esta cosa increíble; una camarada con la que compartir las esperanzas de socorro de las otras silenciosas colonias de más allá de las montañas. Él no podía creer que nadie viviera en otro lugar, pues Ull era joven, y no tan seguro como lo están los viejos.

Por muchos años no había conocido a nadie salvo a la anciana, cuyo nombre era Mladdna. Había llegado aquel día en su undécimo año, cuando todos los cazadores fueron a buscar comida, y ninguno volvió. Ull no tuvo madre que pudiera recordar, y había pocas mujeres en el reducido grupo. Cuando los hombres desaparecieron, esas tres mujeres, la joven y las dos viejas, gritaron con miedo, y gimieron largo tiempo. Entonces la joven se volvió loca, y se mató con un palo afilado. Las viejas la enterraron en un hoyo poco profundo cavado con sus uñas, así que Ull estaba solo cuando la anciana Mladdna llegó.

Caminaba con la ayuda de un nudoso cayado, una inestimable reliquia de los viejos bosques, dura y brillante por los años de uso. La anciana no dijo de dónde venía, sino que entró trastabillándose en la cabaña mientras la joven suicida estaba siendo enterrada. Allí esperó a que las otras dos volvieran, que la aceptaron sin curiosidad.

Así fue durante muchas semanas, hasta que las dos cayeron enfermas y Mladdna no pudo curarlas. Extraño fue que las dos más jóvenes se vieran afectadas, mientras que ella, anciana y enclenque, siguió viviendo. Mladdna cuidó de ellas durante largos días hasta que finalmente murieron, así que finalmente Ull quedó solo con la extraña. Él lloró durante toda la noche, así que ella tuvo que armarse de paciencia, y amenazó con morirse también. Entonces, prestando atención al fin, se calló; pues no deseaba estar completamente solo. Después de aquello, vivió con Mladdna y recogían raíces para comer.

Los dientes podridos de Mladdna eran inapropiados para la comida que recogía, pero idearon un método para picarla hasta que consiguiera ingerirla. Esta extenuante rutina de buscar y comer fue toda la juventud de Ull.

Ahora él era fuerte y determinado, en su decimonoveno año, y la anciana estaba muerta. No había nada por lo que quedarse, así que decidió inmediatamente buscar esas legendarias cabañas de más allá de las montañas y vivir con la gente de allí. No había nada que llevarse en el viaje. Ull cerró la puerta de su cabaña —por qué, no sabría decirlo, pues hacía años que no se veía ningún animal— y dejó a la mujer muerta dentro. Medio aturdido, y temeroso de su propia audacia, caminó largas horas entre las hojas secas, y finalmente alcanzó la primera de las laderas. Llegó la tarde, trepó hasta cansarse y se acostó sobre las hierbas. Tumbado allí, pensó en muchas cosas. Se preguntaba sobre la extraña vida, emocionantemente ansioso por descubrir la colonia perdida allende las montañas; pero finalmente se durmió.

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