La noche del océano y otros cuentos

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Cuando despertó sintió la luz de las estrellas sobre su rostro y se sintió descansado. Ahora que el sol se había ido por un tiempo, viajó más rápidamente, comiendo poco y decidiendo apresurarse antes de que la falta de agua se hiciera difícil de soportar. No había traído ninguna, pues las últimas gentes, al vivir en un solo lugar y sin tener que acarrear su preciada agua, no crearon recipientes de ningún tipo. Ull esperaba alcanzar su objetivo en un solo día y así escapar a la sed; así que se dio prisa bajo las brillantes estrellas, corriendo a veces bajo el aire cálido, y a un trote lento, otras.

Así continuó hasta que salió el sol, pero aún se encontraba en las colinas pequeñas, con tres grandes picos que se cernían ante él. A su sombra descansó de nuevo. Después escaló durante toda la mañana, y a mediodía superó el primer pico, donde se tendió por un tiempo, contemplando el espacio que lo separaba de la siguiente cordillera.

En lo alto de un acantilado erosionado descansaba el hombre, mirando a lo lejos al otro lado del valle. Así tumbado veía a una gran distancia, pero en toda la seca extensión no había ningún movimiento visible...

La segunda noche llegó, y encontró a Ull entre los rugosos picos, el valle y el lugar donde había descansado muy atrás. Ya estaba casi fuera de la segunda sierra, y aún se apresuraba. La sed le había llegado aquel día y se arrepentía de su locura. Pero no podía haberse quedado con el cadáver, solo en las praderas. Procuró convencerse a sí mismo de ello y se apresuró aún más, esforzándose a pesar del cansancio.

Y ahora solo estaba a escasos pasos de que muro del acantilado se dividiera y le permitiera divisar la tierra que había más allá. Ull tropezó cansado por el camino pedregoso, cayéndose y magullándose incluso más. Estaba justo ante él aquella tierra donde se rumoreaba que los hombres se habían establecido; esa tierra sobre la que había oído historias en su juventud. El camino era largo, pero el objetivo era grande. Un peñasco de gigantesca circunferencia obstruía su visión; trepó ansiosamente sobre él. Ahora por fin podía contemplar bajo el sol decreciente su largamente buscado destino, y olvidó su sed y sus doloridos músculos al ver con alegría que un pequeño grupo de edificios se aferraba a la base del acantilado más lejano.

Ull no descansó; por el contrario, espoleado por lo que vio, corrió y se tambaleó y gateó el más de medio kilómetro que quedaba. Se figuró que detectaba formas humanas entre las ordinarias cabañas. El sol casi se había puesto; El odioso, devastador sol que había matado a la humanidad. No podía estar seguro de los detalles, pero las cabañas no tardaron en estar cerca.

Eran muy viejas, pues los bloques de arcilla duraban mucho en la inerte sequedad del agonizante mundo. Poco, en efecto, cambiaba excepto los seres vivos: las hierbas y los últimos hombres.

Ante sí una puerta abierta se balanceaba sobre rudimentarias clavijas. A la menguante luz, Ull entró con un cansancio mortal, buscando dolorosamente los esperados rostros.

Entonces cayó sobre el suelo y lloró, pues sobre la mesa se apoyaba un seco y antiguo esqueleto.

* * *

Se levantó por fin, enloquecido por la sed, insoportablemente dolorido y sufriendo la mayor decepción que cualquier mortal pueda conocer. Él era, pues, el último ser vivo del mundo. Suya la herencia de la Tierra… De todas las tierras, y todas igualmente inútiles para él. Se tambaleó, sin mirar la tenue forma blanca en la reflejada luz lunar, y cruzó el umbral. Deambuló por el pueblo vacío, buscando agua e inspeccionando con tristeza el largo tiempo vacío lugar, tan espectralmente preservado por el aire invariable. Aquí y allá había una vivienda, allí un primitivo lugar donde se habían fabricado cosas como vasijas de arcilla que contenían tan solo polvo, y en ningún lugar líquido con el que aplacar su ardiente sed.

Entonces, en el centro de la pequeña ciudad, Ull vio la boca de un pozo. Sabía lo que era, pues Mladdna le había hablado de cosas así. Con lamentable alegría, se tambaleó hacia adelante y se inclinó sobre el borde. Allí, por fin, estaba el final de su búsqueda. Agua —viscosa, estancada y poco profunda, pero agua— ante sus ojos.

Ull lloró con la voz de un animal torturado, buscando a tientas la cadena y el cubo. Su mano resbaló en el borde viscoso; y cayó de frente por encima del borde. Por un momento se quedó allí; entonces, sin un ruido, su cuerpo se precipitó hacia el oscuro pozo.

Hubo un leve chapoteo en la turbia superficie cuando se golpeó con una largamente sumergida piedra, desprendida eones antes de la enorme albardilla. El agua perturbada fue calmándose hasta recuperar su quietud.

Al fin la Tierra estaba muerta. El último y lamentable superviviente había perecido. Todos los rebosantes miles de millones; los lentos eones; los imperios y las civilizaciones de la humanidad culminaron de esta pobre y retorcida forma. ¡Y que titánicamente sin sentido había sido todo! Ahora, en efecto, habían llegado a su clímax final todos los esfuerzos de la humanidad; ¡que monstruoso e increíble clímax, a ojos de aquellos pobres necios autocomplacientes de los días prósperos! Nunca más el planeta conocería las atronadoras pisadas de los millones de humanos; ni siquiera el arrastrarse de los lagartos o el zumbido de los insectos, pues estos también habían desaparecido. Ahora había llegado el reino de las ramas sin savia y los interminables campos de endurecidas hierbas. La Tierra, como su fría e imperturbable luna, se entregó al silencio y la negrura para siempre.

Las estrellas siguieron silbando; todo el despreocupado plan continuaría durante desconocidas infinidades. Ese trivial fin para un insignificante episodio no les importó a las distantes nebulosas ni a los soles recién nacidos, florecientes, o agonizantes. La raza del hombre, demasiado nimia y momentánea como para tener una función o propósito real, desapareció como si nunca hubiera existido. A esa conclusión habían llegado los eones de su fatigosa y absurda evolución.

Pero, cuando los primeros rayos del mortal sol iluminaron el valle, una tenue luz encontró el camino hacia el agotado rostro de una figura rota tendida en el fango.

El experimento

Por fuera era un modesto edificio nuevo de ladrillo, puede que hasta algo pequeño, teniendo en cuenta la ciudad, con una pulcra placa de latón en la puerta que rezaba Marcus Edwards, Médico. Sin embargo, quienes tenían cita con el médico quedaban invariablemente sorprendidos con sus métodos de tratamiento poco convencionales, que le habían granjeado rápidamente la reputación de locura. Las sociedades médicas lo repudiaban, pese a que algunos de sus hallazgos superaban a los realizados en los cuatro siglos anteriores. Lo habían acabado conociendo, en ciertos grupos esotéricos, como un experimentador independiente en el acervo popular de enfermedades y procesos mentales desconocidos, que, extrañamente, se basaba en runas ancestrales y prácticas mágicas salvajes.

Si alguien entraba, percibiría de inmediato que, aunque la estancia era grande, carecía de adornos y muebles innecesarios. Vitrinas de vidrio pulcramente pulido cubrían las blancas paredes, con estanterías de libros incongruentes entre ellas. Las encuadernaciones de los tomos eran antiguas, mucho más de lo que se podía esperar fuera de una biblioteca de incunables, y los títulos en latín eran inusuales para un sanatorio privado. No había obras médicas, sino, en su lugar, los tratados más extravagantes y fantásticos sobre brujería y nigromancia, entremezclados con obras sobre hipnotismo y temas relacionados. Ese lote aparentemente heterogéneo estaba cuidadosamente ordenado y etiquetado, y daba muestras de consulta frecuente.

Las vitrinas también estaban repletas de cosas que no eran instrumental quirúrgico. Es cierto que este también estaba presente, pero entre ellos se podía descubrir, totalmente fuera de lugar, algún dispositivo salvaje para exorcizar espíritus malignos o un cilindro de arcilla con curiosos grabados de una antigüedad increíble.

Sin embargo, de inmediato la vista se dirigía al objeto central: una mesa plana parecida a las que se utilizaban en salas de operaciones. Sobre ella reposaba una silueta de hombre: el joven Edwin Coswell, también estudiante, de medios independientes por su meritoria labor. Había conocido a Edwards tiempo atrás, después de que se hubieran cruzado sus caminos con frecuencia. Al ver que sus estudios se solapaban sin necesidad, habían aunado esfuerzos.

Junto a la mesa había un hombre alto y con barba — Edwards— dedicado a elaborar un extraño mejunje con el que alimentó un brasero llameante.

Todo estaba en silencio; las luces brillaban sobre el extraño casco que Coswell llevaba en la cabeza. Coswell estaba tumbado inmóvil, pensando tal vez en el experimento; el punto álgido de sus estudios.

Terminando los preparativos abruptamente, Edwards habló. Tenía una voz gutural.

—¿Estás preparado del todo?

El hombre de la mesa de operaciones asintió.

—Sí.

—Entonces cierra los ojos y relájate.

Así lo hizo. El humo del brasero se elevaba de forma constante.

—Pon la mente en blanco. No pienses en nada. Estás durmiendo… Durmiendo… Durmiendo…

Pese a su disposición, la mente de Coswell se rebeló. Sus pensamientos no dejaban de afirmarse, protestando y luchando con los del doctor. Edwards empezó a sudar y se pasó la mano con cansancio por la frente. Después, se inclinó hacia delante y se concentró atentamente en su esfuerzo telepático.

El cuerpo de Coswell se quedó lacio de repente. Durante un instante, Edwards permaneció a su lado, tambaleándose ligeramente por el gran esfuerzo mental. Luego dijo:

—¿Me oyes?

 

—Sí, te oigo —fue la grave respuesta.

—¿Estás despierto?

Hubo una breve vacilación.

—No.

El humo se retorció hasta formar siluetas fantásticas, aunque el aire seguía quieto.

—¿Pero estás consciente?

No hubo respuesta. Repitió la pregunta.

—Solo estoy consciente en el sentido de que puedes darme órdenes —fue la respuesta.

Edwards sonrió.

—Sigues estando profundamente dormido, pero tu ego abandonará su cuerpo. Te comunicarás conmigo. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo.

Durante un largo instante no hubo cambio aparente en la figura de la mesa. Después, todo color fue desvaneciéndose gradualmente de ella. Edwards se inclinó para observar la leve respiración con satisfacción. El corazón seguía latiendo lenta y tranquilamente.

Durante el periodo de tiempo en el que el alma de Coswell abandonó su hábitat, un cambio perceptible de lustre se hizo evidente en el extraño casco. Al principio mate y frío, se iluminó rápidamente hasta ser de un dorado vivo y palpitante.

—¿Estás fuera de tu cuerpo?

Un murmullo inaudible salió de los labios.

—¡Habla! —El semblante del doctor era tenso.

—¡Sí!

—¿Ahora estás consciente? —El humo flotaba en pesadas nubes narcóticas.

—¡Sí!

—¿Dónde estás?

—En un vacío gris que gira.

—¿Cómo es estar ahí fuera?

—Estoy solo. Un inmenso zumbido llena el universo… Puedo ver todo mi pasado y mi futuro. Y el pasado y el futuro de todo el orden natural de las cosas.

—¿Hay alguna… razón… en esta disposición ilógica? — preguntó el doctor con curiosidad.

—Sí, muy en el futuro. Es tenue, pero hay un resplandor.

—Trata de penetrarlo.

—No puedo.

—¿Qué te lo impide?

—No lo sé. Parece que me detengo en un punto determinado; a eones en el futuro.

—¿Puedes ver el pasado?

—Sí. Claramente.

—¿Qué hay?

—Una vorágine de llamas brillantes… que es el vasto sol que escupió a la Tierra.

—¿Y antes de eso?

—Vacío.

—Acércate más a nuestro tiempo.

—Parece que camino por una calle pavimentada con piedras gastadas. Visto prendas orientales…

—La escena cambia… Estoy en una selva de increíble belleza… Mi forma aún no es humana…

—Un esclavo cristiano bajo el dominio de Nerón…

—Un sacerdote druida en la antigua Bretaña. Se está llevando a cabo una ceremonia. No debo describirla.

—Las escenas no dejan de cambiar; ahora lo hacen más rápidamente.

—Un monje en una celda deprimente…

—Un salvaje africano…

—¡Las grises paredes de piedra de un castillo feudal!

Estas últimas palabras se pronunciaron con una intensidad tensa. Entonces, se calló, aunque sus manos se retorcían.

El rostro de Edwards se retorcía de agonía.

—¡Rápido, habla! ¿Qué ves?

Coswell estaba en silencio. De nuevo llegó la orden.

Emitió un sonido incoherente. Después, con evidente esfuerzo, empezó a hablar, solo para murmurar algunas palabras en una lengua extraña. De nuevo quedó en silencio, aunque sus labios se movían.

Después, en voz baja, llegaron las siguientes palabras:

—…foso. Hay muchos vestidos como yo, y todos están armados con ballestas. Unos pocos tienen armaduras. Estamos en las murallas, y desde la torre puedo ver las profundidades del bosque. Es primavera, y los extremos de las ramas se mecen como si hubiera brisa. Aguardamos el ataque, nerviosos. El hombre que nos dio la noticia esta mañana está abajo; muriéndose, quizás. Mejor sería. Luchar con enemigos humanos sería un juego de niños en comparación con los monstruos que tenemos que combatir. ¡Qué criaturas tan infames! Como si las medusas emularan a la humanidad; una repugnante parodia de las leyes naturales. Sus tentáculos son terroríficas cosas que se retuercen. Somos muchos, pero tengo miedo…

—El sol aún está alto. Desearía que combatiéramos antes del anochecer, pues mi valor flaqueará en un encuentro tras el crepúsculo.

El doctor interrumpió.

—¿Qué año es? ¿Qué país? —preguntó ansiosamente.

—Hace mucho; o tal vez no. No lo sé. Puede que sea el futuro, el Armagedón de la humanidad. El país es Illoe. Soy…

Su rostro se contorsionó, y su voz natural se abrió paso, atormentada, entre la monotonía sin vida.

—¡Despiértame, Edwards! ¡Por amor de Dios, despiértame!

Entonces, el apagado discurso continuó mientras Edwards se esforzaba en vano por despertar a su amigo. Apagó el brasero, lo agitó con violencia, ajustó rápidamente un pequeño dial en el casco, pero la voz muerta siguió inexorablemente.

—Ahora los vemos con bastante claridad. Tengo miedo, un miedo mortal. Son como habíamos esperado, pero ninguno de nosotros puede vencer las náuseas. Avanzan en manada ante el bosque. ¡Ojalá hubiéramos huido! ¿Pero a dónde?

—¿Cuando todo el mundo estará infestado? Qué inutilidad. Aquí está el último puesto remoto de nuestra especie, y estamos indefensos. ¿Debe ser exterminada nuestra raza? ¡Ay, si nuestros antepasados hubieran destruido a los primeros de ellos! O si tuviéramos las viejas máquinas de muerte… Pero se han desintegrado, como la raza.

—Se oye un tumulto lejano. El muro lejano se acerca. El sol está bajo; rojo. Hay miles de ellos, cada vez más cerca. Como temíamos, nuestras flechas apenas tienen efecto.

—Nuestros hombres se matan unos a otros. Es pura clemencia. ¡Cruzan el foso!

—Se llena de sus cuerpos mientras otros rezuman.

—¡Suben por las murallas!

Un único alarido de terror insoportable se arrancó de él. Entonces, se quedó quieto, mientras el casco de metal pasaba rápidamente a un tono apagado.

Tenía marcas extrañas, y su expresión era de lo más chocante.

Cosmos que se derrumban

Con H. P. Lovecraft. Fragmentos en gris escritos por Lovecraft.

Dam Bor pegó cada uno de sus seis ojos a las lentes del cosmoscopio. Sus tentáculos nasales estaban naranjas de miedo, y sus antenas zumbaban roncamente mientras le dictaba su informe al operador que tenía detrás.

—¡Ha llegado! —gritó—. Ese borrón en el éter no puede ser ni más ni menos que una flota de fuera del continuo espacio-tiempo que conocemos. Nunca ha aparecido nada igual. Debe de ser un enemigo. Da la alarma en la Cámara de Comercio Intercósmica. No hay tiempo que perder; a este paso, los tendremos encima en menos de seis siglos. Hak Ni ha de tener la oportunidad de poner en acción la flota de inmediato.

Levanté la vista del «Cajón Desastre de la Ciudad del Viento», que había cautivado mis inactivos días de tiempos de paz en la Patrulla Supergaláctica. El guapo y joven vegetal, con quien había compartido mi cuenco de natillas de oruga desde la más tierna infancia y con quien me habían echado de todos los antros de la ciudad intradimensional de Kastor-Ya, tenía un semblante de gran preocupación en su rostro lavanda. Después de haber dado la alarma, nos montamos en nuestras motos de éter y nos apresuramos al planeta exterior en el que la Cámara celebraba sus sesiones.

En el interior de la Cámara del Gran Consejo, que medía 2,6 metros cuadrados —con un techo bastante alto—, había reunidos delegados de las treinta y siete galaxias de nuestro universo inmediato. Oll Stoff, presidente de la Cámara y representante del Soviético del Sombrerero, alzó su hocico desprovisto de ojos con dignidad y se preparó para dirigirse a la multitud congregada. Era un organismo protozoario muy desarrollado de Nov-Kas, y hablaba emitiendo olas alternas de frío y calor.

—Caballeros —irradió—, nos acecha un terrible peligro del que debo haceros partícipes.

Todos aplaudieron ruidosamente mientras una oleada de nerviosismo se extendía entre el variado público; los que no tenían manos, culebreaban sus tentáculos hasta unirlos.

Continuó:

—¡Hak Ni, repta hasta el estrado!

Se hizo un silencio atronador, durante el que se oyó una leve indicación de la vertiginosa cumbre de la plataforma. Hak Ni, el valiente comandante de pelaje amarillo de nuestras filas a lo largo de numerosas entregas, ascendió a la imponente cima a centímetros del suelo.

—Amigos míos —comenzó, con un elocuente raspado de sus extremidades posteriores—, estas preciadas murallas y columnas no llorarán por mí…

En ese momento, uno de sus numerosos parientes lo aclamó.

—Recuerdo bien cuando…

Oll Stof lo interrumpió.

—Te has anticipado a mis pensamientos y órdenes. Ve y gana por la querida Intercósmica.

Dos párrafos más tarde, nos encontramos planeando entre innumerables estrellas hasta donde una tenue mancha de medio millón de años luz de longitud marcaba la presencia del odiado enemigo, al que no habíamos visto. No sabíamos qué clase de monstruos de grotesca deformidad pululaban entre las lunas de la infinidad, pero había una vil amenaza en el brillo que aumentaba de forma constante hasta abarcar todo el cielo. Muy pronto distinguimos objetos en la mancha. Ante todas mis áreas de visión horrorizadas se expandía un interminable despliegue de naves espaciales en forma de tijeras que nos resultaban totalmente desconocidas.

Entonces, desde la dirección en la que provenía el enemigo llegó un sonido terrorífico que pronto reconocí como una salva y un desafío. Me embargó una gran emoción en respuesta mientras recibía, con las antenas alzadas, la amenaza del combate con una monstruosa intrusión en nuestro bello sistema proveniente de abismos externos desconocidos.

Ante ese sonido, que era como una máquina de coser oxidada, pero más horrible, Hak Ni levantó el hocico desafiante, irradiando una autoritaria orden a los capitanes de la flota. Al instante, las enormes naves espaciales se colocaron en formación de combate, con solo cien o doscientas de ellas muchos años luz fuera de lugar.

Una historia poco recordada

Dedicada a H. P. Lovecraft

Prólogo

He visto el castillo de Yrn, que se alzará en años no soñados, y he estado de noche en el bosque que usurpa unas ruinas curiosas. He presenciado a los seres maestros en su gigantesco juego, y he conocido ese último abismo en el que mi tambaleante cuerpo podría no vivir. Ahora escribiré sobre lo ocurrido y sobre cómo me ocurrieron esas cosas.

De todas las cosas, el tiempo es lo más escurridizo, pues nadie puede saber qué es en realidad. Tal vez el tiempo sea una creación del hombre, y el hombre sea algo breve en una esfera frágil. Su mundo no es más que una sola flor en el jardín del firmamento. Pudiera ser que, si no hubiera vida, el tiempo no existiera. Las estrellas cristalinas, en tal caso, seguirían su patrón despreocupado; el cielo nocturno sería igual de estupendo y repleto de joyas si nadie mirase, si ningún corazón se conmoviese en toda la eternidad, pero ¿con qué se calcularía el tiempo? Un científico ha escrito: —Supongamos que todo en el universo se detuviera; que toda vida dejase de existir, los planetas se detuviesen en su órbita, los átomos y electrones detuvieran su flujo. El tiempo se suspendería y, cuando el movimiento se iniciase de nuevo nos parecería ser el siguiente instante, y no seríamos conscientes de que hubiera ocurrido.— También sugiere que posiblemente el tiempo no transcurra sin tropiezos, sino que puede que puede que mengüe y aumente como cualquier arroyo. En tal suspensión temporal podría haber largas eternidades.

Mi historia está relacionada con esto. Lo que quería decir siempre se me escapaba, porque es difícil expresar en palabras tales cosas, pero estoy elaborando esta narrativa con la esperanza de que alguien la entienda o, al menos, la crea.

Al contemplar los siglos de la tierra, nuestra mente puede invocar todas las cosas desvanecidas: la mugre del París de Villon, el tumulto de la Cartago muerta o monstruos del pantano que no han visto ningún mortal en la Asia secreta. Los espectáculos se vuelven a representar para nosotros, el ruido y el color de los mundos olvidados se fijan eternamente. No obstante, puesto que no podemos alcanzarlos, parecen irrecuperables; su éxtasis completamente perdido. A ti, que ojeas esta página, te digo que no se han desvanecido, ni aprecio una paradoja. Augusto sigue prevaleciendo en la Roma intacta, y los guerreros cristianos atacan al enemigo barbudo de Acre, aquel luminoso día polvoriento de hace nueve siglos. En Poseidonis hay rituales lunares, y el Iván de Rusia sostiene un cetro ensangrentado. Estos mundos solo están tras un recodo en la vía de la eternidad, ocultos por una curva en el camino que recorre nuestro frágil mundo.

 

Nuestra era es un punto determinado en el viaje inexorable; si mirásemos adelante, la veríamos eliminada por una época sucesiva. Entonces, nuestras ciudades y continentes serían uno con esas tierras perdidas. Pero nuestras guerras, amores y pasiones, las formas y colores de nuestra existencia, están fijadas, establecidas de algún modo desconocido. Todo lo que ha sido, todo lo que será, se registra junto.

Es como si todo en la historia de la tierra, cada fase y aspecto de la vida, se hubiera ordenado en el gran comienzo de las cosas. Como si hubieran ocurrido, tal vez, en un poderoso instante, de modo que el principio y el final están fusionados. O como si cada siglo fuera una tierra separada en espacio, tiempo y materia. Mil tierras; un mundo que se repite innumerables veces, de modo que las cosas pueden existir en muchos avatares y muchas eras. Mundos junto al nuestro que no podemos alcanzar.

Y, así, con estos últimos acontecimientos de la carrera de la tierra, en la tierra que hay ante nosotros, llegaremos a ellos en una secuencia destinada, a través del ascenso, el triunfo y el perecimiento de culturas, mediante el gran barrido de la historia, como el otoño sucede al verano, y las cansadas hojas caen donde antes caían flores. Pero, si se abriese el camino, si se rompiese el sello de la puerta, podríamos entrar en otros reinos para ver y conocer cosas prohibidas. Esos años futuros son tan reales como cualquiera por el que haya pasado ya nuestro periplo. Este hecho lo sé con una intensidad que nadie más puede compartir. No digas que la tierra que hay delante no existe solo porque no puedas verla.

Mira las estrellas esta noche. Deja que te abrumen en las posturas de su luminosa danza. Observa la enormidad que salpican como abejas plateadas, y sondea con tu cerebro el misterio, intentando adivinar el inescrutable plan de las cosas. Entonces comprenderás mi historia.

i

Que no está muerto…

Todos los músculos de mi cuerpo se contrajeron débilmente mientras recobraba la consciencia. Por un momento, mientras me encontraba entre el sueño y la vida, sentí como si flotara; una sensación de incorporeidad que aumentó conforme me acercaba a la realidad y al despertar. Era como si vagase sin rumbo entre nubes de rojo y morado, de verde y naranja y amarillo, mezclados con aún más tonalidades iridiscentes para las que no tengo nombre. Me desplazaba con una languidez agradable por un reino de mil colores, medio sabiendo que era un sueño y siendo yo un sueño en él. A mi alrededor y sobre mí había siluetas como las que se crean en nuestra vista si miramos mucho tiempo al sol. Era ambiguamente consciente de que todas esas formas tenían un origen así; que no eran más que una representación visual de cosas cuya auténtica naturaleza escapaba a mi vista y a mi comprensión. Entonces, todo el horizonte de intensos colores se desvaneció rápidamente, se organizó en patrones y fluyó a mi alrededor. Todo estaba claro en una abrupta cuchillada de luz.

Tenía vendas calientes bien prietas alrededor de mi punzante cabeza, y no podía levantarme del banco de musgo en el que estaba tumbado. Un herboso verdor golpeó mis pupilas y atravesó mis párpados temblorosos. Era el verde de un bosque frondoso con plantas y árboles. Esa multitud de helechos, enredaderas en forma de esteras y troncos gruesos de color aceitunado se veía perforado por la dorada luz del sol. Parpadeé con dolor, y toda la jungla titubeó hasta brillar. Ese monstruoso bosque acechaba por todas partes, derramando pálida luz del sol en bastiones de hojarasca. Mi debilidad se esfumó cuando me tendí bocabajo en el abundante césped.

¿Cómo podría transmitirte la misteriosa belleza de ese bosque vespertino? Keats lo habría adorado como un sacerdote druida. Era una galería con alfombra verde custodiada por hileras de columnas oscuras y pulidas, o un tapiz de oro sobre seda. En algún lugar se oían voces de aves en apasionado canto, y oí el agradable grito penetrante de un ave carroñera. Sin embargo, no vi las alas batientes ni pude descubrir nada vivo.

Pasado un tiempo, intenté levantarme, pero Gulliver atado en Lilliput no podría haber tenido más dificultades. Una espada de dolor se hendió en mi afligida cabeza, como si un golpe me hubiera derribado. Mis pensamientos eran confusos y también temerosos mientras me ponía en pie, cansado, para echar un vistazo a mi alrededor. ¿Cómo había llegado a ese bosque antiguo? Con grandes arbustos agrupados entre troncos de robles, parecía casi tropical con aquella glamurosa luz. Los árboles se inclinaban hacia mí, ardiendo por el endeble sol, como si fueran a compartir conmigo algún secreto del bosque. Era como despertarse en un sueño de Arden o de algún bosque extraño y olvidado de los tiempos de Arturo. Era tan suntuoso y espeso como el Edén perdido podría haber sido. A todos lados se alzaban los grandes árboles; arriba, sus copas estaban tan entretejidas que ocultaban el cielo cobalto. Permanecían esperando en silencio; altos duendes que me rodeaban con los brazos extendidos. Ese bosque era muy extraño y místico. En la prolongada tarde, se extendían oscuras sombras que intentaban eliminar los remansos de luz esparcidos por todas partes.

¿De qué forma había llegado hasta allí? Extraños e inescrutables, mis alrededores no me daban ninguna pista. Era doloroso y molesto estar desorientado e impotente en un lugar extraño. Privado de recuerdos recientes, débil y maltrecho, ¿cómo iba a salir de ese lugar para llegar a la ciudad? Si las visiones de una mente dormida se hicieran realidad —y estaba en la realidad—, se podrían conocer mis desconcertantes sensaciones. Nunca había visto aquel lugar en ningún sitio, pero estaba de pie en la hierba de un bosque extraño, ligeramente siniestro, buscando con ojos confusos algo que me resultase familiar.

Los ojos ciegos del bosque me devolvieron la mirada. Las hojas y el musgo parecían observarme, y las retorcidas extremidades negras parecían aguardar que yo pasara a la acción. Había vagado muchas veces por caminos medio perdidos, y regiones oscuras e inexploradas de las colinas de Kansas. Tal vez, en un estado de amnesia parcial, hubiera penetrado en una parte recóndita del bosque. No tenía ninguna otra explicación para los extraños alrededores en los que me encontraba. Y, de ser ese el caso, unas pocas horas de caminata deberían llevarme a alguna casa o calzada. En cualquiera de esos sitios estaría bien. En la carretera podría hacer señas a algún coche que pasara, y en una casa podría averiguar dónde estaba tranquilamente, lo que era lo mejor, si realmente había perdido la memoria. La oscuridad ya se estaba asentando en el gran mundo, y esa luz del sol encantada se iría transformando en el crepúsculo antes de que transcurriera una hora.

Así, perplejo e irritado, y puede que un poco asustado, vagué hasta otro claro rodeado por arbustos oscuros. Desde ese lugar, que me resultaba tan poco familiar como el primero, me abrí paso entre zarzas espinosas, hasta que llegué a un tercero. Cada uno de ellos era para mí una calle de una ciudad desconocida, y añadí a mis moratones las sacudidas de enredaderas afiladas. Pronto, la futilidad de ese caminar sin rumbo se me hizo imposible de ignorar y, aunque no veía humo ni ningún rastro de asentamiento más allá de la avenida de árboles crepusculares, decidí que mi rumbo debía ir en una dirección. Si lograba caminar lo suficiente, sin duda tendría que haber un fin a ese bosque inexplorado.

Con esto en mente, elegí una dirección al azar, a la izquierda del neblinoso sol, oculto por los árboles, y caminé hacia el resplandor. La vegetación que me rodeaba era muy frondosa, y me maravillaba que siguiera intacta de manos del hombre. En esos tiempos modernos, tales sitios parecían fabulosos; una gran cantidad de madera que no conocía hachas. Vieja y sin pisar, el hombre ni la había talado ni la había tocado, como atestiguaban los árboles caídos y podridos.

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