Nuevas noches árabes

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—¿Qué clase de antro es éste? —preguntó Geraldine.

—Eso es lo que vinimos a averiguar —replicó el príncipe—. Si tienen diablos sueltos por aquí, la cosa podría ponerse entretenida.

En ese momento, la puerta plegable se abrió justo lo necesario para dejar pasar a una persona, y por ella se colaron al mismo tiempo el temible presidente del Club de los Suicidas y el ruidoso zumbido de la conversación. El presidente rondaba los cincuenta años y era un hombre corpulento de paso vacilante, patillas pobladas, cabeza casi calva y ojos grises y turbios, que de vez en cuando emitían un leve destello. Llevaba un enorme puro en la boca, que hizo girar a uno y otro lado mientras inspeccionaba con sagacidad y frialdad a los desconocidos. Iba vestido de tweed claro, con el cuello de la camisa a rayas muy abierto, y llevaba un libro diminuto bajo el brazo.

—Buenas noches —dijo, tras cerrar la puerta a su espalda—. Tengo entendido que ustedes deseaban hablar conmigo.

—Nos gustaría, señor, ingresar en el Club de los Suicidas —replicó el coronel.

El presidente hizo girar el puro en la boca.

—¿Y eso qué es? —preguntó con brusquedad.

—Discúlpenos —replicó el coronel—, pero creo que es usted la persona más indicada para informarnos al respecto.

—¿Yo? —gritó el presidente—. ¿Un Club de los Suicidas? ¡Vamos, vamos! Será una broma. Puedo disculpar a quienes se exceden un poco con el alcohol, pero esto se pasa de la raya.

—Llame a su club como quiera —dijo el coronel—, aunque detrás de esas puertas se celebra una reunión e insistimos en participar en ella.

—Señor —le respondió el presidente con sequedad—, usted se confundió. Ésta es una casa particular y tendrá que irse enseguida.

El príncipe se había quedado tan tranquilo en su asiento durante aquella breve conversación, aunque ahora, cuando el coronel lo miró como diciendo: “Acepte lo que le dice y vayámonos, ¡por el amor de Dios!”, se sacó el puro de la boca y habló así:

—Vine invitado por un amigo suyo. Sin duda debió informarlo de mis intenciones al entrometerme en sus asuntos. Permita que le recuerde que una persona en mis circunstancias tiene pocas ataduras y no es probable que tolere groserías. Por lo común soy un hombre muy pacífico. No obstante, señor mío, o me deja participar en lo que usted ya sabe o se arrepentirá con amargura de haberme dejado entrar en su oficina.

El presidente soltó una carcajada.

—Así se habla —dijo—. Es usted todo un hombre. Sabe cómo convencerme y hará lo que quiera de mí. ¿Le importaría —continuó, dirigiéndose a Geraldine— dejarnos solos unos minutos? Debo atender primero a su compañero y algunas de las formalidades del club deben tratarse en privado.

Con esas palabras abrió la puerta de un pequeño gabinete, donde encerró al coronel.

—Me fío de usted —le dijo a Florizel en cuanto se quedaron solos—. Pero ¿está usted seguro de su amigo?

—No tanto como de mí mismo, aunque a él lo asistan razones más poderosas —respondió Florizel—, pero sí lo suficiente para traerlo aquí. Ha sufrido bastante para hastiar de la vida hasta al más tenaz de los hombres. El otro día lo degradaron por hacer trampa en el juego.

—Un buen motivo, por supuesto —replicó el presidente—. Por lo menos tenemos a otro en la misma situación y me fío de él. ¿Puedo preguntarle si usted también ha estado en el ejército?

—Lo estuve —respondió—, aunque era demasiado perezoso y no tardé en dejarlo.

—¿Y qué razón tiene para haberse cansado de vivir? —prosiguió el presidente.

—Supongo que la misma que le acabo de decir —replicó el príncipe—: una pereza absoluta.

El presidente pareció sorprendido.

—¡Qué demonios! —dijo—. Alguna otra razón tendrá.

—No me queda dinero —añadió Florizel—. Desde luego, eso también es un fastidio. Y agudiza en extremo mi sensación de inutilidad.

El presidente hizo girar su puro en la boca durante unos segundos mientras miraba a los ojos a aquel neófito tan peculiar, y el príncipe soportó su escrutinio sin inmutarse.

—Si no fuera por mi experiencia —dijo por fin el presidente—, lo echaría de aquí ahora mismo, pero soy un hombre de mundo y sé que a menudo los motivos más frívolos para el suicidio son los más difíciles de aceptar. Y cuando doy con alguien tan sincero como usted, prefiero hacer una excepción a negarme a admitirlo.

El príncipe y el coronel respondieron, uno tras otro, a un largo y peculiar interrogatorio: el príncipe solo y Geraldine en presencia del príncipe, para que el presidente observara su semblante mientras lo interrogaban. El resultado fue satisfactorio y el presidente, luego de anotar los detalles de cada caso, les entregó un formulario con el juramento que debían aceptar. Era inimaginable una obediencia más pasiva que la que ahí se prometía o unos términos que comprometieran en forma tan rigurosa. Al hombre que pronunciara un juramento tan terrible difícilmente le quedaría un rastro de honor o el consuelo de la religión. Florizel firmó el documento con un escalofrío; el coronel siguió su ejemplo con gesto muy abatido. Luego el presidente les cobró la cuota de admisión y, sin mayores preámbulos, condujo a los dos amigos al salón del Club de los Suicidas.

El salón tenía la misma altura que la oficina con que se comunicaba, pero era mucho mayor y estaba empapelado de arriba abajo imitando paneles de roble. Un fuego alegre y vivo y varias lámparas de gas iluminaban al grupo. Con el príncipe y su acompañante eran dieciocho. La mayoría fumaba y bebía champaña; reinaba una hilaridad febril en la que se producían de vez en cuando algunas pausas súbitas y espeluznantes.

—¿Están aquí todos los socios? —preguntó el príncipe.

—La mitad —dijo el presidente—. A propósito —añadió—, si les queda un poco de dinero, es costumbre invitar un poco de champaña. Ayuda a levantar los ánimos y constituye uno de mis pocos ingresos.

—Hammersmith —dijo Florizel—, ocúpese de la champaña.

Y con esas palabras se dio la vuelta y empezó a pasearse entre los presentes. Acostumbrado a hacer de anfitrión en los círculos más aristocráticos, cautivó y dominó a cuantos se les acercó: su forma de comportarse tenía algo de triunfadora y autoritaria, y su extraordinaria sangre fría le daba cierta distinción en aquella sociedad medio desquiciada. Mientras iba de uno a otro, mantuvo los ojos y los oídos abiertos y pronto empezó a formarse una idea general de la clase de gente que había ahí. Como en cualquier otro sitio de reunión, predominaba un tipo de persona: gente en plena juventud, en apariencia sensata e inteligente, aunque sin la fuerza ni la cualidad que suele imprimir el éxito. Muy pocos tenían más de treinta años, y algunos no habían cumplido los veinte. Se apoyaban en las mesas y arrastraban los pies; a veces fumaban con ansia y otras dejaban que se apagaran los puros; algunos hablaban bien, pero la conversación de otros era tan sólo el fruto de la tensión nerviosa y carecía de ingenio e interés. A cada nueva botella de champaña que se descorchaba, la animación aumentaba de modo notable. Nada más dos estaban sentados: uno en una silla, junto a la ventana, con la cabeza ladeada, las manos en los bolsillos, pálido, empapado de sudor y sin decir una palabra, un auténtico despojo físico y moral; el otro, en el diván junto a la chimenea, llamaba la atención por lo distinto que era de los demás. Es probable que no tuviera más de cuarenta años, pese a que aparentaba diez más, y Florizel pensó que nunca había visto a un hombre más repulsivo por naturaleza ni más carcomido por la enfermedad y los excesos. Era sólo piel y huesos, paralizado en parte y con unos lentes de cristales tan gruesos que sus ojos parecían aumentados y distorsionados. A excepción del príncipe y el presidente, era la única persona en aquel salón que conservaba la compostura.

Había poco decoro entre los miembros del club. Unos se jactaban de los actos vergonzosos cuyas consecuencias los habían obligado a buscar consuelo en la muerte y otros escuchaban sin desaprobarlos. Imperaba un acuerdo tácito contra los juicios morales, y quienes atravesaban las puertas del club gozaban ya en parte de la inmunidad de la tumba. Brindaban por los recuerdos de los demás y por los suicidas famosos del pasado. Comparaban y discutían sus opiniones acerca de la muerte: unos afirmaban que no era más que negrura y cesación, y otros mantenían la esperanza de que esa misma noche subirían a las estrellas y departirían con los muertos.

—¡En memoria eterna del barón Trenck, suicida ejemplar! —gritó uno—. Pasó de una pequeña celda a otra aún más pequeña para asomarse a la libertad.

—Por mi parte —dijo un segundo—, no pido más que una venda en los ojos y algodón en los oídos. Sólo que no existe en este mundo un algodón lo bastante espeso.

Un tercero aspiraba a desvelar los misterios de la vida en un estado futuro, y un cuarto afirmaba que nunca habría ingresado en el club si no lo hubieran hecho creer en el señor Darwin.

—No soporto descender del mono —decía el notable suicida.

En conjunto, al príncipe lo decepcionaron el aspecto y la conversación de los socios.

“No me parece que haya por qué organizar tanto escándalo”, pensó. “Si uno ha decidido matarse, que lo haga, por el amor de Dios, como un caballero. Esta agitación y parloteo se encuentran fuera de lugar.”

Entretanto, el coronel Geraldine era presa de las más negras aprensiones: el club y sus normas seguían siendo un misterio y buscó en la sala a alguien que lo tranquilizara. Mientras lo hacía, su mirada recayó en el paralítico de los lentes de cristales gruesos y, al reparar en que se hallaba en extremo sereno, le pidió al presidente, que no hacía más que entrar y salir del salón con profesional apresuramiento, que le presentara al caballero del diván.

 

El funcionario le explicó que tales formalidades eran innecesarias en el club; no obstante, le presentó a Hammersmith al señor Malthus. Éste miró al coronel con curiosidad y lo invitó a sentarse en el sillón a su derecha.

—¿Es usted nuevo? —preguntó—. ¿Y busca información? Acudió al hombre indicado. Hace dos años ingresé en este club tan encantador.

El coronel recobró el aliento. Si el señor Malthus frecuentaba el lugar desde hacía dos años, no sería tan peligroso que el príncipe pasara ahí una tarde. Sin embargo, se sorprendió y empezó a sospechar un engaño.

—¿Qué? —gritó—. ¡Dos años! Pensaba que… Ya veo que me gastaron una broma.

—Ni muchísimo menos —replicó el señor Malthus con amabilidad—. Mi caso es muy peculiar. En rigor, no soy un verdadero suicida, sino, por así decirlo, un miembro honorario. A veces me paso dos meses sin visitar el club. Mi enfermedad y la bondad del presidente me han procurado estos pequeños beneficios, por los que pago una cuota por adelantado. Incluso así he tenido mucha suerte.

—Me temo que debo pedirle que sea más explícito —dijo el coronel—. Recuerde que todavía no estoy al corriente de las normas del club.

—Cualquier socio ordinario que viene al encuentro de la muerte como usted —replicó el paralítico— necesita pasarse por aquí cada tarde hasta que la fortuna le resulte favorable. Incluso, si carece de fondos, puede solicitar al presidente comida y alojamiento: bastante pasable, según entiendo, y limpio, aunque, claro, no muy lujoso; eso sería difícil, tomando en cuenta lo exiguo, si se me permite expresarlo así, de la cuota, aparte de que gozar de la compañía del presidente es ya todo un lujo.

—¿Ah, sí? —exclamó Geraldine—. Pues a mí no me impresionó demasiado.

—¡Ah! —dijo el señor Malthus—. Usted no lo ha tratado tanto como yo. ¡Un tipo muy ocurrente! ¡Cuántas historias sabe! ¡Y qué cinismo el suyo! Es admirable lo bien que conoce la vida. Entre nosotros, no me extrañaría que fuera el granuja más corrupto de la cristiandad.

—¿Es también, y lo digo sin ánimo de ofenderlo, socio permanente… como usted? —preguntó el coronel.

—Desde luego que es socio permanente, en un sentido muy distinto al mío —replicó el señor Malthus—. A mí se me ha perdonado graciosamente la vida, aunque tarde o temprano llegará mi hora. En cambio, él nunca juega. Baraja y reparte las cartas en nombre del club y se ocupa de los detalles. Ese hombre, mi querido señor Hammersmith, es el ingenio personificado. Lleva tres años dedicado a su útil y, me parece que puedo añadir, artística ocupación en Londres sin despertar ni la más leve sospecha. Creo que es un hombre inspirado. Sin duda recordará el famoso caso, ocurrido hace seis meses, del caballero que se envenenó por accidente en una farmacia. Ésa fue una de sus ocurrencias menos brillantes, y aun así… ¡qué sencilla! ¡Y qué segura!

—Me deja usted de una pieza —respondió el coronel—. ¿Acaso aquel desafortunado caballero fue… —estuvo a punto de decir “una de las víctimas”, pero se corrigió a tiempo y dijo—… uno de los miembros del club? —casi al mismo tiempo, notó que el señor Malthus no hablaba en el tono de quien sostiene un idilio con la muerte y añadió—: Veo que sigo en tinieblas. Habla usted de barajar y repartir: acláreme, por favor, con qué objeto. Y, como no me parece usted muy dispuesto a morir, debo confesarle que no comprendo qué lo trae por aquí.

—Dice usted con razón que sigue en tinieblas —replicó el señor Malthus, más animado—. Verá, amigo mío, este club es un templo de la embriaguez. Si mi debilitada salud soportara mejor la tensión, tenga por seguro que vendría más a menudo. Hace falta un gran sentido del deber, motivado por un largo periodo de mala salud y un régimen cuidadoso, para impedir que me exceda en esto, que podría decirse que es mi última disipación. Créame que he probado todas, señor mío —prosiguió, tomando del brazo a Geraldine—, todas sin excepción, y por mi honor que no he encontrado ninguna cuya importancia no haya sido falsamente sobrevalorada. La gente juega con el amor. Pues bien, yo niego que el amor sea una pasión muy fuerte. El miedo sí lo es. Y es con el miedo con lo que se debe jugar si se quieren saborear los placeres más intensos de la vida. Envídieme… envídieme usted, señor —añadió con una risita—, ¡pues soy un cobarde!

Geraldine apenas logró contener un gesto de repulsión por aquel deplorable canalla, aunque se esforzó por dominarse y continuó con sus preguntas.

—¿Cómo prolongan la emoción tanto tiempo de manera artificial? —preguntó—. ¿Y qué papel desempeña aquí la incertidumbre?

—Le explicaré cómo se escoge a la víctima cada noche —replicó el señor Malthus—, y no sólo a la víctima, sino también al socio que será el instrumento del club y el sumo sacerdote de la muerte en esa ocasión.

—¡Dios mío! —dijo el coronel—. ¿Es que se matan unos a otros?

—De esa manera se elimina el problema del suicidio —respondió Malthus con un gesto afirmativo.

—¡Que el cielo se apiade de nosotros! —exclamó el coronel—. ¿Y podría usted… yo… el… quiero decir mi amigo… cualquiera de nosotros ser elegido para inmolar el cuerpo y el alma inmortal de otro? ¿Será posible algo así entre hombres nacidos de mujer? ¡Oh! ¡Infamia entre las infamias! —estaba a punto de levantarse, horrorizado, cuando vio al príncipe, que lo miraba con fijeza desde el otro extremo de la sala con un gesto ceñudo y enojado; al instante, Geraldine recobró la compostura—. Aunque, bien mirado —añadió—, ¿por qué no? Y, ya que dice usted que el juego resulta entretenido, vogue la galère… ¡haré lo que diga el club!

El señor Malthus había disfrutado mucho con la sorpresa y la repugnancia del coronel. Le gustaba alardear de su perversidad y lo satisfacía ver cómo los demás se dejaban llevar por un impulso generoso porque, en su corrupción, se creía por encima de tales emociones.

—Ahora —dijo—, después del primer momento de sorpresa, apreciará los deleites de nuestra sociedad. Verá cómo combina las emociones de la mesa de juego, el duelo y el anfiteatro romano. Los paganos no lo hacían mal del todo; admiro con cordialidad lo refinado de su espíritu, pero ha debido ser en un país cristiano donde se llegó a estos extremos, esta quintaesencia y esta absoluta intensidad. Comprenderá lo insulsos que resultan los demás entretenimientos para quien se ha aficionado a éste. El juego al que jugamos no puede ser más sencillo —prosiguió—. Una baraja… Ahora lo verá con sus propios ojos. ¿Le importaría prestarme el apoyo de su brazo? Por desgracia, soy paralítico.

En efecto, justo cuando el señor Malthus acababa de empezar su descripción, se abrió otra puerta plegable y el club entero comenzó a pasar, no sin cierta precipitación, al salón contiguo. Era similar en todo al anterior, aunque amueblado de manera diferente. El centro lo ocupaba una mesa verde y alargada a la que se había sentado el presidente a revolver con gran cuidado una baraja. Incluso con la ayuda del bastón y el brazo del coronel, el señor Malthus andaba con tanta dificultad que todos se sentaron antes de que ellos dos y el príncipe, que los había esperado, entraran en la sala y, en consecuencia, los tres debieron sentarse juntos en un extremo.

—La baraja tiene cincuenta y dos cartas —susurró el señor Malthus—. Estén atentos a la aparición del as de espadas, que es el signo de la muerte, y del as de tréboles, que designa al ejecutor de la noche. ¡Dichosos, dichosos los jóvenes! —añadió—. Ustedes gozan de buena vista y pueden seguir el juego. ¡Ay! Desde aquí yo no distingo un as de un dos —y procedió a equiparse con un segundo par de lentes—. Al menos quiero ver las caras —explicó.

El coronel informó deprisa a su amigo lo que había averiguado por el socio honorario y el horrible dilema que se les planteaba. El príncipe sintió un escalofrío y notó cómo se le encogía el corazón, tragó con dificultad y miró de un lado al otro, como si estuviera en un laberinto.

—Un golpe de audacia —susurró el coronel—, y aún podemos escapar.

No obstante, su sugerencia tan sólo sirvió para que el príncipe recobrara los ánimos.

—¡Silencio! Demuestre que es capaz de actuar como un caballero en cualquier circunstancia, por difícil que sea —dijo.

Y miró en torno suyo, de nuevo en apariencia dueño de sí mismo, aunque el corazón le latía con fuerza y notaba un desagradable ardor en el pecho. Los socios seguían muy silenciosos y concentrados; todos estaban muy pálidos, pero ninguno tanto como el señor Malthus. Los ojos se le salían de las órbitas, cabeceaba sin cesar de modo involuntario, se llevaba en forma sucesiva las manos a la boca y se pellizcaba los labios trémulos y descoloridos. Resultaba evidente que el socio honorario disfrutaba de su afiliación en términos de lo más sorprendentes.

—¡Atención, caballeros! —dijo el presidente, y empezó a repartir las cartas en dirección inversa, deteniéndose hasta que cada cual mostraba la suya.

Casi todos dudaban, y más de una vez vieron temblar los dedos de algún jugador antes de que le diera la vuelta al trascendental trozo de cartulina. A medida que se acercaba su turno, el príncipe sintió una emoción creciente y angustiosa, aunque tenía madera de jugador y no le quedó más remedio que admitir, casi con sorpresa, que sus sensaciones eran hasta cierto punto placenteras. A él le tocó el nueve de tréboles; el tres de espadas le correspondió a Geraldine y la reina de corazones, al señor Malthus, que no reprimió un suspiro de alivio. El joven de los pasteles de crema iba justo después; al darle la vuelta a su carta, descubrió que era el as de tréboles y se quedó helado por el horror, con el naipe aún entre los dedos: no había ido ahí a matar, sino a que lo mataran, y el príncipe, generosamente conmovido por su situación, estuvo a punto de olvidar el peligro que aún pendía sobre él y su amigo.

Continuaron repartiendo las cartas y la de la muerte seguía sin salir. Los jugadores contenían la respiración y sólo daban boqueadas. Al príncipe volvieron a tocarle tréboles; a Geraldine, diamantes, y cuando el señor Malthus le dio la vuelta a su carta, de su boca escapó un sonido horrible, como el de algo que se rompe, se puso de pie y volvió a sentarse sin el menor síntoma de parálisis. Era el as de espadas. El miembro honorario había jugado demasiado a menudo con sus terrores.

La conversación se reanudó casi de inmediato. Los jugadores se relajaron y se fueron levantando de la mesa para volver al salón en grupos de dos y de tres. El presidente se desperezó y bostezó, como quien ha terminado el trabajo de la jornada. En cambio, el señor Malthus se quedó en su sitio, borracho e inmóvil, con la cabeza apoyada en las manos y éstas sobre la mesa, abatido por completo.

El príncipe y Geraldine se fueron de ahí enseguida. El aire frío de la noche redobló el terror que les inspiraba la escena a la que acababan de asistir.

—¡Ay! —gritó el príncipe—. ¡Estar atado por un juramento en un asunto semejante y tener que permitir que este negocio criminal continúe con provecho e impunidad! ¡Ojalá me atreviera a violar mi palabra!

—Eso es imposible para su alteza —replicó el coronel—, cuyo honor equivale al honor de Bohemia. Sin embargo, ¡yo sí me atrevo y violaría la mía con justificación!

—Geraldine —dijo el príncipe—, si su honor se viera menoscabado por culpa de las aventuras en que me sirve de acompañante, no sólo nunca se lo perdonaría, sino que tampoco yo lo haría, lo cual es probable que lo afecte más.

—Acepto las órdenes de su alteza —respondió el coronel—. ¿Nos vamos de este maldito lugar?

—Sí —dijo el príncipe—. Llame un coche, por el amor de Dios, y permita que intente olvidar con el sueño el recuerdo de esta noche infame —pero antes de irse, leyó con cuidado el nombre de la calle.

A la mañana siguiente, en cuanto el príncipe empezó a agitarse en el lecho, el coronel Geraldine le llevó el periódico del día con el siguiente párrafo subrayado:

LAMENTABLE ACCIDENTE.— Esta madrugada, alrededor de las dos, el señor Bartholomew Malthus, domiciliado en el número 16 de Chepstow Place, Westbourne Grove, se cayó por el barandal de Trafalgar Square cuando volvía a casa tras asistir a una fiesta en la residencia de un amigo, con el resultado de que se fracturó el cráneo y se partió un brazo y una pierna. La muerte fue instantánea. Cuando ocurrió el triste suceso, el señor Malthus iba acompañado de un amigo y buscaba un coche. Dado que era paralítico, se cree que su caída debió de ser motivada por otro ataque. El desdichado caballero era muy conocido en los círculos más respetables y su fallecimiento será profundamente sentido por todos.

 

—Si existe algún alma que se haya ido directa al infierno —dijo Geraldine con aire solemne—, ésa es la de aquel paralítico —el príncipe se tapó la cara con las manos y guardó silencio—. Casi me alegra —siguió el coronel— saber que murió. No obstante, reconozco que me apena pensar en nuestro joven de los pasteles de crema.

—Geraldine —dijo el príncipe, levantando la cabeza—, anoche ese muchacho desdichado era tan inocente como usted o yo, y esta mañana pesa sobre su alma una culpa sangrienta. Cuando pienso en el presidente, se me revuelve el estómago. No sé cómo lo haré pero, como hay un Dios en el cielo, algún día tendré a ese canalla a mi merced. ¡Qué vivencia y qué lección resultó ese juego de cartas!

—Sí —dijo el coronel—, ¡como para jamás repetirla! —el príncipe guardó silencio tanto rato que Geraldine se alarmó—. No estará pensando en volver —dijo—. Ya ha sufrido demasiado y asistido a demasiados horrores. El deber de su elevada posición le prohíbe volver a arriesgarse.

—No le falta razón —replicó el príncipe Florizel—, y no me siento del todo satisfecho con mi decisión. ¡Ah! ¿Qué hay en los zapatos del más grande potentado sino un hombre? Nunca hasta ahora había estado tan consciente de mi debilidad, Geraldine, mas no puedo evitarlo. ¿Acaso debo dejar de interesarme por la suerte del desdichado joven que cenó con nosotros hace sólo unas horas? ¿Debo permitir que el presidente prosiga con su infame negocio sin que nadie se lo impida? ¿Es que emprenderé una aventura tan emocionante sin llevarla hasta el final? No, Geraldine, le pide más al príncipe de lo que puede concederle. Esta noche, una vez más, ocuparemos nuestro lugar a la mesa del Club de los Suicidas.

El coronel Geraldine se arrodilló.

—¿Quiere su alteza quitarme la vida? —gritó—. Suya es y puede disponer de ella a su antojo, pero no me pida que le permita correr un riesgo tan terrible.

—Coronel Geraldine —replicó el príncipe con cierta altivez—, su vida le pertenece a usted. Yo sólo quiero su obediencia, y si me la ofrecerá a regañadientes, prefiero no tenerla. Permítame añadir una cosa más: ya me importunó bastante con este asunto.

El caballerizo mayor se puso en pie en el acto.

—¿Me disculpará su alteza si no lo acompaño esta tarde? —preguntó—. No me atrevo, como el hombre honorable que soy, a aventurarme por segunda vez en esa casa fatídica hasta haber puesto mis asuntos en orden. Puedo prometerle a su alteza que no encontrará mayor oposición del más devoto y agradecido de sus siervos.

—Mi querido Geraldine —replicó el príncipe Florizel—, siempre lamento cuando me obliga a recordarle mi rango. Disponga del día como mejor le parezca, pero preséntese aquí antes de las once con el mismo disfraz.

Aquella segunda noche el club no estaba tan concurrido, y cuando llegaron Geraldine y el príncipe no habría más de media docena de personas en el salón. Su alteza se llevó aparte al presidente y lo felicitó calurosamente por el fallecimiento del señor Malthus.

—Me gusta la gente eficiente y usted lo es —dijo—. Y mucho. Su profesión es de naturaleza muy delicada, aunque veo que se las arregla para desempeñarla con éxito y discreción.

El presidente, al parecer conmovido ante aquellos cumplidos dedicados por alguien del porte y la distinción de su alteza, los aceptó casi con humildad.

—¡Pobre Malthus! —añadió—. El club no será lo mismo sin él. Casi todos los socios son muchachos, señor, muchachos de espíritu poético que no son compañía para mí. No es que Malthus careciera por completo de sensibilidad poética, aunque era de una índole que yo podía comprender.

—Entiendo a la perfección que simpatizara con el señor Malthus —respondió el príncipe—. Me pareció un hombre de temperamento muy original.

El joven de los pasteles de crema se hallaba en la sala, aunque parecía silencioso y deprimido. Sus compañeros de la noche anterior trataron en vano de darle conversación.

—¡No saben cómo me arrepiento de haberlos traído a este antro infame! —gritó—. Váyanse mientras tengan la conciencia tranquila. ¡Si lo hubieran oído gritar como yo, y el ruido de sus huesos contra la banqueta! ¡Deséenme, si es que sienten compasión por alguien que ha caído tan bajo, que esta noche me toque el as de espadas!

Conforme pasaba la velada llegaron algunos socios más; sin embargo, no habría más de una docena de miembros cuando ocuparon sus asientos a la mesa. El príncipe volvió a notar cierta satisfacción en sus aprensiones, aunque lo sorprendió notar que Geraldine estaba mucho más tranquilo que la noche anterior.

“Resulta extraordinario que un testamento sin redactar influya así en el estado de ánimo de un joven”, pensó el príncipe.

—¡Atención, caballeros! —anunció el presidente y empezó a repartir.

Tres veces le dio la vuelta a la mesa sin que apareciera ninguna de las cartas fatídicas. Cuando empezó a dar por cuarta vez, la tensión se volvió insoportable. Apenas quedaban cartas para una ronda más. Por el modo de distribuir las cartas utilizado en el club, el príncipe, sentado a la izquierda del que repartía, recibiría la penúltima. Al tercer jugador le tocó un as negro: el as de tréboles; al siguiente, un naipe de diamantes; al siguiente, uno de corazones, y así continuaron, aunque el as de espadas seguía sin aparecer. Por fin, Geraldine, sentado a la izquierda del príncipe, le dio la vuelta a su carta: era un as, aunque el de corazones.

Cuando el príncipe Florizel vio su destino sobre la mesa, se le detuvo la respiración. Era un hombre valiente, pero la cara se le cubrió de sudor. Tenía justo cincuenta por ciento de probabilidades de que su suerte estuviera echada. Le dio la vuelta al naipe: era el as de espadas. Un ruidoso estruendo invadió su cerebro y la mesa pareció dar vueltas ante sus ojos. Oyó que el jugador a su derecha soltaba una carcajada, que sonó entre alegre y decepcionada; notó que el grupo se dispersaba deprisa, aunque su imaginación se hallaba ocupada con otros pensamientos. Comprendió lo ilógica y criminal que había sido su conducta. Con una salud de hierro, en la flor de la edad, heredero a un trono, se había jugado su futuro y el de un país valiente y leal.

—¡Dios! —gritó—. ¡Que Dios me perdone!

Con tales palabras cesó su confusión y volvió a dominarse.

Reparó con sorpresa en que Geraldine había desaparecido. Nadie quedaba en la habitación, salvo su futuro asesino, que departía con el presidente, y el joven de los pasteles de crema, que se acercó al príncipe y le susurró al oído:

—Daría un millón, si lo tuviera, por su suerte.

Cuando el joven se fue, su alteza no pudo sino pensar que él la habría vendido por una suma mucho menos elevada.

La conversación llegó a su fin. El poseedor del as de tréboles abandonó la sala con una mirada de connivencia y el presidente se acercó al desafortunado príncipe y le ofreció la mano.

—Me alegra haberlo conocido, señor —dijo—, y haber estado en situación de prestarle este pequeño servicio. Al menos no podrá quejarse por la demora. La segunda noche… ¡menuda suerte!

El príncipe trató en vano de articular una respuesta; sin embargo, tenía la boca seca y sentía la lengua paralizada.

—¿Está un poco mareado? —preguntó el presidente, solícito—. Le ocurre a la mayoría. ¿Se le antoja un poco de brandy?

El príncipe hizo un gesto afirmativo y de inmediato el otro le llenó un vaso de licor.

—¡Pobre Malthus! —soltó el presidente mientras el príncipe vaciaba la copa—. ¡Se bebió más de medio litro y no pareció servirle de nada!

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